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Chiringuito "Picasso", Málaga. 20 de diciembre de 2022.

—¡Tres de espetos, media de ensaladilla, una de boquerones al limón y arroz del señorito para cuarto! ¿Oído?

—¡Oído!

Todos los trabajadores que se encontraban en la cocina respondieron al unísono. De los diez, no había ninguno que se atreviese a no contestar a la jefa de cocina, ni siquiera por despiste. Helena era dura y concienzuda en su trabajo. Tanto en la cocina como en la vida, siempre se había mantenido firme para que nadie le pisotease. El sudor recorría su rostro pues, a pesar de estar en pleno diciembre, el clima de la Costa del Sol era siempre húmedo y caluroso. Su pelo rubio recogido en una coleta debajo del gorro estaba grasiento y sucio debido a los vapores de las freidoras y su blanca tez lucía sonrojada. La chaquetilla, que en algún momento fue blanca, le quedaba demasiado ajustada y lucía las manchas típicas de una cocinera desde primera hora de la mañana. Cosa que no podía evitar por más que se lo propusiera, ya que la velocidad del servicio hacía que no se diese cuenta.

Comprobó los platos que salían en el pase y devolvió dos raciones de chopitos que no tenían la consistencia adecuada, llevándose por ello una reprimenda uno de los tantos cocineros de prácticas que componían la cocina. El dueño pretendía con ello ahorrarse un dinero en nóminas y Helena ganaba frustraciones por tener que lidiar con niños entusiastas recién salidos de la academia que no sabían ni entendían lo difícil que era trabajar en uno de los mejores chiringuitos de Málaga.

Se llevó la mano a su pierna izquierda, notando como un dolor punzante le atravesaba naciendo en el punto donde se unía la rodilla con su prótesis metálica. La humedad de la zona, tan cercana al mar, no hacía sino acrecentar la incomodidad y recordarle constantemente el momento en el que la perdió, siglos atrás, por culpa de un odioso héroe griego al que esperaba no ver nunca más.

—¡Marchando! —bufó con su voz ronca debida a los múltiples cigarros que fumaba a lo largo del día.

Os estaréis preguntando qué tendrá que ver un héroe griego con la historia de una cocinera gorda, coja y estresada que también era campeona nacional de dardos en sus pocos ratos libres. Pues os diré que Helena no es una mujer normal y no solo por los atributos anteriormente descritos. Ahí dónde la veis, nuestra chica es una heroína inmortal, hija de Menelao y Helena de Esparta, que fue concebida tras la escapada de su madre con el apuesto príncipe Paris, el cual desencadenó una de las guerras más poéticas y conocidas de la historia. Sus padres tras esta contienda se reconciliaron, dándose cuenta de que su amor era más fuerte que un capricho pasajero y vivieron los siguientes años en armonía y paz.

Gracias a su destreza en la batalla, siendo una de las mejores arqueras de su época, se ganó la condición de heroína del Olimpo y con eso su inmortalidad. Tras siglos de luchas y peleas en nombre de los Dioses, consiguió su ansiada tranquilidad en esta ciudad española donde llevaba más de diez años conviviendo con los andaluces y extranjeros que allí residían, intentando pasar desapercibida.

Consiguió un trabajo que le encantaba, una afición en la que podía seguir practicando sus dotes de arquera y un pequeño piso cerca de la playa. Lo que a cualquier otra persona le hubiese parecido estresante, a ella le transmitía una paz necesaria para su alma. Gritas, cocinar y lidiar con cientos de turistas al día la revitalizaba.

—¡Helena! —gritó Don Francisco, el dueño del restaurante, un hombre calvo y regordete al que la heroína le sacaba una cabeza—. Un guiri pregunta por ti.

—No puedo salir. Estamos en mitad de un servicio —respondió Helena, extrañada por la llamada de su jefe que siempre recriminaba a cualquiera que se ausentase aunque fuese un minuto de su puesto de trabajo.

—Es un armario empotrao y no parece querer moverse de la puerta, niña. Ve a ver que quiere y despáchalo. —Se dirigió a la salida de la cocina, pero no sin antes recalcar—: Además, no soy tu recaero.

Helena se quitó el mandil y fue hasta su segundo al mando, un chico delgado e inquieto que tenía más ganas que técnica, al que le dio instrucciones para las comandas que estaban esperando. Se dirigió al pequeño aseo para el personal de servicio con el que contaba el local, un pequeño habitáculo con un lavabo en el que nuestra amiga tenía que hacer malabares para poder cerrar con pestillo cada vez que iba a utilizarlo. En aquel caso no le hizo falta, pues solo iba a lavarse un poco la cara y colocarse el pelo tras quitarse el gorro. Si por ella hubiese sido, habría salido directamente sin pasar por allí, pero su jefe ya le había regañado demasiadas veces por presentar ese aspecto tan desaliñado delante de los clientes y no le apetecía empezar una discusión que podría acabar con él mutilado y ella teniendo que huir hacia otro país, como ya le había sucedido en otras ocasiones.

Levantó el brazo y husmeó en su axila, dándose cuenta de que necesitaba urgentemente un baño. Cogió un frasco de desodorante que había en el lugar y que, por supuesto, no era suyo y roció con él todo su cuerpo. Se miró al espejo y, cuando quedó conforme con el resultado, salió hacia la sala donde se suponía que le esperaban.

No tenía ni idea de quién podría ser, pues la vida de Helena en la capital malagueña era bastante solitaria. Quitando a los compañeros de trabajo, con los que no confraternizaba fuera del horario laboral, y los de dardos, no tenía relación con nadie más. Incluso cuando competía siempre lo hacía en la categoría individual y aunque muchos le invitaban a unirse a sus equipos siempre lo había declinado. Dentro del mundillo era bastante conicidad por ser ruda y antipática, por lo que con el tiempo las ofertas eran cada vez más escasas y menos los que se acercaban a ella para intentar entablar amistad. Además, ninguno de ellos encajaba en la descripción de "guiri" que su jefe había dicho.

Pasó la vista por el salón que estaba abarrotado de gente. En Málaga, debido a su buen tiempo y cercanía al mar, no existía la temporada baja. Viajeros, trabajadores y locales se mezclaban en armonía dentro del lugar, pero sin llegar a juntarse. Era típico de esa localidad: todos se necesitaban entre ellos, aunque se despreciaban. Los trabajadores, hartos de los desaires y las jornadas maratonianas. Los extranjeros, exigiendo y queriendo mantener sus costumbres. Y las personas que llevaban allí toda la vida viendo como cada vez se imponía más un estilo de vida ajeno. Esto era algo que a Helena siempre le llamó la atención: la forma en la que tenían todos de disimular su odio. Para ella era imposible tapar sus sentimientos. Si alguien le caía mal no podía evitar demostrarlo.

No conseguía ver ninguna cara conocida, cosa que le molestó. Se dirigió a la barra donde Don Francisco se encontraba sentado en la caja, su lugar predilecto y de donde casi nadie conseguía moverle pues decía que así era más complicado que le robasen. Apartó un taburete y, cuando se disponía a llamar su atención con un grito, escuchó una voz procedente de la figura que se encontraba a su lado y a la que había empujado sin querer en su ajetreo.

—Helena, cuánto tiempo. Estás peor que nunca.

Esas palabras, unidas a la familiaridad del tono que las acompañaban, hicieron que sus manos se dirigiesen con velocidad hacia uno de los cuchillos sucios que había en la barra y después hacia la cintura de la persona que estaba hablando. El susodicho se quedó quieto, sabiendo que cualquier movimiento por su parte haría que Helena le clavase en mugriento objeto en el costado y, aunque era inmortal como ella, sentía dolor y no quería tener que pasar unos días horribles hasta que se le curase, más aún sabiendo lo que le había traído hasta allí.

Por su parte, Helena intentó disimular su furia lo máximo posible. El local estaba abarrotado de gente y no quería que nadie se diese cuenta de que estaba intentando acabar con el grandullón rubio que estaba a su lado. Miró a los ojos de la persona que más odiaba en el mundo entero. Esos ojos azules por los que tanto había sufrido. Fue el causante de su pérdida más dolorosa, al que amó como nunca antes a nadie y solo recibió la más grande de las traiciones por su parte. El hombre, con la voz pausada e intentando mantener a raya los nervios que le atenazaban por estar cerca de nuestra heroína, solo dijo:

—Guarda tu rabia para más adelante, preciosa. Tenemos una misión.

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