Garras Plateadas

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El dirigible cruza la luna menguante. Debajo, solo está la niebla azul de la zona radioactiva, hasta que se despeja y ves el pueblo. Sonríes, aplaudiendo las luces lejanas. Una vez que aterrizan, desciendes por una escalera de metal. Sus engranajes crujen cuando, en el último peldaño, das un salto para llegar hasta el suelo arenoso. Hay voces de niños y música pastosa en el lugar; también olor a algodón dulce, globos, hileras de bombillas multicolores. Madre te lleva de la mano. Se ve enorme y lejana, con ese vestido de falda ancha y el abanico. Sus guantes de red te hacen cosquillas. Padre se acomoda la galera. Sus gafas de cuero brillan cuando te acerca a una máquina oxidada.

Colocan una moneda en la ranura y los engranajes comienzan a girar. Surge una luz grisácea del objeto, que se concentra frente a ustedes para formar caballos galopando en una pradera limpia, como las de otra época. La imagen cambia; ahora es una locomotora que escupe humo mientras avanza por un desierto, y luego un barco entre las olas. El espectáculo te fascina casi tanto como los trucos de los robots a vapor, pero has venido por él. Ya lo has visto. Anoche te habló en sueños cubiertos de niebla azul.

Entras a la carpa, y el show comienza. Traen algo cubierto por una sábana vieja, que poco hace para ocultar el resplandor. Cuando la quitan, el tigre de luz plateada no ruge. Parece mirarte desde la jaula. El payaso lo azota y el felino cumple con su deber, dando un show para el público. Los ojos del animal se ven tan gastados.

El espectáculo termina y la gente se amontona para salir. Tus padres no comprenden tu tristeza. Ves al domador conversando, algo tintinea en su cinturón. Recuerdas esas pupilas rasgadas; entonces, la niebla azul de tus sueños te recorre como una corriente eléctrica y sabes lo que tienes que hacer.

Corres hacia el domador. Arrancas la llave de su cinturón y lo empujas con una inesperada fuerza sobrehumana, antes de escabullirte. Ignoras los gritos de tus padres y de algunas personas de la muchedumbre, que de pronto se mueven con extrema lentitud cuando tratan de alcanzarte.

Estás debajo de la sábana que cubre la jaula, la llave en tu mano gira y escuchas a los mecanismos moverse. La cerradura se abre con un chasquido, la puerta chirría. Te acercas al tigre, que se ve más pequeño, recogido sobre sí mismo. El resplandor plateado ahora es débil. Tardas en notar a tus padres y al domador a tus espaldas. Ellos también observan el interior de la jaula, donde hay un niño con la piel del color de la plata, llorando.

***

Dicen que los infantes confunden sueños con recuerdos. Siempre hubo leyendas sobre cambiantes: humanos que se convierten en animales y viceversa. Casi nadie creía en ellas, sin embargo se volvieron muy populares tras las guerras atómicas. Seguro sacaste la idea de ahí, al menos eso te dices, muchos años después, apartando la imagen de tu mente para concentrarte de nuevo en el trabajo.

Abres la brújula y surge un holograma del pueblo de tu infancia. Es curioso que te haya tocado una entrega justo aquí. Observas los paquetes con el resto de la mercancía: son pieles de animales, los pocos que tus jefes logran criar sin demasiadas mutaciones. Criaturas asesinadas para abrigar a quienes tanto se han empecinado en destruir al planeta.

Se te escapa un bufido triste. Odias hacer esto, pero no tienes otra opción; es el único trabajo que conseguiste. Al menos no eres quien acaba con las vidas de esos seres. Como sea, nunca te sentiste parte de la humanidad y sus miserias.

Te preparas para seguir con las entregas. El carruaje sellado sisea, escupe un gas blanco, esperándote. Miras los edificios, después más allá del oxidado cartel de advertencia, hacia el desierto invadido por la niebla azul radioactiva, solo interrumpida en los caminos protegidos por campos electromagnéticos; los recorriste tantas veces llevando mercancías de pueblo a pueblo. La niebla tiene un oleaje rítmico, que te hipnotiza.

Miras de nuevo tu carruaje y te preguntas si alguna vez podrás ser libre de verdad. Te acomodas el sombrero de copa, listo para entrar, cuando sientes su llamado; es un cosquilleo en tu ser, que tira de ti como si estuvieras atado a una bola de plomo hundiéndose en el mar.

Sales del carruaje, con la mirada fija en la niebla. No sabes por qué, pero avanzas hacia ella, corres. Las personas que iban por la calle te gritan que te detengas, pero ya casi no entiendes su lenguaje. Tus ropas se queman, ya cuando aterrizas en el suelo, cuadrúpedo, y ruges, antes de perderte en la bruma azul.

***

Olfateas los huesos pequeños y continúas la marcha entre la niebla azulada, hasta que divisas el pueblo. Tus patas vuelven a impulsarte sobre el piso quebrado y seco, acercándote cada vez más al territorio humano. Resoplas. Después de tantos años, debes salir de tu hábitat. Lo aborreces, pero resistes porque tienes una misión que cumplir. La niebla casi se despeja y, ya en tu destino, avanzas entre las construcciones de madera; todas tienen las puertas y las ventanas cerradas. La niebla azul ha crecido, superando las desgastadas barreras artificiales, y sus restos se desparraman hasta la calle principal. Por eso, tan solo los humanos más valientes salieron.

Continúas avanzando. A medida que la neblina se disipa, el brillo plateado en tu pelaje, lamido por rayos eléctricos, disminuye. Eso te hace más débil, y lo sabes, pero gracias a que te oscureces cada vez más, puedes salir con sigilo de la bruma y escabullirte entre las sombras, para buscar a tu presa. Las estrellas te reciben en la parte despejada del pueblo, donde azota un viento arenoso.

El lugar te trae recuerdos apagados, pero los ignoras porque sigues aquel aroma. Trepas una pared, caminas silencioso por los tejados. La taberna deja escapar risas y voces desarticuladas, vidrios que se rompen. Las puertas de madera rechinan, y entonces lo ves. El cachorro humano sale y avanza solo hasta la baranda del porche para mirar los dirigibles que cruzan el cielo. Están lejos, más allá de las nubes fosforescentes, y desde el suelo se ven como sombras ovaladas.

Te asomas del tejado con cautela. Te separan varios metros de él... Sientes el aroma rancio, entrecierras los ojos y preparas las garras. No te mueves a tiempo. El niño grita cuando es arrastrado por una mujer de vestido negro y rostro oculto bajo las sombras de su sombrero de ala ancha.

Fue demasiado rápida. A pesar de que la rastreas desde hace varios días, siempre te lleva la delantera. Pero esta vez será diferente. Tiene que serlo. Eso le prometiste a su última víctima.

Los sigues presuroso, saltando de un techo a otro.

Ella se mueve con dificultad, como si caminar erguida le fuera algo ajeno, sin embargo no deja de sostener con fuerza al cachorro y lo golpea buscando callar sus gritos que reinan en la calle vacía. Nadie responde.

Desciendes, oculto entre las sombras, justo cuando la mujer se agacha frente a su presa. Puedes verla con mayor claridad: lleva una máscara que filtra el aire, con una pequeña llave a un costado. Ella la gira varias veces, y al soltarla, la máscara se ilumina de verde. Luego emite un canto artificial, de inflexiones metálicas, como el de una caja de música. Tras escucharla, el niño se queda en silencio, hipnotizado. Las garras de la enmascarada lo toman con más fuerza. Te agazapas, y la electricidad vuelve a recorrerte.

Entonces, los humanos salen de sus guaridas, y gritan desesperados buscando al cachorro, justo para ver a la enmascarada extendiendo unas alas de luz roja. Toma al niño entre sus garras y despega, en dirección a la niebla espesa, mientras caen el sombrero y la máscara, lo único que los humanos llegan a aferrar en su intento desesperado por rescatar al pequeño.

Después levantan la mirada y señalan con horror a la bestia de múltiples ojos y fauces inmensas que les sonríe con sadismo, antes de alejarse volando.

Saltas, con tu pelaje iluminado por completo, y caes sobre la espalda del monstruo desgarrando sus alas. El niño cae con un golpe seco y aterrizas sobre él, antes de que la bestia pueda atraparlo de nuevo. Veloz, aprietas tus fauces en sus ropas, a la altura del cuello, y lo arrojas a los otros humanos, sus torpes guardianes, que se apresuran a tomarlo entre sus brazos con la respiración aliviada.

Te descuidaste y el monstruo aprovecha para clavarte sus colmillos. Ruges y te sacudes para que se desprenda. Enseguida, lo alejas con un golpe de tu garra. Antes de que pueda reaccionar, das un salto hacia él, con las uñas extendidas, y acabas con su vida de una vez por todas.

Te alejas, con el brillo plateado de tu pelaje titilando, mientras tu organismo lucha contra el veneno que la bestia inyectó en tu cuerpo. Dejas atrás la sangre y la lucha, también a unos humanos agradecidos, aunque todavía asustados, a los que echas una última mirada. El niño se ha ido a su guarida con su madre, sabes que está a salvo. Cierras los ojos y corres hasta hundirte en la niebla.

***

Pasaron años desde la última vez que estuviste allí; no puedes calcular cuántos porque ahora mides el tiempo de otra manera. Ignoras esa preocupación y sigues caminando hacia tu destino. Solo ves la niebla azul, hasta que estás de regreso en aquel territorio con casas hechas de árboles muertos. Sientes un aroma familiar, que en este momento te resulta desagradable. Te hallas en el límite de un pueblo humano. No cualquiera: es ese donde naciste y donde, tiempo más tarde, te convertiste en una garra plateada. Se encuentra lleno de nuevas luces artificiales que tapan las estrellas durante la noche.

¿Por qué viniste? No puedes explicarlo. Seguiste el llamado de la luna, plena y radiante, que se sintió como un cosquilleo en el pecho. Algo ha cambiado en ti. Escuchas la música estridente, hueles esencias empalagosas y ácidas. Te deslumbran los colores al ponerte de pie, a unos metros de las carpas del circo. Recién entonces te notan los residentes que paseaban despreocupados; ahora contienen la respiración.

Observas tu cuerpo desnudo; volviste a tu primera forma, después de tanto tiempo. Dejas tus huellas felinas atrás y te adentras en el pueblo.


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