Capítulo 1

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Capítulo 1

Isla de Finnèan. Hébridas, Escocia. 1406.


Ryder se encontró recorriendo ese pueblo sin tener la más remota idea de hacia dónde se estaba dirigiendo. Su caballo negro, Troy, bufaba con el frío invernal de enero y esa temperatura calmaba un poco el dolor de su brazo derecho.

El joven sujetaba las riendas entre los dedos enguantados de su mano izquierda y vestía un entallado traje oscuro hecho a medida que envolvía su torso moldeado y bajaba hasta sus caderas estrechas, justo en el punto en el que unas calzas oscuras empezaban, perdiéndose bajo la rodilla en unas carísimas botas de cuero italianas hechas a mano.

Todo en su aspecto denotaba que era un extranjero, lo sabía a la perfección. Aun así, no era relevante; Ryder Morrison no había acudido a la isla de Finnèan para quedarse. Solo necesitaba una solución a su problema.

Recorrió la plaza del pueblo a caballo, recibiendo algunas miradas desconfiadas por parte de los habitantes autóctonos. Según le habían dicho, ese pueblo se llamaba Ocasse y era el más grande de toda la isla, alcanzando casi el tamaño de una ciudad pequeña, pero para él, esa era una aldea de campesinos y granjeros. Para Ryder, todo allí olía a cabra.

Ryder bajó de su caballo y sujetó las riendas de Troy muy cerca de su cuerpo. No quería alejarse de la única cara amiga que tenía en esa isla, aunque fuera la de un equino. Troy llevaba con él más de cinco años, era un semental formidable y su padre se lo había regalado después de que él hiciera una labor excepcionalmente buena en el destacamento estratégico de una batalla entre su clan, los Morrison, y un grupo de ingleses envalentonados que el rey Enrique había enviado a sus tierras para intentar ganar territorio. Ni que decir que no lo habían conseguido y los Morrison habían salido victoriosos en esa batalla.

—¿Queréis un gallo, señor? —le ofreció una niña de unos siete años.

La pequeña era rubia y parecía haber sido enviada por su padre, que custodiaba unas doce jaulas llenas de aves a unos metros de él. Ryder lanzó un vistazo a ese improvisado mercado de tarde y apretó los labios.

—No —dijo con un gesto desdeñoso de su mano.

Ryder no era conocido por ser generoso o caritativo en particular... más bien, era bastante egoísta. Siguió caminando. Pasó por varios puestos más, uno de ellos en el que una jovencita rubia lo miró con evidente lascivia en su rostro, quizás impelida por su aspecto extranjero.

—¿Unas telas, mi señor? —dijo la muchacha con un tono de voz que le prometía cualquier cosa menos telas.

Ryder negó con la cabeza. El problema no era que no la encontrara atractiva, al contrario, pero tenía cosas más urgentes de las que preocuparse que de revolcarse con una joven del mercado. Bastante tenía con el terrible dolor que atenazaba su mano y que le era imposible de ignorar. Su mano quemaba y estaba congelada al mismo tiempo. Había perdido la sensibilidad de una gran parte de ella, a esas alturas, pero el dolor y la infección interna se extendía por su cuerpo como un horrible incendio. Si no hacía algo pronto, iba a morir, era consciente de ello.

Un hombre mayor, un zapatero del mercado, dedujo, golpeó la suela de unos zapatos de cuero sencillos con un mazo. Después apretó el flexible material, y lo moldeó con sus dedos para que adquiriera la forma de un zapato convencional. Ryder se acercó a él.

—Buen día —comenzó.

Y el rostro del zapatero se encendió como si acabara de ver al mismísimo rey de Escocia acercándose a su puesto en la plaza del pueblo. Se puso en pie, sonriendo de forma amplia. Su rostro parecía el de un campesino expuesto al sol de forma constante, pues su piel era morena y se asemejaba al cuero que utilizaba para realizar sus zapatos.

—¿En qué puedo ayudaros, mi señor?

Ryder casi se sintió mal por estar a punto de romper la ilusión de ese inocente que ya parecía convencido de que él le compraría un par de zapatos. Posiblemente estaría planeando cobrarle una fortuna por ellos.

—Estoy... —Ryder miró a su alrededor, tomando aire. Después se acercó más al hombre para poder susurrar sus siguientes palabras—, estoy buscando a una bruja.

Y el zapatero pareció decepcionado al instante, pues si buscaba brujas, no buscaba zapatos. Se alejó de él con un gesto indiferente y se sentó en su pequeño taburete de nuevo.

—Oh, las brujas. Hoy no están. —Agarró su mazo e hizo amago de golpear el tejido de sus zapatos.

—¿Y cuándo están? —insistió Ryder.

—Los domingos. Solo los domingos.

Faltaban dos días para el domingo, pues era viernes. Ryder no tenía un solo minuto que perder, bastante tiempo había malgastado ya yendo hasta esa dichosa isla en busca de esas las brujas de las que tanto se oía hablar.

—¿Y dónde se encuentran el resto del tiempo?

El zapatero miró a su alrededor. Después se giró hacia él, su actitud fue mucho más grosera.

—Chico, me estás espantando a la clientela. No puedo ayudarte.

Había pasado de ser «mi señor» a «chico». O ese estúpido era ciego o no había reparado en el sable que colgaba de su cinturón. Un sable extremadamente caro, además. Se sintió ultrajado. Nadie nunca lo había tratado con tan poco respeto en Escocia. ¡Era el conde de Eriden, por el amor de Dios!

Bufando, Ryder tomó una bolsita llena de oro que colgaba de su chaleco, pegado a su pecho. Tenía pensado entregar ese dinero a las brujas a cambio de su ayuda, no había creído que tuviera que gastárselo ahí, pero comprendía que todos los mercaderes serían de ese modo: solo le prestarían atención si podían sacar algo de él. Sacó de la bolsa una moneda de plata y se la tendió al mercader. El hombre alzó la vista y pegó un salto en su taburete al verla. Estuvo a punto de alcanzarla, pero Ryder la apartó en un visto y no visto, antes de que él siquiera llegara a rozarla.

—¿Las brujas? —preguntó de nuevo con seriedad.

Sus labios se curvaron en una sonrisa forzada al hablar.

—¿A quién buscáis con exactitud? —preguntó el zapatero.

Ryder suspiró. Así se hacían las cosas en esa isla, según veía: solo con dinero. Se encogió de hombros y miró al cielo nublado, sin saber muy bien a quién buscaba. Solo sabía que en esa isla vivían brujas y que ellas podían ayudarle.

—A cualquiera —dijo.

—Todas son parte de una familia, se cubren las espaldas las unas a las otras, así que... encontrada una, encontradas todas.

—Bien —murmuró, impacientándose—. ¿Dónde puedo hallarlas?

El hombre se rascó la nuca y señaló hacia una callejuela estrecha que parecía subir una pequeña colina.

—En el norte hay una. En el este hay varias... pero llegarás antes al norte.

—De acuerdo. ¿Cómo la encontraré?

—Seguid el camino de piedras, no os desviéis de esas montañas, las que tienen forma de pico. Si seguís la ladera sin alejaros del camino, la encontraréis con facilidad. Debéis cabalgar una hora y media, quizás dos si vuestro caballo está cansado.

—Mi caballo no está cansado —respondió él, como si la mera insinuación ya fuera ofensiva.

Troy relinchó, en desacuerdo. «Traidor...», pensó Ryder. Mantuvo a su montura cerca de él.

—Vive en una casa de piedra. Tiene la puerta roja. No es difícil de encontrar.

Ryder asintió con la cabeza, complacido.

—¿Qué aspecto tiene?

Y el zapatero pareció encontrar esa pregunta muy graciosa, pues soltó una carcajada.

—Aspecto de bruja. ¿No habéis visto nunca una finnè?

—¿Una qué?

¿Qué demonios significaba «aspecto de bruja»? Imaginaba a una anciana vestida de negro con larga melena blanca y un rostro inquietante. Eso era una bruja para él, pero no estaba seguro de que también lo fuera allí.

—Las finnè son las brujas de esta isla. Ellas son buenas con la gente, ayudan a quien lo necesita.

Le alegraba saber eso, pues necesitaba una buena dosis de bondad por parte de la persona que fuera a curar ese mal que se había apoderado de su cuerpo y, cada vez más, de su mente. Aún no sabía si esas brujas lograrían sanarlo, pero si algo tenía claro Ryder Morrison era que ya no le quedaba mucho tiempo. Cada día estaba más cerca de marcharse al más allá.

Lanzó la moneda de plata al aire y el zapatero la agarró al vuelo. Al instante la mordió con sus dientes irregulares y gritó de júbilo cuando se percató de que era plata de verdad. Después se despidió con un gesto de ese forastero rico que había aparecido de la nada.

Ryder se subió a su caballo y se dirigió al norte.

—Aguanta un poco más —se dijo a sí mismo en un susurro mientras su montura comenzaba a acelerar—, solo un poco más.

***

Una casa de piedra con una puerta roja... una casa de piedra con una puerta roja...

Eso sería mucho más fácil si hubiera alguna maldita casa en esa zona de la isla. Ryder sentía que llevaba más de tres horas dando vueltas, buscando la dichosa morada de la bruja, pero no la encontraba. Sus piernas, acostumbradas a cabalgar, estaban cansadas y le dolían a causa de los nervios que estaba conteniendo en su pecho.

La mano derecha le dolía como un maldito demonio y el frío de ese invierno comenzaba a calarle dentro de los huesos. Si no se moría por esa infección que lo atravesaba por todo el cuerpo, moriría dando vueltas en Finnèan en busca de esa bruja.

Troy estaba cansado y hambriento y Ryder se sentía mal por el pobre animal. Llevaba tres días cabalgándolo y era evidente que quería descansar, pero él no le daba tregua. También el conde anhelaba un descanso.

—Tranquilo, chico —dijo, palmeándole el lomo a su amigo—, la bruja tendrá heno y zanahorias, te lo prometo.

En realidad, no tenía ni idea de si la bruja contaba con eso... ni siquiera sabía si encontraría a la bruja, para ser sincero, pero Troy parecía alegrarse cada vez que escuchaba la palabra «zanahoria». El animal dejó de resoplar y volvió a trotar con normalidad.

El cielo comenzaba a oscurecerse y Ryder, desesperado, se percató de que no podría buscar la casa si era de noche. Permanecer en un terreno desconocido, a la intemperie y a esas horas... era como rogar que alguien lo atracara y lo matara. Él sabía defenderse, muy bien, pero llevaba semanas sin poder mover la mano derecha y no veía muy posible enfrentarse a un grupo de varios malhechores solo con su zurda.

No podía engañarse más. Era mejor regresar al pueblo, buscar una posada y pasar la noche en algún lugar tranquilo.

Fue entonces cuando la vio. En un pequeño claro, rodeada de árboles, Ryder distinguió una casita de piedra y madera. Tenía un tejado oscuro, de teja negra y paja. Su corazón se alegró al verla y comenzó a latir de forma descontrolada. Su salvación; esa podía ser su salvación.

—¡Adelante, Troy! —instó a su caballo.

Su montura no dudó en obedecerlo y apenas tardó unos minutos en llegar hasta la casita. Ryder bajó del caballo antes de cruzar la valla de madera que separaba la propiedad de ese oscuro bosque. Tomando las riendas de Troy, lo ató a un árbol cercano.

—Vuelvo ahora, te lo prometo, amigo.

Y Troy resopló como si no le creyera. Pero él lo haría. Moriría antes que traicionar a su caballo, que era uno de los pocos amigos de verdad que le quedaban.

La construcción de la casa, aunque modesta, era ordenada y moderna. Se veía con claridad que no se trataba de la vivienda de un campesino pobre, sino que estaba hecha de buena piedra y rodeada de un jardín hermoso. Un sinfín de plantas silvestres abundaban en la propiedad. Casi era de noche cuando Ryder se acercó a esa puerta, dispuesto a llamar. Se intuía una luz dentro de la casa, a través de la madera de uno de los postigos de las ventanas. La casa solo tenía una planta, pero él imaginó que era más que suficiente para una vieja bruja que a duras penas podría subir escaleras. ¿Viviría sola? Seguro que sí, seguro que las brujas detestaban la compañía de otras personas.

Ryder llamó a la puerta con decisión. Nadie contestó. Tocó de nuevo un minuto más tarde. Quien quiera que estuviera dentro de esa casa lo estaba ignorando o, quizás, esa vieja estaba demasiado sorda.

—¡Sé que estáis ahí! —gritó Ryder.

A varios metros de allí, en una pequeña construcción que hacía las veces de establo, un caballo relinchó. Troy contestó desde la vereda del jardín.

—Abridme, por favor —pidió Ryder—, vengo en son de paz.

Nadie contestó. Entonces Ryder distinguió un movimiento. Algo parecía acercarse con lentitud desde el otro lado de esa casa de planta rectangular. El conde tuvo que aguzar la vista para poder distinguir de qué se trataba: pudo ver un par de patas peludas, una cola grande y grisácea, unas orejas puntiagudas y...

Ryder sintió su sangre helarse cuando su mirada descubrió dos ojos dorados y brillantes. Era un lobo, uno muy grande. El lobo lo observó con aire perezoso desde su posición, pero se detuvo y dejó de acercarse cuando se supo descubierto. A Ryder le faltó el aliento.

—Tenéis... una mascota fiel —dijo, bajando la voz—. Ha salido a recibirme, así que agradecería que abrierais la puerta, señora. Os repito que vengo en son de paz. Solo traigo buenas intenciones.

—¿Quién sois? —Por fin una voz salió al exterior, a través de la puerta roja aún cerrada.

No era momento de andarse con jueguecitos, con ese lobo observándolo como si estuviera a punto de saltar sobre él.

—Ryder Morrison, conde de Eriden para serviros. He venido a contratar vuestros servicios, traigo dinero.

No solamente tenía que lidiar con estar muriéndose, sino que, además, en su búsqueda de una cura para su mal, Ryder se encontraba metido en ese tipo de situaciones. La mala fortuna debía de ser su maldición.

—¿Qué servicios?

—Vuestros servicios de... de curandera, de bruj... —Se aclaró la garganta, pensando que esa mujer no querría ser llamada así. Trató de recordar qué palabra había utilizado el zapatero para describir a esas hechiceras—. ¿De finneida? ¿De finnaia?

Finnè. La palabra que buscáis es finnè.

La puerta se abrió de golpe y ese sonido alivió a Ryder de inmediato. Su corazón, que antes ya latía acelerado, tan solo dobló su ritmo cuando sus ojos percibieron una figura femenina y bien formada. Joven, era muy joven. Por un instante sintió que su mundo se derrumbaba, que se había equivocado de casa después de tanto tiempo buscando a la bruja del norte de la isla.

Ella pareció evaluarlo con la mirada, como si tampoco él fuera lo que esperaba ver. La joven se fijó en su espada y Ryder alzó las manos, demostrando que no tenía ninguna intención de tomarla ni de hacerle daño.

—¿Venís solo? —preguntó.

—Sí.

—Drop —dijo la chica, alzando la voz un poco y dirigiéndose a su loba—, busca, chica.

La loba no dudó y corrió hacia el jardín de la casa.

—Estoy con mi caballo. Solo con mi caballo, lo prometo.

Ella asintió con la cabeza. No actuaba como si no lo creyera, pero sí como si necesitara cerciorarse de que lo que él decía era cierto. La joven se hizo a un lado, invitándolo a pasar en un movimiento silencioso. Él aceptó la invitación y caminó hacia el interior de la casa, pero la joven se quedó parada ante la puerta entreabierta y lo observó con seriedad.

—¿Por qué habéis venido de noche? —preguntó, frunciendo el ceño—. ¿Acaso estáis loco?

Más que loco, la palabra era desesperado. Si esa fuera la pregunta, la respuesta habría sido, sin duda, .

—Necesito hablar con vuestra... abuela —dijo Ryder de pronto. No quería perder más tiempo.

La mujer lo observó como si, además de loco, fuera un idiota.

—¿Mi abuela? ¿De qué habláis? —la joven no apartó la vista de él, después chasqueó la lengua—. Sois extranjero, se ve a la legua.

Para Ryder, esa era una situación de lo más extraña. Aun así, no pudo evitar apreciar que no se encontraba del todo desilusionado con lo que había encontrado. No era una bruja, de acuerdo, pero ante él se encontraba la muchacha más gloriosa que él hubiera visto en toda su vida. Todo en ella robaba el aliento: el cabello rojo y oscuro, su piel blanca e inmaculada, unos ojos tan oscuros que parecían negros con pequeñas motas doradas, separados por una nariz chata y hermosa... Esa mujer quitaba el habla.

Casi había merecido la pena perder medio día completo a cambio de poder contemplar, al menos una vez en su vida, a una criatura así.

—Vengo en busca de una finnè. —Esta vez, por suerte, pudo pronunciarlo correctamente en el primer intento.

Ella no cambió su expresión de desconfianza ni un ápice.

—Pues aquí la tenéis. ¿Qué es eso tan urgente que necesitáis resolver?

La desconocida le dio la espalda y se dirigió a un pequeño armario apoyado contra la pared de piedra. Estaba repleto de botecitos etiquetados con cuidado. Ryder no daba crédito a lo que ella había dicho: ¿ella era la bruja? No se esperaba algo así, casi... casi no lo creía posible. Debía de rondar los veinte años, ¿cómo iba a ser ya una hechicera?

—Está en mi familia —contestó ella, sin que él hubiera formulado ninguna pregunta.

—¿Cómo?

—El don. Está en mi familia. Todas lo poseemos.

La muchacha abrió el armario con cuidado y se giró hacia él.

—¿Qué necesitáis? —preguntó de nuevo—. ¿Una pomada? ¿Un ungüento?

Ryder negó con la cabeza de forma seria.

—No creo que eso sea útil. Lo que yo estoy buscando es más complejo, mucho más.

—No hago conjuros —le comunicó ella, como si estuviera más que acostumbrada a rechazar esa clase de encargos—, tampoco amarres de amor ni, mucho menos, maldiciones. Me temo que no puedo ayudaros si es eso lo que buscáis.

Ryder, ante ella, se encogió un poco. Esa mujer era su última oportunidad, si las brujas de Finnèan no podían ayudarlo, debería aceptar que ya no había nada más que hacer para él: que iba a morir. Y ese pensamiento se coló dentro de él como si hubiera tragado un ladrillo de adobe sin masticarlo. No quería morir, no podía hacerlo aún.

—Ni siquiera yo estoy seguro de lo que busco. Una cura, es lo único que sé.

Las cejas de la bruja se alzaron en una expresión confundida. Ella dio un par de pasos hacia él. Vestía un traje verde y sencillo que se ajustaba a su cuerpo delgado como si hubiera sido especialmente hecho para ella en el mejor taller de Nápoles. Por un instante, Ryder pensó que una mujer así no podía fallar, que era imposible que no consiguiera ayudarlo.

Tragando saliva, el conde recortó la distancia que los separaba y se aclaró la garganta. Después alzó su mano derecha, enguantada, con su mano izquierda tomó el guante de cuero entre las puntas de sus dedos y tiró de la tela hacia arriba.

Lo que mostró a continuación hizo que ella se llevara las manos a la boca y abriera mucho los ojos.

Ryder no la conocía aún, pero no le hizo falta hacerlo para reconocer, sin lugar a dudas, que ese era el rostro de una bruja horrorizada.

—Magia Negra —susurró la joven.


¡Espero que os guste la novela!

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