Núa II

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El pueblo, situada en los suaves valles del río Eume, aún conservaba signos de una antigua riqueza. Constaba de cien familias alrededor de una plaza con arcos y algunas más diseminadas entre la torrentera, el bosque y los huertos de frutales, una lechería, hórreos en los cercados, una calzada de piedra y una fuente de caño labrado. Las casitas del centro, apiñadas alrededor de una madeja de calles empedradas, todavía lucían sus contraventanas pintadas de colores vivos: blanco, verde y azul. En el pasado había pertenecido al concello de Capela: cuatro aldeas diferenciadas, que se acabaron uniendo alrededor de una misma iglesia con camposanto. Cuatro cruceiros recordaban esa época. Y seguían marcando las entradas al pueblo, solo que ahora estaban tapiadas por puertas. Cuatro puertas en un muro como una empalizada, hecho de maderos afilados. Las cepas de chacotería se derrumbaban y entre las tejas de pizarra entraban sabandijas, los encalados se cuartaban como yeso y los molinos de aceña, tan frecuentados antes por las mujeres, ahora languidecían por quedar fuera del perímetro; sí, pero el muro seguía. Evitaba que las bestias entraran y que las mujeres salieran, mantenía acotado el mal y tranquilizaba a los vecinos de madrugada. Y debía funcionar, porque no habían tenido un caso de la terrorífica dolencia en casi tres años.

Pero una parroquia cerrada no era un pueblo, solo un montón de casas desordenadas. Ya no pertenecía a nada, ni a comarca ni a concello. Si tenía nombre era por fuerza de la costumbre, de sus habitantes tercos que lo repetían en voz alta para que no se les olvidara. Augasantas.

—Ya estamos llegando —dijo Inés, balanceando su quinqué de aceite—. Descúbrete la cabeza y límpiate los zapatos antes de entrar, y no hables si no te dirigen la palabra. Pero mira siempre a los ojos, sin miedo, porque no hay labor más digna que la nuestra. Y recuerda —gruñó—: A la primera falta de respeto, nos vamos.

Dejaron atrás la Praza Maior y el pilón del lavadero. La casa estaba cerca de la iglesia, y dieron un rodeo por las calles más oscuras, por si al ojo avizor de Figueroa se le ocurría asomarse en ese momento. Un par de perros famélicos les ladraron al pasar, pero Inés los asustó de una pedrada. Mano firme y paso firme, pero Núa reparó en su ceño fruncido cuando llegaron a su destino. Se trataba de una casa bien, de antiguos ricos, fachada de piedra del país, dos pisos, establo y galería acristalada. Era una casa magnífica y bien mantenida. El rostro de la mujer que las fue a recibir, sin embargo, estaba lívido de puro espanto.

—Son los primeros síntomas, meiguiña.

Núa escuchó a su madre rechinar los dientes, como siempre que se irritaba. Pero no se fueron.

—No vuelva a llamarme así —siseó. Pero al ver las retinas desvalidas de la dueña, suavizó el tono—. ¿Avisaron ya al doctor? ¿Al cura?

Detrás de las faldas de la anfitriona aparecieron un par de chiquillas, con ojitos acuosos y vestiditos de batista. Ella les pasó una mano por los hombros y las atrajo contra ella, contra su vientre amplio de matrona.

—Los asuntos de mujeres se arreglan entre mujeres.

Las hicieron pasar. Les ofrecieron agua y pan blanco, acompañado de sardinas saladas. Comieron en silencio, a oscuras, más por educación que por hambre. Núa conocía a esa familia de misa: el marido, un feriante, ganaba lo suficiente para mantener una madre, una esposa y dos criaturas con más holgura que la mayoría. No entendía por qué en esa casa, dónde había dinero suficiente para comprar paños buenos para la ropa y hogazas de trigo, fueran incapaces de encender una rácana velita. Tuvo que parpadear varias veces para acostumbrar la vista. No había más que el quinqué de Inés para alumbrar los perfiles. La chimenea estaba apagada, las cortinas estaban corridas, y no quedaba ni un resquicio por dónde entrara la noche clara de finales de invierno. Pasó el peso de un pie a otro, incómoda, sin atreverse a hablar. También en silencio subieron por las escaleras, llevaron a las niñas a su habitación y les dieron órdenes de no salir.

—Una desgracia, una desgracia —sollozó la mujer, con un timbre agudo y estridente, tan pronto cerró la puerta del dormitorio—. Qué lástima de nuera buena, que dio dos crías a mi hijo mientras pudo, y solo Dios sabe lo que rezó para traer al mundo un varón. Qué lástima de muchacha, qué lástima tan grande, jovencita honrada y modosa, que no miró las piernas de otros hombres, que su único pecado era adornarse el cabello con retama, para verse más hermosa, y pellizcarse las mejillas para enrojecerlas; y ponerse lavanda en la nuca y las muñecas, y llevar zapatitos de suela de madera por la calle, para que repicase contra el empedrado y todos los vecinos se giraran para verla pasar

Se encontraban en un pasillo corto, con tres puertas. En la primera era dónde habían dejado a las niñas. La segunda estaba barrada. La dueña las guio hasta la tercera, sin dejar de lamentarse. Núa tuvo que reprimir un estornudo cuando le llegó un olor ácido de hierro y orines. Inés la miró, severa, con su eterno ceño fruncido convertido en una única arruga vertical en la frente.

—¿Cuándo empezaron los síntomas? —gruñó.

—Cuándo le picó la vanidad —contestó la dueña, secándose los ojos.

—Esperaba una respuesta más concreta.

—Le vino una calentura la semana pasada hace dos noches que está postrada, pero seguro que el mal le viene de antes y de adentro —dijo, señalando el picaporte, sin tocarlo—. Aquí es.

Inés rechinó de nuevo los dientes. Núa le tocó suavemente el brazo, y solo cuando ella pareció calmarse pudieron entrar.

Encontraron a la muchacha sumida en una duermevela cenagosa, pero se despertó con la luz trémula del quinqué. Habían retirado prácticamente todos los muebles, excepto la cama y una mesita baja, y las ventanas estaban cerradas a cal y canto. El encierro había cargado el ambiente, espeso con efluvios de sudor y piel muerta. Cuando la muchacha trató de incorporarse, pudieron ver que tenía la piel enrojecida, de la frente a los dedos, cubierta de pequeñas pústulas.

El primer síntoma del mal era el amarillamiento progresivo de las uñas, eso lo sabía todo el mundo. Siempre empezaba con la puesta de sol. Las afectadas decían que no dolía ni molestaba, acaso se sentía un hormigueo cálido y persistente, casi agradable, y pasaban los minutos rascándose distraídamente la piel de las manos hasta abrirse heridas. Algunas reían, porque decían que el cosquilleo era como el chupar de un niño de teta. La duración de este síntoma variaba de mujer en mujer: en algunas unos pocos minutos, en otras se alargaba durante semanas, pero en todas ellas las uñas se volvían quebradizas, se astillaban y fusionaban de nuevo, crecían y se curvaban como las de un animal hasta tomar forma de garra, zarpa o pezuña.

—Abre las ventanas, hija. Aquí no se puede ni respirar.

El pestillo estaba oxidado y el chirrido que hizo al abrirse resonó por la estancia vacía. Antes de volver con su madre, Núa respiró con ansia el aire fresco de la noche. Empezaban a llegar nubes por el oeste, empujadas por un viento marítimo y tenaz, grávido de lluvia.

—Me vino el mal, doña Inés —gemía la moza.

Ella no respondió, pero se sentó al lado de la cama. La enferma tenía los párpados cavos y finísimos, los labios sin color y la carita triste. Murmurando palabras de consuelo, Inés le examinó las manos.

El segundo síntoma del mal era la erupción ascendente que sacudía la piel de las afectadas. Empezaba en las cutículas e iba subiendo, subiendo, en pequeñas protuberancias encarnadas y duras, como piedrecitas incrustadas en la carne. La erupción continuaba hasta las muñecas, los codos y los hombros, bajaba hasta los pechos y cubría toda la espalda.

—Hija, baja a las cocinas y pide agua caliente. Despierta a toda la casa si es necesario. Y trae también sal y vinagre, y telas encarnadas.

Núa cumplió tan rápido como pudo. No se había llevado el quinqué: su madre lo necesitaba más. No importaba, porque su cuerpo se había acostumbrado a esa atmósfera silente y turbia, y la oscuridad no le pareció tan densa como antes. Golpeó la segunda puerta, dónde suponía que se encontraba la dueña. Nadie le abrió.

El calor le subió a la cara. Cuando se dio cuenta, estaba apretando los dientes, como su madre, pues la suya era la labor más digna del mundo. Guiándose por la memoria, bajó las escaleras, recorrió el salón, encontró la alacena, removió los anaqueles y palpó y metió los dedos en tarros y chupó hasta encontrar la sal y el vinagre. Luego, con un estremecimiento no exento de placer, también buscó un cuchillo. Con él rasgo el forro de unos butacones, de un color rojo tan apagado que casi parecía negro. La crin y la arpillera del relleno se desparramaron hasta el suelo.

—¡Y necesitamos agua caliente, carallo! —gritó todo lo alto que pudo, y lo volvió a repetir frente a las habitaciones.

Cuando volvió al cuarto de la enferma, su madre asintió con aprobación. Matizaron la luz del quinqué con el paño, y la muchacha postrada suspiró de alivio. Se apoyó contra la almohada y sus pómulos tumefactos relumbraron en esa luz aceitosa.

El tercer síntoma del mal era el pelo eruptivo que brotaba de las úlceras abiertas. Difería en textura y complexión según el caso: a algunas mujeres les salían cerdas duras y ásperas como las de un jabalí, que rasgaban la dermis con un chasquido borboritante, y a otras les crecía una capa suave de armiño. Se habían visto pelajes largos y pelajes cortos, mantos abrigados y ligeros como pelusa, lisos y rizados, finamente moteados o rayados en plata; pero en todos y cada uno de los casos, sin excepción, el pelo de las malditas era blanco. Las mujeres, totalmente conscientes ya de su destino, gemían y lloraban mientras trataban de arrancarse la piel con sus manos deformes. Y los que habían presenciado tal cosa decían que era turbador el contraste de sus rostros aterrados con la belleza del momento: porque mientras gritaban de agonía se iban volviendo del color de la nieve virgen, de los cisnes, de los corderos lechales.

Alguien entreabrió la puerta y deslizó dentro un balde de agua humeante, con unos trapos limpios colgando. Núa fue a buscarlo y se asomó por el resquicio. No llegó a ver a nadie.

Dieron a la muchacha agua con sal, para que hiciera gárgaras, e Inés aprovechó para inspeccionarle el interior de la boca. Después, siempre con movimientos medidos y calmados, la mujer mezcló el vinagre con la tintura de árnica, y aplicó compresas empapadas sobre las articulaciones de su paciente. No dejó que Núa la tocara, pero la mantenía cerca y le iba dando órdenes: cierra la puerta, trae el aceite de almendras, llévate la santolina, necesito más luz. La muchacha no se atrevía a preguntar nada, pero sentía el cuello rígido y un nudo ciertamente considerable en la boca del estómago.

—No pongas esa cara, nena tonta —le riño su madre.

El cuarto síntoma del mal, y el último, era la deformación.

Aquellos que habían visto una transformación rememoraban los animales de pesadilla con los que el padre Figueroa alumbraba sus relatos dominicales. A las malditas se les rompía la mandíbula, se les proyectaba un hocico, se les retorcía la columna en formas imposibles, la escápula y la cadera se moldeaban hasta dar al cuerpo un movimiento cuadrúpedo, y el cuerpo menguaba o crecía para reflejar su auténtica naturaleza de bestia indómita. Se sabía de veintitrés mujeres transformadas en esos años: la más joven fue una niña de nueve años, que se convirtió en comadreja sin apenas despertarse, y también hubo ratas y gatas monteses, liebres y jabalinas. La tejedora de juncos se convirtió en una preciosa cierva de pezuñas de oro, y a Maruxa, la última de todas ellas, se le cayeron todos los dientes de golpe para dar paso a unos afilados colmillos de raposa.

El único rasgo que conservaban de humano era el mirar. Se podía identificar a una mujer maldita por sus ojos solemnes, de pupila redonda. E incluso estos cambiaban, susurraban las lavanderas en el regajo, pues podían ver con el blanco vítreo del ojo y no solo con el iris, ya que se parecían a los animales sin serlo y tampoco eran humanas del todo: estaban entre dos mundos, podían ver a los fantasmas, a los espectros, a los parientes que se habían ido sin paz y volvían para atormentarlas.

Y entre lejía y pastillas de jabón, las lavanderas detallaban cómo las malditas gritaban por sus muertos la primera noche de mal y cómo sufrían entonces, que aullaban de dolor y se golpeaban contra las paredes hasta caer con algún órgano reventado, pobrecitas, y la forma en la que la luna las trastornaba tanto que eran incapaces de reconocer a los de su propia familia. Pero Dios era misericordioso y abría caminos a la esperanza. Debajo de ese pelo blanco seguían siendo mujeres, apuntaban las más beatas; debajo de las fauces seguían siendo cristianas, debajo del monstruo seguían siendo esposas, madres, hijas, hermanas. El Señor intercedía por todas ellas. Y juntaban las cabezas para describir cómo los pelos se retraían al llegar la mañana, como los huesos se acortaban y amanecían desnudas y agotadas de tanto berrinche.

La moza lloraba calladamente mientras Inés le frotaba el cuerpo con aceite embebido de manzanilla. De vez en cuando trataba de rascarse. Núa tenía órdenes de cogerle las manos con un trapo y apretárselas, para forzarla a parar.

—No te toques las pupas, o será peor —le explicó.

—¿Por qué me pica tanto, por qué me siento tan mal? —gimoteó ella—. ¿Es verdad lo que dice mi suegra?

Inés cogió una bocanada de aire, fatigada.

—No padezcas, rapaza. Todo se va a solucionar.

Y mandó a Núa a buscar a la dueña.

Esta vez, la muchacha golpeó la segunda puerta insistentemente, de forma metódica, sin detenerse, con la boca girada en la misma satisfacción que había sentido al destrozar el sillón. Atizó el marco hasta que escuchó llorar a las niñas, y paró a coger aire, con los nudillos ardientes. Agudizó el oído y escuchó el fruncido de tela sobre tela, seguida del murmullo invariable y letánico de un rezar de rosario que se acercaba, el arrastrar de un mueble, el abrir de un cerrojo... La figura que se alzaba detrás era más oscura que la oscuridad circundante. La dueña se había vestido de duelo profundo, con la falda fruncida, la camisola y el manto negros, y una toquilla cubriéndole la cabeza. Al verla le mostró el rosario y se santiguó.

—Si mi nuera está maldita, estará peor que muerta —sollozó, con desdeñosa gravedad—. Llevo luto por esta familia y por todo este pueblo.

Núa tuvo que morderse la lengua para no decir una grosería ante tanta desfachatez. Pese a sus esfuerzos, las palabras le salieron más mordientes de lo que esperaba.

—¿Y usted qué sabe? ¡Cállese! Aún no le hemos dicho lo que tiene.

La mujer arrugó la nariz.

—¡Qué impertinente que eres! Pequeña salvaje; igual, igualita a tu madre, peor incluso que las bestias. ¡Que os ponen la mano y tiráis a morder!

La muchacha sintió un calor súbito y relampagueante subiéndole por la columna, y se le tensaron las piernas, dispuesta saltar. Los dedos le burbujeaban, y sentía la sangre pulsar en su pecho. Tuvo miedo de sus propias reacciones, y se contuvo. No respondió, no dijo nada más. Su madre le había hecho un encargo, y ella era una niña buena. Se puso en marcha sin comprobar si la vieja la seguía, pero pudo escuchar sus resuellos al subir la escalera.

—¿Está maldita mi nuera? —inquirió la dueña, al llegar. Se mantuvo al lado de la puerta, sin acercarse al lecho.

Inés suspiró con exasperación y se frotó los párpados.

—¿Cómo va a estar maldita? Ya hace tres años de lo de Maruxa. Esta muchacha está enferma. Una viruela benigna, un sarampión. Se curará pronto. Ni siquiera necesitará de mi herbameira. —Y añadió—. Tres años sin mal son muchos años.

El gemido de alivio de la mujer hizo retumbar los cimientos de la casa. Empezó a sollozar, llevándose las manos regordetas al rostro, tan alto que Núa pensó que podría despertar al pueblo entero. Se acercó, entonces sí, a abrazar a la muchacha enferma, pero Inés la paró de un simple gesto.

—No se acerque. Déjela respirar. —Y su tono no admitía réplica—. Abran las ventanas y quítense el luto. Sírvanle agua abundante, toda la que quiera beber, cocida con miel y malvas. Pongan trapos rojos en las luces para absorber la enfermedad, no la abriguen en exceso, y tráiganle cada mañana infusión de azafrán, para que se lave los ojos.

Núa escuchó a su madre con admiración callada. Lo sabía todo sobre las hierbas, tanto las silvestres como las que crecían en el huerto: cuáles se mezclaban bien con arcilla y cuáles se mezclaban bien con cera, cuáles aliviaban el pecho y cuáles provocaban frío, cuáles curaban quemaduras y cuáles paraban el corazón. Inés nunca hablaba de su pasado, ni quién le enseñó. Pero lo sabía curar casi todo, hasta las picaduras de escolopendra y las malas caídas, y nunca le negaba la ayuda a nadie. Lo único que no tenía remedio, solía decir, eran las tristezas persistentes y las maldiciones. En Augasantas se sabía. La llamaban las viudas por dolor de muelas, las comadres por los cólicos de sus hijos, las alcahuetas por mal aliento, y también por ataques de abejas, sudores fríos, jaquecas, y por achaques de cualquier condición. Durante el día, las mujeres avisarían a Baldomero Prieto, el médico portugués. Pero la noche era de la meiguiña.

Antes de irse, se acercaron por última vez al lecho. La enferma les sonrió, por primera vez.

—En dos semanas deberías estar bien —le susurró Inés, y se permitió ella también una sonrisa. Luego recogieron sus enseres, llenaron de aceite nuevo el quinqué y dejaron que la dueña las acompañara hasta la puerta. La mujer insistía en despedirlas con besos, como a los amigos más íntimos, pero Inés tampoco se lo permitió.

—Nada de halagos —dijo, con serena dignidad—. Solamente hacemos nuestra labor.

—Tu presencia es un bálsamo para esta familia.

—Estoy convencida de ello. Serán dos pesetas, entonces.

La mórbida dueña mudó el rostro.

—¡Anda y que te pudras, meiguiña!

Y de un golpe sonoro y brusco, cerró la puerta. Madre e hija se quedaron esperando, inmóviles. Núa empezó a contar los segundos mientras miraba el cielo. La madrugada había traído neblina y presagios, pero no se movieron. La muchacha se arrebujó bajo su capote y se puso las manos bajo las axilas, pues se le habían empezado a entumecer. Contó hasta diez muchas veces, quizás diez veces diez, porque no sabía más números, y ya se había resignado a pasar la noche entera allí cuándo la puerta volvió a abrirse y una mano regordeta dejó caer una moneda de plata sobre el suelo helado.

—Ya podemos irnos, Núa —masculló Inés, después de examinar atentamente la pieza—. Qué señora tan obtusa, qué aires de marquesa. Seguro que a don Baldomero le hubiera pagado sin rechistar. Pero al final ha cedido, todos a los que atiendo acaban cediendo. Puede que piensen que les voy a echar un mal de ojo si se quedan con la deuda.

Emprendieron el camino de regreso, caminando deprisita para calentar los huesos. Se escuchó un trueno en la lejanía. A su alrededor, los helechos abrían los frondes, ávidos de tormenta.

—Suerte que te traje, o aún estaría allí —murmuró Inés en voz baja. Parecía tan taciturna como el tiempo, pero de repente recordó algo que la animó—. Cómo que el pago ha sido bueno, el próximo sábado compraremos carne. Hace trece años que te parí, Núa, algo tendremos que celebrar. Compraremos una buena tajada de panceta, haremos caldo. ¿Qué te parecería eso?

La muchacha asintió débilmente, distraída. Había una pregunta que se le había quedado rondando en la mente desde que abandonaron la casa. Y en ese momento, mientras escuchaba la inusual cháchara de su madre sobre costillares y chicharrones y espinazos de cerdo, y chorizos y hojaldres y panes blancos, la duda se hizo una bolita dura que le bajó por la garganta hasta llegar al corazón.

—¿Eres una meiga, mami? —la interrumpió, parándose en la mitad del camino.

Inés parpadeó, sorprendida.

—Estás muy preguntona hoy, Núa —bufó, sin rastro de su alegría anterior. De repente, parecía dolida—. ¿De dónde has sacado tal tontería?

—Es lo que se dice en el pueblo. Que somos una familia de brujas y que el mal llegó con nosotras.

—También dicen que hechizamos la huerta y hacemos abono con los huesos de peregrinos extraviados, y bien sabes que no es verdad. Y corre el rumor que Marino se escapa de noche para caminar hasta Pontedeume, sin descanso, solo para follarse a todas las putas de la parroquia. Y yo respondo: ¡Ya le gustaría a él! —Hizo un gesto amargo—. Y aun así, nos siguen avisando a nosotras antes que llamar al doctor, me cago no demo. Las gentes son venenosas como víboras.

—Pero las serpientes solo atacan cuando tienen hambre —apuntó la moza.

—Cuándo tienen hambre y cuándo se asustan. Y en este pueblo, Núa, pasan las dos cosas—. El aire estaba pesado y oloroso de humedad. Después de unos minutos de silencio, Inés suspiró, y pareció rendirse—. Discúlpame por antes, he sido injusta contigo. Tú tienes derecho a preguntar, de la misma forma que yo tengo derecho a no responderte. —Las nubes bajas les calaban la ropa, la niebla se condensaba en sus mejillas—. Pero quédate tranquila. No soy una meiga. Puede que una víbora, eso no te lo niego, pero nunca una meiga. Aunque tuvimos una en Augasantas, antes de que tú nacieras. Era una agorera bienparida, vieja, muy vieja, más pequeña que tú, e inofensiva. Pero no la tratamos bien. Quién sabe, quizás fue ella la que dejó entrar al Diablo, o quizás Figueroa tiene razón y estamos pagando por nuestros pecados.

El resto del camino lo pasaron sin hablar. Núa mirando de reojo a su madre, su madre con la vista clavada en el camino. Corrieron cuando empezaron a caer las primeras gotas. Se mancharon las botas y las faldas de barro, pero llegaron a casa justo antes de que el cielo se abriera. La iglesia tocó las completas. Desde la entrada, vieron cómo el aguacero sacudía y tronchaba las primeras plántulas del huerto. Las ranas cantaban en el Estrile, pero los pájaros de la azotea estaban callados. Un relámpago rasgó el cielo sobre Augasantas. Inés hizo un gemido de disgusto.

Ordenaron las cestas y los botellines con los remedios. Comieron un poco de pan y se quitaron las prendas sucias, antes de meterse en la cama. Sobre sus cabezas, la lluvia rasguñaba el tejado. El agua se colaba en el corral, plic plic. Las gotas caían sobre un pozal de latón, creando un sonido rítmico y sedante. A Núa se le empezaron a cerrar los ojos, rendida como estaba.

—Hace unas semanas los tres hijos del leñador tenían los mismos síntomas —le explico su madre desde su propio lecho, con la voz apagada por el cansancio—. Su abuela los vio una mañana con el rostro todo colorado y llamaron al señor doctor. Ahora están sanos, pero la fiebre sarampionosa se transmite por el aire, como los malos humores. Es posible que tengamos que volver a esa casa, a tratar al resto de la familia. También es posible que dentro de unos días se te empiece a poner la piel caliente y rugosa. No quiero que te asustes. Mañana te frotarás entera con jarabe de llantén, y beberás agua con limón agrio para lavar todo lo malo que se te haya metido dentro.

La muchacha no entendió la mitad de las palabras. Asintió con un murmulló y el sueño le vino con oleadas lentas. El jergón era demasiado delgado y el relleno de algodón estaba frío, pero se acurrucó un poco más y se sintió satisfecha. Una sensación dulce le empezó a subir desde los dedos, muy despacito. Antes de dormirse, se rio. Era un hormigueo cálido y persistente, casi agradable, como el chupar de un niño de teta.

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