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Aunque Lillian había visualizado su boda un par de veces a lo largo de su vida, nunca, en ninguna de sus tardes soñando despierta mientras veía películas de amor, habría aceptado que alguien la planease por ella. Por eso, incluso en un falso escenario, todos sus músculos se tensaron cuando escuchó a su futura suegra resolver en cuestión de segundos cada aspecto del día de la boda.

—No quiero que gasten en mí —se apresuró a intervenir—. Podemos hacer algo sencillo...

—Por favor, sé cómo planear la boda de mi hijo —la cortó casi al momento, pero el dulce tono de voz no consiguió suavizar el impacto de las palabras en el corazón de Lillian—. Por cierto, la madre de Amy trabajó en un salón de belleza.

Continuó hablando, pero Lillian dejó de escucharla.

De repente, se sentía como un fantasma en la habitación, capaz de escuchar personalmente todo lo que se decía de ella pero incapaz de intervenir. Ordenarían las flores, encargarían el banquete, decidirían el código de vestimenta e invitarían a quiénes ellos quisieran. En ningún momento, a lo largo de la conversación, preguntaron su opinión.

—La semana que viene buscaremos el vestido.

Otra vez, aunque más despacio que antes, Lillian desvió la mirada hacia Kourt. Tenía la vaga esperanza de que dijera algo, como que él la llevaría o que ella podía ir por su cuenta, pero no ocurrió. De hecho, ni siquiera reaccionó. Y la muchacha tragó para suavizar el nudo en su garganta.

—Así encontraremos también el vestido de Amy.

Lillian hizo el esfuerzo de sostenerle la mirada, pero no consiguió sonreír.

No entendía la necesidad de Amelie de mirar fijamente a Kourt, como si se comunicasen telepáticamente: o bien estaba celosa porque era su mejor amiga, o bien quería desatar celos en ella. Pero los únicos celos que Lillian sentía se debían a las delgadísimas piernas de Amelie y su estómago plano.

—Podemos ir de compras juntas —soltó Amelie, tan condescendiente que Lillian quiso llorar de rabia.

Jamás saldría con ella. Lo único que se atrevería a jurar que compartían era un desorden alimenticio, pero no tendría la desfachatez de dejarse llevar por sus propios prejuicios.

Pese a que sabía que había gente naturalmente delgada, la flaqueza de Amelie, su tono de piel y la forma en la que se expresaba de la comida, como queriendo aparentar que comía más de lo que parecía, indicaban que ocultaba algo entre cada palabra que pronunciaba.

—Apartamos una habitación —prosiguió la madre del chico, ganándose de nuevo la atención de Lillian— porque en el Salón no nos dieron permiso. Ah, también está pendiente la remodelación del ático y...

—¿Un ático? —inquirió Lillian suavemente.

—Es donde os vais a quedar, ¿no?

A la muchacha se le cortó el aliento.

La idea de verse atrapada en una familia religiosa, siguiendo sus normas y cumpliendo sus expectativas, empezaba a aterrorizarla. No quería estar allí.

Se mordió las uñas, incómoda, y cuando Kourt le asestó un leve codazo, ella ni siquiera se molestó en voltear en su dirección.

¿Vivirían con su familia? ¿Un año entero?

De nuevo, era incapaz de defenderse, de hablar por sí misma. Siempre sería la chica frágil que complacía a los demás con tal de no entrar en conflicto. Y al paso al que se avanzaba, probablemente nunca lograría actuar diferente.

—No es necesario, de verdad —trató de intervenir suavemente, pero su suegra negó casi al instante.

—Claro que lo es.

El corazón de Lillian latía tan rápido que ya no lo sentía. Entonces, ¿su matrimonio se convertiría en una especie de secuestro?

Miró a Kourt, que evitó el contacto visual con ella, y supo que no la defendería. Nunca tendría su respaldo. ¿Y por qué debería? En realidad, no era su prometida de verdad. Y si le preguntaba, él le recordaría que solo durarían un año casados.

—Y Kourt se merece toda la felicidad del mundo, así que será la boda perfecta.

Oía la voz de la madre de Kourt como un ruido de fondo.

De pronto, la fuerza había abandonado cada músculo de su cuerpo: se le nubló la vista, el oxígeno comenzó a faltarle. Sin embargo, a pesar del dolor en el pecho por culpa de los violentos latidos, mantuvo la boca cerrada.

En cuestión de días, había perdido toda la autonomía que un día creyó que tenía.

Volvió la vista a su plato.

Desde los doce años, lo único que podía controlar seguía siendo lo mismo: lo que ingería.

—Tal vez hagamos una reunión familiar —continuó su suegra— para planear la luna de miel. ¿Dónde habías dicho que querías ir, Kourt?

—Kourt adora Escocia —intervino entonces Amelie.

Lillian tuvo que aferrarse a la mesa para evitar un mareo. No hacía falta que Kourt le explicara que Amelie era casi de la familia para que ella lo dedujera: probablemente estaría allí en todas las reuniones familiares, incluso en el grupo de mensajes, porque era la mejor amiga de Kourt y una especie de hermana para Savannah.

Nunca llegarían a ser amigas.

Tampoco necesitaba una amiga, se dijo. Jamás las había tenido, de cualquier modo.

—¿Escocia no es donde tú quieres ir? —rebatió Kourt, sin mirar a Amelie, y Lillian apoyó la barbilla en su mano para cubrirse los labios sonrojados.

—¡Deberíamos ir juntos! —exclamó entonces Amelie—. Los dos hemos querido ir desde siempre.

Y Lillian se apartó de la mesa.

Sin aire en los pulmones, musitó que iría al baño.

La ansiedad le había desatado el ritmo cardiaco, al punto de que ya le faltaba el oxígeno. Le dolía el cuello de aguantar las ganas de llorar; necesitaba encerrarse en el baño, desahogar las lágrimas y llamar a Tobias.

Pero, en vez de explicarle cómo llegar, Kourt respondió que la acompañaría.

La chica cerró los ojos.

Probablemente le echaría en cara su pésima cooperación, las mil veces que había contrariado a su madre y lo poco que había comido. Pero estaba tan cansada que ya no le importaba.

El chico la ayudó a levantarse, sujetándola del brazo, y Lillian le arrojó una mirada de incredulidad que esperó que nadie hubiese notado. Acababan de bajar el pasillo, doblando la esquina hacia el precioso baño de mármol, cuando lo oyó preguntarle si le pasaba algo.

—Quiero irme a casa —confesó al fin Lillian.

Kourt no contestó al momento, por lo que ella esperó, aferrada al marco de la puerta. Le temblaban las manos; su pecho vibraba. Y lo peor era que le faltaba coraje para enfrentar los pálidos ojos celestes de él, transparentes como el cielo de Nueva York.

—¿Por qué?

Hastiada, ella sopló.

—Porque odio estar aquí. Odio que me hagas estar aquí.

Y con cada segundo que pasaba, lo odiaba más a él, pero no fue capaz de decírselo.

—¿Cómo demonios quieres que mi familia crea en esto si no te los presento?

—Podrías haberme avisado de lo que me esperaba, por lo menos. No sé nada de ti ni de ellos, ¿no lo entiendes?

Kourt rodó los ojos.

—Estoy cumpliendo mi parte, así que cumple la tuya. Deberías agradecer que te hayan recibido.

—Tu madre quiere comprarme ropa de maternidad ya —replicó Lillian entre dientes—. ¿Le has dicho acaso que no quieres hijos?

—No vamos a tenerlos —farfulló él, también de mala gana—. No necesitamos avisarles.

—¿Tampoco le avisaste a tu hermana de quién era yo? Porque me odia.

—Necesita tiempo, joder. Tiene ansiedad social.

—Y diabetes, seguramente.

—No te atrevas, Lillian —advirtió entonces Kourt, fruncido el ceño—. Di lo que quieras de mí, pero no de mi familia.

—Tu familia quiere privarme de la libertad —reiteró, enojada—. ¿Pretendes meterme en una casa, con un montón de desconocidos, para que todos me digan lo que debo o no hacer? ¿Soy tu rehén o tu futura esposa?

—Entonces dime qué quieres —exigió Kourt, más molesto que ella.

No quiero que nadie me maquille, ni que me vistan, ni un viaje ni tener a tu maldita familia en la luna de miel —masculló al fin ella—, ni mucho menos vivir con ellos.

—¿Podemos hablar de esto en otra parte?

—¿De verdad vamos a hablar? —repuso Lillian, y al clavar los ojos en los de Kourt, sus pupilas relampaguearon, desafiantes—. Lo único que haces es dar órdenes y esperar que me calle.

—Y lo único que haces es quejarte, como si no hubieras accedido a esto.

—Es que no parece molestarte nada de lo que tu familia quiere hacer.

—Porque no eres mi esposa de verdad.

Lillian jadeó. Se le habían inundado los ojos de lágrimas.

—¿Y por qué no especificaste que esta sería la dinámica?

Entonces la paciencia de Kourt rozó su límite. Dejó escapar un bufido y se apartó de Lillian.

—Recoge tus cosas. Nos vamos.

Se despidieron de la familia más rápido de lo que Lillian había esperado. Con la excusa de que la muchacha no soportaba los cólicos del periodo, Kourt recogió el bolso de ganchillo de Lillian y la guió hasta la salida con una mano posada en su espalda.

A la chica incluso le pareció verlo sonreír un poco cuando le abrió la puerta hacia el oscuro portal, como si de verdad fingiese quererla.

No obstante, dejó caer la escueta máscara de simpatía en cuanto se encerraron en el ascensor.

Apoyado contra el espejo, Kourt evitaba mirarla, y Lillian empezaba a sentirse culpable por no haber aguantado más alrededor de su familia. Lo que él nunca le diría era que, en el fondo de su retorcido ser, por muy sociable que fuese, tampoco se sentía cómodo.

Hacía viento esa noche.

Cansada, Lillian se dejó caer con suavidad en el asiento de copiloto. En cuanto las puertas los aislaron del ruido exterior, el chico encendió el coche y enchufó su móvil al cargador: al instante, se reanudó la reproducción de algún podcast que él había estado escuchando, pero bajó el volumen tan rápido que Lillian no alcanzó a entender ninguna de las palabras.

Tan solo pudo ver de reojo que tenía más de treinta y seis notificaciones de varios chats abiertos. Por desgracia, la pantalla se apagó y tampoco logró leer ninguno de los mensajes.

En silencio, Kourt manejó hasta abandonar el barrio donde vivían sus padres. Se adentró al fin en la carretera, bajo los haces naranjas de los postes, y las luces delanteras se prendieron automáticamente.

Entonces Lillian, que apretaba los puños cerrados sobre la falda de su vestido, rompió la quietud dentro del coche, a pesar de que las tenues voces del podcast continuaban resonando al fondo, como un murmullo.

—¿Por qué no te casas con Amy?

Kourt estuvo a punto de mirarla, pero apretó con fuerza el volante para controlar el impulso.

—Porque es mi amiga.

—Y le gustas.

No se esperaba que hundiese en ella sus pupilas como si acabase de decir una locura. Pero aunque al principio había fruncido el ceño, de repente él dejó escapar una breve risa irónica.

—¿De dónde sacas eso?

—¿No es obvio?

—Hemos sido amigos toda la vida, Lillian. La considero de la familia.

—Apuesto lo que sea a que ella piensa diferente.

Y él volvió a sacudir la cabeza levemente. No le creía, y a pesar de que Lillian se dio cuenta, no lucharía por convencerlo.

Cruzada de brazos, guardó silencio un largo rato; prestaba más atención a las farolas de la calle, porque nunca había conducido por esa zona de Brooklyn, hasta que salieron a la avenida principal. La llevaría a su bloque de apartamentos, a veinte minutos, si no se quedaban atascados entre los taxis amarillos.

—Si te casaras con ella —prosiguió—, no lastimarías a tu madre.

No era de su incumbencia lo que él hiciera o no. De hecho, no le importaba en lo absoluto si Kourt destrozaba a su familia.

Sin embargo, había notado la sonrisa de felicidad de su madre, su interés por involucrarse en la boda y la ilusión de verlo casarse, y Lillian apenas la conocía, pero había visto lo suficiente como para saber que, si la señora Pruett descubriera que todo estaba fundamentado en una mentira para conveniencia de ambos, su corazón se partiría.

Kourt, en cambio, apretó los dientes.

—No la estoy lastimando.

—Yo creo que sí —repuso Lillian en voz baja—. No me conoce de nada y me ha tratado como si fuera su hija. ¿Que te cases con alguien que no amas y luego te divorcies no la lastimaría?

—Es mi vida, Lillian, no la suya. Tendrá que asumirlo.

—Nunca sería capaz de hacerle algo así a mi madre.

Lo escuchó liberar un bufido.

—Pero sí eres capaz de no hablarle a tu padre en cuatro años —reclamó—. Eres peor que yo.

Lillian chistó.

—Él se lo ha buscado. Si mis padres siguieran juntos, la historia sería diferente.

—¿Se han separado?

—Mi madre murió, Kourt.

Clavó la mirada en él, a la espera de una reacción, pero Kourt no se inmutó, sino que mantuvo la vista fija en la oscura carretea, iluminada por las luces del coche, y la mandíbula tensa. No le importaba.

Y Lillian, cayendo en cuenta, rodó los ojos hacia la ventanilla. Si aquel era su futuro esposo, no habría podido escoger a alguien más insensible. No tendría ni la mínima intención de, por lo menos, darle un pésame falso y forzado. Quizás ella seguía esperando demasiado de él.

O eso creía, hasta que, al cabo de tres minutos de silencio sepulcral, Kourt dobló la larguísima calle en una esquina y, por fin, despegó los labios resecos:

—No voy a lastimar a mi madre, Lillian —le aseguró, empleando, para sorpresa de la chica, un tono más relajado de voz—. Hace todo lo que hace para que regrese.

—Ya vives con ellos.

—Para que regrese a creer —explicó—. Le importa más que no me pierda, como ella dice, que ayudar a mi corazón a seguir latiendo. Y usará a cualquiera, a Amy, o incluso a ti, para convencerme.

—Quiere lo mejor para ti.

—Si así fuera, no me negaría curarme.

Y Lillian no supo qué contestar.

Guardó silencio otro largo espacio de tiempo; se revisó las uñas mordisqueadas, incómoda, y cuando pensaba en qué otro tema de conversación sacar, o cómo finalizar aquel, lo oyó suspirar.

—Y mi padre no me ignoraría —añadió.

Por fin, Lillian se giró hacia él.

También lo había notado, aunque llegó a creer que el señor Pruett era tan introvertido que apenas hablaba. Solo se dirigía a su esposa y a su hija, y no había mirado a Kourt ni un mísero segundo. Ahora que caía en cuenta, tampoco Savannah interactuaba con su hermano, pero por la expresión ácida del chico, ya que él jamás lo admitiría, supo que quien realmente le hacía sentir rechazado era su padre.

—¿Es a propósito? —quiso saber.

El chico entornó los párpados.

—Desde hace cinco años.

—¿No trabajas con él?

—Él trabaja desde casa —dijo—. No necesita comunicarse conmigo para nada.

—¿Seguirá así lo que le queda de vida?

Kourt se encogió de hombros.

—Supongo —dijo—. No piensa mirarme hasta que regrese, pero yo no pienso regresar. —Otra vez se pausó para tragar—. En realidad, me imaginaba que pasaría. Y está bien así. Tiene sus motivos.

—¿Y cómo lo soportas?

Silencio. Lo contempló un buen rato, tal vez un par de minutos, mientras él seguía apretando los dientes. Después de asegurarse de que nadie se desviaría de carril, puso los intermitentes y volvió su atención a la oscura carretera.

—Porque si es lo que tengo que hacer con tal de verle, lo haré —repitió, e hizo una pausa para tragar saliva—. Supongo que, aunque no hables con tu padre, aún le quieres.

—Supones bien.

—Entonces entiendes a qué me refiero. Suena estúpido, pero a veces... seríamos capaces de dar la vida por personas que nunca nos amarán de vuelta.

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