CAPÍTULO DOS: Voy pensando en qué vendrá

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Gabriela esperó a comerse el completo que Manuel había comprado para ella y, sobre todo, le dio tiempo a este a ingerir sin problemas los cuatro que se había comprado para sí mismo. Prefirió no hacer comentarios al respecto, primero porque hubieran caído en saco roto y segundo porque ya estaba más que acostumbrada al apetito de su amigo. Era parte de su encanto, como le gustaba decir a él. Cuando terminaron, se fueron hacia la Plaza de Armas, a solo una calle estrecha de distancia. Buscaron un trozo de banca que estuviera a la sombra, limpia y sin ningún tipo de sujeto sospechoso cerca, cosa que les llevó un par de minutos. Terminaron sentándose de espaldas a la catedral, casi frente a un edificio gris que ambos conocían bien. 

Manuel le echó un vistazo rápido al lugar, como si quisiera corroborar que seguía ahí, antes de girarse hacia ella con una sonrisa. 

—¿Cómo está Hugo? —preguntó Gabriela, dejándolo con la pregunta en la punta de la lengua. 

El joven frunció el ceño, gesto que lo hizo verse acorde a la edad que tenía, veintidós años. La mayor parte del tiempo, Gabriela casi lo olvidaba.  

—Más mañoso que nunca. Debe ser la menopausia... Cuando le dije que me juntaría contigo me mandó a decirte que eres una ingrata y que cuándo lo vas a ir a ver. 

—Pero si lo vi hace como dos semanas. 

—Ya sabes como es y de verdad te digo, el viejo está cada vez más insoportable. 

—Contigo es así porque eres su aprendiz. 

—Sí, sí... 

Los ojos de Manuel se desviaron hacia un carrito de mote con huesillo que había a unos diez metros de distancia. No dijo ni hizo nada que indicara que quería un vaso, pero lo haría pronto. Gabriela le daba diez minutos. O cinco. 

—¿Me vas a decir cuál era la urgencia? —le preguntó el joven tras unos segundos. Estaba serio solo a medias, de la nariz hacia abajo. Sus ojos, por el contrario, no abandonaban esa expresión risueña que ni siquiera la PDI podría quitarle. O al menos eso esperaba Gabriela—. La secretaria que me dio el mensaje gritó a toda boca que me había llamado mi polola. Eso destruye mis posibilidades con mis compañeras... 

—Pero si estás pololeando... —El silencio de él fue respuesta más que suficiente—. ¿Terminaste con la Daniela?

Manuel se encogió de hombros. 

—No éramos el uno para el otro. 

—Pero si duraron tres semanas... 

—Esas cosas se saben rápido. 

Gabriela dejó escapar un bufido. 

—¿Cuándo vas a sentar cabeza, Ortiz? Ya no eres un adolescente y estás a punto de convertirte en un inspector de la PDI.

—Te pedí matrimonio y me dijiste que no. Esta es mi forma de sanar mi corazón roto... 

Lo empujó con la mano izquierda, haciéndolo tambalearse sobre la banca. Para mala fortuna de Gabriela, el joven tenía buenos reflejos, entrenados además, así que antes de poder defenderse él se había repuesto para abrazarla. Intentó resistirse, pero de todas formas el abrazo terminó en un beso en la mejilla . 

—Idiota... 

—Ya, basta de juegos —dijo Manuel tras soltarla—. Sé que estás desviando la atención, Rodríguez. Que no se te olvide que he jugado al ajedrez contigo muchas veces. —Cruzó los brazos frente al pecho y la observó con atención—. ¿Qué pasó?

—Me llegó la carta de respuesta de la Católica de Valparaíso. 

Manuel intentó que no se trasluciera en su rostro el gesto de contrariedad, pero no lo logró. Nunca lo lograba. Su voz sonó un poco más grave y dubitativa cuando habló. 

—¿Te aceptaron?

—No sé... —Tomó el bolso de cuero de entre sus piernas, donde lo había dejado al sentarse, y del interior sacó la copia de El talento de Mr. Ripley, que era donde se encontraba la carta. La mirada de Manuel siguió el sobre cerrado como si se tratara de algo peligroso—. Quería abrirla contigo. 

Lo vio respirar hondo antes de asentir. Cuando hizo el ademán de abrir la carta, la detuvo poniendo una mano sobre su brazo. 

—Espérate... ¿Ya tomaste una decisión? ¿Te irás a Valparaíso?

—Primero tengo que ver si me aceptan.

—Te aceptarán. Tú... ¿De verdad piensas irte?

Gabriela dejó de contemplar a su amigo y fijó la vista al frente, hacia las personas que atravesaban ese costado de la plaza de Armas rumbo a Mapocho o a la Alameda. La verdad es que una parte de ella estaba segura que irse a la ciudad costera era lo mejor, lo necesario. Podría seguir con su investigación sobre Salvatierra y los Sotomayor, cambiaría de ambiente y se obligaría a sí misma a enfrentarse por primera vez a la independencia. La expectación ante todo eso, a veces, la hacía sonreír como una niña. Además, Valparaíso le fascinaba. Un par de años atrás le había insistido a su abuelo que fueran de vacaciones; lo hizo hasta que el hombre accedió. Viajaron los tres, Edward Wagner, Lucía y ella misma, pero al final casi todos los recorridos lo había hecho solo con la mujer, ya que su abuelo se cansaba demasiado rápido como para subir las eternas escaleras y cerros del puerto. Además, la noticia de su llegada a la Quinta Región pronto se había dispersado, así que al día siguiente de su llegada comenzó a recibir visitas de matemáticos y físicos admiradores en la habitación que ocupaba en el hotel. 

Aunque el viaje fue todo lo placentero e ilustrativo que ella esperaba, no era suficiente con una semana de recorrido. Hacía falta mucho más para descubrir sus secretos y, sobre todo, para reconocer cada rincón que Salvatierra había descrito en El Club de los Seres Abisales y Puerto Triste. 

Pero a pesar de todo lo que la empujaba a irse, existían también muchos motivos para quedarse. Santiago se había transformado en su casa con una rapidez pasmosa. En menos de dos años ya sentía que conocía ciertos lugares como la palma de su mano. El centro, por ejemplo, que había recorrido sola primero y con Manuel después, cuando el joven volvió a capital con su familia desde el norte en 1985. Junto a él, esa seguidilla de calles, callejuelas y galerías se convirtió en un laberinto en el que se perdían tardes completas, para salir cuando les viniera en gana. 

Y no podía olvidar que casi todo lo que quedaba de su familia, más todos sus amigos, vivían allí. Aún extrañaba Lafken y Carrera, pero desde que sus bisabuelos habían muerto con pocos días de diferencia un año antes poco la ataba a su pueblo natal. En Santiago tenía a su abuelo, a Lucía, a Manuel y a Hugo. También un par de ex compañeras de colegio con las que se llevaba bien y con quienes seguía hablando por teléfono después de la graduación. Se llamaban Marcela y Camila. 

Santiago era su hogar, sí. Y no solo eso. Era el lugar donde la había dejado su tío y donde ella aún esperaba que la fuera a buscar. 

—Aún no lo sé, Manuel...

—Bueno, mi mamá siempre dice que las primeras reacciones dejan claras muchas cosas. —Con cuidado, tomó la carta de las manos de Gabriela y la estudió—. La leeré y lo primero que sientas al escucharme, te dirá la respuesta. 

Sintió cómo su estómago se apretaba al ver que su amigo rompía el sobre. Para cuando estiró el par de hojas que contenía, apenas podía respirar. Manuel igual de inmóvil que ella, paseó la vista por las letras sin decir nada. 

—¿Qué dice...?

—"Señorita Gabriela Rodríguez Rodríguez, nos complace informar que usted ha sido aceptada en la Universidad Católica de Valparaíso para cursar la carrera de Periodismo". 

Comenzó a llorar, mientras sus manos agarraban con más fuerza el bolso de cuero. En el interior de esto, oculto, estaba la copia de El Club de los Seres Abisales. Entonces lo supo. 

—Felicitaciones —dijo la lejana voz de Manuel. 

La mano de su amigo se posó en su espalda y aunque ella no había dicho nada, aquel gesto le dejó claro que él también conocía ya su decisión. 

Se iría a estudiar a Valparaíso. 




******************************************************




Manuel volvió con dos vasos de mote con huesillo. Le entregó el de ella y se sentó a su lado. Intentaba sonreír, pero le costaba. A Gabriela, a pesar de la felicidad mezclada con alivio que la había embargado hace unos minutos, también. El tener a su amigo al lado era un recuerdo demasiado fuerte de lo que dejaría atrás al irse a otra ciudad. 

—¿Tu abuelo sabe? —le preguntó Manuel tras casi un minuto. 

—No, aún no le digo. Lucía sí sabe... Ella recibió la carta hoy en la mañana. 

El joven tragó con cierta dificultad la cucharada de mote que se había echado a la boca. 

—¿Cuándo le vas a decir?

—Hoy... —Gabriela notó su propia inseguridad en el sonido de su voz, así que carraspeó—. Se lo diré hoy. 

—¿Y a Frank se lo dirás?

Torció la cara para mirarlo con tanta brusquedad que sintió un tirón, dolor que apenas la inmutó. Manuel la observó con cierta resignación y también algo de culpa. 

—Seguro que estará feliz de que te hayan aceptado en todas las universidad que postulaste. Y en Periodismo, además. Si yo fuera él estaría muy orgulloso. 

Gabriela introdujo la mano dentro de su bolso sin darse cuenta. Sintió que un poco de calma la invadía al rozar con la punta de los dedos el lomo de El Club de los Seres Abisales. Cerró los ojos y respiró hondo. 

—Hace tres meses que no me llega una carta suya —susurró. 

—Seguro que está ocupado. 

—¿Tan ocupado que ni siquiera puede escribirme? 

Manuel se encogió ligeramente de hombros. 

—La última vez Mariana me llamó desde México. Eso queda lejos, quizás la carta se atrasó... o se perdió...

—¿Por qué siempre lo defiendes?

—No lo defiendo, Gabriela. Solo...

—¿Qué?

El joven dejó a un lado el vaso y se concentró en ella. 

—Solo quiero ayudarte a no sentirte peor de lo que ya te sientes. —Su hombro derecho chocó con el izquierdo de Gabriela en un pequeño empujón que, la joven sabía, antecedía a una sonrisa amable. Cuando lo miró, el gesto relucía en su boca tal como había esperado—. Cuéntale. No tanto por él, hazlo por ti. Te conozco, no eres capaz de dejarlo afuera de algo tan importante para ti. 

—Eres demasiado maduro cuando quieres. 

—Sería un buen esposo...

—Bien por la mujer que se case contigo. 

—Eres cruel, Rodríguez. Muy cruel. —Alzó la muñeca izquierda para mirar su reloj. Lo usaba desde que había entrado a la Escuela de Investigaciones, pero seguía sintiéndose incómodo con él. Frunció el ceño al ver la hora—. Tengo que volver a la Brigada. ¿Por qué no me acompañas y así le cuentas tú mismo la buena noticia a Hugo? Si no vas me estará interrogando toda la tarde.

—No, seguro que tiene mucho trabajo. No quiero molestarlo.

—Tú no molestas, Gabriela. Por ti es capaz de detener un allanamiento. —Se puso de pie con ímpetu y le hizo un gesto con la cabeza para que hiciera lo mismo—. Eso sí, te sugiero que le compres algo en el camino. Así se olvida rápido de las dos semanas que estuviste desaparecida. 

Juntos atravesaron la plaza en dirección a calle Puente, la que a esa hora, y durante gran parte del día, estaba repleta de caminantes y vendedores, casi siempre de comida. A pesar de la sombra que prodigaban los edificios de mediana altura que delimitaban la calle, el calor se hacía sentir, sobre todo debido a la aglomeración. Con cierta dificultad, Manuel y Gabriela se abrieron paso, conversando sobre lo que la joven sabía sobre la universidad a la que había decidido entrar. No era demasiado, así que pronto su discurso se desvió hacia Valparaíso y lo mucho que deseaba conocerla mejor. 

—¿Y has pensado dónde te vas a quedar? 

—Alguna pensión de estudiantes. Está lleno por allá. 

—Ah, claro... Vas a conocer a un montón de gente. 

—Tranquilo, no me voy a olvidar de ti. 

—Aunque quisieras no podrías. Soy demasiado importante en tu vida. 

—Dudo que conozca a alguien tan quebrado como tú, así que en eso tienes razón. 

Se rieron y el sonido de sus carcajadas se mezcló con el bullicio que los rodeaba. El ambiente general era de algarabía contenida, como un resabio bastante tardío de las cosas que habían cambiado o estaban a punto de cambiar en el país. 

Hace casi cuatro meses que se había llevado a cabo el plebiscito, llamado por el mismo gobierno militar. Era un secreto a voces que Pinochet solo había accedido a cumplir con la disposición de la Constitución de 1980 porque estaba seguro que la gente votaría por la opción del Sí, es decir, para que él o alguien elegido por la Junta Militar siguiera en el poder. Pero había ganado el No, aunque por muy poco. Gabriela, que había cumplido la mayoría de edad solo unos meses antes de las votaciones, no dudó en asistir a las urnas para sufragar. La había acompañado Manuel y luego ella lo había acompañado a él. Ambos salieron de sus respectivos locales de votación con expresiones que no se decidían entre la el ansia y el miedo. En el fondo, Gabriela no tenía demasiada fe en que ganara la opción para sacar al dictador de la Moneda, aunque una parte de ella no podía creer que hubiera gente que deseara que las cosas siguieran igual que desde 1973. Manuel debía pensar lo mismo, porque cuando escucharon en la radio del abuelo de Gabriela que la opción del No iba tomando la delantera, la miró con una expresión de sorpresa tan profunda que era muy semejante al temor. 

El resultado oficial tardó en llegar, manteniendo en vilo la situación hasta la madrugada. Pero llegó un punto en que la gente ya no necesitaba que Pinochet o alguien de su séquito lo corroborara el triunfo. Se sentía en el aire, en los gritos de felicidad que se fueron levantando por las calles, incluso en una comuna como Las Condes, en el barrio de su abuelo. Manuel, luego de que Lucía lo convenciera en que sería casi imposible llegar a San Miguel con todo lo que estaba ocurriendo, se quedó a dormir allí. Eso sí, les fue imposible conciliar el sueño y se pasaron la noche entera hablando en el despacho de su abuelo, elucubrando sobre lo que vendría. Por la mañana agotados pero también ansiosos, salieron rumbo al centro de la capital. Los festejos fueron agarrando fuerza con el paso de las horas y para la noche la felicidad era una corriente eléctrica imposible de controlar. Gabriela aún recordaba el momento en que, entre gritos y cánticos, había llorado. Manuel, a su lado y sosteniendo su mano, también lo había hecho. 

Con el correr de los días, de las semanas y los meses, dicha algarabía se fue diluyendo, pero no desapareció del todo. Aún quedaba mucho para que Pinochet por fin entregara el poder y algunos seguían dudando que lo hiciera. Hugo incluso había dicho una vez que lo mejor era esperar lo peor, ante lo cual Manuel no encontró nada mejor que decirle que cuando se es viejo es más fácil perder todas las esperanzas. Gabriela había tenido que soportarlos durante media hora mientras discutían, los tres sentados en una fuente de soda de calle Ahumada. 

Mientras Manuel y alcanzaban la calle donde se encontraba el Cuartel General de la PDI, Gabriela se preguntó si en Valparaíso el ambiente sería el mismo. También pensó, sin querer y por enésima vez desde el 5 de octubre del año pasado, lo mucho que le hubiera gustado celebrar el triunfo del No con Frank. 

En la entrada del edificio tuvieron que detenerse para que Manuel se identificara ante los guardias y les dijera que Gabriela venía de visita. Ella tuvo que dejar su carnet de identidad en la recepción y recibir un tarjeta provisoria para identificarse como alguien de paso. No era la primera que lo hacía, así que cumplió todo el protocolo sin rechistar. Cuando ya estuvo lista, siguió a su amigo escaleras arriba. 

—¿No te han dicho cuándo te darán tu placa?

—Supongo que a mitad de año, cuando me titule. —El joven se encogió de hombros para así esconder la impaciencia con la que había tenido que aprender a vivir desde el pasado noviembre—. Esto de ser detective a medias es un poco tonto, pero bueno... El viejo me quiere acá para que le ayude en lo que a él le cuesta más. 

—¿Qué cosa?

—Pensar. 

Manuel soltó una carcajada que resonó en el último descansillo antes del segundo piso, que era donde se encontraba la oficina de la Brigada de Delitos Sexuales, que era donde Hugo Farías trabajaba desde 1983. Debido a la naturaleza de los casos que se investigaban allí, nada más entrar al lugar se erguía un escritorio grande y macizo, al otro lado del cual dos mujeres con aspecto severo impedían que cualquiera entrara. Más allá de ellas, un pequeño recibidor con las paredes desnudas y cuatro sillas incómodas era lo único que se podía ver. Todo lo demás eran oficinas cerradas. 

—Manuel Ortiz —dijo la mujer de la derecha, que si la memoria de Gabriela no fallaba, respondía al nombre de Pamela Herrera. Tenía la vista fija en su amigo y una sonrisa que intentaba ser burlona pero contenía algo de cariño—. Llega diez minutos tarde. El Inspector Farías está hecho una furia. 

—Ya me arreglo yo con él, le traje... —El joven se giró hacia Gabriela con los ojos abiertos de par en par. Pasados dos segundos, se dio una sonora palmada en la frente—. ¡No le compramos nada!

Gabriela torció el gesto. 

—Pucha, se me olvidó... 

Manuel se apoyó con ambas manos en el escritorio de recepción, los hombros caídos y la cabeza gacha. Era la viva imagen de la desgracia. La otra mujer, llamada Rebeca y que era más joven que su compañera, pestañeó y sonrió con ironía. 

—Tranquilo, nosotras te defendemos. 

De pronto, el aludido se irguió. Se colocó detrás de Gabriela y la tomó por los hombros. 

—No es necesario, acá tengo el sacrificio. —Comenzó a empujar a su amiga, mientras ambas mujeres la estudiaban con simpatía, en el caso de Pamela, y con algo de celos, en el de Rebeca. 

—El Inspector está ocupado hablando con el fiscal —dijo la segundo, sin poder evitar el tono de reproche. 

—No te preocupes, Rebeca. —Manuel le guiñó un ojo mientras cruzaba la frontera creada por el escritorio—. Farías se muere por ver a esta muchacha. Por cierto, me encanta el nuevo peinado. 

Gabriela siguió avanzando, empujada por él, así que tuvo ciertas dificultades para girarse a mirarlo con las cejas alzadas. No había visto a las recepcionistas muchas veces, pero en todas aquellas ocasiones, Rebeca tenía el mismo peinado, un moño bajo que dejaba caer algunos rizos en torno a su cara. Cuando ya estuvieron a la distancia suficiente, a solo unos pasos de la oficina de Hugo, le dijo lo que pensaba a su amigo. 

—Eres un crápula, Ortiz. 

—No sé lo que significa eso, pero suena a insulto. 

—Lo es. 

Sin soltarla, se puso a su lado para abrirla la puerta, una sonrisa ladeada brillando en su rostro. Cuando golpeó y una voz brusca le contestó desde el interior, el gesto desapareció. 

—Tranquilo, Manuel, yo te defiendo. 

—Ja, ja. 

Abrió de un tirón y volvió a ponerse detrás de ella, empujándola levemente para entrara antes que él. Gabriela no intentó resistirse; aunque no estaba en sus planes cuando salió de su casa, quería ver a Hugo. Por ese motivo, una expresión de felicidad asomó a su cara cuando lo encontró parado detrás de un escritorio lleno de papeles, sosteniendo el teléfono con una mano mientras la otra descansaba en su cadera. Su pelo, que ya estaba plagado de canas, estaba perfectamente peinado, lo que combinaba con la corbata color azul claro que llevaba, la que estaba muy bien anudada, y con la camisa blanca y planchada. El desorden comenzaba en las mangas de esta, que estaban tan dobladas y alzadas como las de Manuel. 

—...Ya, entiendo... Pero si hacemos eso, tendremos que... —Estaba girado hacia los jóvenes que habían aparecido en el umbral, pero aparte de lanzarles una mirada de identificación, no hubo nada en su expresión que indicara que su llegada le provocaba algo—. ¿Está seguro? Ya, ya... Si usted lo dice, Lagos, le creo, pero después no me salga con problemas. Bueno, bueno... Me pondré con eso. Hablamos luego. Y coma algo, hombre.   

Colgó el teléfono y se irguió cuan alto era. Gabriela, que aún tenía a Manuel a su espalda, había conocido hombres altos en su vida, pero ninguno tan imponente como Hugo Farías. Eso no había cambiado con los años, ni con la panza cada vez más abultada que le valía innumerables bromas por parte del joven. 

—Hola —dijo, sonriendo. Sin embargo, Hugo la ignoró un instante para mirar su reloj. 

—Ortiz, llegas quince minutos tarde. —Las manos de Manuel se crisparon sobre los hombros de Gabriela—. Entra, hombre, que te veo la mitad de la cara. 

—¿Tiene la pistola cerca, Gabriela? —preguntó el joven en voz baja, aunque el volumen fue suficiente para que el detective lo escuchara y rodara los ojos. 

—La tiene sobre el escritorio. 

—¿A cuánta distancia?

—¡Ya, corta el leseo! —espetó Hugo. Su voz era casi un rugido, pero en sus ojos oscuros Gabriela ya había detectado el brillo de diversión que conocía tan bien—. Vas a tener que pagar cada minuto de retraso, lo sabes. 

Manuel apareció al lado de su amiga, asintiendo a regañadientes. 

—Sí, sí...

—El doble, además. 

—Pero...

—Silencio. Y arréglate esa camisa. 

—¡Tú estás igual!

—Pero yo soy el que manda. —Por fin, Hugo se concentró en Gabriela, dedicándole una sonrisa amplia—. ¿Cómo estás?

—Ah, claro. A ella la tratas bien, a pesar de que lleva dos semanas sin aparecerse por acá. 

—Qué cabro más acusete, por la cresta. 

—Acusete y envidioso, porque a mí me quieres más —dijo Gabriela antes de desaparecer dentro del abrazo en el cual Hugo la atrajo hacia sí. Descansó unos segundos la cabeza en su pecho, disfrutando de la sensación. Cuando se separaron, se dio cuenta que él la estaba estudiando. Medía su lozanía, su estatura, su estado de ánimo; su bienestar general. —Siento no haberte venido a ver antes...

—Tranquila, yo sé que estás ocupada.

Manuel dejó escapar una exclamación de enojo, pero antes de que pudiera decir algo, Hugo se volteó hacia él y lo apuntó con el dedo. 

—Silencio, cadete. —Le señaló a Gabriela la silla frente a su escritorio para que se sentara, cosa que esta hizo, dejando su bolso de cuero a un costado—. ¿Y a qué debo esta visita tan imprevista? No me digas que estás pololeando...   

El hombre se cruzó de hombros y Manuel que había avanzado por la oficina y ahora se hallaba a pocos pasos de su superior, hizo lo mismo sin darse cuenta. 

—No, Hugo... Si yo me voy a morir soltera. 

—Claro, claro... Sóplame este ojo. —Se giró hacia Manuel con una ceja alzada—. ¿Cómo se llamaba ese pelucón con el que anduvo un tiempo? 

—Jorge. 

—Eso mismo... Jorge. Qué cabro más mal agestado... 

Gabriela rodó los ojos. 

—El Jorge era mi amigo. 

—Yo soy tu amigo —masculló Manuel—. Ese hueón era un problema. 

—Debí haberlo metido preso...

—Si poh, Farías. Deberías. 

Ambos se miraron con gesto cómplice, hasta que Hugo frunció el ceño. 

—Tú ándate a trabajar, Ortiz. 

—Pero... 

—Ahora. 

Manuel miró a Gabriela pidiéndole apoyo, pero ella solo se cruzó de brazos como respuesta. El joven bufó por la derrota. Pasó por el lado de su amiga y le puso una mano en el hombro. 

—Pasa a despedirte cuando te vayas. 

—Obvio. 

Lo escuchó alejarse hacia la puerta y cerrar a su espalda. Hugo se sentó en su silla, sonriente. 

—Me gusta hacerlo rabiar. 

—Se nota. Pero está bien, así lo mantienes alerta. 

El hombre le guiñó un ojo a modo de asentimiento. 

—Ya, ahora cuéntame cómo estás. 

—Bien. Disfrutando de las vacaciones. 

—Leyéndote un libro por día, seguro. 

—Casi —dijo Gabriela, riendo. Luego se irguió un poco más en la silla—. Pero fuera de eso... tengo noticias. 

Hugo hizo un gesto de invitación con las manos. 

—Me aceptaron en la universidad. —La expresión del detective al escucharla era de felicidad, pero no contenía nada de sorpresa—. Manuel ya te había contado, ¿cierto?

—Me dijo que te aceptaron en la Chile y en la Católica, pero no me dijo a cuál entrarías a estudiar. 

—A ninguna de las dos. 

—¿Cómo es eso?

Gabriela respiró hondo antes de hablar. 

—Me voy a ir a estudiar a la Católica de Valparaíso. —Hugo ahora sí estaba sorprendido. No solo eso, también lucía ligeramente preocupado—. Hoy recibí la carta de aceptación.  

—Pero... No entiendo, Gabriela. ¿Te quieres ir de Santiago?

—Necesito irme de Santiago —respondió la joven, arrepintiéndose apenas las palabras salieron de su boca. 

—¿Necesitas?

Gabriela se removió en el puesto, sintiendo con más fuerza que nunca desde que había entrado en la oficina la presencia del tablón de corcho que tenía a su espalda. Amplio y con remaches de metal, allí Hugo tenía condensados varios años de investigación. Fotos, nombres, extractos de documentos... Para alguien ignorante sobre el tema, todo aquello sería incomprensible, pero no para ella. Ya a los doce años entendía, aunque a medias, el caso que había cambiado del hombre que tenía al frente; con los años, había averiguado incluso más, tanto con lo que estaba a disposición de la opinión pública, como a través de una búsqueda más profunda. Le interesaba sobre todo un rincón cercano a la esquina derecha, a solo unos centímetros de un hombre escrito en rojo: Salvador Mackena. Era el sector dedicado a los Sotomayor, dueños de la editorial que había publicado algunos de los libros de Mateo Salvatierra antes de hacerlos desaparecer. Los mismos que llevaban persiguiendo a Frank desde el reportaje que este había escrito en 1982. 

—Quiero cambiar de aire —dijo tras hacer un esfuerzo para mirar a Hugo. 

—Pero... Es difícil irse a otra ciudad. 

—No es la primera vez que me voy de la ciudad donde vivo y me voy a vivir a otra. 

El hombre asintió, apesadumbrado. 

—Lo sé, pero ahora...

—¿No me iría a la casa de mi abuelo? No, es verdad. Pero recuerda que ni siquiera lo conocía cuando Frank me dejó frente a su puerta. 

—Gabriela... 

—No intentes hacerme cambiar de opinión —espetó ella con expresión tensa. 

—No, ni se me ocurriría hacer eso —respondió con suavidad Hugo—. Primero porque sé que no sacaría nada y segundo porque no soy quién para tomarme esas atribuciones. Solo me gustaría saber los verdaderos motivos de tu decisión. 

Gabriela solo soportó unos segundos su escrutinio. Cuando no pudo más, se puso de pie, dándole la espalda a su interlocutor y enfrentándose a tablón con los rastros de la causa que había remecido a Chile a mediados del año en que su vida había cambiado por completo. Fijó la vista en la foto de Javier Sotomayor, que había sufrido un derrame cerebral a principios de 1983 y que lo tenía postrado en una cama desde entonces. Gabriela aún recordaba la emoción que sintió al descubrir que ese hombre era el único hijo que había sobrevivido a Armando Sotomayor, el fundador de Editorial Quirón. Había sido como un chispazo en su cabeza capaz de dejarla aturdida por varios minutos. 

Hugo, a su espalda, también se levantó. 

—Quiero comenzar una investigación allá. 

—¿Una investigación? ¿Sobre qué?

—Un escritor —murmuró la joven, despegando la vista del tablón. Se giró a medias hacia el hombre—. Mateo Salvatierra. Vivió muchos años en Valparaíso... y murió allí también. 

—¿Y la investigación es para... ?

Gabriela se dio cuenta que no tenía una respuesta clara para eso. Llevaba mucho tiempo obsesionada con Salvatierra, pero los motivos eran difíciles de explicar. Así que respondió lo primero que se le vino a la cabeza. 

—Para escribir su biografía. 

—Ah... —Hugo no parecía entenderla del todo, pero era evidente el alivio en su rostro—. Entiendo... ¿Tú tío sabe de tus planes?

—No.

—¿Lo vas a llamar?

—¿A dónde? 

Hugo apretó los labios. 

—Deberías escribirle. 

—Claro.

El hombre se le acercó con una sonrisa en los labios. 

—Felicitaciones, Gabriela. 

La abrazó de nuevo y, aunque no lloró, la joven sintió que la garganta se le apretaba por la emoción entre sus brazos. 




***********************************************************



Cuando llegó a su casa, le bastó con cruzar el umbral para saber que su abuelo debía estar en su abuelo debía estar inmerso en su trabajo a niveles que incluso superaban lo habitual. Cada vez que eso ocurría, un silencio diferente cubría el lugar. Más espeso, pero no desagradable. 

Cruzó el recibidor hacia la cocina, fijándose en la puerta del despacho, la que estaba cerrada. Aquella situación era justo lo que necesitaba como excusa para seguir posponiendo la noticia. Lo cierto era que no sabía cómo contarle a Edward Wagner de sus planes, y tenía miedo, sobre todo porque no sabía cómo reaccionaría el hombre. No es que temiera que se negara; lo que temía era ver pena o decepción en su rostro al enterarse. 

Llegó a la cocina y, tal como esperaba, en el interior encontró a Lucía. La mujer levantó la vista del libro que leía para observarla. 

—¿Cómo te fue?

—Todo bien. Manuel te manda saludos. 

—¿Cómo está?

—Igual que siempre. 

Lucía sonrió. 

—¿Quieres comer algo?

—No... Comí algo afuera. Creo que me iré a mi dormitorio para leer un rato. ¿Mi abuelo...?

—Tirándose de las mechas por un artículo que tiene que entregar en dos semanas. 

—Ah... 

—Pero seguro que en un rato está en condiciones para que hables con él. 

Gabriela se enfrentó a la mirada inquisitiva de la mujer. Cambió el peso de un pie al otro, las manos sobre su bolso a modo de asidero. 

—Sí, claro... Bueno, me voy. 

Escapó de allí antes de que Lucía pudiera decirle algo más, volviendo sobre sus pasos hasta alcanzar la escalera. Subió los escalones de dos en dos y entró a su dormitorio, cerrando la puerta a su espalda con más ímpetu del que pretendía. Se quitó el bolso y lo dejó sobre la cama. Luego, se sentó frente a su escritorio. Los papeles desparramados sobre este atrajeron su mirada, como si una parte de sí supiera lo que pretendía hacer antes de que ella misma lo asumiera.

Pasados un par de minutos de quietud, atrajo una hoja en blanco. La pluma llegó a sus manos sin que se diera cuenta, como un acto reflejo. La primera letra la trazó con un movimiento fluido, pero se detuvo en la segunda. 

Agachó la cabeza, los ojos cerrados. 

—Me gustaría que estuvieras aquí —susurró. 

Mientras el eco de las palabras desaparecía, se dijo que había una forma de que su tío estuviera junto a ella, al menos en parte. Se levantó y fue hacia el armario, abriéndolo con cierta dificultad; finalmente consiguió sacar del interior lo que buscaba. Se la puso con cuidado a pesar del calor. Ya no le quedaba tan grande como antes. De hecho, desde hace un par de inviernos, la usaba para cobijarse del frío, sin que le importara lo vieja que estaba, lo gastada que lucía la mezclilla negra. 

Con la chaqueta de Frank volvió al escritorio, se sentó y tomó la pluma. Minutos después, había terminado la carta casi sin darse cuenta. 

Frank, 

te escribo para contarte que me aceptaron en la universidad. Estudiaré periodismo, como tú. Y lo haré en Valparaíso, no en Santiago. Supongo que te sorprenderá esto último, pero para mí tiene todo el sentido del mundo. Es lo que quiero. Cuando sepa dónde voy a vivir, te mandaré la dirección. Quizás allí te sea más fácil visitarme o enviarme cartas. 

Te extraño. En realidad, es ese el verdadero motivo por el que te escribo. Porque te extraño mucho. 

Gabriela. 


GRACIAS POR LEER :)

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