Capítulo 5: Azul y gris

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HIJOS DE LA NOCHE

HIJO DE LA LUNA

CAPÍTULO 5: AZUL Y GRIS

La noche en la que cenamos todos juntos, decidimos intercambiar números telefónicos (a partir de ese momento, incluso tuve a Iris, Crystal e Ethan entre mis contactos).

No solíamos hablar mucho, pese a que la señora Ainsworth siempre mandaba los buenos días en un grupo que hizo por WhatsApp con mamá, en el cual nos deseábamos buena suerte en nuestros trabajos y estudios entre todos. Era agradable que fuese tan positiva y animada, facilitándole mucho el trabajo a mi madre de hacer al menos una nueva amiga en Colombres, ya que las anteriores ya no vivían ahí y las de Montemayor seguían en su respectiva ciudad.

Tuvieron que pasar días para que pudiera ver de nuevo a Aylan.

No solía aparecerse mucho en el grupo que compartíamos con todos y, de no ser porque Donovan hizo uno más en donde solo estábamos los jóvenes, tal vez no habríamos intercambiado ni una palabra hasta la próxima vez que nos reuniéramos todos porque yo no sabía cómo comenzar una conversación con él por privado (o tal vez sí y le sacaba la vuelta).

Cuando por fin nos animamos a tocar el tema de las clases de baile "especiales" que le ofrecí aquella noche fue debido a que él respondió uno de mis estados de WhatsApp. Era una foto donde aparecía con la cara algo cubierta de pintura en el taller de mi tía.

Aylan: ¿Planeas ocultarte toda la vida en tu trabajo? Estoy esperando a que tengamos nuestra reunión.

Yo: ¿Y por qué no me hablabas tú?

Aylan: Porque fuiste tú el de la idea...

Yo: Mi tía siempre dice que, si en realidad estás interesado en una oferta, eres tú el que debes de ir a buscarla e insistir para recibirla.

Aylan: Bueno... Aquí estoy. No quise molestarte porque justo dijiste que comenzarías a trabajar con ella.

Yo: Sí. La verdad, a mí tampoco me gusta la ideología que tiene porque siento que molesto a la gente, más allá de mostrar interés.

Aylan: Debe ser complicado trabajar a su lado, teniendo opiniones tan diferentes, en ese caso.

Yo: A veces, sí. Me da risa oírla pelearse por llamada con mi tío y que luego acaben diciéndose que se aman. Típico de parejas mayores.

Aylan: Yo nunca he oído a mis tíos pelear... El tío Ethan es muy callado y la tía Iris parece saber lo que piensa siempre, son muy adorables. Es raro. La he oído discutir más con Crystal, aunque casi nada.

Yo: Debe ser porque son amigas. Mi hermano y su mejor amigo también pelean en algunas ocasiones...

Aylan: No sé si sea por cosas tan simples. Quiero suponer que el problema es como dices.

No supe qué responder a ese mensaje, por lo que dejé de lado el celular unos minutos.

Estaba ayudándole a mi tía a terminar las decoraciones de una cafetería. Había trabajado en ella desde hacía meses y, unos días antes de mi llegada, le hablaron para que hiciera algunos cuadros para las paredes y detalles a las mesas.

Mi teléfono vibró de nuevo.

Aylan: ¿Entonces...?

Yo: ¿Entonces...?

Aylan: ¿Cuándo podemos juntarnos? No tengo mucho tiempo para la presentación del proyecto, así que estoy desesperado. Lo intenté por mi cuenta, pero no creo que sea lo mismo.

Yo: Eso suena más a que quieres pasar tiempo conmigo. Sospechoso.

Aylan: Puede que sí.

Yo: ¿Te parece el miércoles a las 04:30? Terminaré mi trabajo antes de las dos, necesitaré tiempo para comer y arreglarme; además, voy a ayudar a mamá a las 05:30 con los cursos. Podrías quedarte a mirar un rato, tal vez te ayude ver a gente más joven divirtiéndose.

Aylan: Si supieras la cantidad de gente joven que veo al día...

Yo: ¿Te gusta pasar tu tiempo libre con niños?

Aylan: ¿Qué?

Yo: Es que me diste a entender que pasas tiempo con niños o, bueno, "gente joven".

Aylan: Ah... Si bien no me refiero a eso, creo que sí, me gustan (cuando son bien portados). Y sí, me parece bien la idea que has dado. ¿Te gustaría comer algo en especial? Puedo llevarte algo como agradecimiento.

Yo: No es necesario, he sido yo el de la idea, como has dicho antes; sin mencionar que acordamos mi ayuda a cambio de tu permiso para ir a verte bailar.

Aylan: Igual, quiero llevarte algo.

Yo: Bueno... Me gustan los brownies. Podemos ir por uno a algún lugar, cuando salga de ayudar a mi mamá.

Aylan: ¡Ya veremos! Hasta entonces, Hayden. :)

Mi tía me regañó ese día por haberme distraído un poco; no obstante, me dio unas palmaditas cuando vio que había acabado a tiempo las pequeñas decoraciones. Eran cuadros de flores y mariposas porque la cafetería tenía un ambiente muy naturalista y, según ella, muy romántico (halagando su propio trabajo, claro).

Esa mujer no dejaba de sorprenderme nunca, ya que parecía una máquina; puertas, construcciones, trabajos con madera y/o vidrio, lienzos pintados con gran detalle (...). Parecía una caja de sorpresas.

"Claveles Rojos" era un edificio que había estado algo abandonado durante el tiempo en que estuvimos en Montemayor y que había recuperado su chispa tras la llegada permanente de mamá, un año antes de nuestra mudanza completa. Lo pintó de blanco con detalles rojizos y azulados, mejoró todo el interior y consiguió ayuda de sus antiguos socios, los cuales también reanudaron las clases que impartían antes. Estaba en el mismo parque que el gimnasio donde se llevó a cabo el partido de "los Cuervos" contra "las Lechuzas", más al fondo y apartado de los gritos de la gente que entrenaba.

Aylan llegó diez minutos antes de la hora acordada y cinco minutos antes que yo, por lo que no me sorprendí cuando lo hallé absorto en sus pensamientos mientras veía vídeos de coreografías en la pantalla de su celular. A pesar de eso, pareció darse cuenta de mi presencia, ya que no se inmutó cuando intenté asustarlo desde detrás; de hecho, me sonrió con normalidad y yo no pude contenerme antes de regresarle el gesto.

Tenía un tenue aroma de vainilla y coco que creí le iba a la perfección por su forma de ser, un bonito conjunto deportivo oscuro y un bolso morado en el que llevaba el resto de sus cosas.

Lo invité a pasar tras hablar un poco, pues el calor parecía estar intensificándose a esa hora y estar afuera no era lo ideal (sin contar que pude ver cómo sus mejillas se iban sonrojando y no por los nervios). Me dijo que desde nuestra conversación por mensajes se había puesto a investigar un montón de ideas para no llegar en blanco y que, justo cuando llegué, estaba tratando de decidirse entre tres coreografías.

—A mí me gusta mucho la segunda —admití tras verlas todas—. Además, es contemporáneo, ¿no? Dijiste que te sentías cómodo con ese género.

—¿Y tú sabes bailarlo?

Su pregunta me hizo reír porque no supe cómo decirle que gran parte de mi vida (antes del cáncer) fue de alguien que solía pasar el rato dentro de los salones de práctica con mamá u otros compañeros, bailando de todo. Ese género lo consideraba como el mejor para expresar sentimientos de manera espontánea. Hubiera deseado tener las fuerzas y el permiso de los doctores para seguir haciéndolo cuando comencé con la quimioterapia porque, a veces, tenía emociones de las que quería librarme y no podía.

—Tomaré esa risita como un sí.

—Tómalo como un: "mamá me obligó a aprender casi de todo cuando era niño" —quise resumir, pues no quería aburrirlo con charlas filosóficas sobre la danza.

Me miró unos segundos y sus ojos avellana parecieron brillar bajo la luz del Sol que se colaba por las grandes ventanas del estudio. Desde ese momento tuve que saber lo difícil que era ocultarle cosas.

—Puede que esté algo oxidado, así que sé amable conmigo.

—Creí que serías tú quien me ayudaría a mí...

—¡Nos ayudaremos el uno al otro, claro! Yo necesito recuperar mi constancia en esto y practicar estilos que casi no hago para ayudar con el centro y tú necesitas pensar en otra cosa —lo alenté, una vez nos sentamos juntos para comenzar a calentar—. ¿Por qué elegiste esas coreografías?

—Me gusta la letra de las canciones.

—¿En qué idioma fue la primera, chino?

—Sí. Fueron en chino, coreano y japonés —de las otras dos lo supe apenas las oí—. La que elegiste habla de la depresión. Yo la interpreto como... Mm... Lo que no puedes decir cuando la sufres, las noches que pasas sin dormir o cuando lo haces después de llorar.

—Eso es algo triste —admití y reproduje de nuevo el vídeo.

En él estaba una muchacha con ropa básica, sin tanta producción detrás más que un salón normal y su cámara. Bailaba lento, suave y con la expresión que supuse daba a entender cómo buscaba salir de ese pesado periodo.

Si bien no sabía la traducción completa de la canción, había pequeñas frases en inglés que se traducían como "lo único que quiero es ser feliz", "estoy cantando por mi cuenta" y "¿puedes verme? Porque estoy de un azul y gris". La melodía era melancólica y abrazadora en compañía de vocales limpios y un rap lento. Era una de esas canciones perfectas para arrullarse y consolarse antes de dormir después de un día pesado.

Incluso sin saberlo, lo sabía.

—Me corrijo, no es triste —hablé cuando lo vi asomarse para ver otra vez el baile—. Decidir bailar (y cantar, en el caso de los artistas) debe ser algo asombroso y valiente, en especial para alguien que está pasando por eso.

Justo en ese momento, la joven yacía en el suelo y yo deseé haber conocido esa pieza de arte cuando pasaba por mis momentos más difíciles. Pese a no ser el vídeo original del artista, los comentarios estaban llenos de vivencias personales de los usuarios. Pensé que haberlos leído por aquellas fechas difíciles me habría hecho sentir más comprendido y menos como una carga para Donovan y el resto de mi familia.

—Alguien anda muy... Entusiasmado —fue una burla sin pizca de maldad.

Me giré a verlo y sonreímos. Así nos comunicábamos y, en esa ocasión en especial, quise decir que, como a ambos nos gustó tanto el baile como el significado de la canción, sería la coreografía elegida.

Esa hora con Aylan fue tal cual la imaginé, con un ambiente cotidiano, no monótono ni aburrido. Fue relajante y entretenido, sin la incomodidad de habernos conocido hacía poco o sin la vergüenza de ser vistos con la respiración acelerada y un par de gotas de sudor resbalando por nuestras frentes.

Cuando dio la hora en la que debía de ir a ayudar con el trabajo, ya llevábamos casi la mitad. Nos felicitamos porque ninguno acabó desesperado o con el tobillo lastimado y me acompañó a la sala donde estaría ayudando a mi mamá por las siguientes tres horas con clases de jazz y claqué a diferentes grupos de niños de entre seis y diez años. Tenía casi cincuenta años y se movía como una mujer de treinta, por lo que no supe para qué necesitaba mi apoyo.

Quien en verdad pareció entusiasmarse fue el Ainsworth, el cual dejó de lado la pena tras unos minutos de estar con el primer grupo y comenzó a echar una mano cuando veía a algún pequeño perdido en medio de los ensayos.

—¿Están preparando un festival? —Asentí ante su pregunta—. Creo que acabarás por desmayarte.

Habíamos salido para rellenar las botellas del tercer y último grupo. Para ese punto, creí que la cabeza me estallaría después de escuchar el eco que provocaban los pasitos que daban con los zapatos especiales de claqué. Los varones eran hiperactivos y las niñas novedosas, por lo que no dejaban de zapatear ni en los pequeños descansos.

—Es cuestión de tiempo para que me acostumbre de nuevo. Antes era como si viviera aquí, ¡incluso tenía un número especial en las presentaciones!

—Eso debe ser porque eres hijo de la dueña —le di un empujoncito, fingiendo estar ofendido. Él rio muy suave, apenas sacudiendo sus hombros—. ¿Cuándo será el festival?

—En primavera. Mamá es muy estricta con todo. Intenta que sepan cada uno de sus números antes de las vacaciones invernales —expliqué, deteniéndonos en la puerta del estudio al que debíamos de regresar—. Claro, intercala otros bailes para que no sea tan pesado y aburrido... Ya sabes, son niños y adolescentes en su mayoría. Es normal que se harten.

—También hay adultos y gente de nuestra edad —se refería a los grupos que estaban al cuidado de la maestra Martha y el profesor Carlos. Momentos antes, pasamos por sus respectivas aulas para ir a los garrafones que se encontraban al final de cada pasillo—, ¿ellos igual participan?

—Claro. Todos lo hacen. Desde pintura y fotografía, hasta baile y canto. Nadie se queda fuera del ojo de águila de Dianthus —le llamé por su nombre para imponer más. Al abrir la puerta, los niños ya estaban haciendo los estiramientos finales antes de dar la hora de salida—. ¿Por qué? ¿Te interesa entrar?

La pregunta no obtuvo respuesta, pero no me di cuenta de eso hasta tiempo después, cuando mamá dijo que se haría cargo de limpiar y que nosotros podíamos esperarla afuera del centro. Aún faltaban un par de clases para adultos, las cuales no nos correspondían.

Cuando salimos, el velador estaba en la oficina de la secretaria, hablando con la mujer sobre la cantidad de gente que se inscribió ese año.

—Se me olvidó entregarte los brownies —tomó la palabra una vez estuvimos sentados en una banca a las afueras del centro e iluminados únicamente por los faroles, pues la Luna y las estrellas estaban escondidas detrás de las espesas nubes. Me entregó una cajita y yo quise reír porque creí que se dio el tiempo de hacerlos para mí cuando le dije que no era necesario—. Ethan los hizo —sin embargo, esa explicación me dejó confundido—. La cocina y yo no nos llevamos bien.

—¿No sabes ni preparar un huevo? —Pregunté. Éste negó y, aunque me sorprendí porque pensaba que era de las cosas más básicas, hice un gesto afirmativo mientras me fijaba en la caja—. Te recomendaría intentarlo. No vivirás siempre con tu familia, ¿o sí? En algún punto querrás tu propio espacio y ser más independiente.

—No tengo la necesidad. Ethan siempre hace todo por nosotros mientras mi tía trabaja en su despacho y Crystal sale por ahí —eran una familia curiosa, como una secta pequeña o algo así. La idea me generó gracia—. Ryuu y Víctor saben más cosas que yo...

—Eres un mimado.

—Sí —admitió, viendo que abría el regalo y le tendía uno de los tres grandes brownies que me dio. Les dimos un mordisco al mismo tiempo y se tomó su tiempo para continuar—. Creo que a tu tía le caería muy mal —carcajeé ante la idea porque, en efecto, estaría encima de él todo el tiempo para que hiciera algo de provecho con su vida hogareña.

—Algunos son malos en la cocina. Mamá, por ejemplo, lo único que sabe hacer son postres y papá es quien hace la mayoría de las comidas —de no ser porque estábamos comiendo, me hubiera sentido algo incómodo por su mirada fija en mí—. ¿Qué haces todo el día, aparte de bailar y buscar ropa para verte bonito?

—¡Ahora has sido tú quien me ha dicho bonito primero! —Recordó la conversación de aquella noche en la que cenamos juntos, por lo que no oculté la pizca de burla que se asomaba en mis ojos—. Creo que no hago nada más... Dependiendo del clima, me gusta leer y escuchar música.

—¿Te gusta leer y escuchar música durante días lluviosos mientras tomas un café o un chocolate caliente? —Sus hombros se sacudieron más ante la risa y echó la cabeza hacia atrás. Parecía un niño pequeño en medio de un ataque de carcajadas—. ¿Por qué no comienzas a trabajar?

Lo pensó más de lo que esperé y, por un segundo, creí que no lo dije lo suficiente fuerte o que toqué un tema sensible, pues acabó frunciendo el ceño, pareciendo confundido y sin una respuesta exacta a mi pregunta.

—Creo que soy un inútil —la sinceridad con la que respondió me dejó pasmado y tuve que parpadear varias veces para poder entender si su hermosa sonrisa ocultaba algo. Sus ojos avellana parecían más achocolatados y su voz no parecía tan llena de vida como la de hacía un minuto—. ¿En qué podría trabajar así?

Esa noche le ofrecí mi puesto en "Claveles Rojos" como auxiliar de baile, diciéndole que yo me podría recorrer al de auxiliar de pintura. Le confesé que no me parecía un inútil, que cada persona tenía sus puntos altos y sus puntos bajos, que todos teníamos algo en lo que éramos buenos y que lo suyo era, en definitiva, el baile. Le recordé su carrera y la posibilidad que tenía de ayudar a mamá (aún más de lo que yo podría) porque él escogió el baile como forma de vida y no como pasatiempo, como hice yo. Me atreví a frotar su espalda cuando éste dijo que lo pensaría porque no quería parecer un aprovechado y que necesitaba hablarlo con el resto de los Ainsworth.

Lo acaricié y pareció gustarle. Lo hice de nuevo y a mí también me gustó al ver su rostro relajado otra vez.

No me pregunté la razón por la cual me sentí tan ligero después de haberme acabado un postre tan grande y empalagoso, tampoco supe cuándo mamá se subió al auto y nos esperó ahí por un largo rato. No me di cuenta de muchas cosas; no obstante, sí descubrí lo sedoso que era su cabello, de su perfume todavía presente y de las pecas que apenas eran notorias en su nariz.

Le oí tararear la canción que estuvimos practicando horas antes y quise preguntarle si él también buscaba un ángel salvador, si se sentía azul y gris, si creía que cantaba y que nadie lo oía, y si sentía que seguía sin hallar la felicidad que tanto buscaba.

Yo también tarareé para él. Tarareé el consuelo que consideré necesitaba en esos momentos. Tarareé que podía ayudarlo, que todos nos sentimos azul y gris al menos una vez en nuestras vidas; le expresé que no cantaba solo, que yo podía oírlo y que ambos seguíamos buscando la felicidad prometida, como muchos otros más.

Nos mecimos al ritmo de la melodía y lo quise teñir de todos los colores del arcoíris porque, aun cuando no lo conocía lo suficiente, algo me empujó a querer hacerlo.

Y, cuando estuvimos separados, en mis sueños le pregunté si estaba teniendo una buena noche. Él dijo que sí mientras me sonreía, que esperaba no tener que aguardar hasta un futuro lejano para decir que logró salir de esa oscuridad.

Yo deseé que así fuera para él y para mí.

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