Masaru Daimon

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Un niño lloraba desconsoladamente en un parque solitario. Impulsaba sus piernas en un intento de distraerse con el balanceo del columpio, pero aún podía ver cómo las personas pasaban, susurrando su pena sin actuar en su ayuda. No pasaban desapercibidos los moretones y las heridas sin tratar en la piel del niño, que ya sollozaba más por su soledad que por su dolor.

En sus orejas, unos cascos que intentaban mitigar el ruido a su alrededor, así como los constantes y molestos pensamientos que no lo dejaban respirar. Sin embargo, una voz alcanzó su consciencia.

- ¿Necesitas ayuda?

Alzó la vista y encontró a un joven adulto que rondaría los 20 años. Tenía un cabello blanco níveo y vestía una camiseta rallada verde y roja combinada con una chaqueta y pantalones negros, que resaltaban aún más su piel pálida y aparentemente frágil. Sus ojos eran de un gris verdoso claro y lo miraban con preocupación y calma, mientras sus manos cargaba con algunas bolsas de la compra.

- ¡C-claro que no!- Borró con energía las lágrimas que caían, intentando verse fuerte frente a la primera persona que se acercó a hablarle.

Sin embargo, deseaba desesperadamente que alguien lo salvara de su agonía.

El joven le sonrió con amabilidad, como uno miraría a un amigo. - Soy Nagito Komaeda. ¿Cuál es tu nombre?

- Masaru Daimon...- Respondió más desanimado, sintiendo su orgullo desinflarse.

El extraño acercó una huesuda mano al rostro de Masaru, rozando suavemente la raspadura abierta y sin tratar en su mejilla. Sin poder evitarlo, Masaru soltó un quejido.

- ¿Qué te ocurrió?

- ¡N-no es de tu incumbencia!- se defendió algo alterado. No había forma en que confesase que fue su padre quien lo lastimó tan gravemente.

El joven no parecía alterado por el cambio de actitud. Sin perder esa serenidad, continuó hablando cuando otros ya se hubieran rendido.

- ¿Dejarías que la trate por ti?

Lo miró sorprendido, asintiendo lentamente. El albino entonces soltó en el suelo las bolsas que cargaba y sacó de una de ellas una cajita con desinfectante, algodones y tiritas.

- Puede que duela un poco.

Hizo una mueca por el escozor que provocó el roce entre el algodón y su piel abierta. Lo paso un par de veces y luego lo retiró, colocando cuidadosamente una tirita con dibujitos de dinosaurios.

- ¡Está listo!

La sonrisa del joven se veía tranquila y preocupada al mismo tiempo. Brillaba con una calidez desconocida para Masaru, siendo más radiante que el anochecer que despedía a los últimos rayos del sol.

- Se está haciendo tarde... ¿Estás esperando a que te recojan tus padres?

- ¡No hace falta! Sé volver yo solo.

Con esas palabras, saltó del columpio y corrió lejos. Entonces notó que ya no quedaba nadie alrededor. Dentro del parque no habían niños felices ni hijos tomados de las manos de sus padres. Y aunque esa falta le hiciera sentir menos envidioso, solo aumentó su soledad.

Miró de reojo hacia atrás una última vez, viendo al chico de nombre Komaeda despidiéndose como una madre que deja a su hijo en la escuela. Le hizo gracia ese pensamiento, era algo patético. Sin embargo, también sintió algo de culpa. No le había dado las gracias.

Volvió todo el camino en silencio hasta su casa, con la mente en blanco y pateando una roca que hacía de pelota en su imaginación. Pronto, la piedra se desvió del camino, rodando lejos de más, como si supiera que dentro de esa vivienda habitaba una persona horrible. Y para Masaru, era algo peor.

No era más que una pequeña casa japonesa normal y corriente, pero para el pelirrojo no había nada que inspirase más ansiedad. Las luces encendidas significaban que alguien estaba dentro y, la televisión a todo volumen, que estaba despierto y en el salón.

Con una gran bocanada de aire, se acercó y giró el pomo despacio, abriendo con lentitud la puerta. No tardó en sentirse asfixiado por el fuerte olor del tabaco y, aunque sintiera náuseas, no podía dejarse vencer por eso. No estaría a salvo hasta que regresase a su cuarto.

Se quitó los zapatos y aprovechó la amortiguación de los calcetines para pasar desapercibido. Pero tan solo dos pasos más lejos de la puerta principal, justo frente a la puerta abierta del salón, la vieja madera quiso crujir. Nunca había maldecido más a su vieja casa que en ese momento, hasta que un fuerte golpe en la mejilla lo sacó de su enojo y lo convirtió todo en miedo.

- Masaru pequeña mierda, ¡¿A dónde cojones te habías ido?!

Las lágrimas no tardaron en regresar, emborronando sus ojos celestes.

- ¿Te crees muy guay? ¿Creíste que podías vivir sin mí? Eres una perra igual que tu madre. No vales una mierda, agradece que te dejo estar aquí y no te eché a las ratas todavía.

Crueles palabras fueron acompañadas de una grotesca violencia contra su pequeño cuerpo. Llegó a desconoces si eran las patadas o el pánico lo que le impedía respirar.

- Chks. Tan inútil como siempre. Ve a comprar más sake, escoria.

Tiró algunas monedas a su cara y se retiró una vez más a ver la televisión, rascándose la barriga mientras hacía ruidos desagradables con las botellas restantes. Era repulsivo de ver.

Pero Masaru agradecía que no duró mucho esta vez.

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