XXVII. Cuando las aguas vuelvan a su cauce

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La piel me ardía ante el fuego abrasador que me envolvía y cuyas llamas se desperdigaban por todo el lugar a una velocidad inconmensurable; mis gritos de auxilio y sufrimiento quedaban atrancados en mi garganta luchando por salir al exterior y ser escuchados, y el ambiente había quedado inundado de un sustancioso humo negro que no servía más que para ahogar a mis pulmones y dificultarme la visión de lo que me rodeaba.

No sabía exactamente dónde me encontraba, pero estaba segura de que se trataba de algún lugar dentro de la mansión. Alcé mi mano viendo cómo quedaba calcinada por el fuego y me acerqué a una ventana que apareció de pronto frente a mí; cuando me asomé y los vi, quise que el fuego terminase su tarea cuanto antes, pues más doloroso era presenciar aquella escena que estar siendo consumida por las llamas.

Emily y el señor Duncan se encontraban dando un paseo por el patio trasero, agarrados por el brazo y charlando placenteramente; pero no fue aquello lo que atravesó mi corazón, sino la estampa familiar que se había formado cuando dos pequeños de cabello claro se acercaron por sus espaldas y les abrazaron con cariño: sus hijos.

Abrí mis ojos con la respiración agitada y el sudor recorriendo mi frente. No era real, tan solo había sido una pesadilla, aquello no era real. Me levanté de sopetón y me dirigí hacia el cuarto de baño, donde llené la bañera con los cubos de agua caliente que descansaban en el suelo, y me metí de lleno para limpiar toda la suciedad de mi cuerpo. Froté bien y con ímpetu en aquellas zonas que se habían visto más afectadas por el incendio, borrando cualquier rastro negruzco que percibía; acto seguido sumergí la cabeza para limpiar las impurezas de mi mente, aquellos pensamientos negativos que me hacían enloquecer un poco más cada vez que se aparecían en mis sueños.

Podía confirmar, ahora sí, que mi corazón pertenecía en su totalidad al señor Duncan; que era él el dueño de cada parte de mi ser, el responsable de mi felicidad y, por lo tanto, el culpable de haber olvidado ponerme a mí misma siempre en primer lugar. Porque por mucho que intentara negarlo, la mansión me había cambiado y había hecho de mí una persona que no quería ser: una persona llena de odio.

Odiaba a Emily, odiaba a Grace y odiaba a cualquier persona que intentase entrometerse en los asuntos de mi corazón. Desconocía el momento en que mi cabeza había pasado de buscar la bondad en las personas a buscar cualquier resquicio de maldad o intención oculta tras sus actos. Esas señoritas que tanto se habían empeñado en nublar mi juicio y rebajarme a su nivel, lo habían conseguido; porque mis más profundos deseos las dejaban a ellas bien lejos de la mansión y, sobre todo, de mí y de Matthew.

Salí de la bañera y caminé desnuda dejando un reguero de agua a mi paso hasta llegar a la ventana de mi habitación. Los primeros rayos de sol de la mañana hacían su aparición tras las nubes y se dejaban ver por el horizonte, por encima de las copas de los árboles. La nieve se derretía dejando a la vista un hermoso paisaje y algunos mozos se encontraban ya con sus palas desenterrando el camino oculto bajo aquel espeso manto blanco; me escondí tras las cortinas ocultando mi cuerpo desnudo cuando uno de ellos alzó su mirada hacia mí.

Esperé unos segundos antes de salir de mi escondite y me sobresalté cuando llamaron a la puerta. Solo a mí se me ocurría pasearme en paños menores por mi habitación aun a sabiendas de que cualquiera podría entrar de un momento a otro.

—¡Un momento, por favor! —pedí a quien quiera que estuviese al otro lado.

Corrí hacia el armario y me vestí de manera atropellada, estando casi a punto de caer al suelo en dos ocasiones por mi torpeza al quedárseme el pie atrapado en la tela. Me hice un recogido rápido frente al espejo y me dispuse a abrir la puerta.

—Buenos días, señorita Ella —me saludó un apenado Abraham.

—¡Abraham! ¡Santo cielo! ¡Qué alegría verte! Pasa, pasa —le apresuré tirando de la manga de su camisa repleta de heno y suciedad de los establos.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó una vez dentro.

—¿Que cómo me encuentro yo? ¿Cómo estás tú? ¿Cómo está Sophie? ¿Qué sucedió? Tenéis tanto que contarme... Oh, Dios mío, mírate, sigues aquí —me emocioné, abrazándole y dejándole patidifuso ante aquel gesto.

Lo cierto era que me alegraba en demasía que no se hubieran ido, jamás habría podido perdonarme a mí misma el hecho de no haberme podido despedir de ellos. Tanto él como Sophie eran como de mi familia y los protegería por siempre.

—Yo también me alegro de no haber partido aún, señorita. —Me dedicó una pequeña sonrisa—. No es ese el caso de Sophie... Si la viera ahora, no la reconocería...

—¿Qué pasa, Abraham? ¿Qué es lo que sucede con Sophie? El señor Duncan me comentó que había pasado estos últimos días sumida en la tristeza.

—Es cierto, señorita, Sophie es ahora una persona rota y sin esperanzas. Ni siquiera es capaz de cruzar más de dos palabras conmigo y créame, señorita, eso es mucho decir. Al resto de la casa no les dirige la palabra, podrían pensar que ha enmudecido.

—O peor aún, que se siente culpable por ayudarme en el incendio... —solté, pensativa.

—¿Cómo dice? —preguntó el enamorado con extrañeza.

—Abraham, me están culpando a mí del incendio que la señorita Emily provocó para arrebatarme la vida y, no contentos con eso, aseguran que Sophie es mi cómplice; al haberle comido la lengua el gato no puede defenderse y, sinceramente, no sé si le quedarán ganas para luchar contra las malas lenguas ahora mismo —suspiré mirando por la ventana—. Debe de haber resultado un duro golpe para ella el no haber podido cumplir sus planes de libertad.

—No sé qué pasó en esa habitación, señorita, pero lo que sí puedo asegurar es que Sophie no tuvo nada que ver con aquello, pues ella estuvo en todo momento conmigo preparando nuestra huida.

—Exacto, Abraham, pero eso es algo que tan solo nosotros tres sabemos y que, por lo tanto, no nos sirve como defensa.

El muchacho chasqueó la lengua al percatarse de aquello. Se quitó su boina y rascó su ya larga melena antes de volver a colocársela.

—¿Puedo preguntar por qué la acusan a ella de ayudarla?

—Por sus llaves. La puerta de la habitación de la señorita Emily estaba cerrada a cal y canto la noche del incendio desde el exterior; eso quiere decir que alguien tuvo que cerrarla mientras la señorita Emily y yo nos encontrábamos dentro. Matthew, digo, el señor Duncan me dijo que tanto Mary como Frank tenían sus copias y que la única que no las tenía era Sophie.

—Vaya... —contestó y giré mi cabeza sin entender su reacción—. Creo que eso fue culpa mía.

—Tú dejaste las llaves por ahí tiradas, ¿cierto?

No contestó con palabras, pero sí asintió con su cabeza despejando todas mis dudas.

—Lo siento, señorita, íbamos a partir unas horas más tarde y decidí que esas llaves las necesitaría la persona que suplantase a mi Sophie. Jamás pensé que podrían caer en malas manos...

—No importa, Abraham, no es culpa tuya que el señor acoja bajo su techo a personas tan malintencionadas como Emily —le reconforté con mi mano sobre su hombro—, pero el mal ya está hecho y ahora debemos encontrar la manera de solucionar todo este caos antes de que nos cuelguen en la plaza del pueblo por traición.

—Traición era lo que Sophie y yo planeábamos hacer, señorita. No sé qué es mejor para Sophie en estos momentos, si que la crean cómplice de usted o que se enteren de nuestro fallido abandono.

—Ninguna de las dos opciones le deparan un buen futuro, Abraham, pero es en situaciones como esta cuando se debe ir con la verdad por delante. Creo que el señor Duncan lo entendería, es bastante razonable y sería peor que se enterase de nuestro pequeño secreto más adelante.

—No sé yo, señorita Ella...

—¿No confías en el señor, Abraham?

El chico se quedó en silencio buscando quién sabe qué por los recovecos de su cabeza. Le miré y alcé mi ceja a la espera de su respuesta.

—Oh, no malinterprete mi silencio, señorita. El señor Duncan es una buena persona y siempre ha tenido buenos tratos conmigo, pero no estoy del todo seguro de si reaccionará de la misma manera con Sophie. Ella no es como yo... Ya sabe —soltó sonrojándose.

Entendía a qué se refería. Nuevamente el color de piel salía a relucir y esta vez había sido aquel muchachito apartado de la sociedad quien lo había mencionado. Cada vez perdía más las esperanzas en la humanidad, porque aunque sabía que Abraham no le daba importancia a esas cosas, sí se le veía incómodo con aquella diferencia.

Y la verdad era que podía ser que llevase razón y que el señor Duncan no fuese tan permisivo con Sophie tan solo por ser negra. A pesar de, según afirmaba, estar enamorado de mí, también me había hecho esperar una respuesta simplemente por nuestra diferencia de condición. Ambos sabíamos perfectamente que no era eso lo que no le permitía dar el paso, sino lo que hablarían de él al verle con una persona como yo.

—No sé cómo arreglar todo esto, Abraham —confesé acercándome a la ventana y retirando las cortinas para ver mejor a los trabajadores que seguían retirando la nieve de los caminos.

—Confío en usted y en que hará lo que sea necesario para sacarlas a ambas de este embrollo.

Se notaba a leguas de distancia su preocupación por su amada y su deseo de limpiar su reputación.

—Está bien. —Asentí con mi cabeza sosteniendo su mirada—. Hablaré con el señor Duncan.

—Gracias, señorita Ella, es usted una persona maravillosa. Quiero que sepa que le estaré eternamente agradecido al cielo por haberme cruzado en su camino y, por favor, no piense en ningún momento que no me intereso por usted; tan solo creo que Sophie tiene menos posibilidades de salir ilesa en todo esto, al fin y al cabo ella no tiene locamente enamorado al señor de la casa —soltó dejándome boquiabierta.

—¡¿Pero cómo te atreves?! —grité intentando contener la risa.

—Disculpe mi insensatez —se rio—, debe de habérseme pegado de cierta amiga en común —dijo refiriéndose a Sophie.

—No, si todo se pega menos la hermosura. —Me reí con él.

—Gracias de nuevo, señorita.

—No hay de qué. Cuida de Sophie. —Le sonreí.

Abraham giró sobre sus talones y salió por la puerta, no sin antes dedicarme una última sonrisa antes de cerrar tras de él. Volví la vista de nuevo hacia el exterior y me entretuve con el movimiento de la pala contra la nieve de un muchacho mientras intentaba aclarar mis pensamientos.

Me quedé dándole vueltas a la conversación con Abraham y buscando las palabras adecuadas que decir al señor Duncan para explicarle lo que habíamos estado tramando a sus espaldas. No quería herirle con la verdad, al fin y al cabo Abraham y yo éramos personas importantes para él, pero necesitaba saberla para salvarnos de un destino aún peor.

Me aparté de la ventana antes de que empezasen a tacharme de mirona y me preparé mentalmente antes de salir en busca del señor Duncan. Suponía que se encontraría, como siempre, en su despacho, así que fue allí hacia donde puse rumbo. Cuando llegué, llamé con mis nudillos y entré sin esperar respuesta como ya era habitual en mí.

Me alegré al ver que había acertado con el paradero de Matthew a la primera, aunque tampoco era algo tan complicado, pues sabía de sobra de su obsesión con el trabajo.

—Buenos días, Isabella. Me sorprende verla por aquí, iba a pasar por su habitación en un rato. Aún es temprano, debería estar descansando —soltó atropellándose entre una frase y otra.

—Descuide, señor, me encuentro en perfecto estado esta mañana. Gracias de todas formas por su preocupación. —Le sonreí.

—Me alegra escucharlo, Isabella, no sabe cuánto. Por favor, tome asiento. —Señaló hacia el sillón en el que siempre solía sentarme en mis primeros días en la mansión.

—¿Ya no es de su incomodidad que me siente ahí? —pregunté asegurándome antes de hacerlo. Sabía que era importante para él, pues era el sillón donde solía sentarse su padre.

—En absoluto, Isabella. Por favor. —Me indicó con la mano nuevamente que tomara asiento.

Obedecí y me senté acomodando mi vestido. El señor Duncan se veía resplandeciente, con una sonrisa cautivadora y una mirada penetrante. Adoraba verlo sonreír y me dolía pensar que estaba a punto de borrar aquella sonrisa de su cara con lo que tenía que decirle.

—¿Mucho trabajo? —pregunté rompiendo el hielo mientras tintineaba los dedos sobre mis muslos.

—Nada fuera de lo normal.

—Genial —contesté sin saber cómo dar pie al tema de Sophie.

Recorrí con la mirada el despacho que ya me conocía de memoria y me levanté, incapaz de aguantar mis nervios en aquella posición de reposo.

—Viendo que se encuentra usted como una rosa, tengo una propuesta que hacerle.

Aquellas palabras llamaron mi atención, así que me acerqué pareciendo desinteresada hasta el globo terráqueo y comencé a darle vueltas con mis dedos, gesto que no había hecho en su día, pero que ahora no había podido evitar.

—Dígame de qué se trata —susurré, concentrada en mi tarea.

El silencio inundó el despacho, mi vista y toda mi atención estaban puestas en aquel globo terráqueo a pesar de estar a la espera de la propuesta que el dueño de mi corazón quería hacerme. Por una parte estaba deseosa de escuchar lo que tenía que decirme, pero por otra sabía que, dijera lo que dijera, lo retiraría en cuanto fuese mi turno para hablar. No podía dejar de pensar en las posibles reacciones a nuestra traición.

De pronto noté su mano sobre la mía deteniendo el movimiento de la esfera circular que contenía el mapa de la Tierra.

—Isabella, míreme cuando le hablo, por favor —demandó con actitud calmada.

Mis labios se entreabrieron dejando escapar todo el aire que había estado conteniendo y comencé a alzar mi mirada poco a poco.

—Discúlpeme, señor.

—Matthew —me corrigió, no entendía cómo no se cansaba de hacerlo.

—Matthew —repetí esbozando una ligera sonrisa.

—Bueno, ahora que tengo toda su atención, procedo a lanzar mi propuesta —comenzó diciendo, pero no dejé que terminara.

—No.

—¿No? —preguntó, confundido.

—Sí, o sea no. Quiero decir que antes de que diga nada hay algo que debo contarle.

El señor Duncan alzó sus cejas y retiró su mano de la mía para apoyar ambos brazos sobre el escritorio, adoptando una pose de escucha activa que me instaba a continuar.

—Verá, es respecto a lo del incendio. Quiero contarle mi versión.

—Ya lo hizo, ¿me equivoco?

—Sí, pero oculté un pequeño dato que no me incumbía a mí contar.

—¿Y por qué lo cuenta ahora, entonces? —inquirió, serio.

—Porque creo que es lo correcto.

—Bien, le escucho.

Me quedé mirándolo unos segundos antes de tomar asiento nuevamente y comenzar a hablar. Comencé tranquilizándole y haciéndole saber que con lo que estaba a punto de contarle no pretendíamos causarle ningún daño y que esa decisión que habían tomado ciertos jóvenes no era ni mucho menos por culpa suya.

Le conté lo infeliz que Sophie se sentía siendo esclava y más aún viendo que yo no lo era y que en mi tierra éramos ya libres desde hacía años. Le hablé sobre los planes que los dos muchachos tenían de partir hacia el norte junto con más personas como ellos y, por último, le hablé sobre mi participación y mi apoyo en todo aquello.

Una vez terminé de relatar los hechos, me quedé en silencio y busqué sus ojos con mi mirada. No sabría decir qué reflejaban en ese momento, si preocupación o decepción, pero lo que sí sabía era que le había sentado como una jarra de agua fría enterarse de que habíamos estado a punto de traicionarle.

—Matthew... —lo llamé intentando sacarle de su consternación—. Lo siento, lo sentimos mucho los tres por lo que estuvimos a punto de hacer. Créame cuando le digo que no es usted culpable de nada y que eran los más profundos deseos de la joven Sophie. Espero que pueda comprenderla y que pueda también comprendernos a Abraham y a mí que tan solo buscábamos ayudar a un ser querido a buscar su felicidad y plenitud.

El señor Duncan parpadeó al fin volviendo en sí; se levantó de su silla para acercarse a la ventana y darme la espalda.

—Entonces dice que la noche del incendio, Sophie y Abraham tenían pensado huir de la mansión y que Abraham fue quien dejó las llaves de Sophie en algún lugar de la casa cayendo así en malas manos, ¿no?

—A-así es —tartamudeé al escuchar la tranquilidad con la que había hablado.

—¿Se da cuenta, Isabella, que esta versión de la historia tampoco arroja prueba alguna a lo ocurrido más que un par de palabras de unos muchachos?

—¿Unos muchachos? Esos muchachos a los que se refiere son Sophie, una joven que lleva años trabajando y cocinando para su familia, y Abraham, un joven al que usted recogió de la calle y crió como a un hijo. ¿Me está queriendo decir que va a confiar en las palabras de Emily antes que en las de cualquiera de nosotros tres? —Mi enfado empezaba a hacerse notorio. No podía creer que, a pesar de todo, Emily fuese a salirse con la suya.

Matthew se dio la vuelta para mirarme. Sus ojos esta vez estaban más oscuros, notándose así la rabia que emergía desde su interior.

—¿Y usted me está pidiendo que confíe en cualquiera de ustedes tres cuando acaba de confesarme la traición que estuvieron a punto de cometer?

Touché.

—Bueno, la verdad es que viéndolo de esa manera no tiene mucho sentido. Pero, señor, si le he contado todo eso es precisamente porque busco que confíe en nuestra palabra, porque busco justicia con la verdad.

—¿La verdad, Isabella? La verdad es que acaba usted de decepcionarme como nunca antes lo había hecho nadie.

—No sea tan injusto, señor Duncan. Comprendo y entiendo que quiera usted retirar su confianza en mi persona de ahora en adelante y no sabe cuánto me duele, pero no intente herirme con malas palabras o malas intenciones, no recurra al rencor y la venganza porque yo en ningún momento quise hacerle daño.

—¿De verdad? ¿Eso fue lo que pensó cuando decidió ayudar a esos estúpidos muchachos a huir de mi casa? ¿Que no quería hacerme daño? ¿Entonces, por qué lo hizo, Isabella? —Matthew estaba comenzando a levantar la voz y a mí no me estaba gustando verlo con aquella actitud.

—Eso no...

—¿Sabe qué es lo que más me duele? Que si sus planes hubieran salido bien, usted habría dejado que me carcomiese la culpa por la desaparición de dos jóvenes que estaban bajo mi custodia —me interrumpió.

—Eso no es cierto, Matthew. Jamás habría permitido que usted sufriera. Se lo habría terminado confesando.

Me sentía mal por aquello, ahora era yo quien se encontraba entre la espada y la pared. Por una parte estaba Sophie, aquella joven que había sido mi plena compañía y confidente durante toda mi estancia, y por la otra, Matthew, aquel hombre al que había robado el corazón y quien había robado también el mío.

—Lo siento —soltó frotando su frente y dejándome perpleja—. Siento haberle hablado mal, Isabella, pero espero que entienda que esto no ha sido algo fácil de asimilar. Me duele que la mujer a la que amo haya querido ayudar al que considero como mi hijo a separarse de mi lado.

Me levanté del sillón y me acerqué hasta su posición, quedando frente a él. Tomé sus manos entre las mías y hablé:

—Soy yo quien debe disculparse, Matthew. Siento mucho el daño que sin querer le he causado y espero que algún día pueda perdonármelo, así como a esos muchachitos que tanto le admiran.

—¿Sabe algo? Nunca quise que esta gente se sintiese como esclavos, siempre he intentado integrarlos como una parte más de mi familia en la medida de lo posible. Para mí Mary es como una segunda madre y Sophie, como una desobediente y rebelde hija mía. Creo que les debo una disculpa si alguna vez he actuado o dicho algo que les haya podido molestar y prometo que pensaré en cómo solucionar todo esto.

—Me alegra escuchar y ser cómplice de la bondad de su corazón.

Ambos nos sonreímos con ternura y rompimos el contacto de nuestras manos. Me agradaba saber que Matthew conocía el color gris de las cosas y que no todo era blanco o negro. Había podido presenciar su rabia durante unos segundos, pero él, solo, había sabido recapacitar. Lo más importante era que sabía pedir perdón, habilidad que muchas personas desconocían; la terquedad predominaba en la mayoría de la clase alta.

—En cuanto a lo del incendio —dijo mirando nuevamente por la ventana—, quería confesarle que en ningún momento dudé de usted, Isabella.

—No es lo que parecía ayer cuando me dio a entender que estaba teniendo en cuenta la versión de la señorita Emily.

—Es mi papel como señor de la casa.

—No entiendo a qué se refiere.

—No puedo simplemente darle la razón a usted como si nada, todos saben que mi corazón le pertenece, Isabella. Dudarían de la veracidad de mis palabras y de la decisión adoptada si la hubiese defendido a usted desde un principio. Además, esta casa tiene oídos en todas partes y mi señora madre se encontraba del otro lado de la puerta escuchando la conversación mantenida. Discúlpeme por el ataque de nervios que le causé.

—No se preocupe, lo entiendo. Pero ¿su madre sí cree la versión de Emily?

—Mi madre es una mujer muy sabia e inteligente, por si no se ha dado cuenta, y cree saber lo que me conviene.

—Y yo no soy lo que le conviene, ¿verdad? —Matthew se mantuvo en silencio.

—De todas formas, el odio que mi madre siente por Emily es superior a su deseo de verme casado con una mujer de buena posición.

—¿A mí también me odia, señor?

—No lo creo —negó con la cabeza—, es más, creo que siente admiración por usted, pero, desafortunadamente, no es usted lo que ella desea para mí.

—Lo entiendo. —Bajé mi cabeza con tristeza.

Matthew se acercó más a mí y me tomó del mentón para devolverle la mirada.

—No se ponga triste, Isabella, porque juntos le haremos cambiar de opinión. Mi madre tan solo desea verme feliz y cree que con alguien como usted no podría serlo, pero se equivoca, es usted la dueña de mi felicidad.

—¿Me está queriendo decir que ya ha despejado todas sus dudas con respecto a nuestra relación? —pregunté aguantando el intenso color de sus ojos marrones sobre los míos.

—Le estoy queriendo decir, si es que por fin me deja proseguir con mi propuesta, que me gustaría pasar la noche de fin de año con usted.

—¡Madre mía! —exclamé apartándome, sorprendida—. Con tantos problemas había olvidado en qué día estamos. ¡Hoy es el último día del año, señor Duncan!

—Sí, Isabella, así es. —Se rio.

—He olvidado contestar la carta de mi buena amiga Gillian. Recibí hará unos días su contestación y no he tenido tiempo de sentarme a escribir.

—No se preocupe, mañana podrá hacerlo con tranquilidad cuando las aguas vuelvan a su cauce.

—Sí, así será. ¡Qué desastre soy!

—No diga eso, Isabella, que se considere a usted misma como un desastre me deja a mí en peor lugar aún.

Le sonreí porque siempre solía tener buenas palabras para mí y bonitos cumplidos que ofrecerme.

—¿Cenará entonces conmigo, Isabella?

—Por supuesto que sí, Matthew.

En ese preciso momento, en medio de un cruce de miradas cargadas de amor, llamaron a la puerta y Mary apareció en el despacho.

—¡Vaya, señorita Isabella! La andaba buscando, sospechaba que andaría por estos lares.

El señor Duncan y yo nos reímos porque en el fondo tenía razón, no había persona en la mansión que no supiese del amor que nos profesábamos.

—De hecho, ya había terminado por aquí, ¿qué se le ofrece, Mary?

—Mi sobrina desea charlar con usted, pero no se preocupe, puedo decirle que en estos momentos se encuentra ocupada.

—Oh, no, no. Descuide, enseguida me reúno con ella. Gracias, Mary —contesté.

—Mary —la llamó Matthew—, haga el favor de reunir a todos en el comedor.

En un principio me extrañé de la petición, pero después supe que seguramente fuera a aclarar el asunto del incendio.

—Enseguida, señor —respondió ella retirándose.

—¿Puedo hacerle una última pregunta? —dije antes de retirarme yo también.

—Claro, dígame.

—¿Cómo apagaron el incendio?

La verdad era que no le había dado muchas vueltas a ese asunto, aunque agradecía al cielo que hubiesen podido controlarlo antes de que arrasara con toda la mansión.

—Con agua, ¿cómo si no? —Se encogió de hombros sonriendo.

Asentí sin pedir más explicaciones y me despedí saliendo por la puerta.

—Espero que sea puntual para la cena. —Le oí decir antes de cerrar tras de mí, y sacudí mi cabeza con una sonrisa.

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