4. Apofis

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Abdul despertó junto a los primeros rayos del sol que empezaban a reflejar el brillo dorado de la arena. Tras realizar la oración matutina, dedicó un momento a pulir el filo de su cimitarra para luego envainarla con sumo cuidado en su cinturón. Acto seguido, dio una revisada fugaz a su fusil de asalto personalizado antes de colocar la correa del arma alrededor de su hombro.

Anubis se había mostrado sumamente intranquilo durante toda la noche, repitiendo mentalmente que era extremadamente urgente llegar a la Pirámide Negra cuanto antes. Así, por exigencia del cachorro, Abdul se había visto en la obligación de levantarse un poco más temprano de lo que tenía planeado para comenzar con los preparativos.

Por su parte, el ejército de muertos parecía no haber tenido ni un solo momento de descanso. Continuaban transportando objetos y revisaban los vehículos a un ritmo imparable. A la luz del día, Abdul pudo percatarse de que aquellos hombres pertenecían a razas muy distintas, y aunque no emitían ni una sola palabra, poseían todo un sistema de gestos y gruñidos guturales para comunicarse entre sí.

Abdul se mantuvo observando las labores de aquellos seres hasta que Saif hizo acto de presencia y empezó a dar un complicado discurso referido al honor, la justicia y la venganza. Los ojos sin vida de los muertos que lo escuchaban parecían refulgir con energía mientras oían atentamente las palabras de aquel que les brindaba la oportunidad de derrotar aquello que les había arrebatado el derecho a existir.

Incluso Abdul fue imbuido por una extraña emoción por las firmes y dramáticas expresiones de Saif, aunque él no tenía intención alguna de enfrentar al titánico monstruo denominado Apofis. Su única motivación era llegar a la Pirámide Negra para cumplir con el pedido de Anubis. Si para lograrlo tenía que colaborar con aquellos demenciales seres y su desquiciado líder, entonces soportaría aquella penitencia cuanto fuera necesario.

Cuando Saif concluyó su épico discurso, los hombres lanzaron una especie de alarido de guerra y se pusieron manos a la obra de forma que, en menos de un minuto, todos los vehículos estaban encendidos y surcaban la arena internándose en el Desierto Olvidado. Abdul, que se había quedado paralizado por aquel fúnebre clamor múltiple, se apresuró a ensillar a Zamir y cabalgó con rapidez para alcanzar al ejército de muertos.

Los jeeps y todoterrenos eran demasiado veloces y Zamir no tardó en quedar rezagado, por lo que Abdul subió junto a su camello al vehículo insignia de Saif, el cual era casi tan grande como el que había estado cubierto por una lona en el campamento. Aprovechando la reunión, el hombre de la cicatriz decidió explicarle los detalles exactos del plan que iban a seguir.

El paso inicial era avanzar con dirección a donde, en teoría, habría de encontrarse la Pirámide Negra. Tendrían que hacerlo a toda velocidad con tal de llegar antes de la caída del sol, para así levantar un puesto de avanzada al pie del mítico monumento color azabache. Si no lograban ser lo suficientemente rápidos, habría un cambio de planes y se detendrían apenas les cayera encima el manto de la noche. Sin importar en dónde se encontrasen, sólo les quedaba una acción final: prepararse para la irremediable llegada de Apofis. Si todo salía según lo previsto, utilizarían la carta del triunfo para acabar con el ciclópeo gusano de arena de una vez por todas.

Con respecto al tesoro que, según la leyenda, encontrarían al interior de la Pirámide Negra, Saif se quedaría con el 70% mientras que el 30% restante sería para Abdul. En cuanto al ejército de muertos, no necesitaban recibir nada a cambio de su trabajo, ya que apenas vieran cumplida su misión volverían a descansar en verdadera paz en las entrañas del desierto.

Ante la repartición, Abdul afirmó que no deseaba nada del supuesto tesoro, ya que su única prioridad era llevar a Anubis hasta la pirámide. Saif aceptó sin discutir, y ambos subieron a la parte superior del vehículo, desde donde tenían visión panorámica de todo el lugar.

El hombre de la cicatriz indicó que la verdadera razón por la cual había invitado a Abdul a unirse a aquella travesía era porque le recordaba a sí mismo en su juventud. Tras ello, Saif dirigió su mirada al horizonte, donde las arenas se fundían con el cielo, y apretó los dientes sintiendo que pronto cumpliría con su tan anhelada venganza.

Cuando la luz del día fue derrotada por la inevitable oscuridad nocturna, aún no se podía distinguir ni rastro de la pirámide que buscaban. Abdul propuso que continuaran con el trayecto durante un tramo adicional, ya que el brillo de la luna y la luz de los incontables faroles de los vehículos brindaban un rango seguro de visión de las dunas de arena. Saif rechazo la idea con rotundidad, indicando que durante la noche el desierto entero se convertía en una trampa mortal. Si cometían la torpeza de continuar, resultaba muy probable que Apofis los devorara a todos sin darles tiempo suficiente para reaccionar.

Por ello, el hombre de la cicatriz ordenó que todos los vehículos se detuvieran y adoptaran la posición circular que habían mantenido en el campamento. Su ejército se apresuró a obedecerlo y, en un respiro, la formación estaba completa con una pequeña variante. El misterioso y gigantesco vehículo cubierto por la lona había sido colocado en el centro, protegido por los demás coches. Con todo preparado, Saif bajó a tierra y, haciendo una señal con sus manos, ordenó que retiraran la tela que ocultaba su carta del triunfo.

Entonces, aquel misterioso vehículo se irguió con esplendor, mientras que Abdul observaba, lleno de asombro, que se trataba de una especie de cañón de asedio ridículamente grande. Con una gran sonrisa en el rostro, Saif alzó un dedo señalando su devastadora arma y exclamó a todo pulmón que ni el mismísimo Ra soportaría un solo disparo. Ahora lo único que hacía falta era esperar pacientemente la llegada del temido Apofis y comprobar si en verdad aquel obús era tan potente como parecía.

Durante muchas horas el desierto permaneció tranquilo y silencioso, cubriendo toda su superficie con un gélido aire hostil. Saif y Abdul se habían quedado discutiendo sobre temas filosóficos, mágicos y religiosos, mientras cenaban alrededor de una fogata que habían encendido al centro de la formación, frente a la carta del triunfo. Ambos hombres coincidieron que era el mágico destino o el Creador mismo quien había decidido su reunión para beneficio mutuo. Anubis dormía plácidamente dentro de su refugio colgado al hombro de Abdul, y Zamir retozaba al lado de su dueño, mientras intentaba comerse los restos de su plato.

Por su parte, el ejército de muertos no necesitaba comer ni descansar. La mayoría de ellos había ingresado al cañón gigante, el cual estaba cargado y listo para disparar apenas fuera necesario. Los hombres restantes habían formado pequeños grupos para explorar los alrededores del desierto en busca de cualquier señal sospechosa. De vez en cuando, sus atroces alaridos rasgaban la quietud del desierto, indicando que todo marchaba correctamente.

De tal forma, todo parecía tan pacífico que Abdul consideró posible pasar una noche tranquila y sin pormenores molestos. Sin embargo, un par de horas después, sucedió aquello que Saif había estado esperando por más de una década.

Empezó con un leve temblor que fue acrecentándose hasta que sólo unos pocos fueron capaz de mantenerse en pie. El remesón sacudió las dunas como si de un embravecido mar se tratara, causando que los vehículos más pequeños terminaran hundiéndose en las arenas. Para ese punto, incluso el gigantesco cañón comenzó a balancearse de un lado a otro, ante lo cual Saif ordenó a sus hombres que subieran encima del titánico vehículo para evitar que se desplomara.

El potente movimiento continuó por unos minutos más hasta que, tan rápidamente como había empezado, cesó por completo. Sin embargo, aquel no fue sino el comienzo real de la desgracia. En la lejanía comenzaron a escucharse desgarradores gritos de los escuadrones de muertos, pero resultaban incluso más atroces que los que habían emitido durante su exploración. Dado que los bramidos se apagaban abruptamente poco después de empezar, era fácil adivinar qué estaba sucediendo.

Uno a uno, iban cayendo víctimas del mismo olvido que les había arrebatado la vida en tiempos remotos.

Abdul, fuera de sí, le imploró a Saif que tomaran los vehículos que aún se mantenían en pie y se largaran de allí cuanto antes. El hombre de la cicatriz se negó sin dar espacio a discusiones, espetando que se quedarían a combatir contra el gusano de arena hasta agotar todas sus posibilidades. Como respuesta a tan obstinada determinación, los lejanos alaridos dejaron de oírse, indicando que todos los escuadrones de muertos habían sido eliminados.

El aire alrededor del campamento se puso rancio y pesado, tal como olería una grotesca tumba ancestral. Una desagradable sensación de desesperanza al más puro estilo del corte nihilista comenzó a apoderarse de las almas de los hombres allí presentes, sin importar si estaban vivos o no. Con esas aterradoras señales, el monstruoso verdugo existencial del Desierto Olvidado se dignó a presentarse en toda su imponente magnitud.

El gusano emergió de la arena justo al frente del colosal cañón, empequeñeciéndolo por completo. Abdul quedó petrificado por el terror, sin poder apartar la mirada de aquel titánico engendro. Se alzaba hasta casi tocar las nubes, a pesar de que la mayor parte de su cuerpo continuaba oculto bajo la arena. Apofis observaba, aunque no se podía distinguir si tenía ojos o algún órgano visual en su deforme cráneo, a los minúsculos hombres que se encontraban a su merced. Producía fuertes chasquidos cada vez que abría y cerraba su repugnante orificio bucal, dejando entrever unos colmillos irregulares tan grandes como automóviles y más afilados que navajas. Por si fuera poco, de su garganta cavernosa surgían murmullos que, de forma incomprensible, se articulaban como si de lenguas olvidadas se tratase.

Por su parte, Saif se negó a quedar paralizado por el miedo y la sorpresa. Con el recuerdo de su familia en mente, comenzó a levantar su brazo izquierdo, intentando dar una señal a los hombres apostados al interior del cañón. Cuando finalmente tuvo la mano señalando al cielo, la bajó con rapidez al mismo tiempo que un gran estruendo invadía la inmensidad del desierto. La detonación marcó la salida de un inconmensurable proyectil que, en menos de un segundo, atravesó el aire hasta terminar estrellándose en un costado del cuerpo de Apofis.

El gusano se desplomó produciendo un chillido lastimero similar al grito fatal de un coro infantil, mientras que un humeante líquido negro brotaba a chorros del punto de impacto del disparo. El cuerpo del monstruo cayó pesadamente sobre la arena, hundiéndose casi en seguida. Envuelto por una pesada capa de polvo arenoso, Saif emitió el primer aullido de triunfo, que fue imitado con mayor vigor por su séquito de muertos. Por fin, luego de más de seis siglos, el invencible y poderoso Apofis, guardián del Desierto Olvidado y devorador de existencias, había sido derrotado de una vez por todas...

Al menos, eso es lo que Saif ingenuamente creía en aquel momento.

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