¡Venga ya! ¿Los viernes?

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Me encantaba mi trabajo. Nunca me gustó estudiar o aprenderme datos que creía que no me iban a servir para nada, pero desde siempre me gustó ver el coche de mi padre, con esos pedales extras en el asiento del copiloto, con el espejito de más encima de los retrovisores, y siempre pensé que era una manera perfecta de estar todo el día en un sitio que me encantaba: el coche.

Yo creía que lo peor de ser profesor de autoescuela iba a ser enseñar a alguien. Tener la paciencia necesaria para no saltar a la mínima de cambio, o tener la psicología para no estresarme con nadie. Pero resultó que eso se me dio relativamente bien. Me encantó comprobar que sabía enseñar y que se me daba bien, al menos la mayoría de las veces, porque siempre había quien me sacaba de quicio.

Pero igual que me encantaba dar clases, sobre todo la parte práctica, no me gustaba nada lo que implicaba ser el comodín de mi padre para todo. Trabajar con él me agradaba, sobre todo después de haber trabajado en otra autoescuela, en la que demostré que podía entrar y trabajar por méritos propios. Pero en momentos como ese, en los que la secretaria a la que le tocaba estar tenía que irse de urgencia, porque su hijo se había caído —que yo esperaba que no le hubiera pasado nada, por supuesto—, yo tenía que salir corriendo del gimnasio para encargarme de estar allí.

Y lo que más me molestaba era que, daba igual la prisa que me diera, que aunque llegara en un minuto, ya le parecería tarde. Eso fue exactamente lo que ocurrió, a pesar de que incluso atropellé a una chica en mi carrera. No había corrido tanto en mi vida. Usain Bolt me podía haber retado y hubiera salido escaldado sin duda.

Mi padre salió un segundo de su clase solo para regañarme, porque había tardado demasiado, hasta le había dicho a Luisa que se fuera aunque se quedara la recepción sin nadie. Y después, me llevé una bronca de la chica del Chopped. Ya me disculpé con ella cuando le choqué, no sabía qué más podía hacer por ella. Si hubiera llevado algo en las manos que se le hubiera caído, entiendo que podría haberme parado a ayudar, pero miré brevemente atrás y no pasó eso, por lo que con pedir perdón ya lo veía suficiente.

Creí que por el simple hecho de verme diría que no se iba a apuntar, se ve que fue odio a primera vista, por eso me sorprendió comprobar que se decidía en ese momento y rellenaba la documentación necesaria. Su amiga pareció igual de sorprendida que yo, por la cara que puso, lo que me hizo mucha más gracia.

—Puedes venir un día para ver cómo son nuestras clases —le dije para que luego no creyera que no la había avisado de todo—. Te lo digo porque hay quien nos confunde con una charcutería... —añadí con sarcasmo.

Me miró entrecerrando los ojos, y supe que me iba a contestar algo con toda la mala leche del mundo, pero se calló cuando el ruido de todos los que salían de la clase teórica la interrumpió.

—¡Hola, Belén! —escuché entonces la voz de mi padre, que salía sonriente.

—¡Hola, Antonio! —le contestó la amiga de la chica Chopped.

Ambos se saludaron con dos besos en la cara, y escuché que le preguntaba qué hacía por allí.

—Mi prima, que se quiere sacar el carnet. Y le he recomendado que venga aquí porque eres muy apañado —le explicó.

—Vaya. Me alegra que te acuerdes de nosotros. Y espero que Diego os esté tratando bien —añadió mirándome.

Me hice el ofendido.

—Eso duele, Antonio —le dije—. Mi trato siempre es excelente.

Obviamente, en el trabajo no le decía papá. Primero porque era mi jefe, sin más, no lo iba a tratar de otra manera que no fuera esa. Y segundo porque no quedaba nada serio.

Por el rabillo del ojo vi que chica Chopped se cruzaba de brazos, así como escuché su bufido. Bien, me quedaba claro que no estaba de acuerdo con mi afirmación. Eso me hizo sonreír de nuevo. Mi padre negó con la cabeza divertido, cruzó algunas palabras más con la que ya sabía que se llamaba Belén, y luego se volvió a meter en el aula para dar una nueva clase. Ya iban entrando algunos a ella.

—¿Seguro que no quieres entrar y ver cómo da la clase Antonio? —insistí.

—Mientras no te tenga que aguantar a ti, todo estará bien —respondió.

No contesté nada y entonces fui yo quien sonrió negando con la cabeza. Me tendió el formulario ya relleno y le di los horarios, las instrucciones para el pago de las cuotas y le apunté algunas direcciones, donde podría hacer test de examen desde el momento que empezara con las clases.

Ese viernes había sido de lo más extraño. Algo más caótico de lo habitual, debido a las prisas por volver al trabajo, pero había acabado siendo de lo más divertido. De poner los datos en el ordenador descubrí que se llamaba Paloma. De cruzar con ella tres palabras, descubrí que tenía mucho carácter. Estaba seguro que si en alguna clase me encontraba con ella seguro que no me iba a aburrir.

Pero tras el viernes llegó mi ansiado fin de semana. Un tiempo para mí, para estar tranquilo, para desconectar, para estar con mis amigos jugando al fútbol o tomando una cañita en algún sitio. Y también aguantando a mi hermana pequeña, a la que me encantaba hacer rabiar.

—Hombre, mocosa, ya era hora de que aparecieras, que vienes a mesa puesta —le dije metiéndome con ella.

Ella me sacó la lengua, haciendo una mueca burlona.

—Y tú ya es hora que te vayas de casa.

—¡Marta! —le llamó la atención mi madre.

—¡Mamá! —se quejó mi hermana dando un zapatazo en el suelo—. Ha empezado él.

Entonces la mueca burlona se la hice yo, sin que me madre me viera, obviamente.

—Él solo te ha dicho lo que es verdad. Has aparecido a mesa puesta.

—Ya tienes casi dieciocho añitos, tendrás que aprender a hacer las cosas del hogar —insistí tocándole las narices.

Entonces fue mi madre la que me dio un capón.

—No te pases tú tampoco, y deja de hurgar.

Cada domingo era prácticamente lo mismo, y no es que me quejara. Me encantaba levantarme a la hora que me diera la gana, pues odiaba madrugar; me encantaba el arroz de mi madre, que le quedaba tremendo; me encantaban los piques con mi hermana, y estaba seguro de que a ella también.

El único problema que le veía al domingo, era que estaba demasiado cerca del lunes. Odiaba los lunes con todas mis fuerzas, solo por el mero hecho de llamarse así. Encima, mi padre me ponía a hacer el papeleo y ponerme al día. Yo sabía que aún le quedaba bastante para jubilarse, pero él no paraba de decir que quería que al final me encargara yo de la autoescuela.

Era parte de una franquicia pero él seguía siendo el dueño, aunque tuviera un nombre más grande detrás. Tenía sus pros y sus contras. Y yo tenía que aprender cuáles eran todos esos. Menudas las ideas de mi bendito padre.

Allí estaba, metido en la oficina, con todo el papeleo que no me gustaba nada y sin dejar de mirar hacia la puerta que daba a mi libertad. La parte de arriba era de cristal, por lo que, sin moverme de mi silla, me permitía una vista perfecta de quien entraba y salía de la autoescuela. No era lo mejor para alguien como yo, que se entretenía con el vuelo de una mosca.

Llevaba ya un rato largo con la cabeza apoyada en la mano, con el codo en la mesa y mirando a través de ella, mientras que con la otra mano no paraba de darle vueltas al boli. Observaba a los que entraban a la primera clase de la mañana, cuando vi a la chica Chopped. Sonreí, viendo como le preguntaba algo a Luisa y esta ponía algo en el ordenador dándole paso a la clase. A pesar de haber rellenado el formulario cuando la atendí yo, no sabía realmente si vendría o no. Estaba claro que aún no sabía calar a la gente, porque no entendía, en ese momento, cómo había podido dudarlo siquiera.

Negué con la cabeza, tratando de concentrarme un poco en lo que estaba haciendo, y volví a mis papeles. Encontrando por fin en mi cerebro, un momento de conexión con esos trámites administrativos, que parecían atragantárseme.

Levanté la cabeza solo cuando escuché de nuevo el jaleo que implicaba salir de la primera clase y, lejos de molestarme la interrupción porque por fin estaba concentrado, lo agradecí. Ella salió sin nada en las manos, haciendo movimientos circulares con la cabeza. Me daba la impresión de que se iba a quedar a la segunda clase, y estuve a punto de salir a decirle algo. No sabía qué, ni sabía por qué iba acaso a hacer eso, pero estuve durante unos buenos cinco segundos debatiéndome conmigo mismo sobre si levantarme o no.

Sin lugar a dudas, ganó el no. Me quedé en mi sitio, porque ante todo soy un profesional, y este era mi tedioso trabajo de los lunes, aunque no me gustara un pelo. Suspiré desganado y volví a mirar mis papeles. No era para tanto, mi padre era muy organizado y yo podría serlo también.

Eché un último vistazo por la puerta, cuando otra vez comenzó el jaleo de gente, y la volví a ver. Sonreí y entonces se me ocurrió una fantástica idea. Con eso en mente, seguí a lo mío.

—Te veo trabajando duro. —La voz de mi padre me sobresaltó, había llegado a concentrarme y todo en lo que estaba haciendo.

—¡Qué susto, Antonio! —le reproché.

Él solo se rio y me dio una palmadita en el hombro. Miré el reloj, comprobando que habían pasado un par de horas desde que me había puesto en serio.

—Por cierto, quería comentarte algo —le dije recordando mi idea. Él solo me hizo un gesto para que continuara hablando—. Estoy pensando que como siga así se me va a olvidar cómo dar la teórica.

Vi como frunció el ceño, no sabiendo a dónde quería llegar.

—Que lo mismo te hace falta alguna ayuda o algo así.

No sabía por qué continuaba con el ceño fruncido, pero en ese momento también sonreía. Era una expresión de lo más extraña que no sabía ni que él pudiera hacer.

—¿A qué viene esto? Tú odias madrugar —dijo mientras me seguía mirando con sospecha.

—Viene a que en la otra autoescuela yo hacía de todo y, aunque lo que más me gusta es el práctico, creo que el teórico no lo puedo descuidar.

—Vale. ¿Qué propones?

—No sé. —Pensé durante un momento—. A lo mejor tendría que sustituirte una mañana.

Soltó una corta carcajada. Siempre prudente y con los gestos justos.

—Con una mañana que me sustituyas ya no te olvidas de la teoría, ¿no?

—Bueno, quiero no olvidarme las cosas y, de camino, trabajar algunas horas más, que menudo contratito a tiempo parcial que me tienes, así no voy a poder darle el gusto a Martita de independizarme nunca. Pero tampoco quiero abusar, así que empecemos por un día y ya veremos más adelante.

Aquello pareció convencerlo un poco más, pegaba más conmigo porque sí, odiaba madrugar. Así que asintió con una seca cabezada. Eso parecía un sí.

—De acuerdo. Que conste que has sido tú quien ha propuesto esto, así que cuando tengas que levantarte temprano no te quejes —dijo señalándome con el dedo—. Harás mi turno de los viernes —añadió.

¿En serio?

—¡Venga ya! ¿Los viernes? ¿No había otro día? —me quejé, de forma más infantil de lo que debiera.

—¿No querías dar clases de teórica? Pues los viernes —contestó encogiéndose de hombros.

Suspiré. En fin, no me iba a quejar demasiado porque al final era igual un día que otro, y era yo el que se lo había pedido.

—Viernes —dije resignado.

Sonrió irónicamente y me volvió a dar una palmadita en el hombro, antes de salir. A pesar de que había sido yo quien había tenido la loca idea, me quedé con la sensación de que era él quien se había salido con la suya.

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