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—El nueve de febrero es mi cumpleaños.

Kourt miró a Lillian de reojo; luego revisó que la barra de pan plastificada que sostenía estaba hecha verdaderamente de harina de almendra. Bajo los intensos tubos fluorescentes de aquella sección de tonos amarillentos y cafés, donde se habían detenido, los ojos castaños de Lillian parecían más pálidos; y sus pestañas, más largas.

Era la primera vez que le preguntaba a Lillian si quería acompañarlo a hacer las compras de la semana y ella había apartado sus libros de antropología para decir que sí.

—¿Y qué quieres?

—Que me pidas matrimonio.

A Kourt se le estremeció el corazón.

De arriba abajo la escaneó, desde su abrigo negro hasta las botas del mismo color, porque hacía unos días había empezado a caer una fina manta de copos de nieve para cristalizar las calzadas, y antes de preguntar a qué se refería, ella, distraída, liberó un pesado suspiro.

—No quiero repetirlo todo —se dispuso a explicar—. Pero ya que estamos haciendo todo al revés, quisiera saber qué se siente que el hombre que amo me pida matrimonio. Con un anillo que de verdad le guste.

—¿Cómo quieres que pase?

—No sé. Es tu trabajo planearlo —refunfuñó ella—. Lo único que quiero es que sea exclusivo para nosotros.

—¿Aunque me vayas a decir que sí?

Lillian, distraída hasta entonces con los paquetes de tortillas sin gluten, se volvió a mirarle, sin poder disimular las curvas en sus comisuras.

—Eso no lo sabes.

Y él sonrió.

No tenía ni idea de cómo pedirle matrimonio. Solo había hecho una pedida en toda su vida, una de la que odiaba acordarse, y estaba determinado a planear algo mejor para Lillian, algo a la altura de lo que merecía. Porque si ella era capaz de hacerlo sentir a salvo sin usar palabras, al punto de hacerle dudar de si notaba sus inseguridades, entonces se mataría por devolverle lo mismo.

Desde que dormía con ella, en el dormitorio de Lillian, había sufrido un solo ataque de asma. Fue una noche en la que, justo cuando estaba sobre la chica, recargados los codos a cada lado de su rostro, comenzó a hiperventilar. Y Lillian, que creyó que se había quedado sin aliento por terminar, le acarició la mejilla. Hasta que tosió.

Entonces lo empujó para que se sentara contra las almohadas y el cabecero; alargó el brazo hacia el inhalador, sobre su mesita de luz, y se lo tendió, y Kourt lo sacudió.

—Perdón.

Se le inflaba el pecho con una agresividad que Lillian solo había visto una vez en la oficina.

Pero en aquella ocasión, él comenzó a inhalar antes de ahogarse. Lillian, jadeando, esperó a que pudiera hablar sin asfixiarse. Y cuando por fin comenzó a respirar, aunque acelerado y con las mejillas encendidas, Lillian le apartó el húmedo cabello rubio de la frente.

—Deberíamos hacerlo otra vez.

Todavía agitado, Kourt la miró de reojo. Y cuando vio sus preciosos ojos castaños lanzar un destello, sonrió un poco; luego volvió a inhalar.

—Si te refieres a ahora mismo...

—No, a cuando te sientas mejor. Pero deja de contener el aire —protestó Lillian entonces, que tragó para humedecerse la garganta—. Me gusta oírte.

No lo supo, pero el corazón de Kourt se volcó en su pecho. Lentamente, su respiración comenzaba a normalizarse, igual que la de ella. Se preguntó si se estaba burlando, porque la mayoría de las veces trataba de controlarse para no hacer ruido, hasta que respiraba con tanta ansiedad que su miedo a caer en una crisis asmática superaba su temor a que ella le escuchara gruñir.

—¿De verdad?

—Es mi sonido favorito.

Kourt arqueó las cejas. Inhaló una vez más, sin quitar los ojos de ella, y de pronto se inclinó para besarla en los labios. Fue rápido, sencillo, pero suficiente.

—También me gusta oírte. Pero verte... Joder, verte es mi cosa favorita.

Lillian tenía esa capacidad de hacerlo estar cómodo aun cuando más avergonzado se sentía. Lo miraba a los ojos, lo abrazaba y de pronto él recuperaba toda la noción de respeto que creía haber perdido.

Sin embargo, ahora que la observaba pasearse entre los estantes y señalar los pasteles de chocolate y fresa que tanto amaba, se preguntaba si algún día llegaría a merecerla.

Porque al fin y al cabo, no viviría mucho.

Y en realidad esa era una de las muchas razones que tenía para sentirse asustado. Le aterraba alimentar el sueño de neblina de Lillian, y hacerle creer que podían ser felices cuando no tenía garantizado el mañana. De hecho, que hubiese vivido un año más de los veinticinco desencajaba todos sus esquemas.

Pero cada vez que intentaba esconderse de ella, Lillian encontraba la forma de hacerse camino hacia él, sin siquiera sospechar que Kourt estuviese alejándose a propósito.

Tal vez no lo hacía de forma consciente. Tal vez solo quería asegurarse de que ella no lo veía sufrir.

No obstante, ahora que Lillian conocía de su terapia de radiación, no había logrado disuadirla de aprovechar el tiempo para estudiar. Le repitió varias veces que las sesiones solamente duraban quince minutos y no valía la pena, pero Lillian se empecinó en acompañarle. Tres veces a la semana, en cuanto finalizaba su horario en la oficina, Kourt se marchaba al hospital con ella, que se presentaba a la una en el edificio, porque sabía que era su descanso.

Lillian no lo dejaba solo porque, como le sostenía la mano al adentrarse en el recibidor del hospital, sentía sus músculos tensarse y sus dedos estrujar los suyos. Y sin importar lo que dijera Kourt, sabía que tenía miedo. Así que aguantaría esos quince minutos detrás del cristal, leyendo el libro de Historia del Arte, aunque alternaba la vista entre las páginas y la vidriera, para asegurarse de que Kourt soportaba bien el tratamiento en aquella enorme máquina donde entraba acostado.

Él no la miraba al salir, igual que había evitado chocar miradas con ella al entrar, porque Lillian sonreiría y Kourt no tenía fuerzas para fingir.

Aquel domingo, no soltó su mano ni siquiera cuando hubieron salido.

Una finísima capa de escarcha cubría el asfalto del estacionamiento y crujía bajo sus pies al romperse. Después de revisar su teléfono, Kourt escondió una mano en el bolsillo de la cazadora, pues sus nudillos comenzaban a enrojecerse, y suspiró. Y Lillian vio la tela de vaho que escapó de sus labios.

—Cielo.

El chico volteó hacia Lillian, que había tenido tiempo de leer, de soslayo, el par de mensajes que Kourt le había enviado a su madre y la respuesta de ella.

—¿Qué pasa?

—¿Le explicaste a tu madre de tu tratamiento?

Pausado, él asintió. Y en sus gélidos ojos celestes, Lillian alcanzó a apreciar la tristeza.

—Así estará tranquila —murmuró— y tal vez convenza a mi padre de que siempre ha sido así.

—Pero es más duro que recibir sangre.

Kourt se encogió de hombros.

—Supongo que hay un precio que pagar.

—No estás haciendo nada malo.

—Ya lo sé, Lilly —musitó, débil, y se lamió los labios resecos—. Ya lo sé. Pero no espero que lo entiendas.

Después le preguntó por sus sesiones con la doctora Bowman y la muchacha le explicó que había hecho una lista de los alimentos que más le aterraba comer por miedo a perder el control.

—Me dijo que los enfrentara hasta no tenerles miedo. Se trata de hacer lo contrario a lo que me dice la enfermedad. Dice que... cuanto más lo haga, menos la escucharé. Y empezaré a diferenciarla de mi propia voz. Pero no sé cuántos años tarde.

Y Kourt pasó el brazo por los hombros de Lillian para apretarla contra su costado. Cálido, sin prisa, la estrechó y, antes de liberarla, le besó un lado de la cabeza.

—El tiempo es lo de menos.

Fue entonces, cuando Lillian contempló sus mejillas del color del marfil y su cabello rubio desordenado, mientras sus largos dedos se aferraban a su brazo, que entendió por qué valía la pena recuperarse.

No estaba garantizada la salud de ninguno de los dos, pero por lo menos ella sí podía salir de la tumba que se estaba cavando a sí misma. Merecía estar bien para vivir el resto de su vida, y enamorarse, y quizá regular sus periodos, y empezar una familia. Pero nunca viviría en carne propia ese sueño si seguía aferrada a la ilusión de querer estar enferma.

Muchas veces había intentado escapar del ciclo, romper sus hábitos y controlarse, pero nunca conseguía superar su récord de dos meses sin vomitar. Y para su desgracia, aunque había iniciado ese año con la mentalidad de no recaer, otra vez había fracasado.

Pero ese domingo vio las mejillas hundidas de Kourt y fue consciente de que él fingía no sufrir. Entonces quiso llorar. Porque se odiaba, y odiaba ser egoísta, tanto como para no considerar que él, por muy indestructible que quisiera aparentar ser, la necesitaba sana más que nunca.

Aquella noche, mientras se bañaba, inmersa en la atmósfera de vapor de la ducha, se juró que se lo diría a Kourt.

Daba igual cuánto se mirase en el espejo: no estaba perdiendo peso. Se tocaba la cadera y ya no sentía sus huesos, a menos que presionase con las yemas de los dedos; algunos días, veía sus piernas y admitía que lucían más bonitas que hacía unos meses, pero otros días las detestaba tanto que sentía ganas de llorar cuando se ponía los jeans.

No obstante, cuando entró al dormitorio, con el cabello húmedo y una de sus holgadas camisetas manchadas de pintura, encontró a Kourt, en una sudadera negra y joggers grises, sosteniendo su cesto de tela de la ropa sucia.

—¿Qué demonios es esto?

Lillian sintió que se le desplomaba el alma a los pies.

—Puedo explicarlo.

—¿Explicar que me has estado mintiendo? ¿Y engañando a tu doctora?

Con tal de que Urijah no la volviese a descubrir, había estado vomitando en su cuarto, en bolsas de plástico con cierre, que luego escondía en el cesto y sobre las cuales acumulaba la ropa sucia.

Así, Kourt jamás se enteraría.

Porque ahora que sabía que Kourt estaba enamorado de ella, le asustaba más que nunca subir de peso. Dejaría de ser bonita y él dejaría de quererla, y se enamoraría de otra mujer, una más hermosa y sin desórdenes con los que lidiar.

—Iba a decírtelo —se atrevió a murmurar, y él chasqueó la lengua.

—¿Cuando buscara mi ropa en tu cuarto? —masculló, enojado, y soltó el cesto sin ganas de seguir luchando—. Esto no es de un solo día, Lilly. Esto...

—Ha sido desde el fin de semana pasado —confesó la chica entonces.

—¿Pero por qué no me lo dijiste la primera vez?

—¡Porque tuve miedo!

Y, hastiado, Kourt rodó los ojos.

—¿Miedo de qué, joder? —protestó—. ¡Ya sé que esto va a pasar, ese no es el problema! ¡El problema es que prefieras esconderlo y mentir a confiar en que voy a esccuharte! ¿Tengo que internarte para que reacciones?

—¡Claro que no! —replicó ella, ahogando la voz—. ¡No lo hacía desde el año pasado! Pero me dijiste que te gustaba y...

—¿Me estás echando la culpa?

—¡No, Kourt! ¡Pero sigo subiendo de peso, y no paro, y odio que todo el mundo sepa que estoy comiendo por ansiedad!

—¡Pero lo necesitas, Lillian! ¿Qué importa lo que piensen los demás? Es por tu maldita salud, para estar sana y funcionar bien. Has aprendido a comer hasta estar llena, ¿o no eres capaz de reconocer que avanzas?

—¡Eso dices ahora, pero cuando engorde tanto que deje de gustarte...!

—¡No vas a dejar de gustarme!

Lillian se calló.

No solo había percibido la humedad en sus cuerdas vocales, sino que vio sus ojos celestes relampaguear, vidriosos, y lo que no esperaba que ocurriese sucedió: su labio inferior tembló, y sus cejas se contrajeron, y jadeó con fuerza.

—¡Eres mi esposa! —replicó, enojado, y ella notó sus pupilas bailar en el agua—. ¡Y odio que te maltrates así, joder! ¿Crees que no sé que los dos cambiaremos con el tiempo? Tu cuerpo cambiará, y el mío, y seguirás siendo preciosa para mí porque eres mucho más que eso. ¿O no sabes por cuántas cosas me gustas? Dios, te juro que si no lo sabes...

Se echó a llorar.

De pie frente a él, Lillian lo vio darse la vuelta, presionando las huesudas muñecas contra sus lacrimales, para sollozar con una violencia que la asustó. Porque Kourt nunca lloraba, ni mucho menos por ella. Y cuando sus hombros se sacudieron, y la chica lo oyó respirar con dificultad, se le rompió el corazón.

—Kourt...

—Te quiero, maldita sea —murmuró, a trozos—. Toda mi vida te voy a querer. Y cuánto cambies físicamente nunca va a afectar esa decisión.

Sintió la mano de Lillian posarse en su espalda, pero no se dio la vuelta, dado que lo siguiente que supo fue que la chica lo había abrazado.

De costado, los brazos de Lillian rodearon su abdomen, pegándose a sus costillas. Aunque le dolía la espalda, no se quejó, sino que intentó calmar su respiración antes de quedarse sin oxígeno en los pulmones.

—Lo siento.

Él negó con la cabeza. Y como no consiguió separar los labios sin balbucear, le devolvió el abrazo. A pesar de la debilidad en sus músculos, la apretó contra sí, y apoyó la mejilla en su cabeza para que Lillian no lo viese llorar. Estaba demasiado cansado como para enfrentarse a sus ojos castaños también.

—No tienes que sentirlo —jadeó, y besó su frente con torpeza—. Vamos a intentarlo de nuevo y...

—Me pondré bien, lo prometo.

La nuez de Kourt tiritó al tragar. Le ardía la garganta por culpa del nudo que la apretaba. Pero cerró los ojos, exhausto, y Lillian, al sostenerlo por los costados, se dio cuenta de lo frágil que era. Sentía sus costillas a través de la sudadera y el cansancio con el que la estrechaba, y entendía que no se lo merecía. Ninguno de los dos lo merecía.

—Sabes que no importa cuánto recaigas, ¿verdad?

Lillian, enterrada la mejilla en su pecho, asintió.

—Lo conseguiré un día, Kourt.

Él acarició su cabello castaño; sus dedos rozaban el cuello de Lillian, que respiró hondo. Ahí recuperaba la paz cada vez.

—Lo sé —le oyó murmurar—. Haremos lo que sea, tanto como haga falta, para ayudarte, ¿vale? Puede que no te gustes a ti misma ahora, pero... aguanta unos meses más. Lo más difícil pasará y un día... Un día, serás feliz de verdad.

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