10

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

A través de un mensaje de texto, Kourt le avisó a Lillian que la boutique había llamado a su madre: los arreglos estarían listos dos semanas antes de la fecha de la boda. Por eso, era Kourt quien la llevaría a recoger el vestido ya arreglado, junto al velo y al ramo falso, de la boutique.

Un sábado antes, Kourt había vuelto a llevarla a casa de sus padres: igual que la vez anterior, la tomó de la mano antes de entrar, aunque con tanta torpeza que Lillian ni siquiera se molestó en entrelazar sus dedos con los suyos. Más bien, la agarraba como si sujetase una cuerda y no a otro ser humano.

—El hermano Lark dará un pequeño mensaje —les había explicado la madre del chico cuando por fin se sentaron en la sala del apartamento y les mostró fotos del arco de flores que levantarían tras el altar— y un funcionario firmará los papeles legales. Amy será tu dama de honor; y Kenneth, tu mejor hombre.

—¿No puedo tener a un hombre yo también?

La madre de Kourt alzó la cabeza en dirección a Lillian, sentada entre ella y Kourt en el reconfortante sofá esquinero, de un blanco tan pulcro que la muchacha había evitado tocar taza de café por si la derramaba.

Hubiera preferido tener a su lado a Tobias mil veces antes que Amelie, pero por la mirada de su suegra, dedujo que no era una opción.

—Amy es tu dama —repitió.

Lillian se volvió hacia Kourt, que no se opuso, de manera que ella tuvo también la prudencia de callarse hasta que hubieron salido del apartamento de sus padres. En el ascensor, cruzada de brazos contra el espejo, le preguntó si la obligaría a hacer una declaración de fe o algo similar.

—Si lo dices por todo lo que ha organizado mi madre —dijo él, sin mirarla—, está moviendo el cielo para demostrarle a todo el mundo que no ando perdido.

La muchacha frunció el ceño.

—¿Y estás dispuesto a casarte como ella diga?

—No quiero perderla también —replicó, mordaz, y a Lillian le pareció ver ascuas de fuego en sus clarísimos ojos azules—. Ya tengo suficiente con mi padre y Savannah. Y dejaré que ella crea que puede convencerte, y que tú podrías convencerme a mí, para que no finja que estoy muerto.

—Ha llamado a un ministro, Kourt.

Harto, él gruñó por lo bajo.

—¿Y qué más da? No va a interrogarte —espetó—. Me conoce desde que era un niño: por eso ha aceptado. Seguramente quiere creer que no estoy tan inactivo y, por lo menos, sigo teniendo fe. Están dándote el beneficio de la duda con tal de apoyarnos.

La madre de Kourt lo había defendido a pesar de todo y de todos: no cuestionaba a su hijo para no saber la verdad; costara lo que costara, se seguiría esforzando hasta que el chico se arrepintiera de haberse alejado.

Sin embargo, Kourt sabía mejor que nadie que solo ella mantenía la esperanza. Cuando dejó de congregarse, sus amigos lo buscaron los primeros dos meses antes de cesar las señales de vida. Lo declararon inactivo y procedieron a olvidarse de él.

—Sé que mi madre lo está pasando mal —le confesó a Lillian— y que probablemente la juzgan por lo que hace, pero ni siquiera mi padre puede obligarla a no hablarme.

Y aunque la señora Pruett tampoco estaba de acuerdo con la mitad de decisiones de Kourt, nunca dejaría de apoyarlo. Lillian no tenía duda alguna: su madre pasaba por alto la indiferencia de su otra hija para recibirla con toda calidez cuando Kourt la traía y nunca cuestionaba su vida ni la de Kourt.

—¿Ellos saben lo que te pasa?

Vio las mejillas del muchacho hundirse. Palidecía cada vez que ella mencionaba su enfermedad, pero Lillian no sabía de qué otra manera informarse.

—Prefieren no tener detalles —confesó— para no acusarme por las transfusiones, porque entonces me expulsarían definitivamente. Por cierto, tienes que ir al hospital esta semana, cuanto antes.

Era su manera de zanjar el tema y Lillian, que captó la indirecta, permaneció callada, con las manos tras la espalda, hasta que hubieron salido del ascensor. Mientras cruzaban el portal, no obstante, le preguntó si había notado la mirada recelosa de Amelie mientras tomaban café.

—No se cree nada de lo que dices —señaló, pero Kourt arqueó una ceja con incredulidad.

—Deja de preocuparte —murmuró—. No tiene motivos para creer otra cosa.

—Es tu mejor amiga —repitió Lillian—. Debe de haber investigado mi nombre por todas partes para saber con quién te vas a casar.

—También yo lo investigué —soltó entonces él, dando vuelta al auto negro, ya en la calle, para abrir su puerta de conductor— y tu nombre solo aparece en la lista de estudiantes de la universidad. Además, cuando nos casemos, lo que se imagine ella es lo único de lo que no me voy a preocupar.

Cuando Lillian lo escuchaba, se preguntaba qué tan seguro estaba de sus propias palabras, porque evitaba mirarla, como si lo dijese para convencerse a sí mismo primero.

Antes de las ocho de la mañana del lunes, Lillian recibió una captura de pantalla con el primer pago de su semestre en la universidad; en octubre haría el segundo, y ella le dio las gracias.

Creía que su suegra pasaría por ella para dirigirse a la boutique; sin embargo, cuando vio, de pie en la acera, el auto negro de Kourt bajar la calle y que él venía solo, tuvo que admitir que se sintió aliviada. Por mucho que le costase sostener una conversación con él sin irritarlo, lo prefería a tolerar los comentarios cínicos de Amelie o el resentimiento en los ojos de Savannah.

Nadie, excepto la señora Pruett, la quería en esa familia.

—Llegas tarde —le soltó con cierto orgullo, dejándose caer en el asiento de copiloto.

Kourt hizo una mueca de asco.

Había aparecido a las diez cuando se suponía que saldrían a menos cuarto. En realidad, a Lillian no le molestaba la hora, pero consiguió que él rodara los ojos con hastío.

—Porque tuve que ir a firmar el contrato del penthouse.

Tratando de disimular su confusión, Lillian tiró de la puerta para cerrarla.

—¿Qué penthouse?

—No querrás vivir en el ático de mis padres, ¿o sí?

Como si hubiera pasado días sin respirar, por primera vez en toda la semana, Lillian tomó una profunda y larga bocanada de aire. Si hubiese sido otra persona, le habría abrazado, pero la frialdad en los ojos de Kourt la detuvo. Se llevó una mano al pecho: sintió sus latidos acelerados y, sin querer, sonrió.

—No —admitió—, pero... creí que tú sí.

Kourt, después de recorrerla con la mirada de arriba abajo, presionó el botón que encendería el auto.

Por la forma en la que examinó sus leggings grises y la ancha cazadora de mezclilla, Lillian habría apostado la vida a que la estaba juzgando con la misma dureza con la que Savannah la juzgaba, pero de ningún modo se habría puesto un vestido solo porque él vestía una camisa de un color distinto cada vez que se veían.

—Te dije que estaba esperando a casarme para mudarme —le recordó, abandonando su aparcamiento.

—También dijiste que querías estar cerca de ellos.

—Viviremos a veinte minutos.

Probablemente llevaba demasiados años soportando el silencio de su padre y su hermana, y por muchos esfuerzos que realizara su madre para hacerlo sentir cómodo, debía de ser agotador no sentirse querido entre las paredes donde había crecido.

Hacía quince minutos que habían dejado atrás el bloque de apartamentos cuando se detuvieron frente a un semáforo en rojo; la pantalla del teléfono de Kourt se iluminó y, sin querer, Lillian leyó el nombre de Amelie sobre la notificación. Y desvió la mirada antes de que él se diera cuenta.

Quiso preguntarle si la chica le había mandado las fotos como dijo que haría; no obstante, como él nunca hablaba de Amelie, optó por tampoco mencionarla.

Era la persona que menos le importaba y, a la vez, la que más la incordiaba. Sabía más del trabajo del chico que ella, que no se había molestado en memorizar los datos que él le envió, y, aunque le había jurado a Tobias que no le interesaba conocerle, se sentía obligada si no quería parecer idiota en comparación con su mejor amiga.

—¿Dejaste el trabajo en el campus? —quiso saber Kourt entonces, que desvió los pálidos ojos celestes sobre ella durante una milésima de segundo—. Porque no pienso llevarte y traerte, ni...

—Iré en metro o en autobús, como siempre —interrumpió Lillian, que se había cruzado de brazos—. Tuve que vender mi coche.

—No entiendo cómo viniste a vivir a Nueva York si no puedes mantenerte.

La chica respiró hondo.

Cada vez que la subestimaba, su mente iniciaba una espiral descendente que la llevaba desde los pensamientos más neutrales que podría tener respecto a sí misma hacia los más negativos, y sin premeditarlo, ya se había cuestionado si alguna vez haría algo bien en su vida.

—Por la misma razón que tú quieres mudarte —murmuró con cuidado—: no quería vivir más con mi padre.

No supo si Kourt no la escuchó o se decantó por ignorarla, ya que lo siguiente que descubrió fue que el coche se había detenido. Kourt colocó el auto en modo neutro, desconectó su teléfono del cargador y, al echarse contra el asiento, el mechón que siempre le caía a un lado de la frente rebotó.

—Ya está pagado.

Aquella era otra manera de decir que no la acompañaría, a pesar de que Lillian no había esperado que entrara con ella. Desde la comodidad de su asiento, envuelto en el aire acondicionado, observó a la chica agarrar su bolsito y salir del auto.

Por fin desbloqueó la pantalla y accedió al chat que tenía con Amelie.

No se lo había dicho a Lillian, ni pensaba hacerlo, pero ya había visto el vestido definitivo. Tampoco importaba, dado que no se trataba de su boda real ni él creía, como su madre afirmaba, que el día que se casara sería el más feliz de su vida.

Sin embargo, la verdadera razón por la que no se lo había mencionado a Lillian era porque, desde que Lillian dijo que él podría gustarle a Amelie, no quería darle motivos para que creyera que tenía razón.

Pocos días después de ir a la prueba de vestido, Amelie le envió todos los modelos que Lillian se había puesto, además de un mensaje de "le dije que no era tu estilo y no me hizo caso".

Con tal de no discutir, porque le daba igual lo que usara Lillian, respondió que daba mala suerte ver a la novia antes del día de la boda. Amelie había replicado que la chica no estaba lista del todo, y ahí murió la conversación.

Quizás había sido demasiado brusco, y justo cuando estaba a punto de escribirle para corregir la impresión que podría haber dado, la puerta del copiloto se abrió y Lillian se desplomó llorando en su asiento.

—¿Qué...?

—Quiero irme a casa. —Un fuerte portazo los aisló del exterior; Lillian se había abrazado a sí misma, aprovechando la calidez de su inmensa chaqueta de mezclilla—. No pienso llevarme ese vestido.

—¿Por qué?

—No te importa —espetó entre dientes, arisca, pero se le escapó un sollozo; sus dientes castañeteaban por los nervios—. Compraré uno por Internet, no quiero...

—Ya he pagado ese, Lillian —la cortó él, áspero—. ¿Cuál es el maldito problema?

Y aunque Lillian trató de enjugarse las lágrimas antes de que se deslizaran por sus mejillas, no conseguía detener el llanto. Jadeaba con tanta ansiedad que parecía al borde de un ataque de pánico, por lo que Kourt, en lugar de presionarla más, pegó la espalda a la ventanilla y esperó.

A la muchacha se le habían enrojecido los labios. Trató de cubrirse la mitad del rostro con su corto cabello castaño, pero no lo consiguió; entonces tiró de las mangas de la cazadora para secarse el rostro.

—Me dijeron que le pondrían mangas —balbuceó, incapaz de mirarlo a la cara—, pero acaban... acaban de decirme que alguien llamó para que no se las pusieran...

—¿Quién?

—No lo sé, pero ahora quieren que las pague para que se las pongan y...

—¿Cuánto más es?

—¡No se trata de eso! —soltó Lillian, furiosa.

De repente se había girado en su asiento hacia él para encararlo por fin; sus ojos relampaguearon y Kourt supo entonces que estaba desesperada.

—¡No quiero que las pagues, no es justo! —se quejó, temblando—. ¡Era lo único que quería! ¿No lo entiendes? ¡No he podido elegir nada hasta ahora! ¡Me estoy casando como y cuando alguien más quiere, y lo único que quería era un maldito vestido que me gustara, pero también me lo han quitado! ¡No he pedido nada más: solo un vestido que me guste ponerme! ¿Ni siquiera eso puedo tener?

Cerró los ojos y rompió a llorar.

No le importaba si las lágrimas goteaban en el asiento o si él pensaba que estaba haciendo un berrinche de una nadería: si no entendía lo impotente y estresada que se había sentido todas esas semanas, no intentaría explicárselo. Se cubrió la boca para que él no viera que se había sonrojado por el esfuerzo.

Le ardían los pulmones por forzarse a respirar. Y cuando comenzó a hipar, escuchó la manija de la puerta de Kourt crujir.

—Maldita sea.

A través de las nubes en las pestañas, Lillian lo vio rodear el auto, remangándose la camisa de finísimas rayas grises y blancas, y dirigirse al interior de la tienda de la que ella acababa de salir. Rezó para que no pagara las mangas bordadas del vestido: ya había resuelto conseguir un vestido de cincuenta dólares por Internet, uno que pareciera de novia, porque al fin y al cabo se sentía como una niña jugando a casarse.

Sin embargo, Kourt no permitiría que comprase algo con su propio dinero.

—¿Por qué el vestido no tiene mangas? —reclamó en cuanto llegó el mostrador.

Había cruzado el suelo de azulejos de la boutique en dirección a las dos asistentes que, sobre la vitrina, habían colocado la funda negra del vestido, que albergaba el velo también; el ramo falso yacía sobre la misma.

—Llamaron para cancelarlas.

—Mientras yo no llame, no se cancela nada —contradijo, tan cortante que nadie se atrevió a contestarle; sus ojos centelleaban, irritados—. Y si mi esposa quiere mangas, más vale que ese vestido las tenga para el lunes.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro