Capítulo 23: La coronación

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Christian se quitó las prendas de gala y, sin demasiado cuidado, las arrojó al sillón más cercano en la agobiante habitación del modisto del Refugio. El ambiente estaba cargado con una mezcla de colonia y humo, y los colores intensos de las paredes no ayudaban mucho. Eso, sin tener en cuenta el aspecto extravagante del hombre: vestido con turbante y demasiadas prendas para el calor de la sala, miraba a Christian con unos ojos saltones que le hacían sentir observado.

Llevaba toda la tarde probándose pantalones, chaquetas, camisas y corbatas. Sentía que era una pérdida de tiempo. Todo se debía a la celebración por su coronación que se llevaba a cabo esa noche. Todo el mundo estaba muy emocionado con el evento y correteaba de un lado a otro con diversos preparativos. Todo el mundo, menos Christian. No le gustaban las fiestas; se sentía incómodo y torpe en ellas. Pero le gustaban menos si él era el protagonista. Odiaba probarse ropas de gala que jamás volvería a ponerse, y echaba de menos su cazadora con borrego y sus sencillos vaqueros.

Pero, a pesar del mal humor que todo eso le causaba, no podía evitar sentir una punzada de nervios en el estómago. Sus manos sudaban y se sentía paralizado por la situación. Odiaba que la gente lo observase, y esa noche todo el Refugio estaría pendiente de sus movimientos. Según tenía entendido, se había preparado un escenario junto al Caldero de Madera y él tendría que subir para recibir oficialmente el título de Líder de la Orden Blanca. Por si eso fuera poco, le habían pedido que preparase un discurso. Pero, ¿sobre qué tema? Christian no sabía si querían unos agradecimientos al más puro estilo de Hollywood o unos propósitos que prometería cumplir como Líder. Así que había decidido no pensar demasiado en ello e improvisar sobre la marcha. Después, habría un baile, y él odiaba bailar. Ni siquiera tenía muy claro a qué chica sacaría a bailar. Había unas cuantas que habían mostrado un claro interés hacia él.

Cuando llegó a su habitación, Nieve acudió a sus pies.

—Maldita sea, en qué lío me he metido por tenerte —le dijo, consciente de que Nieve era su principal punto de apoyo.

Era cierto que en más de una ocasión se había visto en la situación de ser incapaz de soportar la presencia de nadie más que de Nieve. Tal vez podría apoyarse en Verónica en tales ocasiones, pero ella nunca estaba. Cuando eso ocurría, la loba y él se perdían en las montañas, en los bosques, cazaban o visitaban las ciudades. Era divertido ayudar a Nieve a cazar animales. Trabajando en equipo conseguían enfrentarse a algunos enemigos formidables, como osos polares, y en medio de la acción y la adrenalina, Christian conseguía olvidar sus preocupaciones. Pero era aún más divertido cuando iban a Reikiavik o a algún pueblo cercano: los rutinarios ciudadanos se volvían locos al ver a una loba como Nieve caminando por sus tranquilas calles. En más de una ocasión, alguna persona había salido corriendo o había cambiado de calle mirando con ojos temerosos al atrevido chico que llevaba a una loba como mascota.

Pero, por desgracia, ese día no tenían tiempo de evadirse juntos. Con un sentido suspiro de pesar, Christian encendió un fuego y se dispuso a relajarse creando formas en él mediante la magia. No quería pensar ni en lo que tenía por delante ni en Verónica. Nieve apoyó la cabeza en su regazo, y Christian dibujó una ardilla en el fuego. La ardilla miró a la loba con ojos traviesos, y Nieve gruñó.

Al rato, alguien abrió la puerta bruscamente.

—Chico, quiero que sepas que te odio oficialmente —Nathan entraba con su pelo rubio engominado y cargado con un montón de prendas—. No solo me toca vestirme de pijo por tu culpa, sino que además me encargan que te traiga lo que te vas dejando por ahí tirado —le lanzó el traje que Christian había arrojado al sillón del modisto—. Ni que fuese tu criado —refunfuñó, mientras se sentaba en la silla del escritorio.

—A ti te gusta arreglarte. Y, que yo sepa, te encantan las fiestas —contestó Christian.

Recordaba perfectamente el último año y todas las fiestas celebradas. Y, en todas ellas, Nathan había disfrutado como el que más.

—Me gusta emborracharme y pasar rato con las magas y los magos. Especialmente con Liza y la gente de la Orden Rosa —dijo bromeando—. Pero claro, tú con la bruja esa ya no ves nuevas posibilidades.

—¿Por qué ellas son magas y Verónica bruja? Suena... no sé, diferente.

—¿Sí? Eso dicen por ahí —dijo evitando responder y demostrar lo mal que le caía Verónica—. Por cierto, ¿ha vuelto a dar señales de vida la brujita?

—Brujita suena mejor. Y no, no ha dado señales de vida. No he vuelto a saber nada de ella desde... —Christian no terminó la frase, no hacía falta, ambos sabían que no la había vuelto a ver desde aquella noche.

Nathan lo miró con aspecto preocupado; sabía la cantidad de vueltas que Christian le había estado dando al asunto y lo mucho que le importaba.

—Yo que tú la olvidaba.

—Supongo que debería. Anda, déjame que voy a vestirme.

Nathan salió de la habitación, y Christian observó sus atuendos: el traje era blanco de tacto ligeramente rugoso, la camisa era blanca también, y se había librado de llevar corbata. Se sintió extraño cuando se miró al espejo, parecía un chico distinto. Volvió a sentir una punzada de nervios; ya no había marcha atrás.

Mientras miraba una vez más su reflejo, apretó las mandíbulas en un intento de matar a los nervios y ser valiente, y se dispuso a bajar al salón principal, donde estarían llegando los invitados. Cuando enfiló la escalera que llevaba al salón, sintió cómo todas las miradas se dirigían hacia él.

Volvió a sentir ese absurdo pánico escénico al que tendría que aprender a enfrentarse, debido a su nueva posición como Líder. Temió caerse por las escaleras y quedar en ridículo, así que descendió con mucho cuidado cada escalón y sin soltar la barandilla, preguntándose si todo su público pensaría que era un poco tonto. Sin embargo, no debió ser así, ya que, en cuanto estuvo sobre el piso del suelo, la gente comenzó a acercársele repartiendo saludos, abrazos y plegarias que Christian no estaba demasiado interesado en escuchar en ese momento. Y, probablemente, en ningún otro.

Después de estrechar la mano a un mago bajito que le había pedido una mejora de las ayudas económicas que se enviaban a La Congregación de Magos Solitarios (Christian no tenía ni idea de qué era eso), y mientras escuchaba a una mujer hablar de la necesidad de invertir más en los reclutas, ya que tenían un papel fundamental en la formación de los nuevos magos, divisó dos rostros distintos entre la multitud. Dos rostros que parecían un poco perdidos entre la multitud de magos y seres sobrenaturales.

—¡Mamá! ¡Papá! —dijo, dejando atrás a la maga, que lo miró con rostro enfurruñado.

Se fundieron en un abrazo común, y Christian leyó en sus ojos el orgullo. Los había visitado a menudo durante aquel tiempo, pero no esperaba que estuviesen allí aquel día.

—¿Cómo...? —atinó a preguntar.

Habían cambiado desde la última vez que los había visto, hacía ya unos meses. Su madre, de estatura pequeña, parecía haber envejecido; sus arrugas se habían marcado más alrededor de los ojos, y su voz sonaba débil. Llevaba una falda clásica y un chal elegante. Mientras que su padre parecía tener más energías de lo habitual y lucía su traje negro con orgullo.

—Pensé que querrías que estuviesen aquí —Robin sonrió, apareciendo detrás de una columna adornada con banderitas.

Estaba distinto, quizás porque había intentado peinar su pelo salvaje para la ocasión. La verdad era que, por muy extraño que le quedase al salvaje elfo vestir con ropas elegantes, las lucía como nadie.

Con un asentimiento de cabeza, Christian le dio las gracias y después se perdió en poner al día a sus padres sobre todo lo que le había ocurrido. Sus padres parecían muy preocupados por todas las responsabilidades con las que tendría que lidiar Christian, pero este no quería hablar de eso: cuanto más alejado pudiese mantener ese tema de su cabeza, mejor. Le animaron a hablar con todos los magos que se acercaban con distintas peticiones. Sin embargo, Christian prefería encargarse de esos asuntos más tarde. Según le habían explicado, tendría que celebrar un Consejo abierto al público una vez a la semana, donde todos los magos pudiesen acudir a él con sus problemas, dudas y sugerencias. Así, les contó a sus padres todo lo que les había pasado en las últimas semanas. Parecieron entusiasmados con el hecho de que hubiese una ciudad bajo el mar, y le pidieron que los llevase algún día. Dudó en hablarles o no de Verónica, y al final se echó atrás, apresurándose a presentarles a todos sus amigos de allí. La elfa pareció hacer muy buenas migas con la madre de Christian, y se entretuvieron hablando de hierbas y plantas medicinales.

—He oído que en estos bosques cercanos crece una planta, que es ideal para calmar los nervios... —comenzó a decir la madre.

—Exacto —contestó Avril, con entusiasmo. Echando una mirada alrededor, sacó de su pequeño bolso marrón un sobre que contenía una planta machacada y molida en polvo—. Es bastante difícil de encontrar y de conseguir, ya que se necesita un conjuro para arrancarla del suelo, pero me he hecho con un poco porque pensaba que tal vez Christian lo necesitase.

El padre de Christian, por otro lado, había entablado conversación con el alto Sam, al que miraba con la cabeza levantada mientras asentía con entusiasmo.

—Siempre me ha interesado el oficio de fabricar armas —comentaba el padre.

—Pues, cuando usted quiera, dígale a Christian que quiere venir a mi aldea, y seréis bienvenidos a una visita guiada por toda la fábrica de armas.

—No lo olvidaré, jovencito, no lo olvidaré.

Todo el mundo parecía muy entretenido, pero Christian se excusó diciendo que necesitaba tomar un poco de aire, cosa que era muy cierta. Estaba muy nervioso.

Nieve lo siguió fuera de la casa, y se acercaron a los pequeños bosques que marcaban el límite del Refugio, donde se sentaron en una piedra intentando relajarse. Christian posó su mirada fijamente en una hoja que colgaba de una rama y por la que una gota de agua se deslizaba lenta y metódicamente e intentó poner en blanco su mente.

Pero, por suerte y por sorpresa, Christian empezó a sentir una presencia que se acercaba. No necesitaba girarse para saber quién era, pero, aun así, lo hizo. Tal vez porque no daba crédito, pero después de tanto tiempo, ahí estaba ella. Espectacular como siempre, o más si eso podía ser: se había arreglado para el evento con un vestido negro ajustado por arriba y con forma de tutú a partir de las caderas, y con unos zapatos de tacón vertiginosos adornados con unos lazos en forma de tiras que rodeaban sus tobillos. De sus muñecas colgaban a su vez unos trozos de tela a modo de pulseras, y sus ojos, además del habitual tono negro de maquillaje, presentaban tonos plateados de fiesta. Para completar su aspecto encantador, un colgante con dos alas de ángel colgaba de su esbelto y largo cuello.

Christian ni siquiera se preguntó cómo había podido entrar en el Refugio: sabía que Verónica era fuerte y que tendría sus propios medios. Sabía que era capaz de cualquier cosa que se propusiese. Se sintió especial porque hubiese acudido a su llamada, aunque fuese con retraso, y esperó que le alegrase un poco ese día tan crítico.

—¿Y esa cara mustia? —preguntó ella, sonriendo.

No hubo ni un hola, ni una explicación a su ausencia. Pero, en parte, Christian sabía que no lo iba a haber. Con ella siempre había misterio e indeterminación, dudas y preguntas, respuestas y mentiras.

—No me gusta esto, yo no quería esta ceremonia.

—¿Por qué? Es tu coronación como líder de la Orden. Es tu día, deberías estar feliz.

¿Cómo se atrevía a cuestionarle? Si ni siquiera estaba en su vida, si ella había salido de ella dejándolo en el silencio y la oscuridad. Pero por mucho que le costase reconocerlo, a Christian le encantaba que quisiese opinar sobre su vida.

—Me alegro de verte a ti y de ver a mis padres —Verónica enarcó una ceja y Christian supuso que no esperaba conocer a sus padres aquel día—, pero nada más. Es absurdo: celebrar algo en medio de este caos en el que estamos metidos. Es cerrar los ojos al mundo, el cual pide a gritos nuestra ayuda. Es ignorar las súplicas, es vestir de gala y beber champán mientras vosotros maquináis nuestra destrucción. Es mi coronación, pero me gustaría celebrarla con nuevas iniciativas. Con algo que pueda vencer el mal.

Eso era exactamente lo que no se había atrevido a decir a nadie más. Creía que esa noche era una pérdida de tiempo; todo el mundo sabía ya que él era el nuevo Líder, era mejor trazar planes y entrenar.

—Es decir, que pueda vencerme a mí —dijo ella, en gesto taciturno.

—Supongo. Pero no eres tan mala como dices. Me salvaste la vida.

—Supongo —respondió ella, a su vez—. Pero plantéate algo. Esto puede ser importante para mucha gente. Tú mismo lo has dicho; entre la desgracia y el caos, entre la soledad y la tristeza, siempre viene bien unas vacaciones de la vida real. Un día donde bailar, celebrar y vestirnos de otras personas más alegres que nosotros. El día de hoy puede cambiar la vida de alguien y puede vencer el mal.

—¿Cambiar la vida de quién?

—La mía. Yo estoy aquí, piensa en lo que eso significa para tu Orden y la mía. Piensa en lo que van a cambiar las cosas.

Christian la miró. Ella, siempre vestida de negro y con sus eternos tacones y ojos ahumados, estaba allí. Era cierto. Y se sintió un poco mejor.

Y hasta sintió el valor de preguntar.

—Verónica, ¿dónde...?

—Shh —respondió ella—. Eso puede esperar. Pero tus fans te esperan, estrella del rock and roll.

Nota de la autora:

Verónica ha vuelto! ¿Cuáles creéis que son sus intenciones?


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