¡Eran demasiadas cosas!

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Había tenido todo el fin de semana para hacerme a la idea de que iba a conducir. De que iba a llevar un arma de destrucción, no masiva, en mis pies. Me daban escalofríos solo de pensarlo.

Me desperté con ganas y nervios. Nunca había cogido un coche, ni siquiera había tenido intención o ganas anteriormente, pero en esos dos días había conseguido concienciarme. Y por fin, a las siete menos cinco, estaba plantada en la puerta de la autoescuela, con el abrigo abrochado hasta arriba y frotando mis manos para entrar en calor. Sabía que en cuanto saliera el Sol la temperatura subiría, pero en ese momento estaba congeladita, o tal vez era el miedo a lo desconocido. Solo quería que el profesor no se retrasara.

—¡Hola! —Escuché que decían justo a mi lado.

¡Dios! Era Diego, y menudo susto me había dado. Me había pillado totalmente desprevenida e hizo que diera un bote.

—Ups, perdona, no te quería asustar —añadió haciendo una mueca de arrepentimiento.

Yo aún tenía la mano derecha a la altura del corazón. Aunque ya estaba más tranquila al haber visto que era él y no un atracador o violador. No había caído en que estos normalmente no saludan.

—No te preocupes, es que no te esperaba. —Noté que las pulsaciones empezaron a estabilizarse.

—Igual lo lamento. Es muy temprano y por aquí no pasa un alma a esta hora —insistió, justificando además mi reacción—. Lo que podemos hacer es que, desde mañana, te recojo en tu casa.

—No, no. Para nada. —Negué con la cabeza para apoyar mis palabras.

—Sí, lo vamos a hacer así —se reafirmó él. No sabía si simplemente quería llevarme la contra—. Está todo muy oscuro y a mí me da lo mismo empezar desde aquí que desde allí. ¿Empezamos? —concluyó sin darme ya opción a réplica siquiera.

Me señaló con el brazo hacia donde teníamos que andar para ir a por el coche, y marchamos en esa dirección donde, efectivamente, estaba el coche de la autoescuela aparcado en doble fila. Diego fue hacia la parte del conductor, y yo lo hice para la contraria sin decir nada más. No sabía qué íbamos a hacer, a dónde íbamos a ir, o cómo se suponía que empezaría mi nuevo suplicio.

—Creía que mi profesor iba a ser Juan —comenté, tratando de evitar un silencio incómodo, mientras llegábamos a donde quiera que él me estuviera llevando.

—¡Pues ya ves! ¡Me ha pringado a mí!

No me gustó para nada esa respuesta.

—Haberte negado —comenté de nuevo, en un tono de indignación.

Si no quería darme clases nadie lo obligaba a ello. Yo al menos no lo hacía, que hablara con su jefe y se negara, imaginaba que algo podría hacer.

—No, no, no. No te ofendas, no es por ti —se apresuró a decir, supuse que tratando de calmar mis ánimos, de pronto revueltos—. Es que me ha hecho madrugar y todo. Es horrible esta hora. Aunque no hay tanto tráfico y podemos recorrer más camino. Así aprendes más.

Ninguno de los dos dijo nada más por el momento. Vi que se dirigía hasta el centro comercial, en concreto al Carrefour Alameda, que ese momento tenía el parking totalmente despejado. No me extrañaba, a esa hora solo están los pobres reponedores que tienen que pringar para descargar mercancías y rellenar los estantes.

Fruncí el ceño porque no sabía qué íbamos a hacer por allí. Diego no dijo nada, solo paró el coche, apagando el motor también, y se bajó. Lo vi aparecer por mi lado del coche y abrió mi puerta. Tenía una cara de obviedad que me resultaba hasta molesta.

—¿Podría usted salir, señorita? —me dijo con una fingida formalidad—. Y ya puedes dejar de fruncir el ceño, eres muy joven para que se te formen ya esas arruguitas en la frente.

Me tapé la frente instintivamente y él se rio. Apreté los labios, tratando de guardarme el insulto. Nos cambiamos de sitio y suspiré, en cierta manera me tranquilizaba saber que primero iba a coger el coche en una zona en la que no podría atropellar a nadie, tan solo estaba el riesgo de comerme una de las vigas que separaban las plazas de aparcamiento, pero supuse que ese era el trabajo de Diego: evitar que nos matáramos.

Me preguntó si alguna vez había cogido un coche o si sabía algo del funcionamiento. Yo solo tenía la teoría en mi cabeza y poco más, así que comenzó a explicarme qué tenía que hacer nada más entrar al coche. Me lo dijo todo con absoluta paciencia y tranquilidad, y casi pecó de excesivo cuando me indicó cuál era cada pedal. No me importó que lo hiciera, en cualquier caso, y fui siguiendo las instrucciones conforme me las daba.

A lo mejor lo hacía siempre, eso ya no lo sabía, pero sí que podía ver que ese era su elemento. No explicaba mal la teórica, pero ahí en el coche parecía otro. Casi me caía mejor ese Diego, aunque no es que eso fuera muy difícil.

—Ahora necesito que pongas primera, que sueltes embrague y pises despacio el acelerador. Y, cuando el coche ande unos metros, frenes —me pidió.

Hice lo que me dijo con cierto miedo, aunque traté por todos los medios que no se me notara

—Perfecto —comentó cuando frené el coche tal y como había pedido—. Ya nos podemos ir.

Lo miré, de nuevo frunciendo el ceño, y me miró con una sonrisa de suficiencia en la cara, lo que provocó que cambiara la expresión o le tendría que dar la razón en cuanto a las arrugas.

—¿Ir a dónde? —Lo cierto era que no entendía nada.

—A la carretera, claro —dijo como si fuera lo más obvio del mundo.

Sé que puse cara de espanto porque se volvió a reír de mí. Me había hecho ilusiones de que, al menos el primer día, estaría en esa especie de pista controlada, no que saldría a jugar a la carretera con otros conductores y todas las normas, que ahora se me habían vuelto a olvidar.

—Mira, si vas muy lenta puedo acelerar yo desde mi pedal —comenzó explicándome—. Si vas demasiado embalada puedo frenarte. Incluso puedo agarrar el volante si la dirección no es adecuada. Pero lo que no puedo hacer, es evitar que des un frenazo que nos estampe contra el cristal —añadió bromeando, como era su costumbre.

No pude evitar reírme con el último comentario, lo que además me hizo soltar un poco de tensión, lo que me vino de lujo.

—Por eso, cuando he comprobado que frenas como una persona normal y no como una kamikaze, pues yo me quedo tranquilo y salimos a la carretera. Así que sin miedo. No te preocupes que yo no me moveré de tu lado. —Sonrió.

Sonreí yo también. No sabía por qué ya que sus bromas eran muy malas. Inspiré hondo y solté todo el aire de golpe. Cuadré un poco los hombros, como siempre hacía antes de entrar a cada examen y, ya más decidida, me puse en marcha.

Al principio solo hablamos de instrucciones de dirección, velocidad, cambios de marcha o recordatorios en los pasos de cebra o semáforos. No decíamos nada más, ni falta que hacía, bastante preocupada estaba pensando en todo lo que tenía que hacer a la vez.

Tenía que pisar fuerte el pedal de la izquierda, entonces con la mano derecha meter marcha y luego, ir soltando poco a poco el pedal de la izquierda pisando, también poco a poco el de la derecha del todo. Todo eso sin mirar mis pies, porque se suponía que no era necesario, ni tampoco prudente, porque tenía que mirar por los espejos que no viniera nadie por los laterales, y por el cristal frontal para no pegármela con el de delante. ¡Eran demasiadas cosas!

Me estaba agobiando y eso provocaba que apretara bien el volante, tanto que notaba dolor en los dedos, que ya estaban agarrotados, y tenía blancos los nudillos. Horrible.

—Tienes que relajarte, Paloma —me dijo con la que estaba viendo que era su tranquilidad habitual—. Puedes soltar un poco el volante, que te vas a hacer daño como sigas así. Por no decir que te estás yendo a la derecha, y nos vamos a llevar algún espejo —añadió corrigiéndome la dirección del volante.

Comencé a agobiarme un poco más, aunque creía que eso no era posible. Y todo eso, a pesar de que el tono que había usado había sido de lo más amable y sin una pizca de reproche.

—Joder —murmuré—. Lo siento. Esto no es lo mío —dije ya con la voz más clara después de carraspear un poco.

—¿Cómo que esto no es lo tuyo? Esto no es lo de nadie hasta que se pone. Todos tenemos un proceso y un tiempo, solo se trata de estar el tiempo suficiente. —Sonrió, se lo noté en la voz, porque no aparté la vista de la carretera.

—Te has vuelto sabio de pronto.

—¡Qué va! Son cosas que dice mi padre todo el tiempo, al final las repito yo también. Pero no le digas que al final escucho lo que me dice que se lo cree —comentó gracioso.

—Vale, si en algún momento conociera a tu padre no se lo diría —respondí en el mismo tono que él.

Lo cierto era que el que me hablara me tranquilizaba bastante. Me estaba dando cuenta porque dejaba de pensar en todas las catástrofes que podían ocurrir en caso de que se me fuera el volante, o no frenara cuando debía. La risa de Diego de pronto me sacó de mi mente, y de mi negativa realidad en ese momento.

—Si lo conoces, mujer. Es Antonio. Por eso, no le digas que lo escucho que se le sube a la cabeza. Ahora pon el intermitente y gira por la siguiente calle a la derecha. Por esta zona ten cuidado que se ponen mucho en doble fila, aunque a esta hora no debería haber nadie.

Hice tal y como me dijo, puse el intermitente y revisé bien por los espejos, para doblar por donde me había pedido.

—¿Antonio es tu padre? —pregunté una vez que me sentí segura de que estaba en la calle de forma adecuada.

Lo cierto es que no me lo esperaba. No me lo había ni planteado, aunque en ese momento comencé incluso a verles el parecido.

—¡Aaaaah, claro! —comenté.

Todo me cuadraba de pronto. No sabía su edad, pero parecía muy joven, y tenía todo el sentido del mundo que fuera su padre quien le había dado el trabajo. No es que lo hiciera mal, pero me parecía lógico. Si yo fuera electricista podría trabajar con mi padre, sería lo normal.

No sé ni cómo llegué a verlo por el rabillo del ojo, pero noté de pronto que me miraba con el ceño fruncido.

—¿Qué significa ese "¡aaaah, claro!"? Haz un cambio de sentido en aquella rotonda.

Su voz tenía un matiz distinto. Ya no parecía que hubiera broma alguna.

—No, nada, nada. Es que te pareces un poco a él —mentí. Bueno, no mentí del todo, solo un poco, pero era algo que no necesitaba decir, ni él necesitaba tampoco saber—. Si no se sabe no se os ubica, pero luego... ya sí.

—Claro. —Claro era que no se había creído una palabra de lo que había dicho—. Cuidado, ahí hay un peatón esperando en el paso de cebra —añadió, y noté que el coche frenaba sin más.

Abrí mucho los ojos. Si es que iba a pasar en algún momento. Eso no era lo mío.

—Perdón —musité.

—No te preocupes. Es culpa mía por ir entreteniéndote.

Sin que me diera apenas cuenta, habíamos llegado de nuevo a la autoescuela. Los tres cuartos de hora de la clase se me habían pasado volando. Aunque notaba que iba chorreando de sudor debido a los nervios. Me iba a tener que meter de cabeza en la ducha cuando llegara a casa.

Nada más llegar y parar el coche no pude más que suspirar aliviada. No me había matado yo, ni había matado a nadie, y eso suponía todo un logro.

—¿Todo bien? —preguntó Diego, que me miraba en ese momento con una sonrisa extraña—. ¿Prefieres cambiar de profesor o...?

Lo miré extrañada, no, si al final le iba a tener que dar la razón e iba a tener arrugas en la frente más pronto que tarde. Pero es que no entendía por qué pensaba que iba a querer cambiar. No contesté lo suficientemente rápido para su gusto porque volvió a hablar.

—Cierto es que tendrías que esperar a que quedara otra hora libre, está un poco más complicado, porque Juan ha rebajado sus horas, pero en cuanto haya un hueco se te llamaría... —seguía dándome opciones.

Entendí entonces, y no sabía por qué no lo había hecho antes, que le había molestado el comentario que hice cuando me enteré de que era hijo de Antonio. Reconocía que no había sido mi mejor momento.

—¡Claro que no! —me negué rotundamente, con mi voz más indignada.

Pensé que así él volvería a la pose bromista y dulce que parecía tener siempre, pero tan solo asintió con la cabeza y volvió al coche, donde ya estaba el siguiente alumno. Lo escuché darle explicaciones de por qué estaba él allí y no el otro profesor.

Apreté lo labios y suspiré. Tal vez si no lo hubiera llegado a conocer y no hubiera visto su forma de trabajar, mi suposición hubiera tenido más fundamento, pero nunca había dado muestras de no saber lo que estaba haciendo. Volví a mi casa con una variedad de sensaciones y emociones de lo más variopintas.

Había sido una mañana intensa, aunque me quedaba con un sabor agridulce. Lo cierto era que Diego siempre había estado pendiente de mí, imaginaba que con el resto de alumnos también, pero conmigo seguro. Había tratado de ayudarme en todo, de darme ánimos, al menos a su manera. Sí, definitivamente la había cagado. 

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