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Las hojas de los árboles, a lo largo de la avenida donde se levantaba el edificio de oficinas, ya se habían teñido de naranja y dorado cuando llegó el día veintitrés. Ni Kourt ni Lillian habían vuelto a tocar el tema desde el lunes: cuando amaneció, él descubrió que se había dormido en el sofá, y que la manta de franjas de Lillian lo cubría.

Lillian, en cambio, se había comportado con tanta naturalidad a su alrededor que Kourt llegó a dudar de lo que él mismo presenció el domingo por la noche. Quizás era el único que pensaba que los hábitos de Lillian no eran normales.

—¿Usted le contó a Kourt lo que pasó en el baño? —le había preguntado Lillian a Urijah a la mañana siguiente, después de que él se fuera, pero la señora negó.

—Pero si no se lo dices, terminará dándose cuenta —le dijo.

Lillian chistó.

—Llevo nueve años viviendo con personas que nunca se han dado cuenta.

Era el lunes de su semana de exámenes parciales y, en lugar de recurrir a sus profesores mediante emails, le había escrito por la mañana a Kourt para preguntarle si podría ayudarle a estudiar. El examen se abriría a las tres, por lo que llegaría antes del descanso de almuerzo de Kourt para tener suficiente tiempo de repasar y encerrarse en alguna de las oficinas a realizar la prueba.

Creyó que le diría que estaba ocupado, pero, para su sorpresa, Kourt accedió, así que, con más confianza que la última vez, Lillian tomó un taxi, sabiendo que bastaba con decir que era su esposa para que le permitieran entrar.

Nunca habría imaginado que estudiaría de verdad con él, pero después de ver la ilusión brillar en sus ojos mientras le explicaba cómo predecir la economía según el ingreso nacional y el PIB, se dijo que sería una estupidez buscar a alguien más cuando su esposo, por muy falso que fuera, sabía perfectamente de lo que hablaba.

Llegó con sus apuntes de economía y su laptop en la mochila, y un domo con pudding en las manos, pero no se dirigió directamente a la oficina porque, al final del pasillo, en el área abierta de cafetería, reconoció a Amelie.

Estaba esperando detrás de dos personas más, frente a la máquina de café, con sus dos largas trenzas sobre el pecho y unos ajustados jeans negros. Y Lillian tuvo que hundirse las uñas en las palmas para darse cuenta de la tensión con la que apretaba los puños.

—¡Oh, hola, Lillian!

Lillian se contuvo para no hacer una mueca de asco. Habría optado por ignorarla, pero ahora que la había visto, no le quedaba más remedio que acercarse a ella. Así sabría si Kourt estaba con ella o se había lanzado a las conclusiones demasiado rápido.

Un llavero de un pingüino, también hecho de crochet por sus propias manos, colgaba de la cuerda con la que se cerraba su mochila de ganchillo, que no soltó en ningún momento, por mucho que pesara su laptop.

—¿Quieres uno? —le preguntó Amelie cuando Lillian estuvo lo suficientemente cerca, y Lillian dejó de mirar las chocolatinas de la máquina expendedora, al fondo de la amplia área común para regresar su atención a la de café.

Amelie ya había empezado a servirse uno.

Espresso está bien —murmuró, y la chica sonrió al agarrar otro vasito de cartón.

Inclinada, retiró el suyo para extraer el shot de espresso.

—¿Vas a la universidad? —le preguntó, sin mirarla, y Lillian, que supo que había esbozado una de sus sonrisas por defecto, asintió—. ¿Qué estudias?

—Artes Liberales —contestó, monótona, y Amelie arqueó las cejas al volverse hacia ella.

—¿Qué es eso?

Lillian encogió un hombro.

—Un poco de todo —dijo con suavidad—. Aprendes matemáticas, y literatura, y también cocina o costura... Ah, y negocios.

—¿Y piensas trabajar o Kourt va a mantenerte?

Lillian entrecerró los ojos.

Se le empezaba a agitar la respiración aun si la otra no preguntaba con malas intenciones. De hecho, le daba la impresión de que disfrazaba sus acusaciones de broma, y ella tenía que estar un paso por delante de Amelie para no tropezar con ningún detalle que la delatara.

Tal vez era su imaginación.

—Trabajo en el campus, Amy, y no planeo dejar de trabajar nunca.

—No entiendo cómo Kourt te deja ir a la universidad —sentenció, y antes de que Lillian pudiera abrir la boca, continuó—: Tampoco entiendo cómo te conoció. ¿Le hablaste por Instagram?

Lillian se contuvo para no dar un paso atrás. Esperó a que Amelie le tendiera su vaso de cartón para mirarla a los ojos y, sin dudar, responder que no.

—Nos encontramos en su pastelería favorita —musitó, despacio—. Ni siquiera tengo Instagram.

—Sin ofender, pero... ¿por qué Kourt se casaría contigo? —inquirió, y al ver los ojos castaños de Lillian abrirse, ella volvió a reírse para aliviar el tema de la charla—. Es decir, entiendo por qué aceptarías, pero él...

—Créeme que Kourt se enamoró primero —espetó Lillian, cortándola—, porque de haber dependido de mí, nunca me habría fijado en él. Él me vio y él me buscó, y me insistió hasta que acepté conocerle. ¿Por qué no se lo preguntas a él?

—Ya le he preguntado, pero me parece que todo ha sido tan rápido que...

—Llevamos un año y medio conociéndonos —contradijo Lillian, firme—. No ha sido tan rápido, pero lo sientes así porque apenas me conoces.

—Soy su mejor amiga —insistió, apoyando un puño en su cintura, y por una fracción de segundo, a Lillian le dio la impresión de que se le resbalaba la sonrisa falsa, sin querer revelando el tono molesto de voz— y nunca me había hablado de ti. Sé todo de las chicas con las que ha salido y por qué han terminado, pero tú apareciste de la nada y él ni siquiera mencionó que existieras hasta que quiso casarse.

—Quizá quería que alguna de sus relaciones durase.

Ni siquiera sonó brusca, sino calmada, pero Amelie entendió a lo que se refería más rápido de lo que hubiese deseado.

Sin embargo, no tuvo tiempo de responder: Lillian levantó el teléfono en su mano para revisar la hora y, por una vez en su vida, agradeció estar con un hombre obsesionado con la puntualidad.

—Oh, lo siento, pero tengo una cita con mi esposo.

No tenían ninguna cita, pero Kourt le había pedido que se presentara antes de la una, porque su descanso duraría hasta la una y media, y la hora del almuerzo era sagrada para él. Con una tímida sonrisa, se despidió de Amelie, y cruzó el pasillo lo más rápido que pudo en dirección a la oficina de Kourt, una vez dobló la esquina de nuevo.

—Siento llegar tarde, es que vi a...

Empujó la puerta para descubrir, en primer lugar, que no había nadie detrás del escritorio. Un segundo después, lo escuchó toser.

Pero no sonaba normal.

—Kourt, ¿estás bien?

Tan rápido como pudo, se acercó a la esquina opuesta de la habitación.

Estaba tirado en el suelo, contra el gran archivero metálico, a un lado del otro escritorio abandonado que a veces Kenneth ocupaba, tosiendo y encogiendo los hombros como si se estuviera atragantando, y cuando Lillian llegó a su lado para sujetarlo, se dio cuenta de que le temblaban las manos.

—¿Qué pasa?

No podía respirar. Jadeaba y, cada vez que tosía, se filtraba un silbido entre sus cuerdas vocales.

Kourt se dio la vuelta para aferrarse al hombro de Lillian. Quería arrastrarse hacia la otra mesa de madera, pero Lillian lo entendió al instante.

Corrió hasta su escritorio y abrió todos los cajones, y revisó la parte superior, mientras lo oía resollar, y por fin se le ocurrió abrir el portafolios impermeable para su laptop que apoyaba junto a la mesa.

—Tranquilo, Kourt. Aquí está.

No tenía ni idea de lo que buscaba, pero lo dedujo todo cuando vio el inhalador en el bolsillo del portafolios. Aunque lo agitó antes de entregárselo, él repitió el movimiento diez veces más antes de llevárselo a la boca y oprimirlo.

Pareció recuperar el aliento, pero volvió a toser como si tuviera un demonio encerrado en el cuerpo; inhaló de nuevo. Lillian, agachada a su lado, se sentó, tirando de su sudadera de colores para que le cubriese hasta la cinturilla del jean. Así, nadie vería si se le había acumulado grasa en la cintura o no.

Tenía tantas preguntas que no supo por cuál empezar. Él echó la cabeza hacia atrás, contra el archivero; cerró los ojos y liberó un profundo suspiro. Por culpa del esfuerzo, ahora tenía lágrimas en las pestañas.

—¿Eso ha sido un ataque de asma?

Kourt rindió los hombros.

—Te dije que me estaba muriendo.

—¿Y por qué te quedaste solo? —se quejó ella—. Si no llego a tiempo...

—Habría acabado en el hospital —cortó él en voz baja—. No es para tanto.

—¿Cómo pensabas llamar a la ambulancia si ni siquiera pudiste agarrar el inhalador?

—Se me aceleró el corazón. —Exhalaba con torpeza, ya abiertos los pulmones—. Tenía que calmarme antes de agarrarlo.

—¿Y se suponía que yo debía adivinar que tienes asma?

—No tienes por qué saberlo —se defendió él, casi azorado, y a Lillian se le escapó un jadeo de indignación.

—¡Es importante, Kourt! ¿Cómo pudiste escribir dos páginas sobre ti sin mencionar nada de lo que importa? Si quieres que esto funcione, necesito saberlo. No puede ser que Amelie sepa más que yo.

Kourt se limpió los lacrimales con los dorsos de las manos; todavía tiritaban, asustadas.

—Ya sé que te cae mal, Lillian. Deja de hablar de ella.

—Lo sabe todo sobre tus novias y yo esquivo sus preguntas porque me faltan datos, Kourt.

—¿No puedes reservar tus dudas para un momento más adecuado?

Lillian hundió las mejillas. Cuanto más notaba la palidez de Kourt y la ansiedad con la que inflaba el pecho, más se arrepentía de las decisiones que había tomado desde la última discusión. Y al ver su nuez temblar cuando tragó, supo que no convenía alterarse a la vez que él.

—Lo siento —susurró—. Es por mi culpa, ¿verdad?

Sin mirarla, él arrugó la frente.

—¿El qué?

—Esto. Tu asma. Y tu condición de salud, y tu ritmo cardiaco, y...

—No ha sido tu culpa —masculló Kourt, plegando las rodillas para descansar los codos sobre ellas—. Es el estrés.

Lillian, insegura, parpadeó. No tenía claro si lo decía para hacerla sentir mejor o era la verdad. Lo único que había notado era que le vibraba la voz.

—Pero si vives con tanto estrés, te dará un infarto en cualquier momento.

—Soy consciente de ello, Lillian. No puedo hacer otra cosa.

—Debe de haber alguna manera de que el trabajo no te afecte tanto.

—No es el trabajo —corrigió de nuevo.

—¿Entonces?

Kourt suspiró. Había clavado la vista en sus manos; con los pulgares, se acariciaba las venas traslúcidas que le recordaban todos los días que su corazón batallaba por mantenerlo con vida.

No quería decírselo, pero las palabras se le empezaban a acumular en la garganta, apretando cada vez más el nudo que lo estrangulaba.

—Es mi familia —murmuró.

—¿Qué pasa con ellos?

—Mi padre me acaba de llamar. No quiere que vuelva a pisar su casa.

Silencio.

Lillian desvió la mirada hacia las mangas de la camisa oscura de Kourt; oyó su aliento retemblar y supo que se estaba controlando para no caer en crisis ahí mismo.

—Y es mi cumpleaños —añadió, ronco; se limpió la nariz antes de que goteara—. Entiendo que no lo celebren, porque yo tampoco, pero... podría habérmelo dicho cualquier otro día. Por un momento, pensé que me llamaba para... No sé para qué —confesó—. Para algo diferente, supongo.

Lillian apretó los puños cerrados contra sus muslos.

—Lo siento.

Kourt hizo amago de negar, como si deseara restarle importancia, pero solo logró inclinar la cabeza. Ya ni siquiera tenía fuerzas para esconder lo débil que se sentía.

—Da igual.

—Un día lamentarán haberse alejado de ti —la escuchó murmurar, y él quiso reírse.

—Nunca lo van a sentir —escupió—. Creen que hacen lo correcto.

—Eres buen hijo, Kourt —insistió Lillian—. El mejor que tienen. No he necesitado mucho tiempo para verlo, así que espero que ellos lo vean antes de que sea demasiado tarde.

Creyó que Kourt bufaría y le pediría que se fuera, pero no, sino que, lentamente, giró el rostro hacia Lillian.

Estaba más cerca de ella de lo que había pensado, y se dio cuenta cuando descubrió las largas pestañas que enmarcaban el avellana de sus ojos. Analizó su lunar, y el flequillo revuelto, y los labios rosados de la chica.

De nuevo la sensación de calor en su pecho, como si se le incendiasen pequeñas venas cada vez que la miraba.

Apretó los dientes al desviar su atención hacia el inhalador, aún en su mano, y se humedeció los labios. Ella podría haberse ido sin interesarse en el porqué de su ataque de asma. Tampoco tenía que haber dicho lo último. No había nadie frente a quién fingir amabilidad.

Pero ella no dejaba de ser gentil con él cuando se quedaban a solas. Poco a poco, lograba entender que Lillian había sido ella misma desde el principio.

Tan rápido como lo notó, se limpió la lágrima de la mejilla antes de que ella la viera. Se le habían enrojecido los finísimos labios.

—¿Me ayudas a repasar? —murmuró Lillian, cambiando el tema para no avergonzarlo más—. ¿O quieres comer primero? Tengo hambre.

—Sí, está bien —musitó él, evitando mirarla a los ojos, pero en cuanto ella se puso de pie, largó un hondo suspiro—. Oye.

—¿Qué?

—Gracias. —Tragó con fuerza otra vez—. Por el inhalador.

La posibilidad de morir de un ataque al corazón lo aterrorizaba. Él solo no se habría atrevido a usar el inhalador hasta que sus latidos hubiesen aminorado, y ese tiempo perdido habría significado pasar la noche en el hospital, solo como siempre.

Pero ella esbozó una dulce sonrisa.

—De nada, Kourt.

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