Capítulo 17: Castigo

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La situación que se encontró Verónica al volver a casa no era mucho mejor. Kadirh había mandado a Daniel, su mano derecha, a buscar a Verónica y llevarla ante él, que estaba fuera del Castillo en una misión. Parece ser que Kadirh también estaba al tanto del día que habían pasado juntos Christian y Verónica, y ella tenía pavor de la reacción que podía haber provocado en su padre. Se lamentó de haber sido tan estúpida de pasearse libremente por las calles sin comprobar si alguien los seguía.

El terror se apoderaba de su pecho mientras cabalgaban entre los bosques, ayudados por la magia negra para ir más deprisa. Sin embargo, ella no quería acelerar el momento de tener que enfrentarse a sus acciones. Sabía que había hecho mal, pero sabía también que si volviese atrás lo volvería a hacer sin dudar tan solo un segundo: de alguna manera, aquel día había sido el mejor de su vida.

Daniel estaba silencioso y apenas le dirigió la palabra. Era un chico de su edad, de pelo negro y ojos negros, y de rostro terriblemente pálido. Era el chico que su padre había elegido para ella, para que, algún día, uniesen sus destinos. Y ella sabía que Daniel sentía algo por ella, algo que iba más allá de las órdenes de Kadirh. Él nunca había confesado sus sentimientos, los magos negros eran demasiado orgullosos y altivos para ello, pero, de alguna manera, Verónica lo sabía.

Cabalgaron durante demasiado poco tiempo, hasta llegar a una cadena montañosa. Una vez en la base, Daniel la guió a través de un túnel, iluminado con antorchas en las paredes, que daba al otro lado de la montaña. Allí se encontró con el campamento base de los magos negros. Las decenas de tiendas negras se alzaban a un lado del círculo que encerraban las laderas de las montañas, mientras que en el centro se podía ver al troll sentado sobre el suelo, jugando a tirar piedras a los magos negros que se movían de tienda en tienda llevando recados y mensajes.

Daniel sorteó las tiendas y la llevó de camino a la más grande de todas: la tienda de su padre. A Verónica le dolía la tripa de los nervios que tenía.

Cuando entró, ella ni siquiera le pudo mirar a los ojos. Se sentía avergonzada por haber caído en algo que sabía que él consideraba una debilidad. Atisbó el rostro crispado de su padre de reojo, pero sin atreverse siquiera a levantar la mirada.

—¿Por qué? —preguntó él.

Ella no respondió.

—Es el enemigo, Verónica —notaba el desprecio en su voz—. ¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¡Ese chico ha nacido para acabar conmigo! ¿Es que te importa tanto que le prefieres a él? ¿Ya te da igual lo que me pase? ¿Ya no te importo?

No era eso, y tanto Verónica como Kadirh lo sabían. O al menos, ella esperaba que su padre supiese que no era eso. Claro que le importaba, pero no podía evitar estar con Christian, era extraño. Pero sabía que no podía responder eso, que él no lo entendería; así que dijo lo único que podía decir:

—Lo siento —intentó sonar arrepentida.

Su padre la evaluó durante unos minutos.

—Te diré lo que vas a hacer a partir de ahora.

Verónica escuchó horrorizada las palabras de su padre. Lo peor era saber que tendría que obedecer.

En el Refugio, había una zona dedicada a pequeños comercios. Christian casi nunca la había visitado, ya que pocas veces se había visto en la necesidad de comprar algo. Tan solo en sus primeras semanas se había dedicado a pasear entre los puestos, curioseando entre los diversos objetos extraños que en ellos se vendían. En más de una ocasión se había sorprendido por las miles de cosas que había allí, pero tan solo había comprado los objetos básicos para sus estudios.

Sin embargo, en esta ocasión se encaminaba por el camino de tierra con la intención de equiparse para su viaje a la ciudad de los magos azules. La zona de comercios estaba detrás de las viviendas, de manera que, al echar una primera ojeada al Refugio, no se veía en apariencia. Pero era más grande de lo que parecía. Estaba organizada de manera caótica, y Christian recordó que un vendedor le había explicado una vez que la gente llegaba y montaba su tienda donde podía, tras pedir unos permisos al Líder Blanco. El caso era que al joven mago le recordaba bastante a los mercadillos que se formaban en las ciudades humanas, solo que más desorganizados.

—Me encanta venir de compras —comentó Avril a su lado. La elfa se había ofrecido a acompañarlo en cuanto se había enterado de que tenía que realizar numerosas compras—. Una cosa nueva te ayuda a darle una nueva perspectiva a tu vida, a realizar un cambio. Te da nuevas posibilidades de hacer cosas que nunca antes habías probado. Incluso la cosa más tonta e inútil puede ser algo significativo sin que uno mismo lo sepa.

Christian la escuchó sin estar demasiado convencido. A él no le disgustaban las compras, pero tampoco creía que fuese a cambiar la vida de nadie. Sin embargo, pronto se vio envuelto por el ambiente que lo rodeaba. Los vendedores clamaban sus productos a gritos y todo el mundo se movía de tienda en tienda rápidamente. Algunas eran puestos que ofrecían sus ofertas al aire libre y otros eran tiendas a las que había que entrar. A una de estas, que se encontraba entre una tienda de animales de compañía y otra de polvos mágicos, fue a la que entraron.

Era una tienda de ropas de buceo. La habían elegido porque los magos azules vivían bajo el mar y, por tanto, el camino hasta allí era un tanto dificultoso y había que prepararse bien.

D hecho, nada más entrar en la tienda ya parecía que estaban en otro mundo. La tela de las paredes era azul, a imitación del mar, y había muchísimos posters y carteles que mostraban fotos de peces y animales marinos. El dependiente era un hombre bajito con poco pelo, que los miraba a través de unas gafas demasiado grandes para su cabeza pequeña.

—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó, con una voz chillona y hablando tan deprisa que a Christian le costó entenderlo.

—Necesitamos un traje de buceo que aguante al menos unas tres horas de viaje mágico submarino —contestó la elfa rápidamente.

A Christian le sonaron a chino sus palabras, pero no al hombrecillo que, rápidamente, contestó:

—¿Así que van a viajar a la Ciudad Azul? —Avril asintió con la cabeza—. ¿El traje es para usted, señorita?

Avril se echó a reír. A Christian siempre le fascinaba la risa de los elfos.

—¡Oh! Ervin, no seas tan formal conmigo, que me conoces desde hace años.

—Es mi manera de tratar a la clientela, Avril —dijo el otro con una amable sonrisa.

Avril sonrió a su vez.

—El traje es para Christian —dijo ella rápidamente.

Ervin lo observó con ojos curiosos. Probablemente estaba sorprendido de conocer en tales circunstancias al nuevo Líder, pero, si así era, tuvo la discreción de no comentar nada al respecto. Desapareció en la trastienda y volvió a aparecer con un montón de ropas de color negro.

—¿Conoces los protocolos de viaje submarino? —le preguntó mientras dejaba el montón de ropa en una mesa cercana y se sacaba un metro del bolsillo de la camisa.

—No —contestó Christian tímidamente, mientras dejaba que el hombre empezase a medirle el largo de los brazos.

—Lo suponía —contestó Ervin y Christian se sintió algo molesto—. Verás, la Ciudad Azul está a muchos metros bajo el mar. Si viajásemos sin magia hasta ella, además de ser prácticamente imposible sin morir en el intento, necesitaríamos horas y horas. Por lo tanto, es necesario hacer unos hechizos que nos permiten nadar a grandes velocidades bajo el agua. Pero ello, como todas las cosas en esta vida, tiene sus inconvenientes. Al movernos tan deprisa nuestro cuerpo no puede adaptarse a los cambios de presión y temperatura, además la magia usada es potente, de manera que casi no se dispone de fuerzas para enfrentarse a las fuertes corrientes de agua que uno se encuentra. Además, de los animales marinos que puedan aparecer, como las ballenas —lo dijo como si nada, pero Christian no había reflexionado sobre esa posibilidad—. Estos trajes nos protegen contra esas cosas y otras muchas que ya irás descubriendo.

Pasaron unos minutos en silencio, mientras Ervin cosía y ajustaba unos de los trajes a las medidas de Christian. Usaba unas agujas grandes, pero las manejaba mediante magia, lejos del estilo tradicional humano.

—¿Sabéis? —comentó—. Hay algo en tejer que relaja. Puntada a puntada uno puede encontrar sus respuestas. Es una labor a la que hay que dedicarle tiempo y esfuerzo pero te enseña que en la vida nada es gratis y todo cuesta. Pero, también, que el sacrificio tiene sus recompensas...

A Christian le empezaba a poner nervioso aquel hombrecillo. Era demasiado críptico para su gusto, por lo que se alegró cuando salieron de la tienda con una bolsa que contenía un traje de buceo, unas aletas y unos guantes.

—¿Qué es lo siguiente? —preguntó Christian, mirando a la elfa.

Avril lo llevó a varias tiendas más, donde compraron diversas cosas, desde linternas hasta unas burbucápsulas. Cuando, Christian, extrañado, preguntó qué eran, la elfa le contestó alegremente:

—Cuando estemos de viaje es probable que llegue algún momento demasiado cansado para continuar. Como ya te ha dicho Ervin, el viaje requiere mucho esfuerzo. Estas burbucápsulas nos permiten un pequeño rato de descanso. Son como unos globos que se abren a tu alrededor donde podrás descansar cuando sea necesario.

Christian asintió. Empezaba a preocuparle bastante el viaje y le daba miedo no estar demasiado preparado. Por eso, cuando Avril dio por finalizada la sesión, él dijo que antes de ir a casa le gustaría visitar la gran librería que había. Así, se despidió de ella y se encaminó hacia allí.

A Christian, como buen islandés, siempre le habían fascinado los libros. De hecho, de pequeño quería ser escritor. Le encantaba perderse en las páginas de una buena historia y olvidarse de sus propios problemas. Por ello, cuando entró en la tienda se sintió algo mejor. Esta estaba repleta de estanterías que llegaban hasta el techo y que estaban llenas de cientos de libros. Observó que existía la posibilidad de comprarse una librería temática. Estas eran estanterías más pequeñas que contenían información sobre un tema particular. Pronto, encontró una sobre los magos azules, pero no disponía de tanto dinero, así que se decantó por algunos tomos con títulos como "Viaje submarino: los peligros nunca contados", "Las aguas profundas y sus misterios", "Costumbres de los magos azules y cánticos de sirena".

Cuando el cajero lo atendió, lo miró fijamente. Era un hombre anciano de una barba demasiado larga, que le llegaba casi por la cintura.

—Jovencito —dijo, con una voz rasposa—, tú eres el que nos va a salvar a todos.

Christian se preguntó cómo lo había reconocido, pero el hombre parecía muy sabio, así que no le dio mucha importancia. El hombre revisó los libros uno a uno y dijo:

—Buenas elecciones para prepararte para tu próximo viaje... Por cierto, me alegro de que encontrases mi libro. Yo lo dejé ahí para ti.

—¿De qué...? Espera... ¿el libro de magia que encontré en la biblioteca de mi pueblo? —Christian se había preguntado siempre cómo había llegado ese libro ahí.

El hombre le tendió el ticket de compra a modo de respuesta. En ese momento, Christian se fijó en el anillo que llevaba. Era un diamante blanco que brillaba en su dedo anular. Le recordaba a algo. Estaba seguro de haberlo visto antes, pero no sabía decir cuándo.

—Pronto será tuyo, jovencito —comentó el extraño hombre, mientras le daba el cambio a Christian.

—¿Cómo? —preguntó este, sorprendido, pero el hombre ya estaba atendiendo al siguiente cliente e ignoró su pregunta.

Christian salió de la tienda algo confuso. Pero, al final decidió que, probablemente, el hombre estuviese loco.

Cuando llegó a su casa, se encontró con que Sam, el Líder de la Orden de Hielo Gris, estaba en la sala de estar.

—¿Qué tal, Christian? —comentó, alegremente al verlo—. Quería haberte saludado el otro día, pero te fuiste muy rápido de la Reunión. ¿Cómo va todo? —la cara que debió poner Christian pareció ser suficiente respuesta, porque Sam continuó—. Es normal, pero ya te acostumbrarás.

Lo cierto era que Christian cada día estaba más descolocado. A medida que se hacía a la idea de que era el nuevo Líder, le parecía más absurda la situación. Además la mayor parte de la gente le trataba de manera diferente. Algunos le hablaban con respeto y temor, y otros se acercaban a él con algún tipo de interés. Por otro lado estaba Nathan, que había dejado prácticamente de hablarle desde que se había convertido en Líder. Christian estaba casi seguro de que eran celos, pero eso le entristecía: jamás hubiese pensado algo así de su amigo.

—¿Sabes? Yo lo supe en cuanto te vi —dijo Sam, mientras le ofrecía una taza de café.

—¿Que era el Líder? —Sam asintió— ¿Por qué nunca me dijo nadie nada?

—Eso se lo tendrás que preguntar a Robin, Chris. Yo no soy quien para explicarte esas cosas —dijo Sam, apesadumbrado. Estaba sentado en uno de los sofás más grandes, pero era tan alto que parecía pequeño comparado con él—. Pero sí te puedo decir que esa daga que elegiste cuando te enseñé nuestra fábrica, te pertenece desde que naciste.

Christian se inclinó hacia delante para escuchar mejor. Era la hora de la cena y había ruido en la sala, ya que todos los magos comían y se ponían al día los unos a los otros.

—Esa daga no la forjamos nosotros. Esa es la primera daga. Perteneció al primer Líder Blanco y cuando este murió, cayó a las manos de su mejor amigo, el que por aquel entonces era el Líder Gris: Stefan. Este juró guardarlo a buen seguro hasta que el Líder de la Profecía llegase. Y así, se ha mantenido en nuestro hogar durante siglos, hasta que tú llegaste.

—¿Cómo sabías que era yo? Quiero decir, ¿por qué me dejaste llevármela? Podías equivocarte.

Sam cabeceó y le dio un sorbo al café antes de responder.

—Solo su verdadero dueño sería capaz de cogerla sin hacer un hechizo de permiso antes.

—¿Un hechizo de permiso?

—Cuando una cosa pertenece a alguien de la manera en la que esa daga te pertenece, no deja que nadie más la toque sin más, a menos que ese alguien conozca el hechizo llave o hechizo de permiso. El Líder Blanco le reveló a Stefan cuál era la llave de la daga, y ese conocimiento se mantuvo en mi Orden hasta que tú la cogiste.

Christian asintió. Ya había escuchado antes cosas por el estilo, aunque nunca había pensado que él podría tener un objeto así.

—¿Cuál es esa llave?

—Ahora es distinta porque tiene un nuevo dueño. Solo tú puedes saberla.

—¿Cómo? —preguntó Christian.

—No lo sé... —respondió Sam, revolviéndose el pelo—. Probablemente lo sabrás cuando sea necesario.

Christian dio por finalizada la cena y se despidió. Una vez en su cuarto, sacó la daga y la observó intensamente hasta caer dormido. Pero no sintió que esta le hablase.

Nota de la autora:

Lo primero de todo que tengo que decir es... ¿qué creéis que pasará ahora con Verónica?

Lo segundo es presentaros a Daniel, que ya se ha dejado caer varias veces por el libro y lo seguirá haciendo:

Por último... el capítulo del sábado lo publicaré el lunes que viene por la noche, ya que este finde voy a estar de viaje.

¡Nos leemos la semana que viene!

Crispy World

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