Capítulo 33. Ver el mar en compañía es el doble de solitario

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Había algo en su voz que despertó un cosquilleo en mí.

Estábamos ya algo alejadas del castillo, y su actitud había cambiado de repente. Traté de descubrir las intenciones detrás de aquella fachada. No era la Eleena de siempre, era una mucho más tranquila. Como si estuviera tramando algo, analizándolo o simplemente se encontraba en las nubes.

El punto es que no sabía si dejarla ser creativa.

―¡Ya sé! ―gritó de repente, chasqueando los dedos.

Miré hacia todas direcciones, por si algún guardia nos había pillado.

―¡Tengo un plan! ―susurró.

―Me he dado cuenta ―Atravesamos unos arbustos en dirección al pueblo. Mientras caminábamos por los callejones para tomar un atajo, Eleena fue contándome su plan.

―Gracias a esto, puedo neutralizar la maldición de Ancor, ¿verdad? ―Señaló su colgante.

―Ajá. No sé cómo, pero, ajá.

Echamos un breve vistazo por un callejón. La mayoría de tiendas en aquel pueblo estaban en la avenida, con lujosos escaparates y un gran flujo de personas. Los callejones, sin embargo, eran estrechos, oscuros, y tan solo se utilizaban para guardar aquello que no se quería tener a vista de todos. Continuamos moviéndonos entre ellos, donde nadie pudiera escuchar nuestra conversación.

―¿Y si él tuviera su propio recipiente? ―dijo―. ¿No sería más fácil así? Podría controlarlo él mismo, yo le enseñaré.

―¿De dónde vamos a sacar su contenido?

―Yo sé de dónde viene. Vamos a Címelios.

Eran las olas las que marcaban el ritmo en la costa de Címelios.

Estaba acostumbrada al mar, mi infancia se había basado en una diminuta isla. Y sigo viviendo en una, tan solo que es más grande. Aunque desde el pueblo no se viera tanto, el castillo de Diákora ofrecía vistas al océano.

Sin embargo, debía ser la suavidad de la ruidosa arena, o la nostalgia del aire salado o el cielo tintineante, pero sentí una aprensión en el pecho. Jamás había descubierto aquel rincón de la isla. Era tranquilo y cálido a pesar de la época y de estar oscureciendo, a diferencia del clima frío de Raímat.

Entonces me di cuenta de algo: no conocía muchas cosas del país del que me quería marchar. A pesar de que había soñado durante toda mi infancia con explorar las islas, al comenzar a trabajar en el castillo toda mi atención estaba en ser mejor y ascender. No me había permitido el lujo de descansar, tomar vacaciones o dar un paseo por una zona nueva, a no ser que el trabajo lo requiriese.

Una vez nos escapásemos, no volvería a tener la oportunidad de visitar aquella costa, o el mercadillo en Diákora, o mi propia casa...

No volvería a ver a mis padres ni a mi abuela. Tendría que despedirme de ellos hasta encontrar la forma de volver a comunicarme desde mi nuevo hogar sin poner su integridad en riesgo.

―Allí está la casa de mis padres.

Eleena señaló una casa costera. Había unas pocas más alrededor en las que estaba claro que habitaban vecinos, pero la que ella apuntaba no emitía ninguna luz.

Intentando ajustar la vista, me di cuenta de que tenía las ventanas tapadas por tablones de madera, y que de donde debió haber una salida al patio trasero ahora tan solo quedaba una cortina que respondía al viento.

No estaba segura de que fuera correcto preguntarle si aquella casa seguía estando habitada. Parecía claro que no.

Ella no dio más información y tomó una ruta distinta, adentrándose a la selva que se extendía hasta el centro de la isla. Así que la seguí por un camino frondoso que desprendía un olor a barro.

Sin adentrarnos demasiado, acabamos junto a un puerto.

La función principal de Címelios era transportar mercancía a las otras islas, en especial materiales para los de Jashá y telas para los negocios de Diákora. No tenía mucho que ver con su "poder", que era una vista aguda, en especial en la oscuridad, pero en nuestros tiempos eso tampoco les iba a ser tan útil. La función del puerto se había establecido para trabajar de noche, antes de la aparición de los Nhodulk. Raímat, por su parte, se encargaba sobre todo de los tintes para algunas comidas y de los extraños experimentos que realizaban en Emyskala, que requerían materia prima... Cuestionable.

En Kafyra tampoco es que hubiera barcos grandes que permitieran cruzar el océano. En ese caso, nuestra vida sería mucho más sencilla. Por tanto, no podíamos tener tanta suerte. Nuestra tecnología náutica era tan extensa y avanzada como fuera de interés para unos ricachones cuya actividad exploratoria de lujo favorita era contar los metros del estanque de su jardín.

Eleena me guio hasta un escondrijo desde el que se podía ver un desembarque en específico. En lugar de un barco de madera, ahora se solían utilizar grandes carruajes en los que se amontonaban las cajas y se cubrían con una lona y cuerdas.

Señaló el camino frente a nosotras.

―Ahí murió mi padre.

La confesión me pilló desprevenida. La miré con los ojos muy abiertos.

―¿Cómo?

―Trabajaba en este puerto ―explicó en voz baja―. Le encargaron un trabajo especial, con un trato distinto si cumplía su parte. Así descubrí su secreto, el de la magia.

Volví a mirar la zona de carga. Aquella zona estaba algo descuidada, pero de vez en cuando pasaba un guardia de seguridad. Había un edificio cerca en el que debía vivir, y donde podía resguardarse. Era extraño que estuviera fuera, patrullando en el atardecer, puesto que los pocos ladrones que se atrevían a actuar en la penumbra solían dejarse los zapatos atrás al ser devorados. Tal vez hacía una última ronda antes de marcharse a casa.

Según lo que Eleena había descubierto, los polvos que el emperador le había dado llegaban hasta ahí una vez elaborados, y luego eran transportados hacia distintos puntos. Su padre había sido en su momento quien supervisaba el envío, a cambio de un mayor sueldo, seguros gratuitos y un plan lujoso una vez se jubilara, al igual que refugio y trato especial en caso de tormenta tropical. Tanto para él como para su familia.

En un trabajo como aquel, en una isla como Címelios... Era una oportunidad única. Tan solo tenía que guardarse las preguntas para sí mismo.

Ni siquiera su familia podía saberlo, y probablemente fue así como despertó la curiosidad de Eleena, al menos la niña que fue. Para ella debió ser una especie de juego de espías, averiguar más sobre un secreto bien guardado...

―¿Qué ocurrió?

―Lo que ocurre a los curiosos ―Se encogió de hombros―. Tuve suerte de estar aquí y verlo, entonces pude correr a casa. Pero mi madre se quedó para ganar tiempo para mí. Así que me fui sola.

Un suave suspiro escapó de sus labios, su mirada estaba clavada en un punto fijo. Lo más probable era que estuviera reviviendo aquel recuerdo, que no sonaba del todo feliz.

Fruncí los labios. Jamás podría imaginar el dolor de ver a un ser querido sin vida, peor aún en una situación tan violenta. Tan solo de imaginarlo, mi piel se erizaba.

Sacudí su hombro con gentileza para sacarla del trance, y ella sonrió.

―Tranquila, ya lo he superado. Vamos a buscar primero un recipiente, ¿no?

Asentí. Ya sabíamos dónde estaba el contenido.

―¿Qué tienes en mente? ―pregunté. Ella amplió su sonrisa.

―Nunca has visitado el castillo de Címelios, ¿verdad?

Volvimos a la playa. Eleena quería hacer una pausa para ir al baño, así que esperé a cierta distancia. Frente a mí, el océano era un acertijo que quería resolver.

Vi cómo se adentraba a su antiguo hogar, y me pregunté si realmente lo había "superado". ¿Qué entendía ella por "superar"? Tal vez volver a aquella casa le traía malos recuerdos, pero entonces no tendría sentido que lo hiciera por voluntad propia. O tal vez sí. ¿Y si en el fondo quería que la acompañara? Además, ¿no estaría muy sucio el sitio? ¿O lo mantenía limpio? ¿Era ahí donde vivía?

Esperé sentada sobre una roca. Sin embargo, era como si el mar pudiera atraerme con el susurro de las olas, y acabé sentándome en la orilla.

Al principio intenté que no se me mojara la ropa. Mantuve cierta distancia del agua, pero al final me quité las botas y dejé que mis pies se remojaran poco a poco, con la llegada de cada nueva ola. La arena se hundía bajo mi peso, y tuve el impulso de acariciarme la piel con los restos en mis dedos para exfoliarla. Era algo que no hacía desde pequeña, cuando no tenía nada mejor que hacer en las largas horas de pendiente soledad.

De pronto, Eleena se sentó a mi lado. Su presencia se presentó con sutileza, casi como un espectro. Y luego comenzó a tararear una canción. Utilizó una manta para protegerse de la arena, y entonces me percaté de que mi ropa acabaría hecha un fiasco.

―Antes solía venir aquí por las noches ―dijo, mirando al frente―. Como no había nadie, me metía al mar como me diera en gana y me quedaba ahí flotando. Era lo mejor. Lo peor era el resfriado de después ―Sonrió―. Pero con los remedios de mi madre me curaba enseguida, y a la noche siguiente ya podía volver. No te lo recomiendo porque no recuerdo su receta.

Volví a notar aquella mirada en ella, como si estuviera muy centrada en algo.

―¿Ya no vienes? ―pregunté.

―Muy pocas veces. Tan solo cuando estoy buscando algo.

―¿Algo?

―Una sensación. ¿No te ocurre? Que intentas recuperar un sentimiento que está forjado a una época en específico. No puede salir de ahí salvo para enaltecer la memoria. Como cuando un olor te trae un recuerdo, pero yo qué sé, tampoco nos rallemos.

Asentí. Aunque la mayoría de mis recuerdos tenían algo que ver con los entrenamientos, también añoraba las tardes de otoño en que las cosechas nos traían calabazas rojas y recogíamos castañas del bosque. La calma que sentía por las noches, cuando mis padres y mi abuela dormían, y yo estaba sola en el porche, apreciando la eterna oscuridad y los farolillos que hacíamos a mano.

Aquella calma era única, y jamás volvería a encontrarla con la misma forma. Pero también la estaba encontrando allí, en la orilla, con el frío mar y la amistosa luna. Junto a ella.

Mi vista se había acostumbrado a la oscuridad, al menos lo suficiente para ver los diminutos peces que nadaban cerca del límite entre su mundo y el nuestro.

―Puede que sea adicta a esta sensación ―continuó Eleena―. Que mi único y verdadero cometido en esta vida sea volver a sentirme como alguna vez hice, que cada cosa que hago tiene detrás una motivación: devolverme al pasado. Que dentro de mí solo hay espacio para algo que he olvidado, y lo único que puedo hacer es esperar a encontrarlo de nuevo. A lo mejor lo que busco es el impacto de la novedad, que no se puede repetir, al menos no con lo mismo ―Tomó aire y continuó―: Mi cerebro no es capaz de entender que la vida sigue con lo suyo. No puedo ir para atrás y revivir algo que ya he normalizado como si fuera algo nuevo. Pero yo me he estancado en esa sensación: en el aire salado dándome la bienvenida y las olas ensayando una serenata para el cielo.

Iba a responder. O mejor dicho, iba a formular la pregunta que se me había atorado desde que salí del castillo Diákora junto a ella. Había algo en su mirada que me hacía querer saber más. Necesitaba saber cómo funcionaba su mente, qué estaba pensando, en qué punto sus palabras comenzaban a difuminar la línea entre lo que pensaba, lo que quería decir, y lo que sentía. Quería comprender lo que ocurría dentro de ella.

Sin embargo, antes de que la primera sílaba pudiera salir de mis labios, ella se levantó y me tendió una mano. Yo la acepté, me reincorporé y me puse las botas.

―Venga, que tenemos que ir a un castillo.

Nos metimos en la selva que llevaba al corazón de la isla, alejando de mi vista la visión de aquel hogar fantasma, y de aquellos a su alrededor que ignoraban su existencia.

Pronto nos fundimos con la oscuridad del interior de Címelios. Detrás nos siguieron todas las incógnitas que en algún momento tendrían que ver la luz.

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