Capítulo 45: Godafoss

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Christian repasaba mentalmente todo lo que había leído en las últimas semanas sobre la tumba de los Dioses, mientras cabalgaba sentado en su magnífico corcel de cabellos blancos. El sitio se encontraba no muy lejos del lago Mytvan, cerca de su última misión y recibía el nombre de Godafoss o, más comúnmente, la cascada de los Dioses. Contaban las leyendas y las historias que en el año 1000 d.C., cuando toda Europa se encontraba bajo la presión del cristianismo, el islandés Porgeir Porkelsson tuvo que decidir si aceptar esta nueva religión y abandonar las creencias de los islandeses, o rechazar el cristianismo. La decisión le llevó días, dándole vueltas a la cabeza, no podía dormir y recorría la isla hasta que un día tomó la decisión. Volvió a su casa y recogió sus estatuas de los Dioses nórdicos; con mucho esfuerzo, las arrastró hasta la cascada y desde lo más alto, las lanzó al agua. Desde entonces, la cascada pasó a llamarse Godafoss, la cascada de los Dioses.

Según había visto Christian en fotos, parecía un sitio impresionante, pero esperaría a juzgarlo por sí mismo cuando llegase, cosa que por otro lado no tardaría demasiado en suceder. Llevaban varios días de viaje. Christian a veces se sentía fuera de su propio cuerpo, como si no fuese consciente de lo que le esperaba, pero una parte se lo recordaba insistentemente: era el final, en esa batalla se decidiría todo, ya no habría marcha atrás. Esa era la batalla en la que los enemigos planeaban matarlo definitivamente.

Pero él tenía un plan y confiaba plenamente en él.

Además, no estaban solos en la lucha. Los magos negros habían conseguido devolver a la vida a algunos de los seres malvados de la antigüedad, pero ellos también habían tomado riendas en el asunto y contaban con un gran ejército, pensó Christian mientras echaba una ojeada por encima de su hombro. Sí, eran poderosos.

Los Yulelads habían sido los primeros reclutados para la causa. Cuando acabaron con su madre y el gato, reaparecieron buscando a Christian y le pidieron unirse a su causa. Este les explicó la situación y los Yulelads se horrorizaron, y dijeron que ellos se encargarían de buscar a más seres mágicos que se uniesen a las filas de Christian. Este no sabía muy bien qué era lo que se disponían a hacer, pero el caso era que toda ayuda era bienvenida así que les dejó hacer. Así, el día que volvieron de la celebración de la boda, los Yulelads esperaban con un montón de pequeños seres que a Christian le parecieron todos iguales. Resultaron ser duendes y hadas. Tanto unos como otros tenían un gran poder mágico, muy superior al de los humanos, por lo que podían resultar muy útiles. Además, se movían rápidamente por el suelo y por el aire, y, al ser tan pequeños, era difícil detectarlos. Tanto era así, que en los entrenamientos volvían locos a los magos y un Nathan indignado había acabado exclamando:

—¡Yo no pienso entrenarme con miniaturas asquerosas de personas!

Christian le calmó y le echó la bronca, diciéndole que no podía enfadar a la mejor ayuda que habían conseguido hasta el momento.

Sin embargo, no había sido la única ayuda. Los elfos de Cindela se habían unido a ellos. La mayor parte no eran magos, pero eran excelentes guerreros, silenciosos y letales. Además, controlaban como nadie armas como el tiro con arco. Pero, por si eso fuera poco, habían conseguido a otros seres del bosque, de manera que, cabalgando con ellos, se podían ver ninfas y unicornios. Las ninfas eran algo similares a las hadas, pero en tamaño humano. Eran de extraordinaria belleza. Los unicornios eran de un blanco tan resplandeciente que destacaban sobre la nieve que reinaba en Islandia. Parecían seres pacíficos y amables, pero Robin le había asegurado que en cuanto había algo mal sacaban toda su furia y se volvían feroces e implacables. Le dijo que él, sin querer, había enfadado a uno de pequeño y el unicornio le había atacado, dejándole con su cuerno la cicatriz que se podía ver en el hombro del elfo.

—Tardé semanas en recuperarme, todos los curanderos de mi pueblo estaban volcados en mí —dijo, con el rostro sombrío por el recuerdo.

También habían llegado muchos de los magos que pasaron las Navidades en el Refugio: Robin tenía razón, se habían unido para la guerra final. Los únicos que no estaban desplazándose con ellos eran los magos rojos y los azules, pero porque estos iban por sus propios medios. Los magos rojos sobrevolaban el cielo montados en sus dragones, mientras que los azules aparecerían en las aguas del lago como siempre hacían.

Las dos horas siguientes pasaron a un ritmo demasiado lento, parecía que las agujas de los relojes no marcaban los segundos y que cada paso que daban no los acercaba más a su destino. Sin embargo, tras lo que pareció un tiempo interminable llegaron a Godafoss. Las fotos no hacían justicia. Era un lugar espectacular. Ellos se encontraban al otro lado de las rocas por donde caía la tremenda cascada y ante sus ojos se extendía un manto azul marino con tonos oscuros y blanquecinos. Los caballos se detuvieron al borde de la rocosa y escarpada orilla. Al fondo podían ver el manto de espuma blanca y, entre esta, divisaban las pequeñas cascadas que caían en formas tan rectas y tan perfectas que parecía algo surrealista, como pintado por un gran artista.

En lo alto de las rocas de la cascada podían ver las pequeñas figuras de los magos negros. Tan solo veían su perfil recortado contra el cielo, ya que su campamento debía de extenderse más hacia atrás. Vieron cómo una figura los señalaba y luego muchos más magos aparecieron al borde de los acantilados, observándolos. Ninguno de los dos bandos atacaría por el momento, porque ambos habían visto las pinturas y lo que estas indicaban: la lucha tendría comienzo en el atardecer.

Sin embargo, el plan de Christian empezaba de inmediato.

Verónica había cabalgado todo el camino al lado de Christian, pero no había hablado demasiado. No era muy parlanchina. Pero, a diferencia del resto, su silencio no se debía a los nervios, sino a las dudas.

Por mucho que le costase admitírselo a sí misma, una sensación de inseguridad había acaparado su pecho desde el regreso de Cindela. Los elfos podrían notarlo, así que se había mantenido apartada de ellos tanto como podía. A su vez, se había distanciado de Christian durante esa semana, aunque no estaba segura de que él lo hubiese notado, ya que estaba muy ocupado trazando planes y entrenando a los magos. Sin embargo, Verónica había estado sola toda la semana, pensativa, perdida en las divagaciones de su mente.

Y es que nadie entendía a lo que se enfrentaba ella, al terrible dilema de su vida. Era una maga negra; en su ser estaba luchar con el otro bando y no contra ellos. Era su naturaleza. Y aunque sabía que lo que hacían no estaba bien, una parte de ella se derretía al pensar en volver a aquella oscuridad en la que siempre se había sentido tan a gusto. Al fin y al cabo, esa había sido su vida siempre, a lo que estaba acostumbrada: a la soledad y al silencio de un mago negro. Pero Christian había desbaratado todos sus planes, su amor por él la había hecho renegar de su naturaleza, querer convertirse en algo mejor. Pero, por mucho que lo desease, ella no pertenecía a ese mundo de luz y color; había algo que no estaba bien.

Sí, tal vez fuese lo que siempre se decía a sí misma: que, aunque su padre ya no dirigía su vida, los restos de su mandato aún seguían en ella. Y eran innumerables las veces que Kadirh le había enumerado los cientos de motivos por los que Christian y ella jamás podrían estar juntos. Y Kadirh era su padre, había crecido con él, adoptando sus ideas y su manera de ver las cosas con el paso de los años; esa huella no se borraba tan fácilmente. Eso, sin contar la terrible traición que había cometido, que la comía por dentro: había apuñalado a todos aquellos que alguna vez le habían importado.

Pero lo más grave de aquella situación era enfrentarse en ese momento a ellos, pensaba, mientras con rostro sombrío observaba las figuras negras que se recortaban en el horizonte. Lo más duro era saber que estaba allí para matar a sus amigos. Para matar a su padre. Él se lo había dicho, le había contado que aquel chico estaba destinado a enfrentarse a él . Sin embargo, a ella no le había importado.

Hasta ese momento.

Hasta ese día, donde el final estaba tan cercano que la angustia le corroía el cuerpo. Hasta ese día en el que las dudas le quitaban el poco color que tenían sus pálidas mejillas. Vio cómo Christian la observaba de reojo. Él se acercó, aún montado en su corcel, y le dijo:

—¿Estás bien, Verónica? —su voz sonaba entre preocupada y temerosa.

—Claro —mintió ella, sabiendo que no le creería—. ¿Por qué no habría de estarlo?

—¿Estás preparada? —él la miró con ojos suspicaces.

—Por supuesto —sentenció ella, en otra mentira.

Christian asintió con la cabeza, pero ella pudo ver que no se lo creía. Lo conocía lo bastante bien como para saber que algo le pasaba. Probablemente supiese que eran las dudas, pero como no dijo nada, Verónica supuso que confiaba en ella más de lo que ella pensaba. Le dejó ir sin decir una palabra más.

Pero sabía que él no debería fiarse tanto de su palabra. Porque ella era Verónica y sabía qué era lo que iba a hacer.

Así, cogió su caballo y se alejó del tumulto, perdiéndose entre las rocas.

Nota de la autora:

Ya os dejé una imagen de este escenario unos capítulos atrás... pero ahora que hemos llegado aquí, la recupero:

Nos acercamos muchísimo al final, ¿qué creéis que pasará?

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