Jugando con sus amiguitos

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Eran tres pequeños niños pelirrojos de ojos azules, de entre cinco y ocho años, quizá primos o hermanos por su parecido; jugaban alegre e inocentemente en el valle, en compañía de dos dulces niñas de trenzas rubias y ojos verdes con lindos vestiditos rosas. A su diversión se había unido aquella mujer tan jovial. Tenía alrededor de cuarenta años, de largo y despeinado cabello oscuro, con zapatos negros al igual que la larga falda y su chal.

Los seis jugaban tomados de la mano riendo y divirtiéndose. La mujer parecía extasiada al sentirse a sí misma como una infante más, olvidando por un momento quién era y su propósito. Bajo los ojos de los pequeños había mejillas rosadas, bajo los de ella además de las ojeras, tenía marcas negras que se hizo a propósito hace tiempo. Los ojitos de los pequeños vitoreaban a todas partes curiosos de la vida, los de la mujer estaban entrecerrados, enfocándose sólo en el grupo.

Los cinco niños tiraron al suelo a la agradable mujer, que se dejó hacer cosquillas por los traviesos pequeños. Ninguno alcanzaba a mirar más allá de ese bosque infernal ennegrecido de cenizas y cadáveres putrefactos, mayoritariamente de animales que de personas. Todo el mundo parecía concentrarse únicamente en ese pequeño espacio de área verde y arbustos con moras, con esos hermosos chiquillos tan llenos de vida en conjuntos rosas. La mujer seguía riendo y jugando en el pasto fresco con todos, cómo si ese fuera su único propósito en la vida.

Los cuerpos de los infantes poco a poco dejaron de moverse encima de ella. Les hacía cosquillas para animarlos y continuar la diversión que tanto disfrutaba, pero los niños respondían vagamente hasta que dejaron de hacerlo por completo. El pasto bajo ellos comenzó a transformarse en ceniza, todos los niños comenzaron a apestar terriblemente. Sus trajecitos y vestidos se desgarraron junto con la piel; sus tejidos, músculos y órganos se derritieron, para enseguida fundirse y volverse humo, mientras que sus carbonizados huesos descansaron sobre el regazo de la mujer.

Cuando el cráneo quemado y partido por la mitad de una de las niñas rodó hasta quedar a un lado de su cara, ella dejó de reír. Se inmutó un momento guardando silencio mientras que una lágrima silenciosa resbalaba por su cara. Unos segundos después preguntó al vacío.

—¿Por qué lo hiciste? ¿No te diste cuenta que estaba jugando?

—No eres una niña. Actúa como lo que eres y asegúrate si queda alguien con vida en esta maldita aldea. Ya sabes qué hacer si encuentras algún sobreviviente.

Decepcionada por su comportamiento, la espantosa anciana que había aparecido se alejó. Frustrada, la mujer se incorporó dejando que los calcinados huesos rodaran por su cuerpo. Le costó trabajo ponerse de pie.

—Por cierto, ¿dónde encontraste eso? —Preguntó la vieja bruja sin dignarse a verla.

Entendió se refería a los huesos.

—Estaba buscando en una de las casas que se quemó. Los encontré a todos ahí, también estaban dos adultos. Por la edad creo que eran el padre y al abuelo. Esperaban protegerse, o protegerlos a ellos.

La grotesca mujer bufó como si todo aquello no le importara en realidad.

—Más te vale nadie se entere cómo estabas restaurando y animando cadáveres, o te meterás en líos con el resto de las brujas.

Después de hacerle la advertencia, la vieja se marchó por fin.

La bruja de mediana edad no se levantó, continuó sentada. Con sus manos delicadamente tomó el cráneo más pequeño, el que debió de pertenecer alguna vez a un niño de cinco años. Enmudeció un poco cuando se transformó en la cabeza decapitada de un pequeño chiquillo pelirrojo en perfecto estado. Como si aquello fuese de lo más natural, le sonrió y besó la frente murmurando.

—Quiero un recuerdo.

La cabeza abrió los ojos mirándola con ternura y afecto. Sonriendo pronunció una palabra, mientras la sangre goteaba debajo de su cuello cercenado.

—Mamá.

Animada, la bruja sonriente lo abrazó en su regazo. Se puso de pie y tras comprobar que ni su maestra, ni ninguna otra bruja estuviesen por los alrededores, besó una vez más la pequeña cabeza del niño susurrándole:

—No te preocupes, ahora eres mío.

Después la guardó en su viejo bolso, entonces prosiguió con su tarea de buscar entre las ruinas a algún sobreviviente para entregarlo a las otras brujas. No se percató que tras las la casa en ruinas, una aterrada mujer con la ropa y la piel chamuscada, le miraba con desprecio e impotencia, trastornada por el modo en que vio por última vez a sus hijos jugando junto a ella.

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