Capítulo 49: Sin milagros

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Kadirh había abandonado las charlas y daba vueltas alrededor de sus magos, supervisando en silencio todo lo que estos hacían: se sabía el ritual de memoria, no en vano llevaba toda la vida dedicado a ello. Sus ojos, de un color violeta un poco más oscuro que el de su hija, parecían refulgir a la luz de las llamas que los brujos habían encendido en un caldero, al que echaban todo tipo de hierbas mientras murmuraban palabras que eran como una plegaria para el mago negro. Ya no hacía caso de Christian, al cual, tras haberlo torturado un rato, había dejado encadenado al árbol como si se hubiese olvidado de él. Tampoco prestaba atención a Nieve, que aullaba y ladraba sin posibilidad de moverse dentro de la jaula mágica en la que la había encerrado.

Tampoco se dio cuenta cuando una sombra se materializó a unos pasos de él.

—Mi Señor...

Christian no necesitaba escuchar esa voz para saber quién era. Lo había sentido desde hacía rato: Verónica iba a acudir al campamento. Pero Kadirh sí se sorprendió, porque se paró en seco y miró a su hija:

—Otra que se une a la fiesta. Al menos, ten la dignidad de no llamarme tu Señor, bruja traidora —dijo Kadirh, con odio en la voz.

Verónica no dijo nada; tan solo se fue acercando lenta y cautelosamente, hasta que su rostro quedó iluminado por las llamas. Entonces, hizo algo que Christian jamás pensó que vería: Verónica se arrodilló ante su padre, en señal de devoción.

—Os suplico perdón —susurró con voz compungida.

—Denegado —dijo Kadirh, con una expresión de cruel satisfacción en la cara.

Christian no daba crédito a lo que oía, ¿Verónica se volvía a pasar al bando malo? Ella era la clave en la lucha, sin ella estaban perdidos. Rezó a sus dioses para que solo estuviese fingiendo, pero una parte de él le decía que no era así. La miró, arrodillada y cabizbaja, con la mirada fija en el suelo, como si la vergüenza de sus actos fuese demasiado grande para alzar la cabeza de nuevo.

—Hueles a culpa, hija —continuó Kadirh.

—Porque soy culpable —respondió Verónica con un ligero temblor en el cuerpo.

—La culpa es el primer paso del arrepentimiento —dijo Kadirh, reanudando su paseo alrededor del caldero y echando de nuevo ojeadas a lo que hacían sus magos—. Dime, ¿te arrepientes? —su voz era fría y calculadora, como si una parte de él se divirtiese con la situación.

Verónica asintió con la cabeza. Christian se preguntaba cómo podían ser esos dos padre e hija.

—Déjame terminar. Y mírame a los ojos —ordenó Kadirh, usando un hechizo que hizo que Verónica levantara la mirada del suelo. Fue un movimiento brusco y Verónica soltó un gemido—. ¿Te arrepientes de haberme traicionado? ¿De haberme abandonado por aquel destinado a matarme? ¿Te arrepientes de haberlo conocido, de haberte... enamorado? —esbozó una extraña sonrisa y sus ojos brillaron de una manera muy parecida a los de su hija cuando algo le hacía verdadera ilusión—. ¿Reniegas de él y de todo lo que es, como debiste hacer desde el principio? —habló con calma, pronunciando las palabras lentamente, como si dispusiesen de todo el tiempo del mundo para ello.

Verónica no dudó ni un segundo. Con mirada firme, transparente, serena y tranquila, dijo:

—Sí, reniego. Sí, me arrepiento. Daría lo que fuera por volver a aquel día que se me encomendó matarlo cuando aún no era nadie y cumplir con mi misión. Por eso he vuelto aquí hoy.

Kadirh la evaluó unos segundos. No se creía nada de lo que pudiese salir de la boca sucia de su hija. Pero decidió ponerla a prueba.

—Está bien. Digamos que te creo. Pero me lo tienes que demostrar. Vas a ser la que sacrifique a Christian cuando haya que echarlo al caldero.

Christian se alarmó. ¿Qué lo iban a echar a dónde? Él no quería meterse ahí dentro. Y, ¿Verónica qué estaba haciendo? ¿Por qué asentía con la cabeza con esa malvada sonrisa? ¿Por qué no lo miraba para hacerle una pequeña señal de que estaba tendiéndole una trampa a Kadirh?

—Siempre supe que volverías, hija mía. Está en tus venas, eres malvada como poca gente he conocido en mi vida. Y he conocido a muchos villanos, créeme.

—Solo me perdí durante una época, padre. Pero ya he vuelto y te lo voy a demostrar. Este chico ya no significa nada para mí.

Kadirh la miró y sonrió. Al final estaba convenciéndose; parecía muy dispuesta a matar a Christian. Como lo habría estado la antigua Verónica. Como lo habría estado su niña, su mano derecha.

Echó otra ojeada al caldero: el momento estaba llegando.

Daniel llegó a la zona en la que solo se veían destellos verdes y rosas. Eso estaba bien, pensó con alegría, solo tendría que enfrentarse a estúpidos elfos y seres hormonados. Estaba harto de la lucha. Una flecha se le había clavado en el brazo, produciéndole una quemazón continua que le hacía pensar que se le había infectado. Quería descansar y curarse.

Se abrió camino entre las batallas que se libraban, buscando algún rival digno de él. En su camino, distinguió a algún compañero: un mago llamado Michael estaba luchando contra el líder de los verdes, y una compañera, Sophie, luchaba contra una elfa.

A su derecha había una elfa que le sonaba mucho. La observó con detenimiento mientras se enfrentaba a uno de sus compañeros. La elfa saltaba y se movía por el aire como si estuviese en su elemento, parecía fuerte y eficaz, una rival para Dan. Vio cómo al final vencía al mago negro, dejándolo tirado en el suelo. Sus ojos giraron en derredor, buscando la próxima víctima y, entonces, se encontraron con los fríos ojos de Dan.

Por fin la reconoció: era la elfa que salía con el líder de los magos verdes.

Sonrió mientras se acercaba a ella con los brazos levantados e invocando un hechizo. La elfa no retrocedió ni mostró señal alguna de miedo por enfrentarse con el tercer mago negro más poderoso, después del propio Kadirh y Verónica. Sabía perfectamente quién era, Verónica le había hablado muchísimo de él: habían sido muy buenos amigos, y más que eso. Pero, precisamente por todo lo que sabía de él, no le tenía miedo alguno a Daniel: conocía sus puntos más débiles y sus miedos más profundos.

Así que Avril sonrió a su vez con suficiencia. Dan estaba a tan solo unos pasos y la elfa pudo notar que se sentía ligeramente desconcertado por la reacción que estaba teniendo. Él habría esperado un poco de temor y respeto, y no aquella mueca de burla.

Avril notó el odio que emanaba del mago.

—¿No tienes miedo? —preguntó él.

Pero Avril prefirió no responder y atacar. Saltó por el aire e, impulsada por la magia, se elevó muchos metros por encima del suelo. Cuando descendió, se dispuso a propinarle una patada al mago, pero este fue muy rápido y la agarró por la pierna, dándole una vuelta de campana en el aire y lanzándola con fuerza y furia al suelo.

Sintió el sabor de la tierra en la boca. Con disgusto, masticó los granitos de arena que se le habían colado entre las muelas. Pero se repuso rápidamente y se levantó haciendo el pino y una voltereta, justo cuando Dan se acercaba a ella con una bola de humo negro en las manos. Avril no sabía qué era eso, pero no tenía demasiada buena pinta y no quería averiguar sus efectos. Así que, cuando el mago lo lanzó contra ella, esta extendió los brazos, creando una campana de aire de color verde. Cuando la bola llegó, se expandió alrededor de la campana, desintegrándose poco a poco. Cuando ya hubo desaparecido, Avril se aseguró de ser más rápida que Daniel y le lanzó un hechizo especial de su orden: comenzaron a crecer raíces del suelo y a rodear a Daniel, creando una jaula en torno a su cuerpo. Este, al principio, se sintió desconcertado y probó hechizos que no le sirvieron para salir, pero antes de que Avril pudiese atacar, ya había encontrado la solución. Hizo aparecer un enorme machete y cortó, dando una vuelta, todas las raíces que lo rodeaban.

—Eres buena —dijo él. Ella no respondió—. ¿Eres muda?

—Para ella nunca fuiste más que un juguete con el que divertirse —dijo ella, de pronto. Si lo confundía y despistaba, quizás lograse atacarlo con la guardia baja.

Daniel guardó silencio unos segundos; no quería alterarse porque sabía que ella lo notaría.

—¿De qué me estás hablando? —dijo, con asco y desprecio en la voz.

—Sabes perfectamente de qué hablo. Verónica y yo nos hemos hecho amigas en los últimos tiempos. Lo sé todo, ella me lo contó. Y puedo sentir en estos momentos lo mucho que te importa.

—Mientes.

—Sabes que no lo hago.

El mago se echó a reír sonoramente, y Avril vio que Robin se percataba de su situación. Le pareció escuchar que le decía algo sobre que no luchase contra Daniel, pero ella no le hizo caso.

—Entonces, estúpida maga verde, no sabes de lo que hablas. Porque, ¿acaso sabes dónde está Verónica ahora? Está arriba con Kadirh, preparándose para matar a Christian.

Eso fue un duro golpe para Avril: ella había confiado en Verónica como si fuese una hermana. No podía creerse su traición, a pesar de que era lo que todo el mundo decía desde su repentina desaparición. Ella había querido pensar que solo iba a buscar a Christian.

Sin embargo, supo guardar la compostura delante del mago.

—Es una trampa —se atrevió a mentir—. Ella no quiere saber nada de vosotros, a ella no le importas nada, Daniel.

—¡MIENTES! —exclamó el mago negro con los ojos desorbitados de rabia, mientras hacía aparecer una bola enorme de ese humo negro que la elfa había conseguido evitar unos minutos antes.

Avril sintió que no le daba tiempo a crear una protección para esa enorme cantidad de energía. Escuchó la voz de Robin por encima del ruido de la lucha:

—¡AVRIL!

Pero poco podía hacer frente a lo que se le venía encima: Daniel tenía una sonrisa de loco mientras, estirando los brazos como si lanzase una pelota de béisbol, arrojaba la energía oscura a Avril. La débil protección que esta había creado resistió el golpe, pero esta vez la energía empujaba por traspasar la barrera.

Vio que Robin corría hacia donde estaba ella, pero, a través del humo y de la cáscara, no podía distinguir sus gritos.

Pero Daniel también vio a Robin y tomó la iniciativa. Cogió el machete que había creado con magia negra para salir de la cárcel de raíces y lo lanzó, dando vueltas hacia Avril.

Cuando el machete cargado de energía de sombras chocó contra la barrera, esta se resquebrajó y el machete dio una vuelta más hasta clavarse en el estómago de la elfa. Antes de que esta pudiese caer al suelo, la magia negra la rodeó y supo qué era lo que hacía.

Quitaba la vida. Y a ella ya le quedaba poca.

Sentía frío por dentro, como si le pasaran cubos de hielo por el interior de los músculos. Le costaba pensar y le daba la sensación de que su cerebro se estaba derritiendo. Ya no escuchaba nada de la batalla, tan solo unos susurros que le producían escalofríos. Su corazón latía cada vez más lento, podía sentirlo bajo su pecho, y había perdido el control de sus manos y piernas. Podía notar la magia negra mortífera extendiéndose por cada músculo de su cuerpo.

Y entonces una magia diferente, una magia conocida, una magia verde, intervino y acabó con las sombras.

—¡Avril! —sintió cómo los brazos de Robin la rodeaban, levantando su cabeza del suelo y obligándola a mirarlo a los ojos.

Ella lo agradeció. Quería que su rostro fuese lo último que viese. Pero vio que Daniel se acercaba por atrás. No tenía fuerzas para avisarle, pero Robin pudo sentir su angustia y se giró a tiempo, con determinación en los ojos.

Sin decir una palabra, lanzó dos rayos verdes que se colaron por los ojos del mago negro. Una expresión de pánico cruzó su rostro y, después, se desplomó en el suelo.

Estaba muerto. Pero nadie de los allí presentes iba a llorar por él.

Robin se volvió a agachar junto a Avril. Aún vivía, pero sufría. Él lo sentía: podía notar su dolor, podía ver cómo se estaba yendo. Como elfo, sentía todo lo que ella sentía. No podía ser. Era imposible. Tenían toda la vida por delante, se acababan de casar. Eran Avril y Robin. No podía morir ella, no podía ser. La amaba, la amaba desde niño. ¿Cómo iba a sobrevivir sin ella?

Intentó en vano hacer hechizos curativos, pero la magia verde no era suficiente. Tal vez con magia blanca se pudiesen contrarrestar los efectos de la magia negra, pero algo le decía a Robin que ya era demasiado tarde.

No podía ser, simplemente era imposible. No podía perderla, estaban hechos el uno para el otro. Sintió que perdía el control, que las lágrimas llegaban a sus ojos y la angustia invadía su cuerpo. Sintió que Avril notaba su miedo. Y él notaba el suyo.

Ajeno a la lucha y al caos que se propagaba a su alrededor, extendiendo la muerte y la desolación, redobló sus esfuerzos por curarla. Tenía que conseguirlo.

—Para... —susurró ella, cogiéndole con muchísimo esfuerzo de las manos que intentaban curarla.

—Aguanta —la voz de Robin estaba teñida de desesperación—. Aguanta.

Miró en derredor, intentando encontrar ayuda de algún mago blanco, pero la guerra continuaba a su alrededor. Aunque, ahora, la mayor parte de los magos verdes y las magas rosas mostraban alguna señal del dolor que sentían por Avril. Todos se habían dado cuenta de lo que había pasado. Sin embargo, había que seguir peleando.

—Robin... —le gustó pronunciar su nombre una última vez—, te quiero... —se le cerraban los ojos y ya no tenía fuerzas para mantenerlos abiertos.

Sin embargo, escuchó al elfo:

—Avril, yo también te quiero. Avril, Avril, Avril...

Cuando dio el último suspiro, su mano inerte siguió en la de Robin. Él sabía que ya se había ido, pero se negaba a soltarla. Siguió aferrándola, la abrazó más fuerte, deseando que un milagro la trajese de vuelta. Deseando que la fuerza de su amor pudiese retroceder en el tiempo.

Siguió susurrando su nombre:

—Avril, Avril, Avril...

Deseando un milagro que no llegó a ocurrir.

Nota de la autora:

Como ya os comenté en los últimos capítulos, esta semana hemos tenido este nuevo capítulo y mañana la continuación :)

¿Alguien más está triste con el final de este capítulo? :(

Crispy World

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