𝒔𝒊𝒙

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( ☆. 𝐶𝐻𝐴𝑃𝑇𝐸𝑅 𝑆𝐼𝑋 )
𝚞𝚗 𝚙𝚛𝚒𝚖𝚎𝚛 𝚍𝚒́𝚊 𝚊𝚐𝚘𝚝𝚊𝚍𝚘𝚛.

Tan pronto el desayuno terminó, Alaska se dirigió hacia su primera clase junto a Daphne y Ann.

Las clases en Hogwarts eran, sin duda, mucho más interesantes que las muggles, pero eso no quitaba el hecho de que la chica odiara asistir a ellas. Le parecía agotador que se impartieran tan temprano en la mañana, pero era lo menos que podía sufrir por estar en aquel maravilloso lugar.

La primera clase del día no fue para nada relajada, la profesora McGonagall no era de ese tipo. Alaska agradecía en su cabeza haber repasado las lecciones del año anterior al menos una vez antes del inicio del curso pues durante la clase repasaron muchos de ellos y a la chica sólo se le dificultó la tarea de convertir un escarabajo en un botón, un par de intentos fallidos y lo logró. Durante su siguiente clase, Encantamientos, el profesor Flitwick se encargó de repasar junto a la clase la mayoría de los Encantamientos que habían aprendido con anterioridad y les introdujo los que verían aquel año.

Cuando el timbre del almuerzo resonó por el aula los estudiantes se levantaron de golpe, arrastrando sus sillas y despidiéndose rápidamente del profesor para dirigirse al Gran Comedor, donde la deliciosa comida estaba esperandolos.

—Sólo llevamos medio día de clases y ya tenemos dos redacciones que hacer —Se quejaba Draco en la mesa de Slytherin—, es una burla.

—Pues los profesores no mentían cuando decían que este año era más complicado, los hechizos que aprenderemos no son nada fáciles por lo que leí. —Comentó Daphne, revisando el libro de hechizos.

—Aprenderemos el encantamiento desarmador —Decía Ann con entusiasmo, mientras leía el índice del libro—. También un hechizo para producir fuego y un encantamiento congelador.

—No veo la hora para aprender esos Encantamientos. —Comentó Alaska.

Pero aún faltaba tiempo para que aprendieran sobre fuego y agua, sin embargo, la tierra en los invernaderos estaba esperándolos para que aprendieran sobre nuevas plantas durante su primera clase de Herbologia.

La profesora Sprout los estaba esperando a un lado del invernadero, llevaba un montón de vendas en los brazos y varias ramas en su cabestrillo. Parecía que la pequeña y rechoncha profesora estaba pasando su tiempo libre curando al Sauce Boxeador luego del accidente que había tenido la noche anterior.

—¡Hoy iremos al Invernadero 3, síganme! —Dijo con disgusto en su tono de voz, lo cual no concordaba en absoluto con el buen humor habitual en ella.

Era sabido por los estudiantes que en el Invernadero 3 había plantas mucho más interesantes y peligrosas, por lo que no fue sorpresa la emoción de algunos estudiantes. La profesora Sprout agarró una llave grande que llevaba en el cinto y abrió con ella la puerta. Inundaba el olor de la tierra húmeda y el abono mezclados con el perfume intenso de unas flores gigantes, que colgaban del techo.

Los estudiantes aún estaban entrando y acomodándose dentro del invernadero mientras la mujer se detenía en el centro del lugar, detrás de una mesa montada sobre caballetes, donde había unas veinte orejeras de distintos colores.

—El día de hoy nos vamos a dedicar a replantar mandrágoras. Veamos, ¿quién me puede decir qué propiedades tiene la mandrágora?

Varios estudiantes de Ravenclaw levantaron sus manos, esperando que se les permitiera hablar, finalmente la profesora eligió a Padma Patil.

—La mandrágora es conocida por ser un reconstituyente muy eficaz —Comienza a explicar la chica—. Se utiliza para volver a su estado original a la gente que ha sido transformada o encantada.

—Perfecto, diez puntos para Ravenclaw —Anunció la profesora Sprout—. La mandrágora es un ingrediente esencial en muchos antídotos. Pero, sin embargo, también es peligrosa. ¿Quién me puede decir por qué?

Los Ravenclaw volvieron a levantar la mano pero esta vez una estudiante de Slytherin fue escogida para hablar.

—El llanto de la mandrágora es fatal para quien lo oye. —Respondió Ann con una leve mueca.

—En efecto, diez puntos para Slytherin. —Dijo la profesora mientras continuaba con sus explicaciones.

—Psst, Ann... —Susurró Daphne, llamando la atención de la chica—. ¿Cómo sabias eso? ¿Acaso tus poderes...?

—Mi tío murió por el grito de una mandrágora. —Comentó Ann con simpleza.

Daphne y Alaska se miraron con los ojos bien abiertos, compartiendo una mirada de terror por unos segundos.

—... las mandrágoras que tenemos aquí son todavía muy jóvenes como para matar a alguno de ustedes —Aseguró Sprout, señalando una fila de bandejas hondas.

Un centenar de pequeñas plantas con sus hojas de color verde violáceo crecían en fila.

—Pónganse unas orejeras cada uno.

Hubo un forcejeo entre los estudiantes, pues todos querían agarrar las únicas que no eran de color rosa.

—Cuando les diga que se las pongan, asegurense de que sus oídos queden completamente tapados —Explicó la profesora Sprout—. Cuando se las puedan quitar, levantaré el pulgar... De acuerdo, pónganse las orejeras.

Alaska se aseguró al menos tres veces de que sus orejeras estuvieran protegiendo de manera correcta sus orejas, pues luego de la confesión de Ann tenía un leve terror de terminar como él, aunque la profesora les había asegurado que estaban a salvo y aquellas mandrágora no podrían matarlos. La profesora Sprout se puso unas de color rosa, se remangó las mangas de la túnica, agarró firmemente una de las plantas y tiró de ella con fuerza.

En lugar de raíces, surgió de la tierra lo que parecía ser un niño recién nacido, pequeño, lleno de barro y extremadamente feo. Las hojas le salían directamente de la cabeza. Tenía la piel de un color verde claro con manchas, y se veía que estaba llorando con toda la fuerza de sus pulmones. La profesora Sprout agarró una maceta grande de debajo de la mesa, metió dentro la mandrágora y la cubrió con una tierra abonada, negra y húmeda, hasta que sólo quedaron visibles las hojas. La profesora Sprout se sacudió las manos, levantó el pulgar y se quitó ella también las orejeras.

—Como nuestras mandrágoras son sólo plantones pequeños, sus llantos
todavía no son mortales —Dijo ella con toda tranquilidad, como si lo que acababa de hacer no fuera impresionante—. Sin embargo, los dejarían inconscientes durante varias horas, y como estoy segura de que ninguno de ustedes quiere perderse su primera tarde en Hogwarts, asegurense de que se pongan bien las orejeras para hacer el trabajo. Ya les avisaré cuando sea hora de recoger.

»Cuatro por bandeja. Hay suficientes macetas aquí. La tierra abonada está en aquellos sacos. Y tengan mucho cuidado con las Tentacula Venenosa, porque les están saliendo los dientes.

Mientras hablaba, dio un fuerte manotazo a una planta roja con espinas, haciéndole que retirara los largos tentáculos que se habían acercado a su hombro muy disimulada y lentamente. Tracey Davies se había acercado a Alaska y sus amigas para formar el grupo.

Todos habían vuelto a ponerse las orejeras y se concentraron en su trabajo con las mandrágoras. La profesora Sprout había hecho ver el trabajo bastante fácil, pero en realidad no lo era. A las mandrágoras no les gustaba salir de la tierra, pero tampoco parecía que quisieran volver a ella. Se retorcían, pataleaban, sacudían sus pequeños puños y rechinaban los dientes. Alaska, en ese momento, se juro nunca tener hijos.

Los estudiantes intentaban distintis métodos para calmar a las mandrágoras y así tener un trabajo más fácil, pero nada daba resultado. Un ejemplo había sido Draco, quién le había dado un golpe en la cara intentando que detuviera su llanto pero sólo logró que le mordiera uno de sus dedos.

Al final de la clase, todos estabamos empapados en sudor, con dolor en varias partes del cuerpo y llenos de tierra. Alaska, Daphne y Ann fueron las primeras en dejar el invernadero, volviendo al castillo para lavarse y descansar luego de la agotadora clase.

Las chicas caminaban con cansancio hacia su sala común, no hablaban tampoco. Cada una estaba metida en sus propios pensamientos, hasta que unos molestos chillidos lograron que levantarán sus cabezas y buscarán el origen de aquel ruido. Eran múltiples voces agudas y estridentes que se iban acercando.

Entonces los vieron, criaturas pequeñas de color azul eléctrico y no mas grandes que sus libros de texto con rostros afilados se dirigían volando como locos hacia ellas. A su paso rasgaban los retratos de las paredes, golpeaban las armaduras y arrojaban bolas de papel. Alaska, Daphne y Ann intentaron resguardarse protegiendo sus rostros con los libros que tenían en sus manos, pero eso no fue suficiente, los duendecillos comenzaron a tironear sus cabellos y túnicas con fuerza, otros les lanzaban bolas de papel.

—¡Ay! ¿Qué son estas cosas? —Se quejaba Daphne, intentando alejar a las criaturas de su cabello.

—Son duendecillos de Cornualles —Identificó Alaska de manera correcta—, son criaturas revoltosas y muy traviesas.

—¡Eso ya lo noté! —Comentó Daphne de mala gana—. ¿Cómo los alejamos? Correr no creo que nos ayude.

Un ruido seco hizo eco en el pasillo, ambas rubias voltearon como pudieron para observar a Ann y vieron a una de las criaturas inconsciente en el suelo, la castaña había logrado librarse de una de las criaturas.

—¿Cómo lo hiciste?

—Sólo le di un fuerte golpe con el libro. —Comentó Ann, preparándose para golpear al otro duendecillo que tironeaba su cabello.

—No creo que debamos golpearlas —Comentó Alaska—. Es algo...

—A menos que tengas otra opción, haré lo que Ann dijo.

—Esta bien. —Aceptó la chica.

Las chicas comenzaron a pelear contra los duendecillos intentando darles fuertes golpes, lo cual no era del todo fácil pues las criaturas se movían con rapidez y su puntería fallaba de vez en cuando.

—Eso fue divertido. —Comentó Daphne con una sonrisa al dejar inconsciente a uno de los duendecillos.

Alaska ya había golpeado a unos cuantos y la escena le recordó al Tenis, un juego muggles que a veces veía en la televisión que consistía en golpear pelotas que venían a toda velocidad con una raqueta.

Unos minutos después y todos los duendecillos ya estaban en el suelo, inconscientes por los golpes.

—¿Y qué hacemos ahora con ellos? —Preguntó Ann exhausta, descansando todo su cuerpo en una pierna.

—¿Deberíamos llevarlos con el profesor Kettleburn? Es el encargado de Cuidado de Criaturas Magicas. —Respondió Daphne, siendo la respuesta más obvia.

Alaska había estado mirando con curiosidad las bolas de papel que los duendecillos les habían lanzado, y se agachó para abrir una de ellas y ver que contenían. Una risa burlona escapó de sus labios al leer el contenido.

1. ¿Cuál es el color favorito de Gilderoy Lockhart?
2. ¿Cuál es la ambición secreta de Gilderoy Lockhart?
3. ¿ Cuál es, en tu opinión, el mayor logro hasta la fecha de Gilderoy Lockhart?

Cada una de las bolas de papel eran parte de un extenso cuestionario sobre Gilderoy Lockhart, la chica pensó que era ridículo que el profesor hiciera tales preguntas de sí mismo, demasiado egocéntrico.

—Creo saber quién tiene la culpa de que estas criaturas estén sueltas.

Transportaron a los duendecillos en la mochila vacía de Ann, la cual aseguraron por sí alguno de ellos despertaba, y se dirigieron al aula de Defensa Contra las Artes Oscuras donde encontraron el profesor Lockhart leyendo su correo y firmando fotografías.

—Profesor Lockhart —Llamó Alaska entrando al aula—. Tengo algo para usted.

—¿Un regalo para mi? Señorita, no debería hacer ese tipo de cosas, soy su profesor —Dijo el hombre, encantado y con una gran sonrisa—. Pero no la culpo por ser una gran admiradora.

La chica abrió la mochila y vacío su contenido sobre las cartas, los duendecillos se esparcieron por toda la mesa. Lockhart se sobresalto en su asiento y casi cae de el al ver a las criaturas.

—Estos duendecillos nos atacaron en el pasillo, y ya que usted es su dueño confío en que se encargará de ellas.

—¡Por supuesto, yo me encargaré de ellas! Los duendecillos de Cornualles no son un desafío para mi después de haber enfrentado a temibles criaturas como hombres lobo.

Alaska observaba al hombre con las cejas alzadas.

—Y en signo de agradecimiento por su ayuda, señorita...

—Ryddle, Alaska Ryddle profesor.

Lockhart miró de reojo varias veces a la chica, como si no creyera sus palabras e intentará buscar algún signo de maldad en la chica que afirmara sus palabras, aunque nada encontró.

—Aquí tiene una foto autografiada por mí, Gilderoy Lockhart —Le entregó con su mano temblando ligeramente—. Ahora sí me disculpa, tengo muchas cartas de admiradoras que responder —Le guiñó un ojo pícaramente—. Nos vemos en clase, señorita Ryddle.

Alaska aceptó la fotografía autografiada a pesar de no quererla y volvió al pasillo con sus amigas, dejando atrás al profesor Lockhart, quien había perdido todo el color en su rostro y agradecía haber sobrevivido a su primer encuentro con la chica.

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