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Lo primero que Lillian pensó cuando abrió los ojos a la mañana siguiente fue que todo había sido una desastrosa idea.

Por un momento, mientras contemplaba desde la orilla de su cama las prendas que colgaban en su armario, se planteó no ir. Pero a las siete de la mañana, después de intercambiar números el día anterior, había recibido un mensaje de Kourt Pruett con la ubicación y hora de la cita.

Ni quería ver a Kourt ni se sentía bien.

Había sufrido otro atracón a las dos de la madrugada.

Después de haber pasado todo el día sin comer más que un cuenco de lechuga con queso rallado, agarró la gran caja de cartón que guardaba bajo su escritorio, donde almacenaba toda la comida que Bethany y Jodi tiraban empaquetada aún, y se encerró en el baño a comer frente al espejo. Se acabó todas las barritas de chocolate y galleta, la fruta envasada y los paquetes de frutos secos con M&Ms.

Por eso, ahora no tenía hambre para desayunar: le ardía la garganta y sentía náuseas en la boca. Sin embargo, negarse solo conduciría a la denuncia que estaba tratando de evitar.

Un matrimonio, a los veintiún años de Lillian, era una locura.

Había sufrido pesadillas toda la noche imaginando una vida con él: desde violencia y encierros hasta noches incómodas y abuso. ¿Cómo confiaría en alguien de quien no tenía ni un mínimo referente?

Lo poco que sabía de él le resultaba intragable, también. Si estaba buscando resolver sus problemas de salud tan desesperadamente, a costa de la salud de los demás, entonces era el ser humano más cruel que Lillian hubiese conocido.

Se levantó de la cama después de cincuenta abdominales para rebajar tanto como pudiera la sensación de llenura de su estómago y se colocó los jeans militares de agujeros en las rodillas.

Agarró una de sus anchas camisetas grises para disimular la delgadez y, con su bolso hecho a mano cruzado sobre el pecho y las sucias deportivas de colores, salió de casa sin pasar por la cocina.

Kourt le había enviado la dirección de Lynette, una pâtisserie de la que Lillian nunca había oído. Se situaba en la zona cara del centro de Brooklyn y, como era de esperarse, ella no encajaba.

En cuanto se bajó del taxi, se arrepintió de no haberse peinado y de haber elegido aquella camiseta: vio las manijas doradas de las puertas y de los sanitarios, las preciosas mesas blancas y la decoración renacentista; en las paredes empapeladas, colgaban cuadros y espejos enmarcados, de adornos floreados y volutas con toques de oro. Incluso había nubes tenues y motivos de la naturaleza dibujados en el techo.

Lo que no le sorprendió tanto fue encontrar a Kourt ya sentado y enfundado en una oscura camisa rayada, aunque, en esta ocasión, sin chaqueta a la vista. Tal vez el calor del verano lo había obligado a dejársela en casa.

—He llegado dos minutos antes de la diez —le avisó con delicadeza en cuanto se detuvo ante él.

Kourt, que sorbió inocentemente de su capuccino, la observó bajo las cejas.

—No he dicho que llegues tarde.

—Pero pareces molesto.

—Me molesta tener hambre.

De modo que la chica, sin contestar, se acomodó frente a él, al otro lado de la pequeña mesa circular.

Sabía que el encaje en los agujeros de sus jeans no los hacían más elegantes ni apropiados para el lugar, pero tampoco se había molestado en preguntarle a Kourt cómo debía vestirse.

Se veía demasiado casual para lo que el lugar requería, rodeada de personas cuyos problemas giraban en torno al champán y al servicio de limpieza doméstica, pero fingió no importarle la opinión de él.

Su único consuelo era que el aire acondicionado dentro de la pastelería volvía un poco más soportable aquella incómoda cita.

—¿Quieres tomar algo?

Por fin, Kourt le entregó el precioso menú, diseñado a juego con las tonalidades rosadas y doradas del establecimiento, casi imitando el mármol, pero Lillian le echó un vistazo sin apenas interés.

—Café negro, por favor.

—¿Para desayunar?

—No tengo hambre.

Incrédulo, él arqueó las cejas.

—No te hagas la humilde —masculló—. Pago yo.

—Traje dinero —le aseguró ella.

—Es parte del trato.

Ya se había girado en su silla para llamar de nuevo a la mesera que probablemente lo habría atendido en cuanto llegó, pero Lillian se inclinó de nuevo sobre la mesa para impedírselo.

—He dicho que no quiero comer.

—Yo sí.

Se arrepintió de no haber pedido nada más que un café negro cuando vio aparecer el pudding con la cereza sobre el caramelo que Kourt encargó para sí.

—¿Te gusta el pudding? —soltó, atónita, y Kourt la contempló bajo las cejas rubias.

—Sí, ¿por qué?

Tal vez porque creía que ella era la única persona en el universo que amaba desayunar lo más dulce que hubiera en su cocina, sin importar si su glucosa subía hasta rozar el cielo.

Sin embargo, no tuvo tiempo de preguntarle si su metabolismo hacía milagros con lo que ingería o el gimnasio lo mantenía delgado, porque en ese momento Kourt sacó, de la carpeta amarilla junto a su café, tres folios que le entregó.

—Este es el contrato —sentenció, seco—. Dime qué quieres cambiar, quitar o añadir.

Lo anunciaba con tal seriedad que Lillian, al tomar las hojas, sintió que estaba a punto de ceder un poder en lugar de leer una lista de reglas para un matrimonio tan falso como sus sonrisas.

Desde el primer párrafo, Kourt había redactado el arreglo como si se tratara de un asunto tan legal e importante como cualquier procedimiento jurídico, anotando nombres y apellidos, y edades de ambos contrayentes, antes de desglosar una larguísima lista de reglas, deberes y derechos con los que contarían durante el año que durase el máster de Lillian.

1. Queda terminantemente prohibido revelar que este matrimonio está arreglado por conveniencia durante el contrato.

2. Queda terminantemente prohibido deshacer el contrato antes del año.

3. Queda terminantemente prohibido renovar el contrato al final del año.

4. Queda terminantemente prohibido esperar un comportamiento diferente al estipulado.

5. Queda terminantemente prohibido mantener una relación sentimental con alguien más durante el año del contrato.

6. Queda terminantemente prohibido cualquier contacto físico.

7. Queda terminantemente prohibido tener hijos por cualquier medio.

8. Queda terminantemente prohibido acceder a la habitación del otro una vez vivan juntos.

9. Queda terminantemente prohibido faltar al respeto o discutir delante de familiares y/o amigos.

10. Queda terminantemente prohibido mantener el contacto una vez finalizado el contrato."

—¿Lo único que sabes decir es "terminantemente prohibido"? —soltó Lillian antes de terminar de leer las primeras diez cláusulas del contrato.

Kourt resopló.

—Las mujeres suelen olvidar lo que tienen prohibido.

Lillian pasó la página.

—Igual que los hombres olvidan lo que prometen.

Para su sorpresa, él no contestó.

Esperó a que ella continuara con la lista de derechos y deberes, que incluía usar las áreas comunes de la casa por igual, mantener el orden y la limpieza, respetar a los encargados del servicio, completar los pagos de la universidad de Lillian y transfundir sangre cuando Kourt lo requiriera y en el hospital indicado.

También tenía la obligación de memorizar la historia de su relación y contarla siempre de la misma forma, sin agregar ni eliminar detalles para evitar confusiones.

—¿Voy a contar con mi propia tarjeta? —preguntó, estupefacta, al leer la vigésima cláusula.

Kourt se encogió de hombros.

—Eso te tranquilizaría, ¿no? —inquirió con un tinte de sarcasmo que retorció las entrañas de Lillian.

Sin embargo, no lo reflejó. Más bien, se armó de paciencia, respiró hondo y desplegó la última página del contrato. Párrafos larguísimos resumían más cláusulas en las que Kourt había pensado.

—Alguien ha sido traicionado por muchas mujeres en su vida —murmuró, y lo vio tensar la mandíbula, irritado.

—¿Vas a firmar o no?

—¿Por qué no has incluido nada sobre infidelidad o violencia? —lo interrumpió ella, casi hablando a su vez.

—Eso no va a pasar.

—No lo sabemos. Y de todos modos, debería existir una excepción a la cláusula dos.

Y a Kourt no le quedó más remedio que resignarse.

—Bien: si alguien es infiel o violento, rompemos el contrato.

—Anótalo para que te crea.

—Eres insoportable.

Lillian le devolvió las hojas, sin haber tocado el espacio en blanco donde se suponía que firmaría, y Kourt, mirándola bajo las cejas con desdén, sacó su Montblanc para, a mano, redactar una excepción junto a la cuarta regla. Después le preguntó si estaba de acuerdo en lo demás y, tan pronto como Lillian asintió, le regresó los papeles junto a la pluma.

—No lo estropees.

Inclinada sobre el papel, Lillian lo miró bajo las cejas. Si se detenía a sopesarlo, ella era la que más miedo tenía de los dos.

Pero no hizo réplicas para no irritarlo, pues ya notaba la fuerza con la que entrelazaba las manos sobre la mesa, sino que se limitó a firmar y le devolvió los papeles.

—¿Estás segura de que no quieres comer? —insistió él—. Todavía tenemos que hablar de la historia que contaremos.

Por un momento, Lillian quiso negarse.

No soportaría la vergüenza de comer pastel frente a él, mucho menos si la rodeaban personas de otra clase social. De hecho, nunca había sido tan consciente de las diferencias en la ciudad de Nueva York hasta entrar a esa pastelería.

Nerviosa, se mordió una uña.

Estaba lo suficientemente delgada como para comer pastel sin sentirse culpable, o al menos aquella era su impresión. Por tanto, debía de darle igual lo que él pudiera pensar, aunque hubiese sido más fácil si se tratase de un amigo. En ese caso, él no la juzgaría ni atacaría, y ella se sentiría segura. Pero tardó tanto en elaborar una respuesta que Kourt intuyó que no se animaría a decir lo que verdaderamente pensaba, así que desvió la vista hacia el refrigerador y le preguntó si quería una rebanada de tiramisú.

Lillian negó.

—¿Limón? Deja de morderte las uñas, pareces una niña.

Lillian, que no retiró el dedo de su boca, le dedicó una mirada cargada de resentimiento que Kourt ignoró.

—¿Fresa?

—Chocolate.

—¿Fresa y chocolate?

Por fin, Lillian asintió.

Pese a que no deseaba aceptar nada de él, en especial después de haber sido amenazada, supuso que tendría sus ventajas aprovechar el dinero de Kourt en ella.

En una de las cláusulas, había especificado que él pagaría cualquier evento o salida en pareja que llegaran a realizar, así que se dijo que convertiría su matrimonio en el contrato más caro que él jamás hubiese firmado.

—Esta es la historia que contaremos. Y esto es todo lo que necesitas saber de mí.

Una de las meseras acababa de servirle la rebanada de pastel de chocolate con fresas a Lillian cuando Kourt le entregó otro papel. Por lo que la chica alcanzó a ver, dentro de la carpeta no estaba únicamente el contrato, sino una serie de hojas con más información.

—¿Lo preparaste todo?

—Y quiero que prepares tus datos también.

—¿Se supone que nos conocimos hace un año y medio? —interrumpió ella, bajando la vista por la hoja.

Kourt encogió un hombro.

—Pensé en ocho meses, pero mis padres no se creerían que quiero casarme tan rápido.

Según el resumen que Kourt le había presentado, se habían conocido hacía un año y medio en esa misma pastelería: ella estaba estudiando cuando él la abordó, y después de varias interacciones a lo largo de un mes, intercambiaron números y pasaron ocho meses de amistad antes de empezar su noviazgo.

Estuvo a punto de soltar una risita de incredulidad por lo típico de la historia, pero solo sonrió. Y Kourt lo notó.

—¿Qué pasa?

Por fin, Lillian hundió sus pupilas en las de Kourt.

—¿No podríamos habernos confundido de café o algo así? —sugirió—. ¿O no podría haber ocurrido en la cafetería de mi campus? Trabajo allí.

—¿Y qué haría yo en tu universidad?

—¿Dar una conferencia?

—Mis padres saben que no doy conferencias.

—¿Todo tiene que girar en torno a tus padres?

—Por mucho que quiera mantenerlos fuera de esto —protestó él—, es a quienes debo convencer primero.

Lillian volteó el papel, pero solo estaba escrito por una sola cara.

—¿Dónde está la parte en la que me pides matrimonio?

—Lo acordamos hablando.

Lillian frunció el ceño.

—¿Tan poco creativo eres?

—Mi padre lo sabría si le hubiera pedido matrimonio a alguien.

—Entonces, ¿qué te parece si le dices a tu padre que tienes novia un día de estos?

—No voy a pedirte matrimonio, Lillian.

—Ya lo hiciste: en tu maldito bufete de abogados.

Echándose contra el respaldo de su silla, Kourt bufó.

—¿Cuál es tu problema? —espetó, molesto—. Quiero que salga bien, ¿por qué no puedes aportar nada útil?

—¿Por qué nadie en tu familia puede apoyarte?

Kourt, que entrelazó las manos sobre la mesa, señaló con la barbilla la hoja de detalles que Lillian sostenía en su mano.

—Lo pone ahí —murmuró—: porque su religión se lo impide.

Lillian, que torció el gesto, revisó la lista de datos sobre Kourt Pruett y, tal como le había indicado, descubrió que pertenecía a los testigos de Jehová. Clavó sus ojos castaños en los azules de él.

—¿Tú también?

—Me consideran inactivo —se apresuró a responder.

—¿Puedo preguntar qué problema tienes?

Notó entonces las mejillas de Kourt hundirse. Él bajó la vista, como si tuviera miedo de mirarla a la cara, pero su voz, tan dura como de costumbre, borraba todo rastro de posible vulnerabilidad.

—Insuficiencia cardiaca.

Lillian no contestó. Veía en sus duros ojos pálidos que detestaba tocar el tema: si lo había explicado, se debía a que le urgía que ella firmase los papeles.

Le dio una última leída a los datos sobre Kourt, desde su fecha y lugar de nacimiento hasta los nombres de su padre, hermana y mejores amigos, pasando por el colegio y secundaria en los que había estudiado, dónde había trabajado y las cosas que más le molestaban.

—Lo memorizaré —le prometió.

—Memoriza también nuestra historia.

Lillian torció la cabeza hacia un lado.

—¿Esa insípida y aburrida historia?

—Te guste o no, esa es —declaró Kourt, tan firme que ella se vio obligada a bajar la vista de nuevo al papel que sostenía entre sus manos—. Es simple, para que no te confundas.

—Tan simple que ya me la aprendí —replicó.

—La próxima vez que nos veamos, quiero tus datos —le recordó él, que se recostó de nuevo contra el asiento, con su vaso de café en la mano derecha.

—¿Cuándo es la próxima vez?

—Cuando conozcas a mis padres. Tenemos que organizar la boda.

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