Escalera al tercer nivel

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El "bulto" que era el cuerpo de Arturo produjo un ruido sordo al golpear el piso cuando Hugo y yo lo soltamos, mientras el "Güero" se encogía en posición fetal, soltando ocasionales puñetazos al piso. Lo que fuera que los estaba volviendo locos no había cesado por el simple hecho de cambiar de habitación y tuvimos que apresurarnos a cerrar la puerta, al ver que Eloina caía desmayada y Adriana yacía desvanecida, pero agitada por fuertes sollozos, en los brazos de César.

Por primera vez frente a nuestros ojos, la puerta de madera se transformó en parte del muro: como una roca que perturba la tersa superficie de un estanque, olas de algo como magia alteraron a su paso la naturaleza misma de los materiales, transformando la madera en la misma piedra y argamasa que formaba el resto de la pared.

Poco a poco, todos comenzaron a tranquilizarse, los gemidos se convirtieron en sollozos y las lágrimas fueron cesando, hasta que, varios minutos (¿segundos?) más tarde, la habitación no era más que silencio y sombras que danzaban bajo la luz de unas cuantas antorchas empotradas en las paredes, más de dos metros por encima de nuestras cabezas.

—¡Ahora sí, con una chingada! —Aunque realmente no alzó la voz, el pesado silencio hizo parecer que Hugo estaba gritando —¡Podría alguno de ustedes, chingada madre, decirme qué jodidos les pasó allá adentro!

De por sí malhablado, el promedio de malas palabras que Hugo decía cada que hablaba aumentaba exponencialmente cuando se sentía asustado, sin embargo, no todos entendían aquello.

—¡Mira, niñito, en primera, no nos hables así! —Patricia se irguió en todo su 1.75 y enfrentó a un Hugo que no retrocedió un ápice —En segunda, no lo entenderías ni aunque te lo explicara.

—¡Claro que sí y yo también, así que empieza a explicar!

Los ojos de Patricia lucían curiosamente oscuros cuando se volvió a verme, enfurecida; era como si una especie de sombra los hubiera cubierto; sin embargo, esta vez no permití que me "secuestraran" y cuando esperaba una reacción aún más violenta de la pelirroja, ésta, por el contrario, respiró profundo y se relajó.

—En la cabecera de la cama. Una mujer horrenda, flaquísima y macilenta, de pelo blanco completamente enmarañado, que usaba un vestido gris y andrajoso. Lloraba y gemía, no hacía otra cosa más que eso: llorar y gemir, como si hubiera perdido o le hubieran arrebatado lo más querido para ella.

Como si el simple recuerdo hubiera consumido hasta la última reserva de su fuerza, Paty se recargó sobre un muro, pálida y absolutamente exhausta, limpiándose con el dorso de la mano los restos de una lágrima de rojo profundo que aun resbalaba por su mejilla.

—Una banshee.

Sin despegar los ojos de Karla, quien poco a poco comenzaba a recuperarse, Manuel dijo aquel nombre sin pensarlo y la mera mención de la palabra logró opacar, por un instante, el brillo de las antorchas.

—¿Una qué "what"? ¡En español por favor!

Hugo alternó la vista entre Manuel y Patricia, sin atinar a entender.

—Una banshee, un espíritu que anuncia desgracias. Una leyenda irlandesa —aclaró Manuel.

Un pesado manto de tristeza cayó sobre el reducido espacio en el que nos encontrábamos, el cual, incluso, pareció encogerse aún más y sólo recuperó su tamaño original cuando el último eco de aquel nombre maldito se perdió en los insondables extremos de aquella nueva escalera a la que habíamos entrado.

—Hola, Eli. ¿Cómo estás, como te sientes?

Realmente no había yo aprendido nada.

Mientras Sara me incineraba con una mirada más allá de la ira, yo centraba toda mi atención en Eloina, sin darme cuenta de que, en el mucho o poco tiempo que lleváramos ahí, ni siquiera había atinado a dirigirle a mi novia un simple "¿cómo estás?".

Hecha una furia, la hermosa morena atravesó el descanso de la escalera, más o menos de metro y medio por lado, en el que aún estábamos amontonados y comenzó a subir hacia el lado menos oscuro de la escalinata.

—¡Ay, por Dios! ¿Y ahora qué? —Dejando a Eloina bajo la atenta mirada de Arturo y Noemí, corrí detrás de Sara, quien ya había subido al menos diez escalones cuando por fin pude alcanzarla

—¡Sara! ¡Sara! ¿A dónde vas? ¡Espérame! ¡Sara!

—¡Lárgate!

Ni siquiera volteó a verme.

—¡Ay, por favor! ¿Y ahora qué se supone que hice?

Pero ahora sí lo hizo, no bien aquella estúpida pregunta se me escapó de los labios, Sara se detuvo y me encaró con una furia que habría hecho huir a las huestes infernales.

—¡¿"Se supone"!? ¡¡¿"Se supone"?!!

Justo en ese momento me di cuenta de que había cometido el error más grande de mi vida.

—¡¿O sea que es mi imaginación o lo estoy inventando?!

—Yo no dije eso.

—¡Entonces qué, Mario! ¡Qué fue lo que sí dijiste! ¿eh? ¡Explícame porque yo no entiendo!

—¡No sé qué hay que explicar, tú ya lo sabes, Eloina y yo sólo somos amigos!

La misma vieja discusión, la misma vieja excusa, la misma eterna piedra en la que nuestra relación tropezaba una y otra vez, sin que ninguno de los tres supiera cómo evitarla.

—"Amigos", ¿eh? ¿Solo "amigos"? —El tono de amarga ironía con el que la pronunciaba hacía parecer aquella palabra una especie de maldición —pues entonces ve y dile a tu "amiga" que te ayude con tu tarea de Economía un domingo a la media noche, pídele que aguante a tus estúpidos amigos todo un fin de semana, pídele que le mienta a sus padres para escaparse de campamento solos ella y tú... pídele que se quede hablando contigo toda la noche por teléfono cuando el insomnio no te deja dormir... pídele que te haga el amor como yo te lo he hecho... pídele... pídele... que te ame más que yo.

Poco a poco, la tristeza fue disolviendo la ira en sus palabras; poco a poco, los celos fueron cediendo el paso a la frustración; poco a poco, la desconfianza fue transformándose en decepción, la profunda decepción que solo puede ser causada por un sueño hecho pedazos, por una esperanza destrozada, por una promesa sin cumplir.

Como una flor que se marchita, Sara se fue dejando caer en los escalones, las tersas mejillas surcadas por amargas lágrimas y el esbelto cuerpo agitado por sollozos apenas perceptibles; mientras, yo me sentía por completo paralizado, torpe e inútil, incapaz de responderle de cualquier manera. Viendo aquello, no era muy difícil entender el porqué se sentía tan profundamente traicionada cada vez que me acercaba a Eloina, demostrándole una confianza que, aparentemente, a ella no le tenía.

A lo lejos, los demás habían guardado un silencio incrédulo y expectante, viendo cómo la "pareja ideal" se derrumbaba frente a sus ojos, en tanto a mí, lo único que se me ocurrió hacer fue extender una mano temerosa hacia su hombro mientras susurraba: —Sara... yo... yo, lo siento...

Pero Sara ya no escuchó mi enésima disculpa, repentinamente, su cuerpo dejó de responderle y ella se derrumbó como un títere al que le cortaran las cuerdas, mientras yo, por mejor reflejo, alcancé a sostenerla antes de que tocara el suelo.

—¡Sara, Sara! ¿¡Qué tienes, amor!? ¿¡Qué te pasa, Sara!? ¡¡Ayuda!! ¡¡Ayúdennos!!

La cargué desesperado y descendí los pocos escalones que nos separaban del descanso, donde de inmediato fuimos rodeados por el resto del grupo.

—¡Sara! ¿¡Mario, qué tiene!? ¿Qué le pasa?

Con sus finas facciones transformadas en una máscara de angustia, Eloina alternaba la mirada entre Sara y yo, al tiempo que Noemí palpaba la frente y rostro de la joven desmayada en mis brazos.

—¡Está ardiendo en fiebre!

Casi todos volteamos a vernos unos a otros, confundidos, sin atinar a entender cómo o por qué había enfermado, hasta que Karla, quien se había mantenido un paso atrás para colocarse el guantelete que cubría sus viejas cicatrices, señaló el brazo izquierdo de la chica.

—Debe ser el veneno.

Al principio, ninguno de nosotros atinó a entender lo que la joven estaba diciendo, hasta que ella misma se acercó para señalar la mancha roja que ya no solo cubría el brazo de Sara, sino que había subido por su hombro y, como pudimos comprobar al hurgar bajo los restos de su vestido, ya abarcaba incluso una parte de su costado izquierdo.

—¡¿Qué hacemos?! ¡¿Qué hacemos?! ¡¿Qué hacemos?!

Pero nadie atinaba a responder, confundidos y asustados todos se limitaban a mirarme sin saber qué hacer o qué decir, mientras yo sentía que la vida de Sara se me escurría entre los dedos.

—Tal vez si la cambiamos de habitación.

Karla se me quedó viendo como pidiendo disculpas por tan pobre consejo, pero yo entendí de inmediato que era todo lo que teníamos.

Estábamos, aparentemente, a la mitad de la escalera y aunque el tramo de bajada (más oscuro que el de subida y con un fuerte olor a humedad) no me daba ninguna confianza, me pareció mucho más fácil cargar a Sara cuesta abajo que luchar por llevarla escaleras arriba sin saber, en realidad, qué tan lejos o tan cerca estaría la siguiente habitación.

En un par de zancadas crucé el descanso y con paso cuidadoso, pero tan rápido como me era posible, comencé a bajar los escalones, con el resto del grupo a mis espaldas, apresurándose para alcanzarnos.

—¿¡Y Omar!? ¡Espérense, tenemos que volver por mi hermano!

Los demás se quedaron paralizados por un instante ante el desesperado grito de Adriana, quien recién había salido del shock; sin embargo, yo ni siquiera aflojé un poco el paso y seguí mi frenético descenso hacia lo que parecía ser una puerta unos cuantos escalones más abajo, hasta que, de repente... ¡los escalones desaparecieron!

Bueno, no "desaparecieron" literalmente, más bien se plegaron para convertir la escalera en una especie de resbaladilla, lo cual me hizo perder el paso y me arrojó de sentón al suelo.

Sin embargo, esa no fue la verdadera sorpresa, lo que nos tomó por completo desprevenidos fue que comenzamos a caer... hacia arriba.

Como si la gravedad se hubiera invertido o como si una extraña fuerza nos jalara escaleras arriba, comenzamos a deslizarnos como en uno de aquellos toboganes de los parques acuáticos de mi infancia; cada vez más rápido y sin nada de donde asirnos e incluso cuando traté de presionar mi mano contra la pared para tratar de generar un poco de fricción que frenara nuestra caída, me encontré con que esta era tanto o más resbaladiza que la rampa.

El trayecto fue mucho más largo de lo esperado y, en algún punto, pude notar, un tanto aliviado, que Sara comenzaba a enfriarse un poco, su respiración se normalizaba y su rostro recuperaba poco a poco su color normal.

Ahora, mientras los demás no paraban de gritar, asustados y sorprendidos, mi única preocupación era a dónde nos arrojaría la gran puerta de doble hoja que se acercaba a toda velocidad hacia nosotros.

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