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El sonido metálico de los platillos fue lo último que resonó en el aire. Su voz se fue diluyendo con delicadeza en una escalera descendente de notas graves, mientras el eco del micrófono se iba apagando también.

—Gracias, muchas gracias...

Emma se acomodó un mechón de cabello oscuro detrás de la oreja mientras aun sonreía. Los aplausos retumbaron enardecidos entre las paredes del bar.

Katz Under the Bridge, damas y caballeros —dijo el anfitrión mientras señalaba a la banda con sus manos sin dejar de sonreír y aplaudir—. No se olviden de seguirlos en sus redes sociales.

Emma y los chicos bajaron la tarima en compañía de un hombre con aspecto bohemio y rostro despreocupado en medio del torrente de aplausos. Era el agente.

—¿Escuchan eso? —dijo una vez frente a la barra, señalando con su oreja y uno de sus dedos hacia el aire que había alrededor—. Euforia, qué sonido tan espléndido. Hoy estuvieron incluso mejor que ayer, felicidades. Ya hablé con el dueño del local, la casa invita, pidan lo que quieran.

Los minutos pasaban. Todos celebraban entre risas rodeados de varios seguidores que querían acercarse para pedir fotos y autógrafos. Cuando llegó la primera ronda de tragos, los cuatro vitorearon con sus tragos en lo alto. Rick estaba de brazos con una groupie a la que dio acceso al área especial de la banda para disgusto de Emma. Ella lo veía con una risa indignada mientras le recordaba que su novia había pedido que lo llamara en cuanto terminaran la presentación, pero, como ya era costumbre en su amigo, él estaba ocupado en los brazos de otra chica.

«Si no fuera por tener que tolerar este tipo de cosas», pensó Emma. Lo cierto del caso es que, aun a pesar de molestarse un poco de vez en cuando con sus amigos y compañeros, su vida era magnífica; aun a pesar de las discusiones eventuales o de las diferencias sobre el mood de la noche o qué canción quedaría mejor de cierre; así era de reluciente, casi como oro. Era como lo sentía ella en lo más profundo, mientras veía vivir la noche y dejarse llevar por el sabor del éxtasis que se siente cada vez que uno está sobre el escenario, y sobre todo, al bajar de él, empapada con la energía de tu público.

Pensaba en todo eso cuando, de pronto, escuchó su nombre repicando en el aire. El timbre de la voz sonaba distante; quizás podría haberse perdido en un olvido para siempre, en el acontecer de noches repletas de júbilo y éxtasis como aquella, y, aun así, ahí estaba de vuelta ese sonido...

—¡Emma...!

Ella se giró para confirmar con sus ojos lo que ya la reminiscencia de su cuerpo le insinuaba

E... Emma.

Cuántos recuerdos.

—Alex —musitó ella en un suspiro lleno de sorpresa.

Sus ojos se perdieron rápidamente en el océano profundo y oscuro que era la mirada del recién llegado. Ella conocía esos ojos a la perfección, pero nunca imaginó antes de aquel momento que sería justo allí, en ese océano de una mirada, donde sus pensamientos volverían a naufragar.

«Sí que son profundos», pensó, recordando lo que insinuaban algunas de las letras de ese primer álbum que Katz Under the Bridge grabó en el verano del 2008, "An Ocean Far & Near", con el que habían logrado capitalizar un éxito bastante cómodo. Lo suficiente para que desde entonces no fuera fácil pasear por las calles de Londres sin poder evitar que la reconocieran.

Y aun así, nada de eso importó; no más que la calma y las tempestades que surgían de la mirada de Alex, un poco atemorizada y algo húmeda, algo hueca. La última vez que Emma vio esos ojos estaban derramados en un llanto incontenible, desbordándose y empapando las mejillas de su dueño, quien no podía aceptar un adiós como respuesta a su pregunta...

—¿Cómo...? ¿cómo estás?

Emma sintió anhelo y cariño en sus palabras. Él no se detuvo y se apresuró a abrazarla, un poco torpe y nervioso, pero lleno de nostalgia.

«Todavía lleva el mismo perfume», pensó ella mientras le correspondía al abrazo con algo de vergüenza y sin poder hacer nada más.

Por instinto enterró su cabeza en el cuello de Alex, y dejó que su nariz se impregnara, luego de tanto tiempo, con el mismo aroma íntimo que recordaba: un aroma a madera seca, a café, a manzanas verdes que la empujaban a su pasado... a su hogar.

Su mente se llenó con un carrusel de imágenes, tales como la primera vez que había visto los ojos de Alex en medio del pasillo del instituto, sus mejillas rosadas en el invierno, los hoyuelos que se le hacían cuando se reía con picardía, la forma en la que la abrazaba cuando ella más lo necesitaba, sus manos fuertes acariciándola con una delicadeza de la cual nunca las creyó capaces, la primera vez que lo besó, el sabor de sus labios, la firmeza de su cuello, la primera vez que estuvo unida con un hombre, la primera vez que estuvo unida con él.

En todas esas ocasiones ese mismo perfume siempre estuvo presente, llenando los pocos espacios vacíos que quedaban entre ellos. Era el suyo, sin dudas, uno de los aromas que más recordaba de su juventud, y los recuerdos que venían junto a él los más intensos, los más valiosos de aquella lejana vida que alguna vez tuvo en su pasado antes de la fama, del prestigio, de Cody y sus indecisiones, de todo, en fin.

—Disculpa, amigo, pero esta es un área reservada —dijo Willis, el agente de la banda, interrumpiendo el abrazo y rompiendo la burbuja de recuerdos en la que Emma se había sumergido.

—Lo siento —se disculpó de inmediato Alex con una sonrisa apenada—. No fue mi intención ser un imprudente. Es sólo que no podía dejar pasar la oportunidad de volver a verte de frente y no a través de un póster publicitario...

—No, no te preocupes, Willis —intervino Emma con rapidez—. Alex es un viejo amigo... uno especial —colocó una sonrisa de esas que se pintan con carácter.

No podía dejar de sonreír ante la imagen de Alex, porque a pesar de que habían pasado diez años, él seguía sonriendo como un chico infantil; todo a pesar de la barba y de las pequeñas arrugas que ya se percibían en las comisuras de sus ojos. «Sigue tan honesto como siempre», pensó ella a la vez que lamentaba que sus ojos ya no pudieran brillar más como sí lo hacían los de él en ese preciso instante.

—No... no creí que fuera posible, pero estás mucho más hermosa de lo que recordaba. Ni en un millón de años mi memoria habría podido hacerte justicia —dijo él con nerviosismo en la voz y con un temblor ligero en las manos.

No quería que ella se diera cuenta de lo afectado que estaba. En su mente la misma escena había transcurrido mil veces antes de una manera distinta: él lucía calmado y seguro de sí mismo, y ella lo esperaba, anhelante y fascinada por la posibilidad del reencuentro. Por más que se dijera lo contrario, quizás era cierto y Alex realmente nunca había podido superar aquella despedida tan cruel.

—¿Tienes algo de tiempo? —se apresuró a decir—. Me gustaría que nos pudiéramos tomar un trago juntos... Por los viejos tiempos, digo...

—¿Vienes con alguien? —preguntó Emma para hacer tiempo, aun cuando ya sabía lo que respondería.

Ella también quería hablar con él, pero ella siempre había sido mejor para ocultar sus emociones que él. Y ahora que las cosas en casa se veían lúgubres y en caída libre, Emma no quería dejar que la pesadumbre la afectara. La música siempre había sido su escape, su forma de estar por encima de las vicisitudes de la vida, y cuando "Sad & Lonely Galaxies" se acabó y tuvo que bajarse de la plataforma, los minutos previos a la canción volvieron a su mente, la llamada de teléfono, la ruptura reciente, la voz de Cody y todo el asunto sobre qué pasará con las giras, y que cada vez hay menos tiempo para estar juntos, y si el futuro se ve cada vez más pequeño y en fin, cosas de la vida, monótonas, tediosas, estériles... 

—No, no estoy con nadie. Vine solo.

Emma lo vio a la cara y él le sostuvo la mirada. «Si el futuro se aleja y el pasado se acerca, ¿por qué no dar un paseo por el tren de los recuerdos?», pensó ella entre suspiros mentales, de esos que se deciden a última hora y con cierto sabor a melancolía.

—Sólo dame un momento —contestó ella tras asentir ligeramente con su rostro.

Con un gesto se despidió de los demás miembros de la banda, luego tomó a Alex del brazo y lo llevó consigo hasta las mesas del local, esperando que fuera él quien la guiara hasta la suya.

—Vamos...

Ambos se sentaron donde él había estado sentado antes. Era desde allí que había observado el concierto de la bella artista que alguna vez fue su novia de secundaria. Ya una vez solos, el silencio de esa década entera que había andado entre sus vidas los abrumó de súbito. Los dos permanecieron sin hablar hasta que el mesero sirvió dos vasos de whiskey y dejó la botella en la mesa. Tras dar paso a los primeros tragos, las palabras comenzaron a estructurarse una vez más en un flujo continuo y despreocupado.

—Al final... ¿la fama resultó ser lo que querías? —preguntó Alex en una ocasión.

—Yo no diría que soy famosa, eso sería exagerado.

—¿Ah, no? Entonces cómo se le dice a una persona que acaba de regresar de una gira por todo el Reino Unido. Agradécele a tu papá que no deja de fanfarronear con que tiene una hija estrella...

—Mi papá siempre ha sido intenso, Alex, ya lo sabes...

El teléfono de Emma vibró sobre la mesa. Al revisarlo notó que eran mensajes de Cody, por lo que ni siquiera se molestó en revisarlos.

—Lo cierto es que siempre te escuchaba en la radio —comentó Alex mientras la veía revisar el aparato—, o veía los anuncios de tus conciertos por la calle, o aparecías dando alguna entrevista en la televisión, y por más que lo intentaba, tu presencia siempre me alcanzaba de alguna manera, por lo que creo que tengo razones para defender mi argumento.

Emma suspiró con una sonrisa inquieta, un poco ansiosa, quizás orgullosa, mientras reposaba perezosamente su rostro de una mano. Alex entendió de inmediato el mensaje que aquel gesto (tan familiar para él), significaba.

—Bueno, como sea, brindemos —dijo, y por reflejo, se guardó el teléfono en el bolsillo para huirle a la pantalla bloqueada—. Famosa o no, no nos queda más que brindar. Brindemos por nosotros, por ti, porque estamos aquí...

Alex levantó su vaso y Emma notó algo que no había visto hasta aquel momento: una pequeña alianza dorada en el dedo anular de su acompañante.

—Estás casado —comentó sorprendida.

Fue una especie de afirmación con tono de pregunta opacada por el sonido de los vasos chocando en el aire. Alex desvió la mirada antes de contestar.

—Han pasado diez años, Emma, no... No podía esperarte por siempre.

La luz de sus ojos se ensombreció con la melancolía que provenía de su voz.

—Eso me habría matado.

Ella volteó a través de la ventana empañada por el agua de la lluvia que caía esa noche sobre la ciudad.

—Diez años —musitó ella en respuesta—. Una década... y aun así siento que soy la misma chica que acaba de dejar su pueblo para perseguir un sueño tonto. Es que no he cambiado nada.

—No, vamos. ¡Pero claro que has cambiado, Emma! Todos lo hemos hecho de una manera u otra.

Ambos se miraron en silencio. Por varios minutos nadie dijo nada. Tan sólo se limitaron a beber de sus vasos hasta que el brillo impertinente de la argolla terminó por arrancarle a Emma las palabras de los labios, como si la ansiedad y la impaciencia de sentirse perdedora de algo que nunca fue realmente suyo la hubiera sacudido.

—¿Quién fue la afortunada? —preguntó con cuidado, tratando de disimular la inquietud—. ¿La conozco?

Alex rio por lo bajo antes de contestar, previendo lo que pasaría cuando dijera el nombre de su esposa.

—Me casé con Samanta —dijo mientras trataba de esconderse tras el licor—. El verano de este año cumplimos dos años de casados.

—¿Samanta? ¿Samanta Tinker? —preguntó ella sin poder disimular su sorpresa; luego se lamentó por ello.

—Sí, ella misma. Es mi mujer...

Emma suspiró en medio de una sonrisa amarga y resignada.

—Supongo que era lo más lógico —dijo al final—. Siempre estuvo muy enamorada de ti.

Alex aguantó las palabras por un instante, hasta que finalmente no pudo más y cayó rendido ante la potencia de la duda y la inconformidad que lo abrasaba desde adentro y desde hace mucho.

—¿Alguna vez pensaste en mí, Emma? ¿En nosotros? ¿En lo que pudimos haber sido?

Ella no supo cómo abordar aquellas preguntas. Quería simplemente fundirse con su asiento para desaparecer.

—Alex yo... yo... no sé qué decirte —dijo apenada.

Él la veía con atención, detallando cada rasgo y cada facción de su rostro, viendo cómo su labio inferior todavía temblaba cuando se ponía nerviosa.

—A mí me pasa todo el tiempo —confesó él.

Volteó a ver a la gente de la barra y los vio. Allí estaban los miembros de la banda, los amigos de Emma, la prueba de que sus sueños sí se habían cumplido, y, quizás, los que le habían quitado  el suyo si fuera por ponernos tercos y envidiosos.

—Incluso después de haberme casado con Samanta, hay días en los que simplemente siento tu perfume en el aire y no puedo sacarte de mi cabeza, ni siquiera durmiendo...

La voz de él sonó casi tan lúgubre como la de Cody hacía una hora atrás.

Emma no supo qué más hacer salvo extender una de sus manos para entrelazar sus dedos con los de Alex. Quiso que él lo supiera, que ella estaba allí... y tenía la esperanza de que, quizás, pudiera verla de regreso a los ojos sin pena, sin culpa, sin miedo. Después de todo, Emma también lo recordaba bien, y no quería dejar pasar la oportunidad para disculparse por lo que pudo haber sido una mejor forma de decir adiós.

—Yo también te amaba, Alex —se le escapó sin poder evitar que una lágrima la traicionara—. Te amaba mucho.

—Pero no más que a la música —contestó él, y ella sintió cómo algo se rompía dentro de su pecho.

«Mmm... ¿Acaso esa frase nunca dejará de perseguirme?», pensó calmada y arropada en un sentimiento que nacía en la frustración y moría en la vergüenza, como si por alguna razón fuera algo que tenía que tomar en cuenta.

—No... no más que a la música —respondió mientras le apretaba la mano con más fuerza—, pero eso no resta nada de lo mucho que te amé...

Alex sonrió. Esa noche ambos rieron y bebieron hasta que sus cuerpos no pudieron más. Cuando salieron del bar, caminaron uno aferrado al cuerpo tambaleante del otro en medio de las risas y los tropiezos del alcohol que fluía por sus venas. El teléfono siguió vibrando en su bolsillo, y aunque cada palabra de Emma pudo haber sido una para decir a través del micrófono de su celular, y no para un distante visitante del pasado, sus pasos no se detuvieron.

La noche fría y brumosa de Londres los envolvió con rapidez mientras andaban sin rumbo aparente; sus manos indiscretas recorrían zonas que ya no les pertenecían. Sin darse cuenta, los recuerdos los empujaron a una fiesta de la que no estaban seguros de querer participar. Así, de súbito, en medio de uno de los tantos puentes de Londres que atraviesan el cauce del Támesis, la lluvia fría los arropó con salvajismo calándoles los huesos, haciendo que se estrecharan en un abrazo íntimo.

Los dos podían ver cómo sus alientos se condensaban en un vaho helado que salía de sus bocas abiertas. Vistos así parecían dos vagabundos traicionados y desamparados. Alex acomodó el cabello empapado de Emma detrás de sus orejas mientras acariciaba su rostro húmedo. Ella no podía dejar de castañear los dientes. Sus ojos reclamaban en silencio por una intimidad que alguna vez él hubo poseído en ella. Sin más, en el momento en que sus miradas se encontraron, no hubo marcha atrás.

Abrazados como estaban, en medio de aquel puente y con la lluvia empapando sus cuerpos, tanto Emma como Alex se entregaron al abrazo del martirio en un beso apasionado. Se besaron como lo habían hecho hace diez años en aquella cruel despedida. Sus labios parecían bailarines de una danza que se movía al ritmo del repiqueteo de las gotas de lluvia sobre el suelo mojado.

En la mente de Emma todo era luz, brillo y recuerdos coloridos de sus días de juventud junto a Alex, cuando apenas tenían diecisiete años. En la mente de Alex lo único que brillaba era el rojo de aquellos ojos tan siniestros que lo habían curado y regresado de la muerte cuando sintió su corazón ser masticado y escupido al suelo.

Extasiado, recordó las palabras: «su alma por la libertad de este dolor inconmensurable», y con eso en mente, y con la figura aún fresca en su memoria de la mujer serpiente, Alex deslizó una hoja afilada y consagrada al fuego del Averno a través de la ropa mojada de la mujer entre sus brazos, hasta que su sangre caliente se derramó sobre su mano.

Emma no gritó. Tan sólo abrió los ojos en confusión mientras su cuerpo languidecía en los brazos del hombre. Pero, cuando buscó respuesta en el océano oscuro de sus ojos azules, estos habían desaparecido. En su lugar quedaban dos faros rojos que brillaban en medio de la lluvia, como las luces de un taxi en la distancia, que le hablaron sin necesidad de palabras.

—Te amé, siempre lo hice —fue lo último que Emma escuchó salir de aquellos labios.

Y justo antes de cerrar los ojos y perderse para siempre, un último pensamiento cruzó por su cabeza...

«Alex... no me ames tanto...».




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