Calabozos. Segunda parte

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2. Mazmorras

—¡Mario, Mario! Despierta, amor ¿estás bien?

Aunque estaba justo a un lado mío, la voz de Sara se escuchaba como si estuviera a kilómetros de distancia. El violento golpe contra el piso de piedra nos había noqueado a todos, sin embargo, en mi afán por proteger a Sara, el impacto terminó por afectarme más a mí que a los demás y por ello apenas iba despertando.

—Creo... creo que sí ¿qué pasó?

—No estoy segura, lo último que recuerdo es que el piso se abrió y caímos por una trampa.

Con lentitud exasperante, las imágenes de lo que había ocurrido hacía unos... ¿minutos?... ¿horas?... comenzaron a aparecer en mi cabeza: la otra mitad del grupo gritando y finalmente cayendo por una trampa similar, Hugo herido, Eloina aterrada, Arturo activando la trampa, además, aquella sensación de sobrecarga emocional que embotaba mis pensamientos y mi consciencia, y que amenazaba con arrojarme de nuevo a la oscuridad.

—¿Ya despertó? —La voz de Patricia, que salió de algún punto en la penumbra a mi derecha, me sacó, al menos de momento, de aquel peligroso estado de ánimo.

—Sí, ya estoy aquí ¿Eloina y Hugo... dónde están?

Demasiado tarde me di cuenta de que había preguntado por la rubia incluso antes de cerciorarme de que mi propia novia se encontraba bien y su mirada de decepción dejó en claro que ella también lo había notado.

—Aquí estoy —Hugo apareció detrás de mí, el semblante sombrío y las manos abriéndose y cerrándose nerviosas en torno a la empuñadura de su hacha-martillo —Eloina y "El Güero" están desaparecidos.

—¿Y alguien tiene idea de lo que pudo haberles pasado?

Mientras me levantaba hice un recuento de mis armas y hasta entonces me di cuenta de que aunque Albion seguía en su vaina en mi cintura, el resto se habían perdido, la lanza y el escudo en el salón de los trasgos y el martillo de guerra en el pasillo de las trampas.

—Sospecho que algo se los llevó.

Los ojos de Patricia brillaron de forma extraña mientras escudriñaban nuestros alrededores, aparentemente en busca de ese "algo".

—¿Algo?

—Sí, Sara, "algo". No estoy segura de qué pueda ser, pero hay una presencia muy fuerte que satura este lugar.

—¡Cálmala, brujita! —La voz y la mirada burlonas de Hugo hicieron que el rostro de Patricia enrojeciera hasta alcanzar el mismo tono de su cabello —por qué mejor no haces algo de provecho, como empezar a buscarlos, y dejas de ponernos nerviosos a todos.

—Ve-te-al-dia-blo.

También el carbón de sus ojos pareció ponerse al rojo vivo, mientras los clavaba en Hugo, quien, más que asustado, parecía absolutamente fascinado por aquella mirada.

—¡Tranquilos! —Mi voz sonó un tanto extraña, pero nadie reparó en ello, al menos de momento

—Hugo tiene razón (no era muy seguido que aquellas tres palabras podían ponerse juntas en una sola oración) tenemos que encontrarlos, no podemos permitir que el grupo siga dividiéndose. Pero primero lo primero ¿cómo está tu herida?

El larguirucho se había arrancado el dardo antes de que yo despertara y entre él y Sara habían improvisado un vendaje con el forro de la chamarra de él, sin embargo, quizá porque la flecha seguía clavada al entrar a esta nueva habitación, la herida no se había cerrado mágicamente.

—Puedo caminar.

Pese a su determinación y su infantil pose de "macho", el dolor era más que evidente en su rostro, sin embargo, aun así ya había explorado un poco los alrededores apoyándose en su extraña arma, que combinaba la hoja de un hacha y la cabeza de un martillo en una sola pieza de herrería decorada por extrañas runas y montada sobre un mango de metro y medio de largo y 10 centímetros de diámetro.

—Entonces andando.

Ahora sí lo notaron, pero más que el tono de voz, ya de por sí duro y frío, fue la mirada "muerta" que se asomó a mis ojos lo que los asustó, tanto a él como a Sara, e incluso yo mismo pude darme cuenta de que algo no andaba del todo bien dentro de mi cabeza.

—Por aquí.

Sin embargo, la prisa de Patricia por encontrar a Eloina los distrajo lo suficiente como para que yo me separara unos pasos de ellos e intentara recuperar el control de mi mente.

La pelirroja se colocó a la cabeza del grupo y comenzó a guiarnos con tal seguridad, que parecía no sólo saber exactamente dónde estábamos, sino hacia dónde debíamos ir.

—¿Y por qué por ahí?

Pero Hugo siempre había tenido un serio problema con la autoridad. Cualquier autoridad.

—Y por qué no.

Patricia se volvió hacia Hugo con gesto sombrío y, seguramente, con una mala palabra en los labios, pero Sara intervino justo a tiempo:

—Por favor, no empiecen ahorita ¿sí? Primero hay que encontrar a Eli.

Patricia aprovechó la cojera de Hugo y se adelantó lo suficiente como para no tener que escucharlo, pero no tanto como para perderla de vista en aquella densa penumbra. Sara y Hugo la siguieron y yo caminé detrás de los tres, tratando, sin conseguirlo del todo, de dominar aquella oscuridad que amenazaba con apoderarse otra vez de mí.

—Tuviste suerte de que te dieran en la pierna.

—¡Sí, oye! Tantito más arriba y me quedo sin "herederos".

Ambos empezaban a compartir una risa que sonaba absolutamente fuera de lugar en aquel tétrico sótano cuando...

—No fue suerte—, el tono glaciar en mi voz hizo que ambos voltearan a verme más que extrañados —quien quiera que lo haya hecho no tenía la intención de matar, quería herir, lastimar, mutilar.

—¿Y tú cómo lo sabes?

Un ligero temblor en su voz, me hizo darme cuenta de que Sara comenzaba a asustarse de verdad.

—Porque es lo mismo que yo habría hecho.

Y después de esto incluso yo me asusté.

Apresuré el paso y los dejé atrás, redoblando esfuerzos para recuperar el control, fijando la vista en la nada y contando mentalmente del uno al 10, una y otra vez; con cada número non respiraba y con cada par exhalaba. No estoy seguro de cuántas veces repetí el ciclo, pero cuando finalmente alcancé a Patricia, me pareció que había podido dominar a los fantasmas de mi pasado, al menos de momento.

Fue hasta entonces que cobré consciencia de mis alrededores. Todo aquel tiempo la pelirroja nos había guiado a través de estrechos y serpenteantes pasillos flanqueados por pequeñas jaulas de unos dos metros por lado y formadas por macizos barrotes de metal, algo herrumbrosos pero firmemente clavados en el piso y techo de aquel espacio sumido en una deprimente semioscuridad.

Hasta ese momento, todo lo que habíamos visto tenía cierto aire de construcción medieval, todo excepto aquel extraño calabozo; la construcción enrejada y la caótica disposición de las jaulas, que formaban un laberinto de estrechos andadores y amplias encrucijadas, no se asemejaba a nada de lo que hubiera leído u oído.

También pude notar dos detalles: el primero, que las jaulas estaban repletas de esqueletos y el piso estaba tapizado por armas muy parecidas a las nuestras y el segundo, que ninguna de las jaulas estaba cerrada más que por un cerrojo de pasador, sin ninguna clase de cerradura ni candado.

Y justo estaba por volverme a ver si Hugo y Sara estaban bien, cuando Patricia se detuvo de repente.

—¡Shhhh! —Me ordenó mientras señalaba algo a la distancia y trataba de resguardarse detrás de una de las jaulas.

—¿Qué pasa?

Hugo llegó justo entonces e intentó adoptar la misma posición, sin lograrlo del todo y con un disimulado rictus de dolor. Al escucharlo, me volví a verlo, coloqué un dedo sobre mis labios para pedirle silencio y le señalé lo que la pelirroja y yo habíamos estado observando.

Unos metros adelante, un enorme "bulto" se recortaba contra la penumbra, echado en el suelo frente a una jaula, dentro de la cual se encontraban, tal vez dormidos, Arturo y Eloina.

Nunca pudimos preguntarles como era que habían llegado ahí, pero ambos se habían recargado contra los barrotes del lado de la jaula opuesto al bulto: la linda rubia recostada sobre el pecho de él, quien la abrazaba con gesto protector.

Hugo intentó correr hasta ellos, pero, por suerte, su herida le impidió siquiera levantarse antes de que Sara volviera a jalarlo por un hombro.

—¿Qué es eso? Parece un perro.

De alguna forma, que en ese momento no pude entender, Sara logró incluso hallarle forma a algo que el resto de nosotros apenas alcanzaba a distinguir a través del denso velo de la penumbra.

—¿Un perro? ¿Pero de dónde sacas que...?

El burlón reproche de Hugo se transformó en asombrado silencio cuando la amorfa masa se movió un poco para alzar un par de orejas puntiagudas y, casi enseguida, erguir una enorme cabeza parecida a la de un gran danés.

—¡Tenemos que sacarla de ahí!

La voz de Hugo en mi oído contenía toda la desesperación que cabía en un susurro.

—¡Ya lo sé! ¡Pero no se me ocurre nada!

El aparente tamaño del animal, que a la distancia lucía sobrenaturalmente grande, me hacía dudar que pudiéramos vencerlo por la fuerza y al ver que el perro se revolvía inquieto, Patricia volteó, se llevó un dedo a los labios y con gesto de exasperación nos exigió silencio.

—¡Ya sé! —La convicción en la voz de Hugo nos hizo voltear a los tres al mismo tiempo —Patricia y tú corren hacia allá lo más rápido que puedan, el perro los sigue y nosotros sacamos a Eloina y el "Güero". ¿Cómo ven?

—Un perro corre mucho más rápido que cualquier persona y al final Paty y Mario tendrían que encerrarse en otra jaula y tendríamos que volver a empezar.

Sara tenía razón.

—¿Y entonces qué propone la señorita "Animal Planet"?

La esbelta morena hizo su mejor esfuerzo para ignorar el "tonito" de Hugo y explicar que —tal vez... tal vez si lo herimos podríamos hacerlo huir... o hacerlo enojar...

—¿Y quién va a ser el valiente que se le va a acercar a esa cosa? ¿Ya la viste? ¡Parece un chinga'o caballo!

Yo creí que Sara había perdido su arco en el salón de los trasgos, sin embargo, al voltear pude verla no sólo con el arma en sus manos, sino empulgando una flecha que tampoco tenía idea de de dónde podía haber sacado.

—Prepárense, si huye o retrocede sacamos a Eloina y Arturo, si nos ataca...

La esbelta morena nunca había manejado un arco en su vida, sin embargo, su concentración, la técnica para tensar el arma y para apuntar el proyectil a través del laberinto de barrotes la hacían parecer toda una experta.

Todo el proceso sólo le tomó unos instantes y en medio de su segunda exhalación dejó volar la saeta... ¡que rebotó en el lomo del animal!

El afilado proyectil apenas arrancó un par de gotas de sangre del pellejo del perro, el cual se levantó furioso, dejando ver su verdadera naturaleza: ¡tres monstruosas cabezas que surgían de sus hombros y una cola de serpiente que se agitaba detrás de él, mientras corría hacia nosotros con las llamas del Infierno brillando en sus ojos!

—¡Sepárense, que no nos agarre juntos!

Sara tenía razón, si nos encerraba a los cuatro juntos no habría nadie más para rescatarnos, así que ella y yo corrimos hacia un lado, mientras Paty salía disparada hacia el otro.

Pero Hugo no podía correr y yo, lamento admitirlo, lo olvidé. No obstante, mi amigo dio muestras de la misma sagacidad que lo caracterizaba en el basquetbol y en vez de tratar de correr con su pierna lesionada, decidió usarnos de carnada y mientras nosotros corríamos por nuestras vidas, él se hizo a un lado y se quedó tan quieto como pudo, con lo cual consiguió ser ignorado por el monstruo.

No habíamos corrido ni 20 metros en aquel enredijo de pasillos y estrechos corredores con la mascota de Hades pisándonos los talones, cuando un mal presentimiento me hizo voltear. Luego de aquella muestra de fina astucia, Hugo hizo una de las cosas más estúpidas que pudo haber hecho: no bien vio pasar al diabólico perro a un lado suyo, ignoró el dolor de su pierna herida e hizo acopio de toda la fuerza que le restaba y de un solo y potente salto (el mismo que lo ayudaba a "clavar" la pelota en la canasta) logró encaramarse en el lomo del perro.

Y no bien consiguió asegurarse con la mano izquierda al pelaje del can, con la derecha comenzó a golpearlo, tan fuerte como le era posible, con un garrote erizado con oscuros clavos de hierro, un tanto parecido al de César y que en ese momento no supe dónde había tenido guardado, con lo cual por fin pudo arrancarle al maldito monstruo unas cuantas gotas de sangre.

Sin embargo, para Cerbero aquello era poco más que una molestia y apenas sintió los desesperados golpes de mi amigo, comenzó correr entre las jaulas, estrellando sus flancos contra los barrotes en un intento por deshacerse de la irritante "pulga" que tenía prendida en el lomo. Pero, Hugo no cedía y siguió aporreando a la bestia, por lo menos hasta que ésta encontró una intersección lo bastante amplia y comenzó a corcovear y a caracolear como un caballo de rodeo, lo cual finalmente le permitió deshacerse del larguirucho, quien salió disparado contra una de las jaulas, para sumarle un hombro dislocado a su cuádriceps perforado.

Por fortuna, la distracción creada por Hugo le permitió a Patricia volver para sacar a Arturo y Eloina de su celda, sin embargo, todo estaba ocurriendo tan rápido que antes de que pudiera yo reaccionar, Cerbero ya estaba encima de Hugo.

Cegada por la ira, la siniestra mascota de Hades enfiló directo hacia su caído atacante en busca de destrozarlo con sus tres temibles fauces. En ese mismo instante me di cuenta de que mi amigo estaba perdido, sin importar lo rápido que ya estaba corriendo, supe que jamás los alcanzaría a tiempo y en medio de la desesperación, no pude sino extrañar mi lanza, que debía seguir abandonada en el salón de los trasgos.

Y la desesperación lo logró: activó algún hechizo, conjuro o sortilegio que hizo que el arma que añoraba apareciera en mi mano. En ese momento, ni siquiera hice el esfuerzo por tratar de comprender aquello, me limité a musitar unas palabras de agradecimiento y a lanzarla tan fuerte como para, por lo menos, distraer a la bestia y darme el tiempo suficiente para rescatar a mi amigo.

El peso del arma y la descarga de adrenalina en mis venas hicieron una pequeña diferencia, la suficiente como para que la acerada punta penetrara unos tres o cuatro centímetros en el flanco izquierdo de Cerbero; este, al sentirse herido decidió cambiar de objetivo y de inmediato se lanzó sobre mí, con la misma furia con la que habría atacado a alguno de los prisioneros que intentara fugarse del Tártaro.

El tremendo empuje de la gigantesca bestia me hizo perder mi espada, pero, para mi fortuna, pensar con desesperación en mi escudo hizo que éste apareciera en mi brazo izquierdo, justo a tiempo para cubrir mi pecho de una salvaje tarascada que, por lo menos, me habría arrancado el músculo pectoral.

La inercia generada por el masivo tamaño del monstruo consiguió estrellarme violentamente contra el piso, pero ni la brutalidad del golpe ni mis pulmones repentinamente vacíos lograron superar a mi instinto de supervivencia y mi fuerza de voluntad, que me permitieron aferrarme a mi escudo y mantenerlo entre mi carne y los afilados colmillos del guardián del Infierno.

Sin embargo, Cerbero era mucho más que un simple perro rabioso y, con una inesperada astucia, no tardó en darse cuenta de que, pese a ser de buen tamaño, mi escudo sólo podía protegerme de la embestida de una cabeza a la vez y comenzó a alternar sus ataques, tratando de encontrar un punto débil en mi desesperada defensa.

Su endemoniada velocidad y el peso de sus patas delanteras sobre mi abdomen, que me impedían respirar bien, finalmente cobraron su precio y a punto estaba de recibir una mordida que me habría destrozado el cuello cuando...

—¡¡RRRrrrraaaaahhh!!

Con una especie de rugido animal, Patricia salió de entre las sombras y prácticamente cercenó la pata trasera derecha del engendro con la alabarda tipo labrys que no había soltado desde el pasillo de las armaduras. Sin lugar a dudas, su arma era la más exquisitamente trabajada de todas las que habíamos recogido; más un tipo de cetro que realmente un arma, la cabeza de la doble hacha era relativamente pequeña y estaba labrada a cincel con la figura de un ángel cuyas alas se extendían hacia ambas hojas, las cuales estaban montadas sobre un mango de más o menos 1.70 metros de largo (aproximadamente la estatura de la pelirroja), pirograbado en algunos lugares con extraños signos, fluidos y curvilíneos, que parecían formar un cántico o una oración.

La profunda herida infligida por la ojinegra logró que Cerbero cayera hacia atrás, justo a tiempo para librarme de la mordida dirigida a mi yugular, pero incluso aquello no pudo detenerlo más de 10 segundos y en esta ocasión, para colmo, decidió centrarse en la presa que ya tenía asegurada.

Eso fue su perdición y mi salvación, al centrarse en mí, la bestia permitió que Sara se acercara lo suficiente para disparar una muy certera flecha contra una de sus fauces abiertas, el único lugar donde el pellejo era lo bastante blando como para penetrarlo con un arma pequeña. La saeta consiguió atravesar todo el camino a sus cervicales, para matar la cabeza derecha.

—¡Ahora, Mario, con tu espada... a su cuello —gritó Sara al tiempo que me arrojaba el arma que había soltado tras la embestida de Cerbero.

Las heridas habían debilitado al monstruo lo suficiente para que pudiera empujar las dos cabezas restantes con mi escudo, dejara al descubierto ambos cuellos y, con toda la fuerza que pude reunir, hiciera correr el filo de mi arma, prácticamente desde el ricasso hasta la punta, por el cuello izquierdo. El aullido de dolor y el chorro de sangre que salpicó mi cara nos dijeron que había acertado a la yugular, liquidando aquella cabeza.

Quizá una sola cabeza no era suficiente para gobernar el masivo cuerpo o tal vez fue simplemente la pérdida de sangre, el caso es que el perro aflojó su agarre y yo pude zafarme de debajo de sus garras; justo a tiempo para que la inmensa mole se dejara caer sobre el suelo, jadeando y en medio de lastimeros chillidos de dolor.

Sólo hasta entonces me di cuenta de que, a pesar de su gigantesco tamaño (si ambos nos erguíamos habríamos podido mirarnos a los ojos) Cerbero no era más que un perro, un buen perro.

A paso lento, Sara se acercó, se acuclilló junto al guardián caído y comenzó a acariciar el morro de la cabeza restante, que se dejó hacer, tan dócil como un faldero.

—Ten cuidado —le pedí.

Ella levantó una mano para detenerme y entre lágrimas se dirigió al can, que la miraba suplicante.

—Lo siento, amigo, tú sólo hacías tu trabajo, pero nosotros teníamos que defender nuestras vidas.

Enseguida, la chica se levantó, empuñó su doble lanza (que también apareció mágicamente en su mano derecha), la apuntó justo en medio de las enhiestas orejas y, sin una sombra de duda, la hundió con todas sus fuerzas para liberar de su sufrimiento al enorme perro, que suspiró aliviado y, simplemente, se dejó caer.

De inmediato, Sara soltó todo su arsenal y se refugió en mi pecho convertida en un mar de lágrimas, mientras yo la abrazaba y la arrullaba con un murmullo apagado. Un par de minutos después, aparecieron Arturo y Eloina, quien ayudaba a un maltrecho Hugo a caminar hacia nosotros.

—Vamos, hay que encontrar a los demás —dije sorbiendo las lágrimas.

En cuanto estuvimos todos reunidos, Paty se puso a la cabeza del grupo y nos guio, sin que ninguno de nosotros se atreviera a protestar, hacia una puerta enrejada, la cual hice saltar de sus goznes con el martillo de Hugo.

***

Sin intervención humana, tres o cuatro antorchas colgadas de la pared por herrumbrosos anillos de hierro iluminaron un estrecho corredor que se extendía unos cinco o seis metros hacia la izquierda desde la reja, antes de doblar hacia la derecha en un abrupto ángulo recto.

Aterrados a muerte por todo lo que acabábamos de vivir, nuestra mente magnificaba al máximo hasta la mínima pieza de información enviada por nuestros sentidos, al grado que respingábamos hasta por el sonido del agua que goteaba del techo o por el suave roce de la respiración de quien caminara detrás de nosotros.

Y fue en ese estado de exaltación en el que no sólo ignoré, sino que rechacé la mano de Sara, quien en lugar de la protección y el cariño que buscaba, recibió lo que percibió como una cruel traición no sólo a sus sentimientos, sino a la fe que había depositado en mí.

Pero mi intención no fue rechazarla, por el contrario, tan asustado estaba ante la mera posibilidad de perderla, que en ese momento preferí mantener la mano en la empuñadura de mi espada que "ocuparla" en tomar aquella mano que lo único que buscaba era, precisamente, la protección del hombre que amaba.

Sin embargo, mientras avanzábamos, cada vez más rápido gracias a que las heridas de Hugo habían comenzado a sanar en cuanto entramos a este estrecho pasadizo, murmullos de voces lejanas y el rumor de pasos apagados comenzó a llegarnos desde el lado oculto por la esquina del corredor.

De repente, una enorme sombra, que bailaba amenazante al son de la irregular luz de las antorchas, hizo su aparición primero en el piso y luego en la pared a mi izquierda, casi enseguida un breve destello metálico hizo que la tensión que se había apoderado de mi mente y de mi cuerpo se liberara como un resorte.

Más rápido de lo que jamás me había movido, salté al frente para sujetar de inmediato una mano armada y antes de que su dueño terminara de dar la vuelta, le di un violento jalón con la mano izquierda para hacerlo girar y proyectarlo tan fuerte como pude contra la pared, al tiempo que lo empujaba con el antebrazo derecho y, al final, maniobraba para colocar el filo de Albion sobre la garganta de...

—¿¡Manuel!? ¡Cabrón, por poco te mato!

—No antes de que yo te abriera en canal.

Aunque el tirón lo había hecho soltar su espada, con la zurda sostenía una afilada daga a la altura de mi abdomen.

Detrás de mí, Hugo y César se encontraban en una situación similar. Gracias a su mucho mayor peso, el moreno gigante había logrado empujar al primero, pero éste había alcanzado a reaccionar y trató de aprovechar el impulso de su enemigo para proyectarlo hacia atrás en una especie de tomoe nage (toma de sacrificio del judo), pero sin conseguirlo del todo; de este modo, ambos habían terminado rodando por el piso, con los martillos entrecruzados, aún en busca de la posición dominante.

—¡Bueno, pero ustedes están locos o qué les pasa! ¡Qué no les bastó con dejarnos caer por la maldita trampa! ¡¿Ahora también nos quieren matar?! ¡Malditos ingratos, enfermos, hijos de...!

—¡Escuincla estúpida! ¡El Universo no gira alrededor de tu ombligo! ¡Nosotros también tuvimos problemas y tampoco hemos dejado de buscarlos! ¡Así es que déjate de pendejadas y déjanos pasar!

Tan inexplicable como casi todo en ella era la profunda antipatía (casi odio, diría yo) que Patricia sentía contra Adriana, quien se limitó a hacerse a un lado, al tiempo que musitaba "maldita perra" y dejaba a la pelirroja abrir la marcha hacia una puerta que el grupo de Manuel parecía haber pasado por alto.

—Bueno, ¡¿ya todos le bajaron a su histeria?! ¿Sí? Qué bueno, porque lo único que importa es que otra vez estamos juntos, así es que ya déjense de payasadas y vamos a abrir esa maldita puerta para salir de una vez por todas de aquí.

Manuel todavía no terminaba de hablar, cuando Hugo y César dejaron caer, prácticamente al unísono, sus martillos sobre aquella puerta ubicada justo en el centro del lado corto de la herradura que formaban los corredores que conducían a las jaulas y el cuarto de tortura.

***

¡Pobre Cerbero! ¿Ustedes qué habrían hecho, jugadores y jugadoras? ¿Cómo habrían salvado a Arturo y Eloina sin matar a Cerbero?

¿Quién de los chicos es su favorito?

¿#TeamPatricia o #TeamAdriana?

Leo sus ideas en los comentarios. #SalvemosACerbero

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