El puente (nueva versión)

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Fácil es descender al infierno;

de día y de noche,

las puertas de la negra Muerte se mantienen abiertas;

pero volver a ascender,

volver sobre nuestros pasos hacia las esferas superiores...

ese es el problema, esa es la tarea.

Virgilio

(70 AC - 19 AC)

¡Mago de la torre, aceptamos el reto en tu juego de Guerreros y Hechiceros! ¡Muchos entraremos, pocos saldremos, pero venceremos! ¡ABRE LAS PUERTAS Y QUE COMIENCE EL JUEGO!

Un solitario trueno puso rúbrica a la voz de la chica, mientras el resto de nosotros nos veíamos unos a otros confundidos, unos pensando que la pelirroja se había vuelto loca, mientras otros otros creían que los locos éramos nosotros por estar ahí esperando casi a la intemperie a que terminara aquella inesperada tormenta primaveral.

Sin embargo, antes de que cualquiera de nosotros lograra reaccionar, de algún lugar dentro de aquel sitio y por encima de nuestras cabezas, una voz reverberante respondió:

"Este es el juego de Guerreros y Hechiceros

¡Entren y que comience el reto!"

Aún no estoy muy seguro de por qué entramos, pero sí sé que nunca debimos haberlo hecho.


—¡Mierda, mierda, mierda!—. Un enfurecido Arturo descargó una violenta patada contra el neumático desinflado de su nuevo auto —¡Dos en menos de una semana! ¡Dos! ¡Puta mierda!

Era el fin de curso y como cada semestre desde hacía tres años, habíamos salido a celebrar el pequeño grupo que nos juntábamos en la escuela, más nuestras parejas y otro par de amigos que se me había ocurrido invitar, ya que apenas la semana anterior había sido mi cumpleaños.

—Tranquilo, pinche "güero" —traté de que mi voz sonara lo más calmada posible —Hugo y los demás ya no deben tardar en pasar por aquí.

—De hecho, ya deberían estar aquí —el ligero gesto de preocupación de Manuel no me pasó desapercibido, mientras veía a lo lejos como tratando de que su mirada traspasara el velo de la noche y la distancia.

Karla había decidido irse en el taxi con el resto del grupo para hacerle lugar a Eloina en el auto de Arturo, pese a la mala cara del propio Manuel y al gesto de rabia absoluta de Hugo, quien justo en aquel momento estaba negociando para que el taxista aceptara subir a seis personas a su auto y no pudo hacer nada para evitar que su adorada rubia se fuera con su odiado rival.

—Mario, Amor —Sara me tendió mi chamarra, que había dejado dentro del auto, mientras ella misma bajaba para estirar las piernas después de haber estado apretujada junto conmigo, Manuel y Patricia en el asiento trasero del flamante Seat Ibiza rojo que Arturo cuidaba como a la niña de sus ojos... excepto por las llantas.

Una inoportuna coladera sin tapa y el exceso de velocidad con el que conducía para presumirle a Eloina la potencia del auto le hicieron la mala pasada y, por lo que acababa de decir, no era la primera vez.

—Háblenles para ver por dónde vienen, por lo menos, ¿no?

El tono demandante del "Güero", como le decíamos en la facultad, causó un mohín de disgusto en Patricia, quien se alejó unos pasos para encender un cigarro, mientras Eloina sacaba su celular y trataba de hacer la llamada.

—No tengo señal, ¿y ustedes? —informó la chica alzando el teléfono y viendo la pantalla, al mismo tiempo que daba vueltas sobre su eje, tratando de que el teléfono se enlazara a alguna red.

—Yo no —respondió Manuel, sin siquiera haber revisado su teléfono, disgustado tanto por la actitud mandona de Arturo como por el hecho de haber tenido que viajar en autos separados con Karla.

—¿Cómo que no tienen señal? —reclamó Arturo dejando de escarbar por un momento en la cajuela de su auto en busca del "gato" y la llave de cruz —pues, ¿dónde chingados estamos?—. Echó una rápida mirada a su alrededor y volvió a patear el neumático ponchado —¡Mierda! No, aquí nunca hay señal, quién sabe por qué.

—Igual no deben tardar —intervino Sara mientras se arrebujaba contra mí, en busca de un poco de calor —en el último mensaje que me mandó Karla, me decía que los había detenido un semáforo, pero estaban justo detrás de nosotros.

—Mándale un mensaje a César —le pedí a Manuel, abrazando a Sara y tratando de ubicar dónde estábamos, aunque realmente no conocía aquella parte de la ciudad —dile dónde estamos y pregúntale cuánto tardan...

—Por favor —terció Sara, sabiendo que Manuel no era muy dado a recibir órdenes, ni a complacer peticiones, ni siquiera de su "mejor amigo, compañero y casi hermano", como me decía cuando ya tenía más de dos o tres copas encima, aunque en general se juntaba mucho más con César que conmigo.

—Yo encantado —respondió mi amigo dirigiéndole una encantadora sonrisa a Sara —pero, ¿cómo si no hay señal?

Espesas volutas de humo, quizá mezcladas con su propio aliento, habían creado un extraño halo en torno a Patricia al interactuar con la luz del alumbrado público, mientras la pelirroja miraba fijamente hacia el lado contrario de donde se suponía que los demás deberían llegar.

Atraída por el olor a tabaco y la posibilidad de calentarse un poco, Sara se acercó a su amiga y le pidió el cigarrillo. La chica le ofreció la cajetilla, pero Sara negó, estaba intentando dejar de fumar, pero sí le dio una calada al que ya tenía encendido y dejó escapar una columna de humo que fue barrida por una repentina ráfaga de un viento helado y cortante.

—Creo que ahí vienen —nos avisó Patricia, señalando hacia una solitaria esquina a lo lejos.

—No —zanjó Arturo, esforzándose por desmontar la llanta y sin siquiera voltear a ver —ellos llegan por el otro...


El estridente rechinido de las llantas de un auto nos obligó a los seis a voltear exactamente a la esquina hacia donde la pelirroja había señalado, justo para ver a un taxi detenerse casi en seco, al mismo tiempo que una puerta se abría y una figura alta y desgarbada descendía, aparentemente furiosa.

—¡Chingas a tu madre, puto! —pese a la distancia, el silencio de la madrugada amplificó la voz de Hugo lo suficiente como para escucharla como si hubiera estado a un lado de nosotros.

La bocina del auto fue la encargada de contestarle al larguirucho con una sonora mentada de madre, a la que este respondió tomando una cercana piedra, que lanzó sin alcanzar al auto que se alejaba a toda velocidad.

—¡Este pendejo! —exclamó Manuel meneando la cabeza, mientras veíamos a los demás reunirse en un pequeño nudo, sin haberse dado cuenta de que estábamos en la otra esquina de la misma cuadra.

—¡Ay, Hugo! —lamentó Eloina, amagando con caminar a encontrar al muchacho.

Con una especie de bufido, Arturo dejó lo que estaba haciendo y, con toda delicadeza, retuvo a la chica por un brazo. —Está muy oscuro —le advirtió–, ahorita se dan cuenta de que estamos aquí, no te preocupes.

Sin embargo, clavando la vista en su celular, Omar señaló en una dirección equivocada y todos parecían dispuestos a seguirlo, al menos hasta que...

—¡¡¡Céésaaaar!!! —el grito de Manuel atravesó la distancia, haciendo que el pequeño grupo regresara sobre sus pasos.

Una gran sonrisa iluminó su rostro y Karla corrió alegremente hacia Manuel, quien ya también caminaba hacia ella, para luego colgarse de él, con las piernas enredadas en su cintura y dándole un beso digno de esas telenovelas latinas que la chica tanto despreciaba porque "cualquier K-drama es mil veces mejor", decía cada que mi hermano la molestaba con eso.

–¡Hey, más respeto! –les exigí, sonriente, aunque ninguno de los dos me hizo mucho caso.

La conocíamos desde que ella tenía seis años, yo doce y mi hermano diez. En aquel entonces, Armando y yo éramos los únicos niños en todo el edificio, de modo que la tierna chiquilla de cabello café oscuro pasaba mucho más tiempo en nuestra casa que en la suya y con el tiempo, inevitablemente, nos "adoptó" como sus hermanos mayores. Armando y yo nos tomamos muy en serio aquella responsabilidad por eso, cuando aquella noche terminé por fallarle...

—¿Y el taxi, pendejo? —reclamé y los ojos de Hugo todavía chispeaban de rabia cuando volteó a verme, pero la mano de Eloina en su hombro detuvo la palabrota que, seguramente, estaba a punto de escupirme.

—Quiso pasarse de rosca y lo mandé a chingar a su madre —explicó a su infantil manera, pero respaldado por un gesto afirmativo de César, que detuvo cualquier otra pregunta—y ustedes, ¿qué hacen aquí? Ya los hacíamos en el departamento de Arturo.

Fue casi doloroso ver cómo se le atragantaban aquellas últimas palabras, mientras sus ojos se posaban fugazmente en una Eloina que no había soltado su brazo.

—¿Qué parece que estamos haciendo, pendejo? —reclamó Arturo, asomándose desde el otro lado del carro, donde seguía tratando de desmontar el neumático averiado.

—¡No soy adivino, animal! No te había visto.

Pese al tono bromista de ambos, la tensión en el ambiente era tan obvia que Eloina pareció encogerse un poco, mientras yo me adelantaba un par de pasos para colocarme entre ambos... solo por si acaso.

—¡Mierda, para colmo! —masculló Omar, quien había estado manipulando su celular todo aquel tiempo, aparentemente sin haber logrado acceder a la red.

Gruesas gotas comenzaron a golpear el auto de Arturo como petardos en un día de feria, mientras yo intentaba cubrirnos a Sara y a mí con mi chamarra.

—¡Omar, llama a un Uber o un taxi o lo que sea! —Adriana golpeó el brazo de su hermano dos o tres veces al tiempo que hablaba, mientras César trataba de protegerla del torrencial aguacero que se desató unos cuantos segundos después de que las primeras gotas golpearan nuestras cabezas.

—¡Corran! —mi grito, opacado por el fragor de un trueno, resultó casi innecesario. El único que tardó un poco en reaccionar fue Arturo, quien batalló largos segundos guardando la herramienta que había estado tratando de utilizar, para luego cerrar a toda prisa el auto y salir tras nosotros o, más precisamente, detrás de una Eloina que era arrastrada por un sobreprotector Hugo.

Muy pronto, antes de que cualquiera de nosotros pudiera darse cuenta, realmente, de lo que estábamos haciendo, el aguacero se convirtió en una auténtica tormenta, de esas que solo se ven en temporada de huracanes, aunque estábamos prácticamente a media primavera.

Las gotas de lluvia nos golpeaban cual heladas agujas, convirtiendo las calles en caudalosos ríos que pronto comenzaron a arrastrar tierra, basura y el calor de nuestros pies.

—¡Omar, Omar! ¡No seas malo, no tan rápido! —Más bajita que cualquiera de nosotros, Noemí batallaba para seguirle el paso a su novio, quien casi literalmente la arrastraba con tal de ir al frente de la pequeña manada que habíamos formado.


Tal vez fueron dos o tres cuadras o quizá hayan sido apenas unos cuantos metros, pero tan inevitable como casi todo aquella noche fue la caída de Sara, quien me arrastró con ella al pequeño río en que se había transformado aquella estrecha y ordinaria calle en un pequeño y ordinario vecindario, tan ordinario como cualquier otro en la ciudad.

—¿Estás bien? —como era de esperarse, mi pregunta no fue bienvenida.

—¡Claro que no, mira cómo quedó mi ropa!

La luz de un relámpago me dejó ver que su ajustado minivestido negro sin mangas era un desastre y que su maquillaje, aunque sencillo, se había corrido hasta formar un antifaz de colores, mientras que aquellas medias negras que me prendían como a un adolescente hormonal se habían convertido en una caótica maraña de hilos alrededor de sus bien torneadas piernas.

—¡Ouch! ¡No, no, no, no, no! —se quejó ella cuando intenté ayudarla a levantarse —me torcí el tobillo o algo, porque me duele horrible, no puedo caminar.

El trueno que siguió al relámpago me hizo reaccionar y, sin otro remedio, la alcé en brazos, dispuesto a llevarla cargando hasta el dichoso departamento donde, se suponía, pasaríamos el resto de la noche.

—¡Hey, banda! ¡Por aquí!

En mis brazos, Sara señaló hacia donde el grito de Hugo había salido en medio de la cerrada cortina de lluvia. Mis pasos sonaron a madera y un tétrico rechinar de tablas me acompañó en el tramo final del camino, mientras los ocasionales relámpagos me dejaban ver que estaba caminando sobre una especie de entarimado.

El resto ya se habían reunido bajo el estrecho dintel de un enorme portón de madera. Si me hubieran preguntado en aquel momento, les habría dicho que era la puerta de algún templo o iglesia, no la entrada a una pesadilla que destrozó nuestras vidas y nos arrancó mucho de lo que era más importante para nosotros.

—¡Aaaahhh! —el grito de Eloina nos hizo saltar a todos en nuestro lugar, mientras la rubia aterrizaba directamente en los brazos de Arturo, ante la mirada de ira de Hugo.

Otro relámpago me dejó ver que la chica había estado parada a escasos centímetros de una especie de zanja cuyos extremos estaban ocultos por la lluvia, mientras que la otra orilla parecía estar a más de dos o tres metros de distancia.

—Ten cuidado —acababa de bajar a Sara y la hermosa morena me veía con preocupación, mientras yo me asomaba a lo que todavía creíamos que era una zanja.

—No veo el fondo. Tal vez...

—¡Oigan, acá hay otra! —gritó Omar, tan entusiasmado por su descubrimiento que no le importaba recibir los golpes del granizo que justo comenzó a caer en ese momento.

—No es otra, es la misma que pasa bajo nosotros —hasta el usualmente silencioso César perdía constantemente el temple ante la antipática naturaleza de su cuñado.

Un puente. No podía ser otra cosa que un puente sobre un profundo foso. Un estremecimiento, que en aquel momento atribuí al frío, recorrió mi columna, mientras Sara se apoyaba en mi hombro, cansada de estar parada en un solo pie.

Los constantes relámpagos me ayudaron a hacerme una buena imagen del lugar: el portón y el puente eran de gruesos tablones, ensamblados con poderosos herrajes y enormes clavos; sobre nuestras cabezas, el dintel se curvaba en un gran arco, en cuya cima, una pequeña gárgola parecía eternamente condenada a ver hacia el horizonte. Un par de mirillas, cerradas, se recortaban justo en medio de cada una de las hojas del portón, que carecía de la puerta de servicio usual en ese tipo de estructuras.

—Oigan, genios —la irónica voz de Arturo me sacó de una especie de trance en el que me sumergí por unos segundos —y alguien me quiere decir, ¿por qué no nos subimos al carro en vez de correr como maniáticos en medio de la lluvia?

Hasta Hugo debió haber admitido que el "Güero" tenía un buen punto, pero mi amigo solía ir contra toda lógica o razón como si se tratara de un deporte.

—Pues porque no cabíamos todos, "genio".

En algún momento, harta del constante estira y afloja entre sus dos pretendientes, Eloina se había refugiado en los brazos de Patricia, quien, por su parte, parecía totalmente ajena a todo lo que ocurría a su alrededor, desde la lluvia, hasta el triángulo amoroso que amenazaba con partir en dos a una de sus mejores amigas.

Sin embargo, justo en ese momento, la pelirroja la había dejado prácticamente en medio de los dos rivales, para ir a fijar la vista en un muy preciso punto en la pared a un lado de la puerta.

—¿Qué es, "roja"? ¿Qué estás viendo?

Curiosa, como siempre, Karla se acercó para tratar de averiguar qué era lo que había llamado la atención de Patricia, al grado que ni siquiera pareció escuchar la pregunta.

—¡Qué importa lo que sea, me estoy helando y ya es tardísimo! ¡Mis papás nos van a matar! —nunca supe si el temblor en la voz de Adriana era solo por el frío o ya había algo más, algo como ese miedo que poco a poco asoma su horrible cabeza a través de los pliegues de la mente sin que uno se dé cuenta, hasta que, de repente, te obliga a huir o pelear.

—¡No seas exagerada, hermanita, apenas son las... ¿qué hora es Mi? —preguntó Omar, demasiado perezoso para sacar otra vez su teléfono y dejando que la chica tratara de ver la hora en su diminuto reloj de pulsera en medio de aquella oscuridad.

—Las 3:15... creo —respondió Noemí, tiritando, sin lograr que Omar se diera cuenta de que necesitaba con urgencia un abrazo.

—Sí, Mario, mejor ya vámonos... creo que ya puedo caminar —Sara me miraba suplicante, pero una mezcla de preocupación por la tormenta y curiosidad por saber dónde estábamos me tenían todavía indeciso.

—Se supone que tú conoces por aquí —reclamé dirigiéndome a Arturo —¿así que dónde demonios estamos?

—Para serte honesto, Mario, no tengo idea —respondió directamente —Nunca había visto esta puerta, ni el foso, ni el puente. Tal vez mientras corríamos dimos una vuelta equivocada... o algo así.

—Nada de vuelta —lo contradijo Hugo —todos corrimos derechito, mejor di que te perdiste y ya...

—Y, finalmente, ¿qué es? ¿Qué estás viendo, Paty? —preguntó Eloina, quien había logrado esquivar al par de idiotas para acercarse hasta donde Patricia seguía como hipnotizada viendo aquel punto en la pared.

—Es como una placa con algo escrito —explicó Karla entrecerrando los ojos —pero no alcanzo a leer qué es ¿Manuel?

El "Flaco" rebuscó un momento en sus bolsillos, sin encontrar lo que buscaba. —César, tú te quedaste con mi encendedor.

Karla alzó los ojos en un gesto de fastidio, pero justo estaba por encender la lámpara de su celular cuando...


¡Mago de la torre, aceptamos el reto en tu juego de Guerreros y Hechiceros! ¡Muchos entraremos, pocos saldremos, pero venceremos! ¡¡Abre las puertas y que comience el juego!!

¿Alguna vez han escuchado un trueno sin el relámpago que les advirtiera lo que venía? Todos saltamos del susto y de inmediato empezamos a intercambiar miradas de extrañeza, sin saber si Patricia en realidad había leído aquella placa o simplemente se había inventado aquel extraño discurso.

Sin embargo, justo antes de que Hugo hiciera alguna broma estúpida al respecto...

"Este es el juego de Guerreros y Hechiceros

¡Entren y que comience el reto!"

***

Nota: Saludos, banda querida. Gracias a todos los que comentaron y a todos los que me recomendaron que reescribiera este primer capítulo para hacer la lectura más fácil y más digerible. 

La versión original quedará por un tiempo como un apéndice al final del libro, para que, aquellos que quieran puedan comparar entre las dos versiones. Espero que los cambios sean de su agrado y me encantaría saber que opinan de ellos aquí abajo en los comentarios.

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