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—Ha pasado mucho tiempo, querido.

La voz siseante de la espléndida Esfinge inundó toda la estancia. No dejaba de moverse con su cuerpo felino de un lado a otro del corredor, impidiendo el avance de nuestros héroes. Helena relajó el brazo con el que empuñaba el arco, pero no dejó de estar alerta ante cualquier movimiento.

—¡Tía, cuánto tiempo! —respondió Orfeo, intentando aparentar tranquilidad—. No nos veíamos desde...

—¿Desde que me dejaste tirada aquella madrugada en la cala de Maro? —preguntó, amenazante.

Agria, con agilidad, golpeó la nuca de su compañero, haciendo que este soltase un pequeño gruñido, pero mantuvo la compostura.

—Bueno, sabes que no fue exactamente así. Te lo expliqué más tarde, lo nuestro no podía ser.

—Me mandaste un mensaje de texto.

—Te mandé un mensaje de texto —repitió Orfeo y añadió, levantando un dedo— y también un audio. Bastante largo.

—El audio eras tú cantando borracho una canción de Antonio Orozco.

Tras estas palabras, el silencio se instauró entre los presentes y la incomodidad latente inundaba el ambiente. Helena sintió como una pequeña sensación de ira se adueñaba de su cuerpo y comprendió, sin saberlo, lo que significaba la sororidad.

A ella también la habían abandonado, sin mediar palabra, años atrás. Había sentido que necesitaba un cierre para todo lo que pasó, pero, con el tiempo, solo la lucha y el desenfreno consiguió llenar ese vacío que el hijo de Heracles había dejado en su interior. La pérdida de su pierna y el posterior tiempo sin verlo habían hecho que su coraza se hiciera más grande, pensando que estaba totalmente recuperada del mal de amores.

Pero no era así.

—Bueno... —Agria rompió el silencio, siendo la única a la que parecía no afectarle tal situación—. Encantada de conocerte, mi nombre es Agria. Puedo preguntarte ¿cómo haces para tener el pelaje tan brillante?

La Esfinge sonrió y comenzó una conversación sobre productos capilares con la hechicera, mientras Orfeo aprovechaba para alejarse un poco de las garras de la criatura. Tanto Hilo como Helena comenzaron a impacientarse y el chico no tardó en carraspear con fuerza para llamar la atención.

—Mira, siento todo lo que este idiota te hizo —dijo señalando a Orfeo—. Cuando acabemos la misión, si quieres, puedes despedazarlo. Necesitamos pasar y supongo que tendremos que averiguar la respuesta a tu acertijo. ¿Cuál era? ¿El animal que camina a dos patas por la mañana y a tres por la tarde?

—No, no —cortó Orfeo, con entusiasmo—. El de las hermanas, que una era la noche y la otra el día.

Las tres mujeres presentes en el lugar les miraron con desagrado mientras ellos se quedaban con cara de desconcierto. A pesar del paso de los años y de todo el tiempo que habían vivido, no eran capaces de comprender cuándo sus comentarios eran desafortunados.

—Ninguna de las soluciones a esos dos enigmas os darán la solución para poder continuar vuestro camino —respondió la Esfinge mientras extendía sus alas, haciendo que todos se pusieran en guardia—. Lo único que necesito es que Orfeo se disculpe de forma sincera por todo el daño que me hizo.

Todos los ojos se giraron hacia el chico, que tragó saliva y su piel pareció volverse más pálida de lo normal. Sabía que estaba en juego que pudiesen acabar la misión sin más problemas de los necesarios y que, en caso de una pelea, era el que tenía las de perder, pues su labor siempre había sido como guía y refuerzo con sus instrumentos. Si hubiese sido Cerbero el que se hubiese cruzado en su camino, solo tendría que tocar cuatro notas con el regalo de su padre mientras los demás le protegían y el perro de tres cabezas estaría dormido en menos de lo que canta un gallo. Pero, en ese momento, su lira era inservible y lo sabía porque lo había intentado usar con ella en varias ocasiones. Aunque no era algo de lo que se sintiese orgulloso, por lo menos no en esa ocasión.

—Lo siento, bonita. —Se arrodilló, para imprimir más teatralidad a sus palabras—. Todo fue culpa mía. Me asusté, porque sabía que era mucho más de lo que me merecía. No fuiste tú, fui yo. —Agria se tapó la cara con las manos—. Era demasiado joven y estúpido y no debí de dejarte con un mensaje, ni abandonarte en la cala. ¿Podrás perdonarme?

Tendió la mano hacia la Esfinge, que estiró una de sus garras hasta posarla en ella. Una sonrisa se dibujó en su rostro y replegó sus alas. Cuando todos pensaban que las torpes palabras de Orfeo habían conseguido pasar la prueba, una voz de ultratumba emergió de los labios de la criatura y, mientras se alzaba sobre sus patas, respondió:

—¡No!

Justo cuando estaba a punto de aplastar con todo su cuerpo a un desconcertado Orfeo, una flecha dorada se calvó en una de las patas del furibundo monstruo. El estado de alerta en el que Helena se encontraba había salvado al músico de un viaje al inframundo casi seguro. Guardó su arco y, con rapidez, tomó a Orfeo de un brazo, apartándolo antes de que la Esfinge se recuperase. Hilo, con la espada desenvainada, saltó sobre el hibrido, pero no calculó bien y su adversaria se defendió golpeándolo contra una de las paredes. 

Helena, que acompañaba a Agria y Orfeo para alejarlos de la pelea, miró para atrás viendo como su antiguo amante estaba en problemas y, después de soltar un suspiro, retrocedió para ayudarlo. Volvió a sacar su arco y disparó, apuntado a una de las alas de la criatura que soltó un grito de dolor tan desgarrador que nuestra heroína pensó, por un momento, que le iban a estallar los tímpanos.

La Esfinge se dio la vuelta, abandonando a un aturdido Hilo y, con los ojos rojos de ira, avanzó hacia Helena, que estaba aún recuperándose de la confusión y el dolor causado el chillido, que incluso le había hecho caer al suelo. Cuando la tenía casi sobre ella, intentó colocar otra fecha en el arco, aunque sabía que ya era demasiado tarde, pues a esa distancia tan cercana era imposible hacer un buen tiro antes de que se le echase encima.

Cubrió su cara con los brazos, intentando proteger lo que creía que la criatura iba a atacar primero, pero lo que sucedió fue que un líquido caliente y espeso la cubrió entera. Abrió los ojos y contempló como Hilo había cercenado la cabeza de la Esfinge y respiraba con dificultad con la espada en las manos. 

Después de sacudir con asco la negra sangre del inerte monstruo que había intentado atacarles vio como Hilo le tendía una mano para ayudarla a levantarse. Helena, sin embargo, despreció el gesto con un golpe y se incorporó por sus propios medios, dejando al rubio enfadado mientras se acercaba a Agria y Orfeo. Hilo, con voz grave y la respiración ahogada, murmuró:

—De nada.

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