1. MENSAJE EN EL FUEGO.

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

«No es el sexo lo que nos da placer, sino el amante».

Mansfield Park, de Jane Austen

(1775-1817).

Bath, 15 de agosto de 1881.

El vigoroso chisporroteo sacó a Sarah del sopor. Y el aroma de la leña de eucalipto al consumirse inundó la estancia. Apoyó el libro sobre las piernas y estudió el movimiento del fuego —que formaba un corazón—, tal como si le enviara un mensaje secreto.

     Las palabras de Alfred de Musset le vinieron a la cabeza, igual que si un ente espiritual se las susurrase en el oído. Aquello de que «ni la ausencia ni el tiempo son nada cuando se ama». ¿Sería posible que todavía hubiera esperanzas para ella? Porque lo de la lumbre de la chimenea era una inequívoca señal que le indicaba que algún día conocería esta mágica y cálida emoción.

     «Quizá no todo esté perdido. Me atreveré a creer que es mi anhelo por encontrar fuera de las novelas y en la vida real este trascendente sentimiento lo que cambiará mi futuro. ¡Esto es lo que ha obrado el milagro de modelar la imagen entre las llamas! No puedo perder mi última oportunidad, debo estar receptiva», se alentó, asombrada, mientras se llevaba la mano a la garganta y aguardaba por un nuevo comunicado.

     Sin embargo, la prepotente voz de su esposo la interrumpió:

—Tengo algo vital que informarte, querida. —Wilfred Batchelor se acomodó el cabello ralo con gesto pomposo—. Mañana por la noche retomaremos el débito conyugal. —E, igual que de ordinario, prosiguió con el análisis de las facturas.

     Ni su respuesta ni la aceptación del plan le importaban, había decretado su destino y solo le tocaba sobrellevarlo. Daba por hecho que cualquier deseo suyo se convertía en la ley del hogar. Que —resignada— volvería a recibirlo en su cama una vez a la semana. Y, lo peor, consideraba que acostarse con él era su obligación de esposa y que el lecho conyugal no constituía una fuente de placer, sino el medio para engendrar pequeños varones Batchelor. En esto sí había sido eficiente, pero su cónyuge nunca le había agradecido el esfuerzo. Tampoco lo esperaba, solo abría la boca para hacerle recriminaciones.

—¿Es necesario pasar por todo eso otra vez? —le soltó sin poderse contener—. Ya tienes tu heredero y yo no deseo volver a poner en riesgo mi salud.

     No se molestó en responderle y a Sarah le vino a la mente una frase de la novela Persuasión, de Jane Austen, que apenas unos instantes antes releía. Y que se transformaba —al tenor de la amenaza de su marido—, en una idea fija.

     Porque sin duda los retrataba:

     «Eran dos extraños. No; peor que extraños, porque jamás podrían llegar a conocerse. Era un exilio perpetuo».

     Aunque, para ser honesta, prefería el exilio eterno a la cercanía. El bebé ya tenía medio año y desde hacía sesenta días sospechaba que pronto llegaría el temido momento de permitirle el acceso a su habitación. Encima, durante una prolongada y sofocante hora semanal. Pero no por esperado se hallaba resignada a padecer de nuevo sus desagradables, egoístas y bruscas atenciones. Y menos cuando las llamas le habían brindado expectativas de algo mucho mejor.

     Recordó la única enseñanza que le había proporcionado su madre la mañana de la boda. Y decidió volverla a emplear —si no hallaba alguna imaginativa escapatoria— porque le había resultado muy efectiva.

     Le había recomendado:

—Piensa en Inglaterra, querida, y no le des más vueltas. No te muevas porque, si lo haces, lo alentarías más. Así siempre me comporto con tu padre... Y te juro que te entiendo, Batchelor también me resulta odioso. Hice todo lo posible por impedir el enlace, pero nadie me escuchó.

     La técnica que ella aplicaba en sus casi treinta años de matrimonio consistía en quedarse rígida como una tabla hasta que el hombre se desfogara. Quizá su progenitora podría haberse extendido un poco en la explicación. Y, de paso, advertirle cómo era el procedimiento estándar, ya que sacrificarla en el altar de la ambición de su padre —sin contar con ningún conocimiento previo acerca del coito— significaba proceder con premeditación y alevosía. O puede que se le hiciera tan vomitivo como el arsénico la mera idea de recrearlo. Y que había considerado que era mejor mantener la decorosa reserva que regía las relaciones madre-hija.

     No se había equivocado. Si le hubiese descrito el acto sexual lo más probable era que hubiera huido a refugiarse en el monasterio cercano. Resultaba preferible dedicarse a servir a Dios que ser la esclava de los caprichos de un hombre resentido. Y que competía en fealdad con el demonio.

     Rememoró el penúltimo encuentro, poco antes de saber que estaba embarazada. No había funcionado la excusa de que le dolía la cabeza. Ni la de que no tenía ganas porque se hallaba muy cansada. Wilfred había entrado en su habitación con el mismo ímpetu de un barco a vapor al cortar el agua marina. E iba impregnado de un nauseabundo hedor a naftalina. Para ponérselo más difícil, se enfundaba en el ridículo camisón masculino y llevaba el gorro de pompón puesto. Ambas prendas eran capaces de bajarle la libido a la más ardiente de las mujeres. Y —como acostumbraba— la había poseído sin ninguna caricia previa. Solía compararlo con el modo en el que el médico le rebanaba el interior del brazo para efectuarle una sangría.

     Sufrió la invasión con el mismo silencio de la mayoría de las mujeres a las que casaban en beneficio de los varones de la familia. Sabía por experiencia que de nada valía participarle que la lastimaba. Aguantó el chaparrón uno o dos minutos, hasta que la bañó con su semilla. No le extrañaba que las jóvenes fueran al matadero sumidas en la ignorancia, de lo contrario todas escaparían de esta fatalidad encubierta bajo el nombre de «matrimonio». Y la sociedad viviría de escándalo en escándalo.

     Peor todavía: nadie la consultó acerca de si le gustaba como posible esposo ese individuo lánguido, blanco como un papel, de pelo rubio y escaso y con un par de ojos saltones y azules, que solo brillaban al contar las monedas. Simplemente los padres de ambos se pusieron de acuerdo con la dote. Su madre ni siquiera intentó persuadirla de que el amor vendría después del enlace, lo que solían hacer. Sabía a la perfección que entre dos personas tan dispares jamás nacería, pues a diario la sacaba de quicio la rígida mentalidad de burgués adinerado y sus complejos ante los aristócratas. Sí crecían otras emociones, entre ellas el odio, el asco y el rencor.

     Por eso cuando —a la noche siguiente y sin ponerla sobre aviso—, se presentó y sin ningún tacto la penetró, se zafó y le gritó fuera de sí:

—¿No te das cuenta de que me lastimas? Si te quitaras de los ojos este ridículo gorro quizá podrías ver y acertarías más fácil. ¿Por qué tienes que ser tan desagradable y hacer de esta rutina un sufrimiento insoportable? ¡Se nota que nadie te ha enseñado a satisfacer a una dama!

     Wilfred se levantó del lecho y la contempló tan horrorizado como si le hubieran salido un par de cuernos en la frente. Luego abandonó el dormitorio con un portazo. ¡Por fin se iba el olor a naftalina!

     Rememoró su cara de pasmo y a punto estuvo de lanzar una carcajada, solo el calor del fuego la detuvo. Era comprensible la turbación porque sabía que los sirvientes los habían escuchado. Y porque nunca antes le había manifestado sus pensamientos reales. Luego la noticia de que daría a luz había establecido una tregua.

     Pero desde que nació el niño sentía que todo iba a peor. Su esposo la irritaba más y debía hacer un esfuerzo sobrehumano para aguantar el tono rasposo de voz, el olor a tinta rancia y su presencia en la sala mientras ella leía. Odiaba que fingiera ante la servidumbre que eran una familia.

     «¡Recuerda el corazón en la lumbre!», se repitió hasta el cansancio. «¡Y ten la esperanza de que todo cambiará!» Porque, para mantener sus ilusiones y no desfallecer, Sarah sería capaz de asirse a un clavo ardiendo.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro