III | El soliloquio de Acacia Seymour.

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❛EL SOLILOQUIO DE ACACIA SEYMOUR❜

                          —Es triste pero cierto, el hecho de que aquí solo cuento con la oportunidad de ir a ese colegio progresista —declara la joven rubia para sí, alzándose de la cama de musgo que hay ahí, entre las ramas de su escondite predilecto en el lugar que debe llamar prematuramente hogar, para evitar una molestia más a sus progenitores.

Se encuentra sola, porque el pequeño Benedict debe almorzar y ella no es capaz de ver a sus padres a los ojos después de que aceptaran a regañadientes darle este par de días para acostumbrarse al nuevo ambiente, dado que se enteraron tarde de su falta el primer día de clases. Ahora mismo, se dispone a recorrer Avonlea por esa brecha de tiempo antes del medio día, y así labrar en su mente la imagen de ella viviendo felizmente en el lugar, como debe de ser.

—Pero triste y terrible es que no confíen en mí, como para creerme capaz de estudiar por mi cuenta... —continúa hilando palabra por palabra el soliloquio en su mente, sin llegar a pronunciar en voz alta alguna por error—, o, al menos, con ayuda de mis profesores particulares, esos que no creí tener que dejar atrás con el viaje...

Girando repentinamente sobre sus pies, la de cabellos cual espectro ignora que el santuario está cerca de ser arruinado por obra de sus zapatos, para centrar la atención en el árbol que le dio el nombre y así exclamar –rompiendo temporalmente la parsimonia de su análisis–, procurando modular el volumen para no dar falsos diagnósticos a su madre.

—¡Oh, si soy una miserable Acacia! ¿Es que ustedes, bonitas acacias, están a gusto en éste pueblo? ¿Me darían, acaso, un consejo para sobrellevar la vida aquí? —Tan rápido como una golondrina se posa en una rama del árbol, la delicada mano de la joven Seymour acaricia la corteza inerme del mismo, en espera de una respuesta poco realista a sus preguntas.

En el transcurso de unos cuántos segundos, no hay más en el amplio jardín que el silbido del viento al rozar las ramas floridas del árbol y el ferviente trinar del ave que toma como contestación, instándola a ver con ojos positivos el porvenir y a perfumar los malos ratos para atolondrar el recuerdo.

—Si así lo desean —Suspirando con pesar, da media vuelta y se dispone a salir del terreno.

Avonlea es bonito, admite Acacia, si ignora el constante malestar producido por los mosquitos y demás insectos, que parecen tomarla como blanco preferido. Abriendo la rejilla de hierro con cuidado, la pequeña Seymour regresa a su mente, el único lugar seguro donde puede hablar en público sin ser reprendida y, en dado caso de pasar un mal rato, desahogarse para continuar con la vida.

No hay muchos lugares a los que pueda ir sin temor a perderse. La Isla del Príncipe Edward no es amplia demográficamente hablando; de hecho, no está segura de que lo sea en un futuro próximo, por más que le guste imaginar lo fácil que sería llegar de un lugar a otro en ese caso y lo poco que se tendría que preocupar de encontrar algún animal potencialmente peligroso, como las ratas que vio atravesarse en el camino de ida a su nuevo hogar. Pero tiene encanto.

Puede afirmar, de hecho, que su próximo lugar favorito será la tienda de dulces. Los dulces que el joven del establecimiento amablemente le mostró son deliciosos y no hay espacio para quejas del exquisito olor que desprende y la invita a quedarse todo el tiempo que aguante de pie.

Sabiendo que su madre estaría disgustada por otra compra en la tienda –si bien degustó los dulces sin rechistar–, decide ir ahí. En Toronto, su antiguo hogar, todo era más estricto y la posibilidad de torcer la rutina era casi imposible en un día común; tenía un recto horario para las comidas, el descanso y el estudio, que la correteaban sin parar en espera de que tropezara para recibir un sermón de cómo aquella falla podría tumbar su futuro entero como la cabeza de la línea farmacéutica... Pero no lo hizo. Siempre lograba equilibrar las cosas: escapar de sus profesores para cuidar de Ben sin que sus padres sospecharan, salir a la calle para hablar con la vecina y conseguir que fuera a comprarle dulces..
Fácil.

Ahora, poco a poco se aleja de la rutina, de todo lo que conocía. De cualquier forma, el tono de azul del cielo y el brillo del sol en Avonlea no es igual que en Toronto y Acacia cree que no pueden existir dos realidades, pues está segura que ser la antigua Acacia no es boleto de primera clase a la punta de la sociedad en su nuevo hogar.

—Mamá empezaría con sus cuentos favoritos de terror y te diría que no olvides a las francesas perdiendo los dientes por el consumo de azúcar —Se dice mentalmente, entrando en la tienda de dulces de puntillas y con pasos calmos, queriendo ser silenciosa como ha aprendido para obtener una buena vista del entorno antes de ser inmersa en algún escenario con más personajes, si bien la campanita sobre el umbral ya ha delatado su presencia. El joven que la atendió el otro día no está a la vista y las comisuras de sus labios tiemblan, indecisos entre formar una sonrisa o permanecer en una fina línea; no sabe cuál imagen será mejor para los habitantes adultos de Avonlea—, que solo imagines tus dientes llenos de podredumbre y así te cuestionarás si es buena idea comer tanta azúcar de caña, la verdadera perdición desde su descubrimiento... Pero tú cuidas tu dentadura e intentar algo nuevo no hará más que hacerla feliz... Aunque se trate de dulces.

Una mujer de aspecto cansado sale por una puerta y camina hasta plantarse detrás del mostrador. La abertura de la entrada revela el lugar donde se hace la magia: ahí, con lo que parecen ser gruesos guantes que le da el aspecto de tener manos tres veces más grandes, se encuentra el muchacho que la atendió, inmerso en su trabajo modelando el caramelo. Decide sonreír; a ninguno de los adultos que conoce le agrada una niña seria, a menos que se requiera que se esté quieta y sin decir ni pío.

—Buenos días, jovencita —De voz áspera, acorde a sus afiladas facciones y ojos cual almendras tostadas, la mujer se dirige a ella, con una sonrisa que no se decide entre ser completamente cortés o ser más cálida. Acacia agradece que no parezca dispuesta a indagar en su identidad, si bien debe saber que no es de por aquí—, ¿Busca algo en especial, pequeña?

—Vine anteayer y compré unos deliciosos caramelos de grosella, ciruela y moras —dice, cruzando las manos delante de su regazo y acortando la distancia desde su posición hasta el mostrador. A veces siente que flota y, entre la bruma dulzona con aroma a bizcochos calientes  y azúcar, no puede evitar pensar que está siendo llevada a un paraíso de chucherías que la alejarían de sus problemas—, me atendió un muchacho amable... Pero ahora no sé qué podría adquirir que iguale el sabor de esos dulces.

—¡Oh, te refieres a mi hijo! —Orgullosa, la mujer extiende su sonrisa y se decide por la calidez, iluminando lo que serían rasgos toscos demacrados por la falta de descanso—, sí, mi Tyrese es un buen muchacho, debe tener tu edad... Estoy segura de que es el adecuado para guiarte en éste pedazo de cielo azucarado... ¡Tyrese! ¡Deja eso por un rato y ven aquí, por favor!

Viendo de soslayo, para no ser descortés con la mujer por prestarle atención a algo más que ella, observa al muchacho de cabellos azabache pasarle la enorme masa blanca que sostenía a otro, más fornido, pero menos simpático a simple vista. Él se desprende de sus gruesos guantes y, sin quitarse el delantal color blanco manchado de exquisitos colores vibrantes, sale hacia la tienda, con una amplia sonrisa con hoyuelos.

—Buen día, señorita —Asintiendo a modo de saludo, galante, procede a mirar a su madre en espera de una orden—. ¿Me hablabas, madre?

—Quiero que la guíes por nuestra humilde tienda —contesta, apoyando una mano en el hombro de su hijo—, mientras estaré en la parte de atrás, ¿Puedes cubrirme? Ya vi que eres bueno vendiendo.

—Sí, madre —acepta sin rechistar, viendo de reojo al área de trabajo, tratando de ocultar una mueca que inevitablemente tuerce su sonrisa. No parece tan dispuesto a estar ahí a pesar de la aceptación de la tarea—, tu descansa.

La mujer acaricia brevemente la mejilla del joven y regresa su atención a ella, parada y sin indicio de querer apurar la escena—. Espero le esté agradando Avonlea, señorita Seymour... —Acacia nota que contiene más palabras, tal vez dirigidas a saciar su curiosidad sobre lo que rodea a su familia recién llegada.

—Acacia Seymour, un placer conocerlos —Con una suave reverencia que alza con las manos el dobladillo de su vestido de día, sonríe cortés.

—Maria Galloway, espero verla pronto de nuevo.

Asiente en su dirección, viéndola salir por dónde vino en un principio, cerrando la puerta detrás de ella. Tyrese espera a que esté por completo cerrada antes de regresar la mirada a ella. Hace una seña para que camine a la derecha, con él, únicamente separados por la barra de madera.

—Esperaba encontrarla en el colegio, para serle sincero —admite, súbitamente, el joven Galloway. Acacia baja la cabeza, un poco avergonzada y tímida—, pero debió estar demasiado ocupada para ello. Acaban de llegar como para tener que preocuparse por algo más que dejar a los ratones de campo afuera.

—¿Ratones de campo? —inquiere, dejando atrás cualquier rastro de vergüenza. Siente nervios de solo pensar en los posibles animales e insectos que puedan aparecer bajo su cama—, no puede ser...

Divertido, Tyrese se apresura a agregar—. Solo aparecen si está calientito y hay donde esconderse —Su piel, pálida espectral, palidece tras unos segundos y, ante ello, el joven añade nuevamente—. No tiene de qué preocuparse, solo bromeo...

Pero Acacia no puede dejar de pensar en pequeños ratones durmiendo metidos en sus zapatos o entre sus vestidos, eso, hasta que el joven Tyrese extiende una mano con una cajita de papel, haciendo que levante la cabeza de nuevo, pálida, pero desconcentrada de su preocupación por las alimañas.

—Son galletas de nuez —comienza, queriendo dejar atrás cualquier rastro de su importunio. Aquello parece hacer efecto, pues la joven de aspecto de deidad poco a poco relaja su expresión y el color durazno vuelve a sus mejillas—, pero también hay de canela y de jengibre... Tome una, ande, va por mi cuenta... —Lo último lo susurra, como si le estuviera contando un secreto. Entonces, continúa en el mismo tono de cómplice—, Mi madre siempre me deja agarrar algo cuando acaba el día, pero lo haré ahora si come conmigo...

Duditativa, al final le ofrece una sonrisa calmada, compartiendo la complicidad al dejar escapar una risa entrecortada. Acacia tiene la manía de anotar –a veces en papel y otras veces confiando plenamente en su memoria– las cualidades de las personas, pues está segura que le servirán de ayuda para algún momento de su vida; de igual manera, no puede evitar puntualizar sus valores favoritos, para estar atenta a cualquier muchacho que comparta las características y, en un futuro, lograr encontrar al que será su pareja ideal... Porque si su madre y padre hacen tan buena dupla, no ve porqué debe esperar menos para sí misma. Tyrese Galloway parece el sueño de cualquier joven muchacha.

—Será un gusto.
































                        

                          A la mañana siguiente, Acacia no puede huir del colegio. Despertando con dos horas de anticipación, creía poseer la oportunidad de escaparse antes de que sus padres se levantaran de la cama. Garrafal error, pues ellos, serenos desde el comedor, la estaban esperando para evitar cualquier movimiento rebelde suyo, por lo que con rapidez fue enviada a sus aposentos para alistarse.

—¿En verdad debe acompáñame, padre? Puedo ir yo sola... —inquiere, sin el valor para levantar la cabeza y ver a su progenitor a los ojos. Lleva puesto un vestido del color de su cabello, por una parte blanco y por otro, con reflejos amarillos brillantes; juega con los olanes, buscando una manera de evitar a toda costa enfrentarse a la realidad.

—Hace unos días dijiste lo mismo y te hallé bajo la camilla del consultorio de tu madre —dice, serio. Acacia siente los ojos picar; si tan solo pudiera pedir tres deseos como en los cuentos, uno de ellos sería poder estar en casa, estudiando por su cuenta—. No estoy enojado, conoces mi voz cuando lo estoy, así que cambia esa expresión de animalillo dolido... Te acompañaré solo para que llegues a salvo: aunque sea un pueblo pequeño aún corres riesgo.

Asiente, apenada—. Lo siento, padre.

El hombre, alto y de aspecto saludable por las prácticas de hípica y caza, forma una sonrisa comprensiva, pero no dispuesta a dejar entrever debilidad para torcer el veredicto.

—Anda, toma tu canasta... La preparé yo mismo, dado que aún tardará en llegar la servidumbre —Señalando el área de la mesa, Acacia ve una pequeña canasta de la cual sobresale una pizarra y una tela color blanco—, debes usar un mandil, que no se te olvide.

Haciendo caso sin rechistar, se coloca el pedazo de tela color blanco, que cubre toda la parte delantera, desde el pecho hasta el borde de la falda. De igual manera, agarra la canasta, evaluando las cosas que hay: una cajita con tiza; la pizarra; libros varios de los que no reconoce la portada; y el almuerzo, consistente en tostadas con mermelada de fresa, duraznos cortados en medias luna, una botella de leche y pequeños aperitivos salados, de los que solo reconoce el jamón.

—Pensé que te gustaría compartir con las niñas de tu curso —dice suave, como si él no se fuera a enfrentar a todo un nuevo mundo que la escudriñará con lupa. Le extiende una mano, que toma tras unos instantes observándola—. Vamos o se te hará tarde.

Saliendo de la casa, Acacia se aferra a su padre con todas sus fuerzas. Ella cree que se ve graciosa la diferencia de estaturas y tamaños, pues su mano a duras penas sobresale de entre la de su padre, y por otro lado, es tan pequeña y delgada que hace a su padre verse aún más intimidante. Espera no ser la única a la cual la acompañan hasta el colegio.

En el camino, siente a los mosquito volar alrededor de su cabeza, pero su padre ni se inmuta. La tierra se alza conforme da un paso y se las arregla para no mostrarse disgustada, centrándose en pensar en el sacrificio que sus padres han hecho para darle una buena educación. Ellos no la llevarían ahí de estar seguros que sería bueno para ella.

Viendo al fin de lejos el pequeño edificio de tablas color blanco rodeado de niños que hablan antes de clase, Acacia distingue también a Tyrese Galloway, a escasos metros, que parece dudar entre caminar más rápido para terminar de llegar o quedarse ahí esperando.

—Creo que de aquí ya no tienes oportunidad de escapar —musita el señor Seymour, girandose para ver a su hija, cuya expresión asustadiza le remuerde la conciencia. Niega ligeramente para alejar los pensamientos de culpa—. Anda, puedes acercarte a Ruby Gillis... Tu madre tuvo una conversación con la suya para que tengas a alguien incondicional ahí.

Poco convencida, Acacia acepta el beso en la mejilla de su padre y se dispone a caminar. Evita apretar los puños como manera de desquitar su tensión y se dirige al colegio. En unos metros más adelante, es entonces que Tyrese Galloway se le une en silencio, contagiandole una calma que ni en un millón de años podría ser capaz de poseer por sí sola.

—No tienes de qué preocuparte. Te irá bien.

Y tal vez tenía razón.

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