[ 014 ] big woof woof

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𝐇𝐄𝐀𝐑𝐓'𝐒 𝐆𝐀𝐑𝐃𝐄𝐍
━━━ 🌼 ━━━
14. BIG WOOF WOOF

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... O NO TAN LARGO, porque cuando están a punto de salir del parking, el auto los teletransporta a la inmensa oscuridad de una playa.

—¿Dónde estamos? —pregunta Annabeth, escudriñando la mirada hacia la oscuridad de la noche. Chee mira alrededor del volante, buscando algún botón que sirva para darles luz, y cuando lo hace, los faros del taxi se encienden e iluminan el agua frente a ellos—. Vale, ¿y ahora qué?

En voz más alta de lo que debe, Jackson susurra:

—¿Será la playa de mi llamada? —mientras le pide a Grover que abra la puerta para salir una vez que lo hace el sátiro. El resto siguen con la mirada, se mandan una entre sí y deciden imitar la acción y salir del taxi de Hermes. Aparte de la luz de los faros, hay alguna que otra más encendida debido a las atracciones del embarcadero con luces automáticas. En un instante, el cuerpo de Percy comienza una marcha hacia la orilla mientras los demás lo observan sin decir ni una palabra, recordando aquello que ocurrió cuando el chico les contó que oyó una voz que le pedía ir a Santa Mónica. Así que esta tiene que ser la playa.

Percy sigue caminando hasta que el agua le llega a la cintura, después al pecho.

Luego mete la cabeza bajo el agua y desaparece.

La hija de Atenea exhala un prolongado suspiro y se acomoda en la arena, agarrando un puñado que todos esperan que lance, pero en lugar de eso, lo mantiene cerrado en su mano, percibiendo su textura. La gemela coreana se sienta a su lado, sintiendo la arena que se clava en sus piernas debido a sus pantalones cortos, y extiende la mano hacia ella, permitiendo que la rubia le pase la arena a la palma como si cada una fuera una parte de un reloj de arena.

Annabeth Chase, el inicio; Choi Choon-hee, el final.

Y de vuelta a empezar.

La pelinegra se estremece un poco cuando la arena cae más allá de su mano, mordiendo su labio para después pegar las piernas más a su pecho. Su hermano la mira, arrugando muy fuerte el ceño; no es estúpido ni mucho menos, sabe que Choon-hee se está callando algo.

—Hey —llama su atención al darle, con lo que él llama delicadeza, con la punta del zapato en la espada—. Desembucha.

Chee mira brevemente sobre su hombro.

—¿Huh?

—No te hagas la tontita como siempre.

Él como siempre que está cabreado cuando alguien evade sus preguntas o se piensa que es más inteligente que él, chasquea la lengua y cruza los brazos por sobre su pecho, mirándola fijamente hasta que cede. Eso siempre funciona, Chee no puede contra la presión, nunca ha podido, es una pésima mentirosa y no puede guardar secretos ni aunque su vida dependiera de ello; generalmente eso siempre recae en los hombros de su hermano.

Él puede fingir demasiado bien, es un buen actor incluso aunque no haya tomado clases de artes dramáticas. Y aunque da respuestas de bruta honestidad, a todas las personas le agrada. Bueno, a casi todas, no a las que se escandalizan de inmediato por sus exabruptos violentos ni las personas a las que le ha dejado un ojo morado, ellos por lo general le odian, pero a pesar de ser un crío en plena edad del pavo, a él nunca ha podido importarle menos la opinión de la gente.

Es claro que Chee no puede con la mirada astuta de su hermano, por lo que suspira y se gira a mirar a Annabeth, como si ella fuese la respuesta a todo. Yong-hwa por supuesto, arquea una ceja, porque debería estar mirándolo a él.

—No me hagas repetirme —anuncia él, y hay un deje de peligrosidad en su voz que hace que Grover remueva las pezuñas incómodo en la arena.

—Que sí, ¿vale? —exclama ella con un tono de voz cargado de frustración, aunque lo modera de inmediato al cruzar su mirada con la fría y penetrante de su hermano. A simple vista, nadie imaginaría que él es el menor de ambos, sobre todo cuando ella, en un gesto involuntario, tiembla ligeramente ante la intensidad de su mirada. El gemelo parece tener un poder casi hipnótico sobre ella—. Hay algo de lo que no puedo hablar. No quiero hablar.

—Bueno, demasiado mal porque de que lo vas a hacer, lo harás.

Annabeth por su parte mira a los dos hermanos, por primera vez indecisa sobre si intervenir o alejarse de la escena antes de que todo se vaya al desmadre. Pasa medio minuto de eterno silencio antes de que la gemela conteste.

—Creo que hay algo mal en mí.

Nadie, por supuesto, se espera eso, se nota que les toma por sorpresa cuando Yoongie no tiene nada mordaz como para contestar. Que sí, que la mayoría de las veces su hermana es un incordio y se pelean con frecuencia por cosas tontas (sobre todo si esos mejores amigos suyos están de por medio), él dice que es más fuerte e inteligente, capaz incluso, porque ella le teme a todo. Ella es como un arcoíris después de la lluvia y él es como la tormenta que nadie se espera; él sabe que tiene oscuridad dentro suyo y ha sabido salir adelante por su propia cuenta, ella rehúye de esa misma oscuridad, como si la luz no pudiera coexistir con las sombras. Él es lo que los profesionales de la salud de terapia emocional llamarían niño de cristal. Tiene un padre, pero no tiene un papá.

Sin embargo, nunca diría que ella es una falla, cada uno tiene sus fortalezas y aunque se meta con ella por eso, su bondad es una de las más grandes virtudes, porque es lo que le mantiene con los pies en el suelo.

—Sé... que hay algo —prosigue Choon-hee, su voz vacilante mientras sus ojos se pierden en el vacío, sin fijarse en nadie en particular—. Algo me sucedió en ese casino. Y desde ese momento, siento que soy, um... diferente.

—¿Qué te pasó? —pregunta Grover, aportando un poco al aura de extrañeza que se ha formado entre todos.

Chee baja la mirada y se abraza las piernas, colocando el mentón sobre las rodillas; Annabeth quiere tocarla, ponerla la mano sobre el hombro para darle de eso llamado apoyo emocional, pero no está del todo segura si hacerlo o no. En su lugar, solo la mira para que continúe.

—Me estaba peinando en el baño cuando sentí una especie de golpe, de esos parecidos a cuando estás en la cama y tu cuerpo salta al sentir que te vas a caer. Y uno de mis ojos, el izquierdo, se puso rojo. Cerré los ojos esperando que se fuera y al volver a abrirlos ya no estaba, pero yo me sentía rara.

—Ya te pusiste rara en cuanto pisamos ese casino —puntualiza finalmente Annabeth. Entonces se queda callada, pensando en si continuar hablando o no, hasta que toma aire y dice—: Yo también te vi ese ojo rojo. Pensé que había sido la iluminación, pero eso no es del todo cierto, ¿no es así?

—No sé qué pueda ser...

—Le preguntaremos a Quirón cuando volvamos —asegura la rubia—. O a tu padre, seguro él sabe algo al respecto, os tiene que contar muchas cosas.

Yong-hwa chasquea desde atrás.

Se forma de nuevo un silencio raro entre todos hasta que Percy emerge de las olas y nada hasta la superficie. Al salir, su ropa se seca al instante y corre hacia el grupo en la arena para abrir la palma de la mano y enseñarles cinco perlas.

—¿Te fuiste de aventura con las sirenas o qué? —Yong-hwa frunce, mirando el blanco brillante.

—¿Quién te las ha dado? —pregunta Choon-hee.

Percy les empieza a contar todo lo ocurrido con la dama submarina.

—No hay regalo sin precio —frunce Annabeth.

—Éstas son gratis.

No —sacude la cabeza—. «No existen los almuerzos gratis.» Es un antiguo dicho griego que se aplica bastante bien hoy en día. Habrá un precio. Ya lo verás.

—Que felicidad se aporta siempre en este grupo —Percy pone los ojos en blanco.

—Ariel, Annie puede ser molesta como un golpe en el dedo del pie, pero está en lo cierto. Es una cosa que tienes que aprender demasiado pronto en la vida si quieres sobrevivir en este mundo, tanto humano como mestizo. Las sirenas no pueden mentir, sobre todo a ti, pero una criatura que no puede mentir, siempre busca otras opciones para traicionarte —el gemelo le dice, mirándole directo a los ojos.

Incluso Grover asiente a aquella declaración.

Dioses, ¿qué ha hecho?

Una vez la mochila que Ares les había obsequiado está nuevamente en el poder de Yong-hwa, este la abre, esperando encontrar algo útil como comida o algo, y en su lugar encuentra dinero. Tienen suerte de que no esté mojado, pero tiene que ponerlo a la luz de los faroles del coche para ver si de verdad son reales. Tanto tiempo su appa manejando una boutique de ropa, sabe reconocer cuando un morlaco es real o no, y afortunadamente para ellos, este dinero lo es. Así pues, con un buen fardo de billetes en su poder, se carga la mochila al hombro y se ponen en camino a tomar el bus nocturno hacia West Hollywood.

Es bastante tarde cuando llegan al bulevar Valencia y se quedan mirando el rótulo en mayúsculas de "ESTUDIOS DE GRABACIÓN EL OTRO BARRIO" con letras doradas. Justo debajo, en las puertas de cristal, se lee "abogados no, vagabundos no, vivos no."

—Curioso —dice Chee, mirando aún las letras—. Lo esperaba más aterrador, como la entrada de una casa del terror.

—Ves demasiadas pelis de miedo —Yoongie rueda los ojos, luego sonríe—. Ah, espera, tú no. Yo sí.

Ella le envía una mala mirada de reojo, la sonrisa de él se convierte en una más amplia mientras da un paso adelante. Pero antes de que pueda entrar en el Estudio, Annabeth le agarra de la muñeca, él se zafa, lógicamente, pero se inclina hacia él como si estuviera a punto de contarle un gran secreto.

—Acuérdate del plan que hablamos en el bus.

—El plan, claro —dice Grover, tragando—. Me encanta el plan. ¿Qué pasa si no funciona?

—No pienses en negativo.

—Vale. Vamos a meternos en la tierra de los muertos y no tengo que pensar en negativo... —Grover deja de hablar en cuanto ve que todos lo están mirando.

—Te juro que si no deja de lloriquear voy a tirarle desde el edificio más alto y cercano que encuentre y haré que parezca que se ha resbalado —murmura Yong-hwa a Annabeth.

—Eh, estoy aquí, ¿sabes?

—¿Me debería importar? —el gemelo resopla.

Chee abre la boca, como si fuera a decir algo, casi sin quererlo, pero se detiene a tiempo. En su lugar, exhala con fuerza por la nariz antes de dirigirse hacia la recepción del Estudio. Los demás la siguen, aunque no sin antes notar la expresión de Annabeth, quien entrecierra los ojos, confundida. Sin embargo, no hay tiempo para detenerse. Tienen que concentrarse en el plan, seguirlo al pie de la letra, sin desviarse en lo más mínimo. Si fallan, no lograrán acceder al Inframundo, y podría haber un castigo aún peor por intentar engañar para entrar.

El mostrador del guarda es gigantesco, incluso para Yong-hwa que es considerablemente más alto que los otros cuatro, y tienen que mirarlo desde abajo.

—¿En qué puedo ayudaros, pequeños muertecitos? —les dice el hombre, que tiene la piel oscura, el pelo teñido de rubio con un corte militar y un traje de seda italiana a juego.

—Queremos ir al Inframundo, señor —dice Choon-hee, mostrando seriedad. Es una de las partes del plan; no puede sonreír. ¿Qué persona está feliz de morir espontáneamente?

—Vaya, niña, eres toda una novedad. Directa y al grano. Nada de gritos. Nada de «tiene que haber un error, señor Caronte». ¿Y cómo habéis muerto?

—Bueno, pues, verá... —empieza a decir Grover. El tal Caronte lo mira, entrecerrando los ojos como si comenzase a dudar.

—Nuestro bus se chocó —interviene Annabeth.

Yong-hwa asiente, con ganas de tirarle de los tontos cuernos al sátiro por empezar a tirar por la borda el plan.

—Decidimos salir en lugar de quedarnos a esperar refuerzos...

—... Y nos metimos a un bosque... —continúa Percy, soltando un gallito en su voz.

—... Y morimos del frío al estar tan cansados... —dice Chee, mientras parpadea y fija la mirada en los ojos de Caronte. Para ella, mirar a alguien directamente a los ojos, especialmente a un desconocido, es una tarea difícil. De hecho, incluso con sus amigos, a veces evita el contacto visual. Por eso, el gran esfuerzo que está haciendo ahora provoca que su corazón comience a latir con fuerza en su pecho. Vamos, rápido, por favor, que nos deje pasar, piensa desesperadamente, intentando mantener la calma.

—... Y al despertar nos dimos cuenta que la lluvia no nos mojaba —finaliza Annabeth.

Caronte baja las gafas de sol más allá del puente de su nariz, mirándolos impresionado.

—Vaya —es lo que suelta. Percy mueve los ojos a un lado, donde está Grover, cuyas pezuñas comienzan a moverse de inquietud. Caronte chasquea la lengua y vuelve a colocarse bien las gafas de sol—. Siempre digo que las lluvias de este país son mortales, pasa con tanta frecuencia que hay un punto en el que te empieza a dar hasta pena —entonces sonríe y de su boca sale una risa, como si le hiciera gracia—. Supongo que no tendréis monedas para el viaje. Veréis, cuando se trata de adultos puedo cargarlo a una tarjeta de crédito, o añadir el precio del ferry a la factura del cable. Pero los niños... Es que nunca os morís preparados. Supongo que tendréis que esperar aquí sentados unos cuantos siglos.

—No, si tenemos monedas, señor... —Percy escudriña la mirada en la placa con el nombre de Caronte mientras le indica a Chee que coloque los dracmas de oro encima del mostrador, como hablaron en el bus.

—Bueno, bueno... —Caronte se humedece los labios, acariciando codicioso las monedas con los dedos—. Dracmas de verdad, de oro auténtico. Hace mucho que no veo una de éstas...

Entonces mira a Percy, como si se hubiera dado cuenta de algo.

—A ver, te has quedado mirando mi placa un rato. ¿No la puedes leer? ¿Se te cruzan las letras? ¿Eres.. disléxico, chaval?

—No —miente Jackson con orgullo—. Soy un muerto.

—No eres ningún muerto. Debería haberme dado cuenta. ¡Ninguno está muerto! —Caronte suelta un rugido lo suficientemente profundo como para que la sala de espera se levante y se pasee con nerviosismo, a encender cigarrillos, mesarse el pelo o consultar los relojes—. Marchaos mientras podáis. Me quedaré las monedas y olvidaré que os he visto —hace ademán de guardárselas, pero Choon-hee se las arrebata sin pensarlo dos veces.

—Ni hablar. Sin servicio no hay propina —lo mira a los ojos, algo impropio de Choon-hee. Su hermano la observa muy detenidamente desde atrás, ¿se comporta así porque tiene un papel que desempeñar en el plan? O, una vez más, ¿de verdad él u otro de los presentes conoce a la verdadera Choi Choon-hee?

Caronte vuelve a gruñir, esta vez un sonido profundo que hiela la sangre y hace que los espíritus de los difuntos aporren las puertas del ascensor. La mano de Yong-hwa se va a su pulsera, listo para atacar si la violencia lo convence, pero la mano de su mejor amiga vuela y le aprieta la muñeca, sacudiendo ligeramente la cabeza.

—¿Creéis que podéis comprarme con propina? —gruñe el hombre, luego baja sus gafas de sol—. Hey... solo por curiosidad... ¿cuánto más podéis ofrecer?

—Mucho —contesta Percy—. Apuesto a que Hades no le paga lo suficiente por un trabajo tan duro.

—Uf, si os contara... Pasar el día cuidando de estos espíritus no es nada agradable. Siempre están con «por favor, no dejes que muera», o «por favor, déjame cruzar gratis». Estoy harto. Hace tres mil años que no me aumentan el sueldo. ¿Y os parece que los trajes como éste salen baratos?

—Se merece algo mejor —dice Chee, y Percy asiente con la cabeza para proseguir.

—Un poco de aprecio. Respeto. Buena paga. Yo podría mencionarle a Hades que usted necesita un aumento de sueldo...

Caronte se queda en silencio un rato, sopesando las palabras, mientras las monedas caen en su escritorio.

—De acuerdo. El barco está casi lleno, pero intentaré meteros con calzador, ¿vale? —se pone en pie, recoge las monedas y dice—: Seguidme.

Se abre paso entre la multitud, llevando al grupo hasta el ascensor mientras aparta a su vez a los espíritus que se interponen en su camino. Agarra a dos que intentan meterse con los cinco y los devuelve a recepción antes de mirarlos con fiereza.

—Vale. Escuchad: que a nadie se le ocurra pasarse de listo en mi ausencia —advierte con demasiada fuerza—. Y si alguno vuelve a tocar el dial de mi micrófono, me aseguraré de que paséis aquí mil años más. ¿Entendido? —cierra las puertas y mete una tarjeta magnética en una ranura para empezar el descenso.

—Señor —comienza Chee—, ¿les pasa algo a los espíritus que esperan?

—Para nada —responde Caronte—. Se quedan para siempre... o hasta que yo me sienta un poco generoso.

—Vaya —dice Annabeth—. Eso no parece... justo.

—¿Quién ha dicho que la muerte sea justa, niña? Espera a que llegue tu turno. Yendo a donde vas, morirás pronto.

—Saldremos vivos —dice Percy.

Ja.

Al cabo de un rato, en el que Percy siente el mayor mareo de su vida y Yong-hwa le acaba sujetando de los hombros para que no se caiga (parecido a como hizo en ese gran museo), Grover mueve las pezuñas con nerviosismo, y Annabeth le sujeta la mano a Chee para cerciorarse de que siguen con vida y ninguna se está volviendo transparente como un fantasma, llegan a la orilla del Inframundo luego de que el ascensor se convirtiera por arte de magia de los dioses en una barca. Unos cien metros de rocas escarpadas y arena volcánica negra llegan hasta la base de un elevado muro de piedra, que se extiende a cada lado hasta donde se pierde la vista. Luego, de alguna parte cercana, llega el gruñido de algo.

—El viejo Tres Caras está hambriento —Caronte sonríe con malicia—. Mala suerte, diosecillos. Ah, y que alguno no se olvide de comentar mi aumento.

Con eso, se marcha.

Choi Choon-hee mira hacia el camino de espíritus que los acompañó hasta allí y, por impulso, luego de tragar en seco, es la primera en moverse, dejando a tres sorprendidos y a uno con las cejas fruncidas.

Una vez más, Annabeth le da la mano.

—Gracias —le murmura, y Chee la mira con extrañeza.

Hay tres entradas distintas bajo un enorme arco negro, cada una con un detector de metales con cámaras de seguridad encima. Detrás hay cabinas de aduanas ocupadas por fantasmas vestidos de negro, como si se tratase de la seguridad de un aeropuerto.

—La cola rápida debe de ir directamente a los Campos de Asfódelos —dice Annabeth—. No quieren arriesgarse al juicio del tribunal, porque podrían salir mal parados.

—¿Hay un tribunal para los muertos? —pregunta Percy.

—Sí. Tres jueces. Se turnan los puestos. El rey Minos, Thomas Jefferson, Shakespeare; gente de esa clase. A veces estudian una vida y deciden que esa persona merece una recompensa especial: los Campos Elíseos. En otras ocasiones deciden que merecen un castigo. Pero la mayoría... en fin, sencillamente vivieron, son historia. Ya sabes, nada especial, ni bueno ni malo. Así que van a parar a los Campos de Asfódelos.

—¿Entonces incluso muerto voy a ser juzgado? Qué necesidad de hacerlo todo complicado. No basta con el racismo sistemático, sino que ahora resulta que me van a poner en juicio como si fuera el asesino del Zodiaco —Yong-hwa refunfuña, poniendo los ojos en blanco para hacer saber su descontento.

—¿No eres muy joven para saber de esas cosas? —cuestiona Grover.

—Mi tía es una friki —responde él—. Y nunca es tarde para recordar que incluso en el siglo veintiuno todavía sigue habiendo racismo sistemático. Estamos en América, donde hacen hasta diversión a alguien de lengua hispana por tener acento. Lo que es la mar de idiota, porque ellos solamente saben hablar inglés y el español lo destrozan y nadie les hace burla cuando deberían.

—O a nosotros —dice Chee por lo bajo, recordando a los trillizos que siempre hacen bullying. O bueno, que les hacían, antes de que su gemelo les diera una paliza cada vez que osaban a meterse con ella.

Acaban llegando a las puertas y los alaridos se oyen tan alto que el suelo tiembla bajo sus pies. A quince metros por delante, la niebla verde resplandece. Justo donde el camino se separa en tres hay un enorme monstruo envuelto en sombras. Si está quieto, se confunde con cualquier cosa que está detrás. Sólo los ojos y los dientes parecen sólidos...

... Y se trata de Cerberus...

... Y está mirando solamente a Percy.

—Es un rottweiler —es lo único que se le ocurre soltar. Sus cuatro compañeros de misión lo miran—. ¿Por qué es un rottweiler?

—¿Y qué te esperabas que fuera? —frunce Yong-hwa.

—No sé, ¿un mastín?

Chee mira al perro. Sin miedo, los muertos caminan directamente hacia él. A su alrededor, los muertos avanzan sin temor alguno, caminando directamente hacia la enorme criatura. Las filas de espíritus en servicio se dividen a ambos lados, abriéndole paso, mientras las almas condenadas a una muerte rápida pasan por entre las patas delanteras del perro y bajo su imponente estómago, sin siquiera necesitar agacharse. La cabeza central de la bestia se inclina hacia ellos, alargando su cuello mientras olfatea el aire con desconfianza. Choon-hee, sintiendo el peligro cercano, deja escapar un suave jadeo y aprieta con fuerza la mano de su amiga rubia, buscando consuelo en ese contacto silencioso.

—Nos huele —dice la coreana bajo su aliento—. Huele... ¿a los vivos?

—Es un perro, tonta, por supuesto que nos huele. Independiente de si su tamaño es colosal —el gemelo le rueda los ojos a la chica y ella lo mira mal.

—Pero no pasa nada, porque lo solucionaremos rápido, ¿verdad? —Grover tiembla a un lado, no muy seguro ni de sus propias palabras.

Se acercan al perro. La cabeza del medio gruñe y luego ladra con muchísima fuerza.

—Eh... —Grover traga—. Mejor no queréis saber qué acaba de decir.

—Probablemente que te laves la boca o algo así —el coreano dice, encogiéndose de hombros—. Ariel, ¿no puedes... no sé, echarle agua o algo?

—Ah, yo tengo algo —Annabeth suelta la mano de Chee y comienza a hurgar en su bolsa. Saca una pelota de goma roja del tamaño de un pomelo sacada del parque acuático. Antes de que cualquiera reaccione, levanta la pelota hacia Cerberus—. ¿Ves la pelotita? ¿La quieres? ¡Pues siéntate!

Cerberus parece impresionado y ladea las tres cabezas.

—¡Siéntate! —vuelve a ordenarle Annabeth.

En cambio, Cerberus se relame los tres pares de labios, desplaza el peso a los cuartos traseros y se sienta, aplastando al instante una docena de espíritus que pasan debajo de él en la fila de muerte rápida.

—¡Perrito bueno! —y la hija de Atenea le tira la pelota.

El perro la caza al pelo con las fauces del centro. Apenas es lo bastante grande para mordisquearla siquiera, y las otras dos empiezan a lanzar mordiscos hacia el centro, intentando hacerse con el nuevo juguete. Annabeth le ordena que la suelte y las cabezas se la quedan mirando antes de soltar un lamento alto y horripilante y dejar caer la pelota, haciendo un gemido aterrorizador muy propio de un sabueso del infierno. La pelota está casi destrozada, rajada a causa de sus colmillos feroces, pero ahí jugueteando con el objeto no parece tan intimidante como debería.

Parece como un perro normal jugando con una desconocida o que es muy valiente o realmente se ha juntado mucho con el gemelo Choi para su propio bien. La chica ignora el rastro de saliva que rodea la pelota, y si no estuvieran a punto de ser masticados como chicle rancio, Yong-hwa le entrarían arcadas.

(Ventajas de ser mejores amigos, duh.)

—Id ahora. La fila de muerte rápida es, bueno, la más rápida.

—Annabeth... —empieza la gemela mayor, pero la chica la frena.

¡AHORA!

Yong-hwa tira de los dos mestizos hacia delante, con Grover siguiéndolos desde atrás, mientras Annabeth le sigue hablando al perro y recoge la pelota machacada, tratando de ganarle tiempo a los chicos a pesar de ella. Pasan a través de las piernas gigantescas del chucho, rezando para que a este no se le ocurra sentarse en ese preciso momento.

Desde detrás, Cerberus es menos espeluznante al menos. Honestamente, era un plan arriesgado que ninguno sabía si podría funcionar de la forma prevista o todo se iría por el caño y, sorprendentemente, son capaces de conseguirlo sin un arañazo en la piel, o ya saben, siendo almuerzo de perro.

Annabeth se une a ellos en el detector de metales y cuando Percy le pregunta cómo sabía hacer eso, ella responde, con tristeza, que antes solían tener un dóberman.

Se oye un gemido lastimero cuando están a punto de cruzar. Cerberus está con la pelotita roja hecha pedazos en un charco de babas a sus pies.

—Perrito bueno —dice la chica con pena—. Pronto te traeré otra pelotita, ¿te gustaría? —el perro aúlla. No es necesario entender su idioma para saber que se quedará esperando el juguete—. Perro bueno. Vendré a verte pronto. Te... te lo prometo.

Pasan por el detector, que pronto pita en cuanto Percy y Yong-hwa ponen un pie.

Cerberus empieza a ladrar.

Mucho para el funcionamiento expedito y ejemplar del plan, pero antes de que suceda algo más, corren los cinco hacia lo profundo del inframundo tan rápido como pueden para escapar de los monstruos que resguardan el lugar.

Por poco, chaval.

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