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Karissa tragó saliva y tomó la copa entre sus manos. Beber del río Lete equivaldría a olvidarse de todo, absolutamente todo, incluso su estadía entre las amazonas y no estaba dispuesto a eso último.

—¿Qué es exactamente lo que quiere que olvide? —preguntó Karissa.

—De tu padre, de tu madre, de todo lo que conociste en el Inframundo y por supuesto a Attis —Perséfone sonreía triunfante, Attis dio un paso al frente y su madre lo detuvo—. No te entrometas Attis, suficiente has hecho por ella ¿acaso quieres que siga sufriendo?

Perséfone fingía un puchero para ganarse a su hijo.

—Antes de que lo hagas Karissa, creo que mi madre y yo debemos hablar seriamente —Attis encaró a su madre—. Te recuerdo que fuiste tú quien me abandonó —Attis desprendía esas palabras con resentimiento—, Pandora, la mujer que odias y has odiado desde que la engendró ha sido quien procuró mi bien sin dobles intenciones y...

—Vamos, termina lo que vas a decir —Perséfone sonrió adivinando hacía donde se dirigía su hijo—. De cualquier manera el pasado no puede cambiar y mucho menos se puede hacer algo al respecto, pero... —Perséfone se acercó a su oído— ¿Estás dispuesto a enfrentar su ira y su odio contra ti? No lo creo, no estarías dispuesto a romperle el corazón así ¿verdad?

Attis tenía las manos atadas. Karissa jamás le perdonaría el hecho de que por causa de su madre, Pandora murió. Perséfone había movido bien sus piezas, hizo pagar a aquella mujer por haber querido usurpar su lugar.

Karissa miró a Attis sujetando fuerte la copa.

—¿Puedo pedirte algo, madre? —Attis le dolía el corazón, pero era lo mejor—. Por favor, sólo haz que nos olvide, ella ha logrado llegar hasta donde está por su propio esfuerzo, no quiero dejarla sola en este lugar, por favor.

Perséfone suspiró, su hijo no había aprendido a no suplicar por ella, pero le era comprensible el cariño que le tenía, incluso amor; lo mejor que podía hacer por Karissa era hacerla olvidarse de Attis, del inframundo, de su madre, de su padre, de todo lo que sufrió en su infancia sólo para encarar la vida que tenía ahora en la tierra, junto a esas guerreras que admiraba en secreto.

Perséfone se acercó a Karissa y esta dio un paso atrás.

—Entrégamela —exigió viendo la cara de contradicción de Karissa—. No creas que esto está olvidado, al menos no para mí —Perséfone sopló sobre el líquido que había en la copa y esta se volvió roja—. Piensa que esto lo haces para ti solamente, Attis te olvidará con el tiempo.

Karissa tomó la copa nuevamente en sus manos, miró a Perséfone impaciente y un Attis a lo lejos con semblante de angustia, sus emociones se movían dentro de ella misma, olvidarse de su mamá sería duro, de su padre por quien comenzó esta aventura, de quienes le habían ayudado a seguir ahí, la idea de olvidarse de que pertenecía a las amazonas le golpeó duro.

Pero quería renunciar a volver al inframundo, ahí no había espacio para ella, ahí no había lugar para Karissa, ahí no brillaba el sol.

Sin dudarlo posó sus labios sobre la copa y tragó del río Lete, sus recuerdos de aquel momento se fueron marchitando hasta reestructurarlos, los rostros que conoció se borraron, las voces que conocía se transformaron en cánticos de aves en un árido lugar, el llanto de los bebés se escuchó a lo lejos. Cuando bebió la última gota de agua y abrir los ojos, una intensa lluvia la saludó.

Karissa parpadeó mientras intentaba buscar algo a lo lejos. Una mano se sacudía mientras aquella figura se acercaba a ella, Karissa avanzó y pudo ver el rostro de Akil.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Akil.

—Sí —respondió Karissa mientras sonreía y ambas volvieron al asentamiento.

Perséfone en su regreso al inframundo, supo que si no provocaba aquella lluvia, habría alguien que le mencionara cosas de su pasado, así que terminó haciendo un pacto con el mismo Poseidón, quien a regañadientes aceptó.

—Piensa que es por un bien común —dijo la susodicha mientras la tierra temblaba, y los alaridos del lugar infernal la saludaban de vuelta.

***

—¡Ah! —se quejó cuando la lanza fue a parar directo sobre su brazo derecho.

—No creas que seré suave contigo, tienes que defenderte.

Akil y su cabello rubio al viento, miraba con inferioridad a Karissa quien no había parado de entrenarla desde hacía cuatro días. Lamentablemente aunque su amiga era buena con el arco, en el arte de las lanzas y espadas era un total desastre.

—Un día, Karissa, un bendito día y aun no sabes pelear bien.

Karissa frunció el ceño, sabía lo que tenía que hacer y tal vez sus errores se debían a los nervios de pensar en por fin conocer al grandioso Ares.

La reina Antíope contaba todas las noches sobre sus días de entrenamiento, incluso de las dolorosas llagas en sus manos a causa de sus correcciones, incluso de los problemas que tuvo a la hora de aprender a andar a caballo, cosa que Karissa no tenía, los caballos parecían comprenderla y con leves silbidos se colocaban sobre el camino, aceleraban su paso y de más, era buena en ello y llevó varios vitorees por eso.

Cuando Akil estuvo a punto de golpear su pierna, Karissa dio un salto y la golpeo con la lanza que ella llevaba en mano lo que impulsó a Akil sobre el piso y esta se sostuviera de una mano, Karissa no esperó más y terminó jalando el pie para que esta fuera directo al suelo.

—No soy tan mala después de todo.

Akil sonrió.

—Una de tantas, no te creas tanto.

Y las dos rieron.

Cuando cayó la noche, Karissa se dedicó a ayudar a las ancianas y las madres en transportar la comida, el agua, le gustaba ayudarles, le hacía recordar que ella tenía una madre de la cual no recordaba su rostro, pero podía sentir ese sentir en el pecho. Cada noche se sorprendía de ver las estrellas y algunas veces sentía que no veía el mismo, como una doble visión se anteponía ante ella, las constelaciones parecían moverse y cuando ella parpadeaba pensando que se quedaría dormidas, las estrellas seguían en su lugar.

Suspiró y dejó que la brisa la envolviera. Cada día, cada tarde, cada noche no paraba de entrenar, sus pies eran un problema en principio pero pronto logró tener el poder sobre ellos, sus instintos ya estaba despiertos. Sólo faltaba un día para la gran bendición y lo que el destino fuese lo que planeara con ellas, debían moverse pronto, aunque, no sin antes dejar a su pueblo con todo lo necesario para su regreso.

Las ancianas preparaban las ropas de sus hijas, la reina Antíope les pidió dormir dentro de su carpa mientras la bruja cantaba canciones de cunas y el fuego crepitaba; entre la luz y la melodía, una fuerza divina besaba a cada una de sus futuras hijas, mientras la reina Antíope miraba fascinada a su amante fortuito.

—Hiciste un gran trabajo —murmuró este cuando llegó a su lado.

—Lo sé —un suave beso en sus labios fue depositado.


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