Capítulo 19. Explorando el mundo... del emprendimiento

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Entré al dormitorio que compartía con Shadow. No me importaría tener una habitación propia, pero no había espacio disponible. Los únicos dormitorios eran aquel y el de Ancor, a no ser que comenzara a dormir en el sofá.

Pensándolo mejor, así estaba bien.

En la puerta del armario había un gran espejo. Nada más verme, comencé a tocar mis pecas. Demasiadas y muy notorias, igual que casi toda mi familia. Intentaba ocultarlas con el flequillo, pero se acumulaban sobre todo en mi nariz y pómulos. Al igual que mi pelo con las puntas hacia afuera, eran poco comunes en la Dinastía Raímat.

La gente decía que mi linaje era débil, y lo recordaba cada vez que mi reflejo me saludaba desde el otro lado. Quizás era señal de que odiaba los espejos.

Me hice una coleta baja y rebusqué en el armario. Los pantalones y las camisetas me apretaban, y los vestidos... Ok. No cumplían su función en mí. Claramente ella no podía compartir su ropa conmigo.

Me puse un pijama limpio que habíamos traído de nuestras "compras" nocturnas. Entonces entró Shadow.

Apoyó la cadera en el marco y se cruzó de brazos, sujetando una bolsa grande.

―¿Quieres tu atuendo de villana? ―dijo.

―¿Eh?

―Si vamos a hacer equipo, lo hacemos bien.

No estaba segura qué entendía ella como "bien", pero su estilo de villana difería en cantidades estratosféricas con el concepto que yo tenía. Vestía toda de blanco, con una capa hasta la rodilla sujetada por un broche de oro y una gema azul marino, botas pequeñas, y el pelo recogido con varias cadenitas de la misma anchura que la raíz de una flor.

―No somos villanas. Bueno. No vamos a hacer daño a nadie ―corregí.

Ella sonrió.

―Tendremos que robar para conseguir todo ese dinero, ¿sabes?

―Es... Por un buen motivo.

―Vale, vale. Pero necesitarás ropa adecuada.

Dejó caer la bolsa entre nosotras y se marchó.

Lo primero que quiero decir es que agradecía tener ropa oscura. En general, agradecía su existencia y comercialización. A diferencia de ella, yo jamás me había preocupado por si mi atuendo se ensuciaba, era lo último en lo que pensaba al entrenar. Así que tenía la misma delicadeza con la ropa que una oruga conduciendo un carruaje en llamas con los peatones.

Dicho esto, no dudé en elegir los pantalones negros en cuando los vi. Me puse una cazadora del mismo color que el cielo en una tormenta, y debajo una camisa marrón claro. Mi cabello estaba dividido en dos trenzas bajas. Listo, ya tenía mi atuendo de villana (con buenas intenciones y sin ganas de herir a inocentes).

―Toma ―Shadow me extendió unos guantes negros nada más verme.

―¿Para qué? Si son de seda.

―Por eso.

―Oh.

Tan pronto como dimos la espalda al Sol, cruzamos el puente hacia la Dinastía Jashá. Había estado allí pocas veces, en parte porque no solían causar problemas salvo a ellos mismos, pero jamás podría olvidar el viento que hacía allí. Ni las tormentas de arena que había cerca de la costa y, por ende, junto a la entrada en el puente más resistente que conocía. Si detrás de la creación del universo había un equipo, espero que despidieran al responsable de aquello.

Quizás la verdadera función de la capa de Shadow era dramatizar, porque parecíamos forasteras perdidas en el desierto. Y éramos forasteras en un medio desierto, pero no perdidas, quizás. Entre la oscuridad y el polvo, no veía más allá de cinco metros frente a nosotras, pero ella parecía saber hacia dónde caminábamos.

El pelo de Shadow no brillaba, y entonces entendí para qué eran las cadenas.

―¿Por qué eres así?

―Gracias, reina.

―Me refiero a tu pelo. ¿Por qué brilla?

―¡Ah! ―Se apartó un papel que le había volado hasta la cara―. Mi madre consumió Omphalotus Nidiformis durante el embarazo, así que, eh... Eso, creo que fue accidental. Dentro de lo que cabe, poco me pasó.

―Omphaqué.

―¿No te suena? Bueno. Supongo que solo crece en Címelios.

La tormenta nos liberó de sus garras, y comenzó la peor parte: la subida. Todo en Jashá eran tierra seca y montañas o montañas con tierra seca. De las que se ganaban el nombre a pulso.

Comenzamos a subir unas escaleras que nos llevarían al pueblo más cercano. Escuché a Shadow suspirar.

En realidad, si obviamos que al entrar lo pertinente sería tener a mano unas gafas bien gruesas y el calzado adecuado, la Dinastía Jashá era el pilar de nuestro país, los cimientos que nos mantenían. Literalmente. Se encargaban de las construcciones en todas las islas; las calles, los puentes, las casas... Incluso los castillos. Nacían como un boceto y los obreros viajaban automáticamente a su destino con materiales con forma de ostentosa infraestructura.

Tenía sentido sabiendo que su linaje permitía a la gente de Jashá trabajar más y cansarse menos. Con un sueño reparador de tres horas estaban listos para comenzar una nueva jornada. A diferencia, por ejemplo, de la gente de Raímat, que éramos fuertes por naturaleza, ellos eran resistentes, y desarrollaban su fuerza entrenando. Además, dibujaban líneas rectas impecables. Y eso pareció suficiente para entregarles el trabajo duro. Eso sí, eran ágiles.

Debíamos estar de visita justo mientras transcurrían aquellas tres horas, porque al terminar de subir las escaleras no había ni un alma en las calles. Nos sacudimos la tierra y caminamos en silencio, intentando distinguir más allá del sonido de nuestras pisadas.

Digamos que, en el hipotético caso de que me estuviese recreando en el escenario de una ciudad fantasma después de una catástrofe a escala mundial, me asustaría escuchar un sonido tan agudo como el de un viejo que había perdido su bastón y se había dado cuenta demasiado tarde. Algo así como cuando le pisan las colas a un gato, y sabías que este a cambio sacaría las garras. Vale. En realidad, me asustaría en cualquier caso. Di un respingo.

―¿Qué fue eso?

―A saber ―Shadow observó los tejados. Entrecerró los ojos―. ¿Y si vamos a mi manera?

―No. Saldríamos volando con este viento.

―Pero... ¡Mira dónde está el castillo! ―se quejó.

El castillo de la Dinastía Jashá había sido posicionado con más mimo que el resto. En el borde de una cascada kilométrica, para ser exactos. Desde luego, la idea de volar fue tentadora. Pero recordé lo agradable que es tener los pies en el suelo, y negué con la cabeza. Shadow suspiró de nuevo y continuamos caminando.

La verdad es que no dimos más de cinco pasos. Nos detuvimos al escuchar otro ruido de dudosa procedencia, esta vez no tan agudo. Juraría que era un grito de dolor, pero de una voz muy seca y acompañado de otro estruendo. Parecía que se estaban cayendo varios objetos de una estantería, o quizás era una fiesta de estudiantes.

―Vamos ―dije. Giré la esquina antes de que Shadow pudiera protestar. No tuve que girarme para comprobar si venía conmigo.

Allí estaba el mercadillo del pueblo. Nidos que por el día se transformaban en tenderetes descansaban en un terreno que debía ser de cien metros de largo, la mitad de ancho. Por la noche, imaginé, en Jashá la gente se encerraba en sus casas como todos, y aprovechaban para estar con sus familias o amigos, o yo qué sé.

―Fíjate ―Shadow señaló hacia la derecha.

Nos acercamos. Había un montículo moviéndose bajo la tela de lo que debía ser un puesto de fruta.

Nos miramos con preocupación.

―¿Un Nhodulk? ―pregunté.

Shadow cogió una naranja y comenzó a pelarla.

De repente, una voz surgió de debajo de la tela. Continuaba retorciéndose más de lo que, desde fuera, parecía necesario para liberarse. Cualquiera diría que quería enredarse aún más.

―¡Un Nhodulk! ¡No puede ser! ¡Ayuda, ayuda!

Era una voz redonda y muy asustada. Levanté la carpa sin pensarlo dos veces. Un hombre que debía rondar los cuarenta años se encogió ante la luz de la rosada luna, y nosotras.

―¡Piedad, oh monstruo, os juro que no tengo un buen sabor!

―Dudo mucho que importe ―respondió Shadow―. De todas formas, no eres mi tipo. Prefiero esta naranja.

La escudriñé con la mirada, pero ella no se dio cuenta. Me agaché frente al hombre.

―¿Estás herido? ¿Puedes levantarte?

El hombre, cuya melena cobriza sobresalía bajo un gorro viejo, levantó la mirada con lentitud. Nuestros ojos se encontraron, y creo que le alivió no ver un ser de dos met... Un ser de piedra.

―¿De dónde sois?

―De mi casa ―dijo Shadow.

―¿Estás bien? ―dije con voz suave.

―Eh... Sí, creo. Bueno... ―respondió él, buscando heridas en su cuerpo. Su piel morena estaba magullada, pero la mayoría de cicatrices parecían haber encontrado su sitio hacía ya mucho tiempo.

Sus piernas estaban atrapadas entre cestos de madera pesada, y no tardé en darme cuenta de por qué tenía dificultades para salir de aquella situación.

Sin apenas esfuerzo, aparté todas las cajas y le tendí una mano. Él la aceptó y después se limpió la arena de la ropa.

―Gracias ―dijo.

―¿Qué hacías aquí? ―preguntó Shadow―. ¿Ibas a robar esas cajas?

―¡Oh, no! ―respondió despreocupado―. ¡Solo me interesaban las fru...!

Hubo una breve pausa.

―¡Estaba paseando!

―No cuela.

―Debe tener más cuidado ―dije―. Es peligroso salir de noche.

―Disculpe mi atrevimiento, pero... Ustedes también están fuera. Y aquí es de noche para todos.

―Sí, pero nosotras tenemos un permiso especial ―dijo Shadow. En parte consideré que lo que decía era cierto, solo que adornado con lazos de ambigüedad.

―Mis disculpas ―El señor hizo una reverencia―, pero no es de mi incumbencia lo que, eh, se traigan entre manos, ciertamente.

―¿Vive lejos? ―pregunté.

―¡Para nada! ¡Mi casa está en aquella colina!

Shadow me arrastró por el codo en cuanto vio hacia dónde apuntaba. Nos alejó lo suficiente mientras pedía tiempo muerto.

―¡¿Qué haces?! ―susurró.

―Vamos a acompañarlo.

―¡Ni loca! ¡Eso nos va a alejar todavía más del castillo!

―Es muy peligroso que vaya solo ―Le miré de reojo. Era un señor mayor y poco entrenado. Si se le acercaba una amenaza, no duraría demasiado tiempo.

―¡Alyssa, la noche no es eterna! Él puede esperar en una esquina hasta que amanezca, ¡nosotras no!

―No voy a arriesgarme a que le pase algo.

Debió notar la decisión en mi rostro. Suspiró, miró al hombre, volvió a suspirar y levantó la mirada.

―Que nos pague.

Y nos pagó. El hombre, que averiguamos que se llamaba Gaumet, no tenía ninguna duda de que moriría por descuido o por su torpeza. Lo atribuyó a sus piernas cortas, su cadera dislocada y, bueno, porque le faltaba la mano derecha. No le dije que existían armas a distancia, porque no tenía pinta de tener (ni querer) una licencia para eso.

Hice una luz improvisada con un palo, tela de una de las tiendas, y un pequeño hechizo (dos piedras). Estuvimos casi todo el camino en silencio, él asustado por el posible peligro, yo asegurándome de que dicho peligro viera que no valía la pena acercarse, y Shadow no lo sé, la verdad. Estaría tan harta de caminar que no tendría ni ganas de quejarse.

―¡Gaumet! ―escuchamos una voz femenina nada más divisamos la casa.

Por la puerta salió una mujer que rondaba su misma edad, con un pañuelo en la cabeza del que sobresalían rizos naranjas y piel morena. Sujetaba una vela y un biberón.

―Aniagua, mi amor ―respondió él con suavidad y la abrazó―. No he conseguido nada.

―Qué importa. Pensé que te había ocurrido algo. Maldita sea.

Gaumet nos apuntó a nosotras.

―De no ser por ellas, seguiría por ahí.

Aniagua nos miró unos segundos, luego asintió.

―Serán recompensadas.

Aniagua volvió a entrar a la casa. Cabe destacar que era una estructura muy pequeña, más que nuestra cabaña o la casa de mi familia, pero tenía un segundo piso. Estaba hecha de una piedra muy lisa, con los bordes del techo redondos, y quizás estaba pintada de beige (cabe destacar que el lugar estaba muy, muy oscuro).

Quizás es grosero estereotipar, pero debo admitir que me sorprendió que las casas de la Dinastía Jashá no fueran estrambóticas o incluso de lujo, con detalles que hicieran con esmero para sus hogares. Era por lo que destacaban.

De hecho, diría que las casas de aquellas colinas eran casi iguales, y los edificios del pueblo eran edificios comunes y corrientes, como los del resto de islas. Jamás esperé, sin embargo, que hubiera escasez de recursos en un sitio que daba la idea de ser sumamente rico.

―Aquí tenéis.

La mujer, esta vez portando solo la vela, nos extendió una bolsita de tela cerrada con un hilo. Un tintineo suave dejó entrever que había monedas. Iba a rechazarla cuando Shadow se me adelantó cogiéndola.

―Guay ―dijo―. Para el desayuno.

Gaumet y Aniagua volvieron a agradecernos lo que Shadow catalogó como "nuestro servicio estrella, avisadnos si nos necesitáis de nuevo, gracias". Luego entraron a su hogar. Se oyeron risas reconfortantes y el llanto de un bebé.

Cuando nos alejamos colina abajo, le dejé bien claro que no éramos una empresa de guardaespaldas.

―Pero qué bien se nos daría ―respondió.

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