Salón de banquetes

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Un profundo suspiro de alivio e incluso un par de lágrimas de felicidad se me escaparon no bien puse un pie en el umbral. Frente a mí, Manuel abrazaba y llenaba de besos a Karla, pálida como el papel pero aparentemente ilesa, mientras Sara los abrazaba a ambos, llorando de alegría al ver que mi "hermanita" seguía con vida.

Sin embargo, mientras nosotros cuatro disfrutábamos aquella breve victoria, el resto del grupo se vio aplastado por la amarga realidad: no habíamos salido. La puerta que todos nos habíamos atrevido a creer que nos llevaría a la libertad, no era sino un nuevo paso dentro de aquella pesadilla y ni siquiera el enorme salón, ricamente adornado, fue suficiente para evitar que un sonoro sollozo escapara de labios de Adriana, quien fue a refugiarse en los brazos de César.

Así, sin otra opción, arrastramos los pies dentro de aquel amplio espacio tenuemente iluminado por velas y candelabros estratégicamente colocados, los cuales, además, emitían una delicada fragancia, suave y al mismo tiempo embriagante, que invitaba a la mente y a los sentidos a un estado de agradable relajación.

Todavía secándose las lágrimas que habían resbalado por sus mejillas, Sara se me acercó y hundió su hermoso rostro en mi pecho, al tiempo que rodeaba mi cintura con los brazos; al mismo tiempo, yo la atraía aún más hacia mí y ella volvía a llorar, sólo que esta vez era un llanto suave, apenas perceptible y aun así indescriptiblemente triste, que lograba romperme el corazón hasta reducirlo a nada más que polvo y cenizas.

—No quiero perderte —susurró ella envuelta en llanto.

—Nunca vas a perderme, lo entiendes: nunca.

Ella se limitó a asentir y aún sin dejar de llorar, logré conducirla a una de las varias tumbonas distribuidas por el lugar y con tanta delicadeza como me fue posible la ayudé a sentarse.

—¡Comida!

El grito de Omar no sólo me dejó saber que los demás estaban explorando el lugar, sino que me hizo recordar que la mayoría de nosotros no había comido nada desde que salimos de casa, de modo que algunos prácticamente se abalanzaron sobre tres enormes mesas bajas distribuidas en forma de triclinio, saturadas hasta el borde de comida y rodeadas por cojines, divanes y taburetes.

—Aquí espérame, voy a traerte un poco de agua, ¿ok?

Con la vista clavada en el piso y secándose las lágrimas con el dorso de la mano, Sara se limitó a asentir, mientras yo me encaminaba hacia la mesa donde Omar había encajado las manos en una enorme ave asada (posiblemente un pato o un ganso) y le arrancaba una de las prominentes piernas.

El suave ambiente que permeaba aquella nueva habitación consiguió que, poco a poco, todos nos fuéramos calmando, y mientras yo trataba de encontrar un poco de agua para Sara, el resto del grupo se había dispersado a lo largo y ancho del salón. Todos, o casi todos, se habían dejado caer en los cómodos divanes y en las mullidas pilas de cojines, ya fuera simplemente para descansar o para disfrutar de algunos de los innumerables platillos que componían el festín.

La casi interminable variedad de manjares incluía platos hechos con aves, pescados, mariscos e incontables tipos de carnes rojas y, aparentemente, de todas las regiones del mundo. En mi apresurada búsqueda pude ver (y oler) desde un simple filete asado con papas hasta un aromático plato char siu y desde un familiar pescado frito hasta un exótico mehari sushi.

Sin embargo, fue realmente difícil encontrar algo tan simple como agua en medio del opulento banquete y por un momento consideré la posibilidad de llevarle a Sara una copa de alguno de los numerosos licores que se nos ofrecían; estos abarcaban desde una variedad de los clásicos blancos, tintos y rosados europeos, hasta el aromático y tibio saké, el vigorizante tequila, el engañoso vodka, el sobrio coñac y el costoso champaña, o tal vez alguno de los coloridos jugos frutales contenidos en delicadas jarras de cerámica; sin embargo, después de un rato de búsqueda por fin encontré, dentro de una pequeña vasija blanca y sin adornos, un poco de agua.

—¿Sara está bien?

La melodiosa voz de Eloina me alcanzó desde algún lugar a mi espalda, mientras me acuclillaba para servir un poco de agua en un delicado tazón de cerámica que hacía juego con la jarra.

—Más o menos, sigue un poco sacudida con lo de Karla y todo eso, pero creo que ya está mejor.

—¿Crees?

No quería levantar la vista, sabía que aquel profundo tono de reproche iba acompañado por un gesto de compasión y una mirada de lástima; además, sabía lo que la rubia iba a pedirme y no quería hacerlo... no podía hacerlo, por inmadurez o por cobardía (o por las dos), no podía hablar de mis sentimientos, ni siquiera con Sara. Además, estaba... aquello, el oscuro secreto que era incapaz de compartir con nadie, a veces, ni siquiera conmigo mismo.

—Es una chica fuerte, deberías intentarlo, deberías tratar de abrirte con ella—

—No sé. No sé si haya algo de qué hablar.

Una mano con el mismo peso de una clave de sol se posó en mi hombro mientras Eloina se acercaba y susurraba en mi oído.

—Sólo digo que deberías intentarlo. Tienen mucho de qué hablar, ella también necesita abrirse contigo y le sería más fácil si tú dieras el primer paso.

La forma en que enfatizó el "necesita" me causó una punzada en el corazón, pues aunque Sara y yo nos teníamos una enorme confianza, aún había una laguna de unos cinco o seis años dentro de su historia que, aunada a mis propios secretos, me impedía comprenderla del todo.

—No lo sé, tal vez no sea el mejor momento y... necesito pensarlo.

—¿Qué hay que pensar?

Eloina me dirigió justamente aquella mirada que yo no quería ver, esa mezcla de reproche y compasión, mientras dejaba que su mano se deslizara por mi brazo y terminara dándome un muy suave apretón en los dedos antes de dejarme ahí parado con el tazón en la mano y la cabeza convertida en un lío de "quiero-pero-no-puedo-porque-en-realidad-no-quiero" y "si-yo-no-fuera-yo-y-ella-no-fuera-ella".

Y mientras la rubia se alejaba hacia donde Patricia simplemente parecía descansar, con la vista perdida en la nada, yo regresé con Sara, tragando saliva y reuniendo el valor para... no sé, ni siquiera hoy sé que es lo que quería hacer en aquel momento.

—Oye, Sara... —empecé a decir tímidamente mientras le ofrecía el tazón de agua.

—¡Pero qué estúpida soy!

—¿Qué...? ¿Por qué?

—¡Soy una estúpida! ¡Estúpida, estúpida, estúpida!

—Pero... ¿qué? ¿Por qué?

—¿Cómo pude pensar que todo iba a cambiar así nada más? ¿A quién se le ocurre creer que se iban a alejar "nada más" por mí? ¡Estúpida, estúpida, estúpida! —espetó Sara antes de que yo siquiera atinara a entender qué estaba pasando, al tiempo que, con mal disimulada brusquedad, tomaba el tazón que le ofrecía.

—¿Y ahora a ti qué te pasa?

—"¿Qué te pasa?" ¡Y todavía pregunta que "qué me pasa"! —Tal era su furia que por un momento incluso ya ni siquiera estaba hablando conmigo, pero enseguida... —¡Sabes qué, Mario, ya me cansé! ¡Ya estoy harta de ustedes dos! ¡Ya estoy cansada de sentirme excluida de su pequeño mundo! ¡Ya estoy harta de que cada vez que te necesito cerca te encuentro junto a ella!... pero sabes qué, ya no importa, ya entendí, por fin entendí cuál es mi lugar en tu vida.

—¿Pe... pero de qué demonios estás hablando, mujer?

—¡Cómo que "de qué"! ¡De sus secretitos, de sus manitas agarradas, de sus miradas y sus risitas cómplices! ¡ESTOY HARTA! ¡Estoy cansada de que ella tenga que saber todo lo que nos pasa! ¡Ya estoy asqueada de que prefieras acudir con ella antes que conmigo! ¡Me enferma saber que la prefieres a ella, mientras a mí me tocan sólo las sobras de ti y de tu tiempo!

—¡Y yo... yo ya me estoy cansando de tener siempre esta misma discusión! ¡Eloina y yo sólo somos amigos y tú lo sabes! O deberías saberlo.

—¡Amigos! ¡Sí cómo no! Entonces, obviamente, prefieres a tu "amiga" que a tu novia.

No podía estar más equivocada, sin embargo, en aquel momento, en aquel preciso momento de mi vida, cuando justo acababa de redescubrirme a mí mismo, me era imposible decirle ni expresarle y mucho menos hacerle entender cuánto me gustaba... no, cuánto la amaba, cuánto adoraba su carácter dulce y amable, sus exquisitos modales en la mesa, la forma en que primero le daba asco y luego se echaba a reír cuando César eructaba después de tomarse una cerveza, su gusto por la buena música y las malas películas.

Y su cuerpo. ¡Dios! Su cuerpo hermoso y delicado, su silueta esbelta y grácil, su piel de durazno, su cintura breve, sus piernas largas y exquisitamente torneadas, sus pechos perfectamente simétricos y con el tamaño perfecto para caber en las palmas de mis manos.

Pero más que todo aquello, más allá de lo evidente estaba ese algo intangible, ese algo que sólo yo podía ver y que me hacía amarla más que a nada o a nadie en esta vida: la forma en que su mirada y su sonrisa se combinaban para darle luz y color a todo a su alrededor. Una mirada sonriente de sus ojos cafés destacaba en mi mundo como un arcoíris en la más gris de las mañanas y sólo por ver aquellos hermosos ojos sonreírme una vez más habría atravesado, sin dudarlo, otros 20 castillos como aquel que nos tenía atrapados.

Pero, otra vez, no pude decírselo; mi torpe lengua y mi aún más torpe cerebro fueron incapaces de darle voz a mi corazón y lo único que pudieron lograr fue un apenas inteligible balbuceo:

—No... no... eso no... eso no es cierto... yo... yo...

Con la Daga de cristal incluso a la magia podrán cortar
pero ni a mujeres ni a hombres deben tocar.

La voz profunda y cascada que nos había guiado hasta aquel momento interrumpió nuestro pequeño drama, del cual, no obstante, sólo Eloina se había dado cuenta. Los demás, bueno... cada uno tenía sus propios problemas, desde el profundo odio que mantenía a Hugo y Arturo en lados opuestos de la habitación, hasta lo rápido que Omar podía olvidarse de Noemí para satisfacer sus más básicas necesidades.

—¡Pero qué malo es este güey para rimar!

—¡Hugo, cállate! ¡Ash, pero qué idiota eres!

Karla solía ser bastante cordial con Hugo, como con todo el mundo, sin embargo, en realidad le tenía muy poca paciencia; tal como lo demostró con aquel reproche y un marcado mohín de disgusto, ante los cuales el larguirucho simplemente se encogió de hombros, mientras la chica se volvía hacia el resto del grupo.

—¿Alguien le puso atención? ¿Qué dijo?

Además, Karla comenzaba a entender, antes que cualquiera de nosotros, que prestarle atención a aquella voz podía ser indispensable para nuestra supervivencia.

—"Con la Daga de cristal incluso la magia podrán cortar, pero ni a mujeres ni a hombres deben tocar".

Su mirada perdida a medio camino entre aquí y la nada y su voz ausente hacían parecer que, más que recordarlas, Patricia tenía grabadas en la mente aquellas extrañas (y ridículas) palabras.

—¿Daga de cristal?... estamos rodeados de comida... y... de cubiertos... tal vez... pero dijo "daga"... no es un utensilio de mesa... es un arma... mmm...

Más que hablar con nosotros, Karla monologaba, sin embargo, todos la escuchábamos con absoluta atención; la abrupta irrupción de la voz había logrado sustraernos de nuestros "pequeños" problemas e incluso (al menos un poco) de nuestras vidas, para arrojarnos de bruces de vuelta en aquella realidad que parecía todo menos... bueno... real.

—Además... ¿mujeres y hombres?... ¿qué mujeres y hombres?... solo estamos...
Una dulce melodía, que parecía sólo interpretada por flautas y percusiones, se dejó escuchar rítmica, suave y acompasada, primitiva pero relajante y fascinante, interrumpiendo de tajo las cavilaciones de Karla.

Al mismo tiempo varias puertas, ocultas por las suaves cortinas y tapices que cubrían cada centímetro cuadrado de pared, se abrieron para dar paso a un nutrido grupo de jóvenes (incluso más jóvenes que nosotros), quienes caminaron con gracia, garbo y brío hasta el centro del triclinio.

Una docena de hermosas bailarinas y seis parejas de vigorosos acróbatas entraron en la habitación exhibiendo sus cuerpos perfectos ante nuestros incrédulos ojos. En un principio, traté (de verdad traté) de ignorarlos y concentrarme en descifrar el acertijo (o lo que fuera); sin embargo, en cuanto las bailarinas comenzaron a dejar caer los velos que mentían en su intención de cubrir las turgentes formas, mi mente se vio irremediablemente arrastrada por aquella vorágine de gasa y seda que revelaba más de lo que cubría e incluso lo poco que ocultaba no hacía sino exaltar la imaginación hasta del más obtuso de los hombres.

Con un supremo esfuerzo de voluntad pude recuperar el control de mis pensamientos para ver a Sara embebida en las evoluciones de un par de atléticos pulsadores, sin embargo, una repentina ráfaga de un delicioso perfume de vainilla acalló sin esfuerzo alguno aquel intento de rebelión y forzó a mis ojos a volverse para contemplar una visión casi angelical.

Una hermosa rubia de ojos grises y labios carmesí, estrecha cintura y largas piernas se me acercó con paso ligero e insinuante, contoneando sus invitantes caderas al compás de aquella música que poco a poco se había tornado rítmica y vivaz, pero sin perder aquella cualidad suave y relajante que nos tenía a casi todos perdidos en un mundo donde la gravedad parecía no existir, donde todo era suavidad y delicadeza y donde el tiempo, ya de por sí enrarecido en aquel castillo de pesadilla, terminó de perder cualquier atisbo de orden o sentido.

En medio de su voluptuosa danza, la hermosa rubia por fin llegó hasta mí y se colgó de mi cuello, ligera como una pluma, encerrando mi voluntad y mi mente dentro de los límites de aquellos níveos brazos y poco a poco, casi sin darme cuenta, cedí el control de mis movimientos a la jovencita, quien comenzó a dirigirme como a una marioneta.

Un roce aquí, un movimiento allá, sonrisas y gemidos salpicados con miradas insinuantes fueron todo lo que la rubia necesitó para hacerme esclavo de su cuerpo y, cuando ya era dueña absoluta de mis movimientos, con suavidad y delicadeza me hizo dar media vuelta hasta colocarme de frente con una visión tan absolutamente celestial que, por un segundo, creí que había sido raptado al paraíso.

Dueña de una inmaculada belleza, que me hacía sentir casi indigno de tocarla, la segunda bailarina se me acercó con paso firme, deliberadamente lento, cadencioso y dramático, pero tan inexorable como el destino.

El cabello negro como alas de cuervo enmarcaba un rostro perfectamente ovalado, de rasgados ojos cafés y naricita chata, pómulos casi infantiles y labios de un rojo natural que haría palidecer de envidia a la más bella de las rosas. La piel de un tenue tono amarillo marcaba con delicadeza la esbelta línea del cuello que guiaba la mirada de una forma absolutamente natural hasta un par de senos pequeños pero altivos y desafiantes. El estrecho talle se cerraba hacia una diminuta cintura que hacía resaltar aquellas nalgas que sobresalían de su espalda con una curva tan rotunda como delicada, seguidas por un par de piernas de músculos tan suavemente marcados que parecían haber sido cincelados a mano por los propios ángeles.

La reacción física que se había despertado en mí nada más de ver a aquel avatar de Afrodita se volvió aún más intensa con la presión de los pechos de la hermosa rubia contra mi espalda y estuve a punto de enloquecer cuando ambas jóvenes comenzaron a recorrer mi cuerpo con las manos, pero sin tocar todavía, simplemente con la insinuación de un roce aquí y allá, delineando el contorno de mi cuello, brazos y rostro con el aleteo de unos labios que revoloteaban de arriba a abajo sin terminar, todavía, de posarse en mi ansiosa piel.

Pero, por fin, la hermosa rubia a mi espalda dejó que la punta de una de sus uñas recorriera el surco de mi espina dorsal, mientras el ángel de ojos rasgados dejaba que la yema de sus dedos dibujara un par de círculos en mi pecho, arrancándome un gemido que por un instante me negué a reconocer como mío.

Perdido por completo en las manipulaciones de aquellas pérfidas seductoras, dejé que la rubia recorriera mi cuello con la punta de su lengua; mientras, la pelinegra se apoderaba de mi rostro y hacía que el carmín de su labios cerrara la distancia entre su boca y la mía, que, privada de toda voluntad, no tuvo más remedio que prepararse para recibir aquel beso que, al parecer, deseaba más que cualquier otra cosa.

—¡¡La encontré!! ¡Encontré la maldita Daga! ¡Aquí la tengo, aquí está!

Quizá fue la extraña mezcla entre el inmenso amor que sentía por Eloina y el profundo odio que sentía hacia el amor mismo o tal vez fue su infantil terquedad o quizá su natural instinto de rebeldía o tal vez un poco de todo al mismo tiempo, pero, lo que sea que haya sido, Hugo había resistido el hechizo o las manipulaciones de nuestro carcelero y no solo había encontrado el extraño artefacto, sino que había logrado despertarnos a todos (o casi todos) del trance.

Repentinamente consciente de lo que estaba a punto de hacer, logré detener a la chica cuyos labios se encontraban a algo así como dos moléculas de los míos y mientras me deshacía de las manos de las dos jóvenes, que se negaban a dejarme ir, pude darme cuenta de que aunque los demás se habían paralizado con el grito de Hugo, no habían salido por completo del encantamiento (o lo que fuera) y seguían bajo el control de bailarinas y acróbatas.

—¡Despierten todos! ¡Qué nadie se mueva! ¡Manos abajo, manos abajo! ¡Quietos! Quietos.

Pero mientras los demás se apresuraban a desprenderse de sus seductores, Omar no parecía tener ni la menor idea de lo que estaba pasando y, por lo tanto, no tenía ni la más mínima intención de separarse de las dos rubias cuyos cuerpos iban mucho más allá de la voluptuosidad y quienes le llenaban la boca de uvas y dátiles.

Por el contrario, el estúpido muchacho permitió a una de sus manos atenazar, hambrienta, el enorme pecho desnudo que una de ellas le ofrecía, al tiempo que besaba a la otra con un sentimiento que rebasaba por completo a la lascivia.

No bien Omar sucumbió a su lujuria, el ambiente sufrió un drástico cambio: más de la mitad de las velas se apagó y el aire se volvió frío y ligero, como si estuviéramos en la cima de alguna montaña.

La innegable sensación de peligro nos hizo reunirnos a todos (o casi todos) en el centro del salón, y el tenso silencio y la visión de siluetas oscuras retorciéndose en la penumbra a nuestro alrededor y gritos de dolor de los jóvenes que habían tratado de seducirnos me hicieron llevar la mano a mi espada, los músculos en dolorosa tensión y los nervios crispados al borde del pánico.

—¡¡Qué chingados...!! ¡¡¡Aaaaaarrrggghhhhh!!!

El grito de Omar, el único que se había quedado en su lugar tras el apagón de las velas, marcó el inicio del pandemónium.

En medio de la semioscuridad las siluetas de dos criaturas deformes se abalanzaron sobre mí, mascullando ininteligibles palabras con voces rasposas y jadeantes; al mismo tiempo, sin aviso alguno, Sara se desplomó a mi lado y mis reflejos me obligaron a cargarla, permitiendo que ambos entes llegaran hasta nosotros, derribándonos, y mientras una sujetaba mi brazo armado, la otra intentaba encajar sus fauces en mi cuello, al tiempo que otros dos me arrebatan a la indefensa Sara y comenzaban a arrastrarla hacia un extremo de la habitación.

La lucha a ras de suelo nunca fue lo mío, realmente, sin embargo, un par de patadas me quitaron de encima a la criatura que intentaba morder mi rostro y de inmediato logré revolverme para alcanzar a la otra y jalarla de uno de los ásperos mechones de cabello que sobresalían de su arrugado y verrugoso cuero cabelludo.

Y aunque el mechón se rompió, dejándome con un enredijo de pelo rubio en la mano, el jalón me dio espacio suficiente para jalar mi brazo armado y causarle a la criatura un profundo corte con el filo de Albión. Sin perder un segundo resorteé sobre mi espalda para ponerme de pie de un solo salto, justo a tiempo para ver que la criatura que había arrojado primero ya se abalanzaba otra vez sobre mí.

Apenas tuve tiempo de levantar mi espada en un veloz gyaku kesagiri (corte diagonal ascendente) y aunque la criatura logró detenerse a tiempo para evitar la fuerza completa del tajo, ni así se salvó de un profundo corte en el abdomen y el brazo izquierdo, que la obligó a retroceder, al menos por un instante.

En el escaso segundo entre la retirada de este demonio y el ataque de "la rubia", alcancé a ver cómo Hugo arrojaba a otra con un potente martillazo y de inmediato corría a ayudar a Eloina, a quien perseguían otro par de criaturas de entre cuyas piernas surgían una especie de hipertrofiados y grotescos genitales masculinos, que los demonios tenían que sostener con una mano, lo cual de inmediato me hizo recordar la imagen de un íncubo que vi en alguno de los libros de Karla.

Creo que no habían pasado ni cinco segundos desde que se la llevaron, sin embargo, cuando por fin pude buscarla, los demonios que habían secuestrado a Sara ya la habían arrastrado casi hasta el otro lado del salón; desesperado al borde del terror, logré convocar mi lanza, sin embargo, no pude hacer nada más: un puño de hierro se cerró en torno a mi nuca y, sin darme tiempo a reaccionar, me levantó casi medio metro y me arrojó contra una gruesa columna a unos cinco metros de distancia.

Por suerte (todavía no sé si buena o mala) "algo" en mí había comenzado a despertar, "algo" tan peligroso y aterrador que lo único que había hecho durante los últimos 10 años había sido luchar para mantenerlo encerrado en lo más profundo de mi mente; sin embargo, por suerte (buena, definitivamente buena) eso mismo agudizó mis reflejos lo suficiente como para ayudarme a absorber el impacto y redirigirlo para caer sobre mis pies y, al mismo tiempo, recuperar mi lanza.

Mi mente desapareció y mi cuerpo comenzó a actuar por sí solo, guiado únicamente por instinto y memoria muscular, y aun antes de caer ya sabía dónde estaba Sara. La joven no estaba tan indefensa como yo temía, sin embargo, tampoco estaba en condiciones de usar la doble lanza que colgaba débilmente de sus manos y que uno de los demonios le arrebató y arrojó a un lado, inservible.

Debí haber estado furioso y aterrado, pero no lo estaba. Con una sangre fría que ya empezaba a preocuparme, pero que decidí aprovechar al máximo, una violenta yoko geri (patada lateral) alejó a una de las súcubos que volvían a la carga, lo cual me dio espacio para arrojar mi lanza y empalar precisamente al íncubo que comenzaba a forcejear con la ropa de Sara.

Fue el primero de ellos en caer y el grito de guerra para que la verdadera batalla empezara. Sorprendido y furioso por ver morir a su compañero, el otro íncubo lanzó una especie de alarido o rugido que resonó en todo el cuarto, con el cual logró que el resto de la horda se volviera más agresiva.

Aquellos escasos segundos de distracción fueron más que suficientes para que yo llegara hasta ellos, no obstante, la ira o la magia los había vuelto más rápidos y más feroces y el fulgurante migi ichimonji (corte horizontal de derecha a izquierda) que le lancé se perdió en la nada cuando la criatura retrocedió con un ligero salto que dejó a Sara entre él y yo.

Al mismo tiempo, "mis" dos súcubos volvieron a alcanzarme y, más violentas y salvajes, se abalanzaron sobre mí, alejándome de nueva cuenta de Sara, quien luchaba contra los efectos de lo que fuera que la tenía al borde de la inconsciencia e intentaba alejarse del demonio que había terminado de desgarrar lo que quedaba de su minifalda.

Una mae geri (patada frontal) a "la morena" me abrió espacio para un kirioroshi (corte vertical descendente) que falló en su objetivo cuando "la rubia" cargó contra mí, derribándome al piso, justo al lado de donde Manuel, apenas consciente, se debatía con dos súcubos que ya casi le habían arrancado la camisa y le habían bajado el pantalón hasta los tobillos.

Ni siquiera me había dado cuenta, no sólo era Sara, también Manuel, Omar, Adriana y Arturo estaban aturdidos o completamente inconscientes (también eran los únicos que habían comido o bebido algo) y mientras yo me había enfocado apenas en lo que ocurría conmigo y Sara, el resto del grupo se desmoronaba a mi alrededor.

El sentimiento de culpa, ese fue siempre el gran detonador, ahora complementado por la ira y el miedo... Manuel malherido y arrastrado por aquellos demonios... Sara casi desnuda en el otro lado del salón... Arturo congelado y herido, oculto bajo una mesa... Paty sangrante de brazos y piernas... los gritos aterrados de Eloina... César que ya apenas podía levantar su martillo... Omar desaparecido... los gritos dementes de los demonios... su olor a miasmas... la oscuridad y el terror casi palpable en toda la habitación...

Y una parte de mí se rindió, aquella parte que poco a poco retrocedía detrás de las bambalinas de mi mente no tuvo más remedio que aceptar que no podríamos vencerlos a todos y justo un segundo antes de ceder por completo al terror y la culpa simplemente... se apagó.

No pude más, todas las defensas penosamente levantadas a lo largo de los últimos 10 años, los esfuerzos de mi familia, de mi maestro, de mi doctora, el sufrimiento de mis seres queridos, todo aquello se fue al caño cuando mi resistencia por fin cedió y lo dejé salir.

El frío y la indiferencia que invadían mi mente dejaron de asustarme, al contrario, me abandoné a ellos y, con un relampagueante hidari ichimonji (corte horizontal de izquierda a derecha) la cabeza de "la rubia", que se abalanzaba otra vez sobre mí, se desprendió de su cuello e incluso antes de que tocara el suelo, una brutal yoko geri destrozó la traquea de "la morena" que había saltado sobre mí.

Sin siquiera una orden consciente, mi lanza apareció en mi mano y en una décima de segundo voló para empalar al segundo demonio que atacaba a Sara, mientras ella lograba volver a vestirse antes de caer desmayada.

—Karla, ve por Sara.

No sé qué le... o me... o nos hizo pensar que la frágil jovencita, quien justo acababa de cruzarse en su camino, podía cargar o arrastrar los 55 kilos de una Sara totalmente inconsciente, pero no le importaba y a pesar de la mirada de susto que atinó a dirigirme, Karla no dudó un segundo en obedecer aquella voz firme y oscura, así como aquellos ojos fríos y muertos que destacaban en el rostro que ella creía conocer tan bien.

Una serie de golpes y mandobles, que apenas si hicieron blanco en las criaturas malditas, consiguieron alejar a las atacantes de Manuel a quien cargué casi sin esfuerzo y conseguí arrojarlo hacia una esquina donde Hugo había rendido a un demonio, pero aún batallaba para contener a otros tres que parecían ser más grandes a cada segundo y que lo tenían acorralado junto con Eloina y Noemí.

Aunque me movía tan rápido como podía, no sentía ningún apuro mientras llegaba hasta donde Hugo peleaba por su vida y la de Eloina, y cuando por fin llegué, una poderosa sokuto geri (patada baja lateral) dislocó la rodilla de un íncubo haciéndolo caer de rodillas, lo cual aproveché para descubrir su garganta jalando aquel cabello áspero y blancuzco y, enseguida, rebanarle la tráquea y dejar a mi amigo con "sólo" dos atacantes.

Poco a poco, todos empezábamos a converger en aquel rincón: ayudada por Noemí, Patricia llegó arrastrando a Arturo, a quien había tenido escondido bajo una mesa, y no bien llegaron, "Mí" corrió hacia donde Karla ayudaba a una semiinconsciente Sara a llegar hasta nosotros, mientras él/yo les abría paso a golpe de espada.

Enseguida, y mientras presentía la mirada de Patricia clavándose en mi espalda, inquisitiva y preocupada, corrí hasta donde César se encontraba casi sometido por tres "hembras" y un "macho", mientras otro ya había conseguido arrebatarle a la desvanecida Adriana.

No bien me vieron aproximarme, dos de las súcubos me cerraron el paso y con un espeluznante aullido de repente aumentaron una vez más su tamaño, volviéndose francamente aterradoras.
Pero ni eso consiguió asustarnos, lo más que sentí en ese momento fue un leve desprecio ante la diabólica ira de los demonios, que se lanzaron sobre mí soltando veloces zarpazos que destrozaban cuanta silla, mesa y mueble que se encontraban a su paso, pero, por fortuna, sin llegar a tocarme.

Eso era justo lo que buscaba: darle a César un poco de espacio para que su enorme fuerza y la furia de ver a su adorada Adriana en peligro hicieran el resto del trabajo. Martillazos, puñetazos y patadas del irreconocible gigante lograron alejar a sus otros dos atacantes, y con un rugido y un golpe prácticamente le arrancó la cabeza a la demoníaca criatura, que en un segundo más habría violado a la inconsciente chica.

—Llévate a Adriana, reúnete con los demás.

Con un gesto extrañado, primero, pero agradecido un instante después, César obedeció la orden al tiempo que yo evitaba los golpes y los zarpazos de íncubos y súcubos y hacía un rápido recuento: había dos de ellos por cada uno de nosotros, ya había matado a cinco, Hugo había incapacitado a dos más, lo mismo que César, y Paty había matado a otro, lo cual significaba que quedaban 15 más.

Todavía eran demasiados para acabarlos, sobre todo tomando en cuenta que habíamos perdido ya el factor sorpresa y, sobre todo, que los demonios ya eran mucho más rápidos, más fuertes y más salvajes, al grado que, desde que había a matado al último, apenas si había podido tocar a uno más.

Así, nuestra única opción, una vez más, era huir, encontrar una salida; sin embargo, las puertas por las que habían entrado las criaturas habían desaparecido y si había alguna más estaba tan bien escondida que jamás podría encontrarla a tiempo. Incluso "Leo" (como se hacía llamar a sí mismo) tuvo que admitir que necesitaba ayuda, pero todos los demás estaban acorralados en aquella esquina y pese a toda la fría violencia que era capaz de desatar, él mismo no tardaría en ser abrumado por la cantidad y la fuerza de las bestias.

—¡Noemí, ayúdalo!

Por un momento, ninguno de los dos, ni Leo ni la chica, supieron de qué hablaba Karla, de hecho hasta ese momento, Noemí había estado demasiado ocupada tratando de defenderse y, al mismo tiempo, de ubicar a Omar en medio del caos que se había apoderado de aquella parte del enorme salón.

—¡Tú fuiste la única que los esqueletos no pudieron atrapar, solo corre y revisa debajo de las mesas, ahí debe estar la salida!

Y aunque la diminuta chica se volvió a ver a Karla como diciendo "¿¡qué, estás loca!?", las miradas suplicantes de casi todos los demás terminaron por convencerla de dejar la protección del círculo que César, Manuel y Paty sostenían a duras penas y lanzarse a buscar una puerta que quizá ni siquiera existía.

Con un gesto de terror en el rostro, pero rápida como un chita, Noemí comenzó a buscar en cada rincón y cada esquina, detrás de cada metro cuadrado de cortina y bajo cada centímetro de mesas y alfombra, mientras unos tres o cuatro demonios corrían inútilmente detrás de ella, sin lograr siquiera alcanzarla.

En realidad no pude verlo y ver a través de los ojos de "Leo" era ver una realidad distorsionada por una ausencia de emociones al borde de la alexitimia; así, tiempo después fue Hugo quien me contó que la chica exhibió una habilidad casi sobrenatural para escurrirse entre sus perseguidores, corriendo, deslizándose, saltando y, repentinamente, cuando los sentía muy cerca, volviéndose para atacarlos con un par de certeros "aguijonazos" de sus espadines para volver a huir mucho antes de que cualquiera de ellos pudiera tocarla.

La inesperada habilidad de Noemí y la inmisericorde eficiencia del propio "Leo" lograron distraer a varios de los demonios y liberaron al grupo de Hugo de un poco de presión, con lo que mi amigo pudo comenzar a organizar la huida, a la espera de que alguno de nostros dos encontrara la maldita puerta.

—¡Aquí! ¡Aquí está la salida! ¡Debajo de esta mesa!

En cuanto la encontró, no demasiado lejos del grupo, Noemí tuvo que salir corriendo otra vez, de modo que fue labor de "Leo" despejarles el camino; varios tajos bien calculados para alejar o disuadir a los atacantes y unas cuantas patadas para hacer a un lado la mesa, divanes y cojines fueron suficientes para descubrir aquella puerta de trampa en el suelo.

La trampilla, quizá de un metro por lado, estaba cerrada por un simple seguro corredizo y en cuanto la abrí, un hedor a carne podrida se elevó por una escalinata que descendía hacia un túnel húmedo y oscuro.

Mientras mantenía la zona tan libre de enemigos como me era posible Hugo (o "Mal Karma", como le gustaba que le llamaran) inició la retirada. Por fortuna, sólo Arturo y Adriana estaban por completo desmayados; Manuel y Sara podían caminar, de modo que no les fue tan difícil recorrer los últimos metros, en especial cuando César "echó su resto" y les abrió camino literalmente a golpe y porrazo.

***

¡Uff! Por poco y no la cuentan. Esta vez Hugo y Noemí salvaron el día, ¿qué opinan de ellos, mis jugadores y jugadoras?

¿Qué le pasará a Mario? ¿Alguien tiene alguna idea?

¿Qué será este castillo o fortaleza donde se encuentra? Lancen sus mejores teorías en los comentarios.

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