CAPÍTULO SEIS: ¿Qué se puede querer, si todo es horizonte?

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Eran las dos de la mañana cuando Mateo por fin se acostó y casi las cinco cuando decidió levantarse de nuevo, consciente de que darse vueltas en la cama no era más que una forma inútil de combatir el insomnio. 

Se sentó en el borde de la cama y miró su habitación como si la viera por primera vez: la ropa mal colgada dentro del armario abierto, el par de sillones en los que Armando y él se sentaban a charlar durante las tardes, su escritorio manchado de tinta en innumerables partes y cubierto de papeles. Frente a este había pasado las horas desde su llegada a la casa después de la cena con los socios de su padre, intentando escribir un cuento sin éxito. Por eso, aunque no tenía sueño, había decidido acostarse, pero tampoco pudo dormir. Lo único que podía hacer era pensar sin descanso en lo que le depararía el día siguiente, cuando Baltazar lo llevara a Valparaíso. 

Si es que de verdad se atrevía a ir. 

En la oscuridad de su habitación, lo que hace unas horas le parecía la mejor idea del mundo, tenía ahora la consistencia innegable de un error. No había nada para él en ese lugar después de todo. Sí, le llamaba la atención el aire de misterio que poseían sus cerros y su gente, mezcla de razas, nacionalidades y clases sociales de una forma casi desconocida para los habitantes de Viña del Mar, a pesar de la cercanía. Incluso el mar parecía distinto allí, más oscuro, menos calmo. Y el arte... ya fuera música, pintura o literatura, el arte parecía flotar en el ambiente junto con los olores del mercado. Quizás fuera su imaginación idealista, pero Valparaíso siempre le había parecido mucho más interesante que donde él vivía; o que Santiago, que era donde estudiaba. 

Valparaíso era inspirador, por algo casi todos sus cuentos estaban ambientados allí. 

Pero una cosa era mirarlo por la ventana de su habitación y otra muy distinta era ir cuando no tenía ningún objetivo claro. Sí, en el fondo planeaba reencontrarse con Joaquín S. y, si había suerte, volver a hablar con él. Pero, ¿lograría encontrarlo? Y si lo encontraba, ¿qué le diría? Era muy probable que el joven pintor ni siquiera se acordara de él. 

Aún así, Mateo quería intentarlo. Si no conseguía nada con aquella visita, no importaba, al menos podría recorrer las calles de la ciudad un rato. Y en compañía de Baltazar, con quien no tenía demasiadas oportunidades para conversar en el último tiempo. Sí, sonaba bien. El segundo problema era si lo descubrían... Dudaba que a sus padres les gustara que se anduviera paseando por Valparaíso cuando en Viña del Mar estaba la gente con la que ellos querían que se relacionara.  Además, ellos siempre sostenían que el Puerto era peligroso, hogar de maleantes y mujeres de vida fácil. Y según los rumores que Mateo había escuchado, probablemente algo de razón tenían. Los jóvenes de su edad iban a Valparaíso a divertirse luego de las cenas y los bailes de la alta sociedad viñamarina; incluso Armando había ido un par de veces. Si no lo había invitado era porque sabía que Mateo prefería quedarse en su habitación escribiendo y leyendo. 

Tal vez debería decirle a Armando de sus planes y esperar el día en que él pudiera hacerle compañía para ir. Era una idea tentadora, aunque en el fondo sabía que su amigo alzaría una ceja como gesto inequívoco de lo que realmente pensaba: ir a Valparaíso a buscar a un pintor al que apenas conocía era ridículo. 

Se levantó para acercarse al escritorio. Encendió la lámpara ubicada en una esquina y, aún de pie, miró por la ventana hacia Valparaíso. La ciudad estaba parcialmente dormida, ya que aún titilaban algunas luces en los cerros, ya fuera por la gente que todavía no se dormía o por aquellos que ya debían levantarse para ir a trabajar. No solía quedarse levantado hasta tan tarde, pero cuando lo hacía siempre tenía la sensación de estar en un periodo irreal de la existencia, a medio camino entre el sueño y la vigilia del mundo. 

—Debo ir —dijo—. No sé por qué, pero debo... necesito ir. —Al encontrarse con la mirada de su reflejo, sintió que este le daba ánimos—. Pero debo armar una buena excusa...

Ahí estaba el tercer problema: no tenía idea de qué explicación darle a su madre cuando le preguntara a dónde se dirigía. 

—A improvisar. Como siempre. 

Se sentó frente a su escritorio, miró los papeles desperdigados, ya resignado a no dormir nada esa noche. Pensó en intentar escribir algo más, pero también sabía que sería inútil, de modo que tomó uno de los cinco libros puestos en un frágil equilibrio en una de las esquinas del escritorio. Se decidió por su favorito, el que siempre lo ayudaba a olvidarse de sus preocupaciones: Moby Dick. Cualquier drama perdía importancia frente a unos balleneros a punto de naufragar.

Lo abrió por la página 245 y comenzó a leer.



********************************



Procuró asearse bien y vestirse con un buen traje para bajar a desayunar con sus padres. Se miró al espejo una vez más antes de salir de su habitación, a pesar de no tener el buen ojo suficiente para adelantarse a las posibles críticas de doña Elisa, su madre. Aún así, volvió a aplastar su pelo, ya que en este se centraban casi siempre sus sermones. "Tu cabello está demasiado largo, Mateo", "Deberías peinarlo mejor", "Tal vez, si lo combinaras con un bigote". Siempre era lo mismo. Ese día, además, los mechones rubio oscuro que cubrían su cabeza parecían más rebeldes de lo acostumbrado.

—Maldito... pelo... —musitó mientras se pasaba una y otra vez los dedos de la mano derecha a modo de cepillo, sin mayores resultados. Positivos al menos. La opción era echarse una buena cantidad de ese líquido que usaba Armando para andar siempre impecable, pero Mateo se conocía lo suficiente para saber que a mediodía tendría las manos llenas de esa loción pegajosa. Ya era suficiente con las manchas de tinta—. Un día te cortaré y no quedará nada de tu existencia.

De haber podido hablar, su pelo le habría dicho que la calvicie no combinaba con la estructura ósea de su rostro, algo que Mateo ya sabía. Harto, dejó caer las manos junto al cuerpo justo cuando una mucama golpeaba la puerta de su habitación y entraba.

—Buenos días, señor —dijo al verlo. Sus ojos traslucieron sorpresa antes de clavarlos en el piso, tal como le enseñaban hacer apenas entraban a servir en esa casa. Su sorpresa se debía a que Mateo casi nunca se despertaba solo, siempre había que arrastrarlo fuera de la cama, tarea que comúnmente caía sobre los hombros del mayordomo—. Volveré en un momento, cuando usted haya salido.

—No, no te preocupes exclamó Mateo, girándose hacia la puerta—. Estaba a punto de irme.

La muchacha, que se llamaba María, pegó la espalda a la pared y pareció encogerse más sobre sí misma para no molestar al joven Salvatierra mientras este se ponía los zapatos. De no haber estado tan sumido en sus pensamientos como siempre, Mateo hubiera notado cómo María lo espiaba cada pocos segundos.

—¿Mis padres ya están en el comedor? —preguntó Mateo.

—Solo la señora. El señor Salvatierra tuvo que salir muy temprano a un desayuno importante.

—Ah... —Mateo se puso de pie, intentando que en su rostro no se trasluciera lo feliz que le ponía esa noticia. Sin su padre en el desayuno le sería muchísimo más fácil sobrevivir al interrogatorio y elaborar una excusa—. Bien, te dejo para que puedas ordenar este desastre.

El joven señaló lánguidamente el lugar, al tiempo que una ligera expresión de culpa asomaba a su rostro. María no pudo evitarlo y sonrió. Había tenido que asear esa habitación en estados mucho peores, como aquella vez que Mateo, sin que nadie entendiera cómo ni por qué, había volcado un tintero completo en la alfombra y la cama.

—No se preocupe, señor.

Mateo asintió y fue hacia la puerta, frente a la que se detuvo, dubitativo.

—Por cierto... Buenos días, María.

—Buenos días, señor.

María lo vio partir, incapaz de dejar de sonreír. Cuando el joven ya se encontraba demasiado lejos para oírla, suspiró, no supo si por el trabajo que le esperaba o por él. Probablemente por las dos.


***********************************


La luz del sol entraba a raudales por las grandes ventanas del comedor. Cálidos y dorados, los rayos parecían dar directamente en Eliza Ortúzar de Salvatierra, sentada al costado derecho de la cabecera vacía, el lugar de su esposo. Sostenía en alto una taza de delicada porcelana con bordes de oro, mientras con la otra mano hacía pasar las páginas de El Mercurio. Cuando Mateo entró al comedor, la mujer alzó la mirada el tiempo justo para estudiar a su hijo de pies a cabeza y determinar que, al menos para ese ambiente íntimo, lucía decente.

—Buenos días, madre —dijo el joven al acercarse a la mesa y arrastrar la silla que le correspondía justo al frente de ella.

—Buenos días, Mateo. Qué alegría verte por aquí tan temprano.

—Quise acompañarte en tu desayuno.

—Gracias, querido.

Mateo sonrió ante su segundo examen, hecho mientras bebía un sorbo de té. Conociéndola, debía estar estudiando si tras el extraño comportamiento de su hijo no se ocultaba algo importante. Por fortuna para el joven, en ese momento ingresó Adrián en el comedor, quien también pareció perder un poco su habitual calma al verlo sentado allí, bien vestido y peinado todo lo que le permitía su rebelde cabello.

—Buenos días, señor.

—Buenos días.

—¿Qué le gustaría tomar?

—Café, por favor. Sin azúcar ni leche.

—Por supuesto, señor.

Adrián tomó la tetera de plata y le sirvió café con lentitud. Para no demostrar su impaciencia, Mateo paseó la mirada por los cuadros colgados en las paredes, como si no los hubiera visto innumerables veces a lo largo de su vida. No eran los más finos de la colección de su madre, porque aquel comedor, de unos diez metros de largo por cinco de ancho, no era más que el que usaban para las meriendas diarias. El otro, más del doble de grande y decorado con algunos de los artículos más caros que poseían, estaba en la otra esquina de la casa y se usaba para los cenas importantes.

—¿Algo que prefiera comer, señor? —dijo el mayordomo, sacándolo de sus pensamientos.

—No, estoy bien. Comeré de lo que hay en la mesa.

Tanto el hombre como su mamá lo miraron con demasiada atención. Si algo definía a Mateo, aparte de su talante distraído y sus horarios irregulares, era su gran apetito. Amedrentado, se esforzó por sonreír.

—Tal vez un huevo a la copa estaría bien. Carmen ya sabe cómo me gusta.

—Por supuesto, señor.

Se retiró hacia la cocina, dejándolos solos. Mateo soltó algo de aire entre los labios con lentitud antes de hablar.

—Madre, hoy...

—Asumo que no te has enterado de la comidilla de todo Viña del Mar.

Mateo la miró con sorpresa y también algo de miedo. ¿"La comidilla de todo Viña del Mar"? Eso sonaba importante, sobre todo si había llegado a oídos de su madre y especialmente si ella había decidido que era algo que él debía saber. Por lo general los chismes los discutía con su grupo de amigos mientras jugaban Canasta, no con él y menos al desayuno.

—No... Más bien, no sé. ¿De qué se trata?

Su madre dejó a un lado el diario e hizo girar la taza de té sobre el plato con aire distraído. Solo que ella nunca estaba distraída, aquello era su estrategia para generar más interés. De no haber conocido mejor el tipo de intereses que tenían las personas de su clase, Mateo hubiera caído en la trampa. Pero sabía muy bien que era probable que se tratara de algún nuevo compromiso o la caída en desgracia de alguna debutante.

—Los Valdebenito vuelven a Chile —soltó su madre por fin.

Mateo pestañeó y torció un poco la cara como si alguien le hubiera dado un golpe en la mejilla. Observó a la mujer frente a él, pensando que quizás había escuchado mal o que se trataba de una broma. Pero María Eliza Ortúzar de Salvatierra nunca bromeaba, mucho menos en presencia de su hijo.

—¿Los Valdebenito...?

—Sí. Te acuerdas de ellos, ¿verdad?

—Sí... Claro que sí...

Los recordaba, su madre lo sabía bien. Era imposible que Mateo olvidara a la familia que habían criado a Felipe Olavarría, su mejor amigo de la infancia. Había pasado jornadas enteras en la mansión de los Valdebenito cuando era un niño, hasta ese último verano feliz antes de que Felipe y él entraran a estudiar a Markham.

Tragó saliva antes de decidir ocultarse tras la taza de café durante unos preciados segundos.

—Llegan mañana —continuó su madre, cansada de verlo disimular indiferencia—. Al parecer planean volver de forma definitiva al país. Ya es tiempo de que Mia se case y prefieren que lo haga con un compatriota.

Mateo asintió. Luego, volvió a beber de su taza hasta casi acabarse todo el café.

—Estarán aquí para la fiesta que los Undurraga darán el viernes. —La mujer se detuvo, esperando quizás que Mateo dijera algo. —¿Hace cuánto que no ves a Mia?

—Ocho años —soltó Mateo sin darse cuenta. Como la mirada de su madre estaba fija en él, se esforzó para alzar la cabeza y sonreír—. Mucho tiempo.

Demasiado, agregó en su fuero interno. Cuando se pasa tanto tiempo lejos, con una adolescencia entera mediante además, el reencuentro no se hacía con un amigo, sino con un desconocido. No importaban la cantidad de historias que se compartieran. Si a eso se agregaba una tragedia, el panorama era bastante abrumador.

—Asumo que irás a la fiesta de los Undurraga.

—Debo hacerlo, madre. Me lo dejó muy claro la semana pasada.

—Bien, porque sería apropiado que retomaras la amistad con los Valdebenito. Les fue muy bien en Europa durante todos estos años y son una de las mejores familias de Viña del Mar. —Alzó la taza y bebió un sorbo con delicadeza, solo para hacer tiempo antes de continuar—. Cuentan que Mia se transformó en una joven hermosa. Seguro que se ganará muchos pretendientes en esa fiesta.

Mateo miró hacia la puerta que conectaba el comedor con la cocina, preguntándose por qué su desayuno se demoraba tanto. Con Adrián ahí al menos tendría una distracción. Tal vez al comer podría atorarse y morir. Las dos opciones le parecían buenas.

—¿Escuchaste lo que dije, Mateo?

—Sí, madre. Estoy seguro que Mia logrará casarse con el mejor partido de Viña del Mar.

Se dio cuenta del error que suponían sus palabras cuando los ojos de la mujer frente a él brillaron.

—El mejor partido de Viña del Mar eres tú, hijo mío.

—Lo dudo. Soy un pésimo bailarín.

—Ese tipo de cosas no importan cuando eres un Salvatierra.

Expiró con fuerza, al tiempo que se ponía de pie. Su madre lo siguió con la mirada y un gesto torcido en su boca.

—Tengo que escribir algunas cartas, así que dile a Adrián que me lleve el resto del desayuno a mi habitación. —Avanzó hacia la puerta del comedor unos pasos antes de detenerse—. Y no me esperes para almorzar. Saldré.

—¿A dónde?

Hace menos de una hora, Mateo habría demostrado sus nervios ante la mentira que estaba a punto de decir, empuñando sus manos o incluso tartamudeando. Pero en ese momento, con la mente puesta aún en lo que la mujer le había dicho, dijo lo primero que se le ocurrió sin siquiera inmutarse.

—Tengo un almuerzo con Armando y algunos de sus amigos.

Salió del comedor sin esperar la respuesta de su madre y llegó a punta de zancadas a la escalera, la que subió de dos en dos rumbo a su habitación. Ni siquiera se le pasó por la mente que era muy probable que la mujer descubriera su mentira, ya que su amigo le había dicho que ocuparía su día en varias visitas a casas de familias cercanas a la suya, y eso siempre significaba la activación de la red de inteligencia formada por las madres, las abuelas, las hermanas y las tías de los jóvenes en edad casamentera en Viña del Mar. Tampoco se le pasó por la mente que María aún pudiera estar ordenando su dormitorio, por lo que su presencia allí solo supondría un estorbo para la muchacha.

Solo quería huir del comedor y de la mirada astuta de su madre, a quien nunca había logrado esconderle secretos. Más aún, lo que quería en ese momento era huir de su casa y de Viña del Mar.

No había podido tomar la decisión de visitar Valparaíso en un mejor momento.



*********************************************



Era mediodía cuando salió de la casa rumbo a la cochera, ubicada en un patio lateral y donde se guardaban los tres carruajes y el automóvil que poseía la familia. Allí también dormían los dos choferes con los que contaban: Baltazar, que aún tenía el título de aprendiz, y Francisco Bustos, empleado de su padre desde que tenía la tierna edad de 14 años y quien llevaba a Bartolomé Salvatierra a donde quisiera ir en el menor tiempo posible y con las mayores comodidades. 

El hombre no se encontraba en ese momento, al igual que uno de los carruajes. Mateo se sorprendió con lo último y con el hecho de ver a Baltazar abrillantando el capó del automóvil, marca Rolls-Royce. Siempre creyó que su padre no perdería oportunidad para usar el vehículo por el que la gente se daba vuelta a mirarlo por la calle. Pero al parecer ese día había preferido un transporte más clásico.

Se acercó a Baltazar, quien tenía la camisa arremangada y la frente cubierta de sudor. Ya hacía bastante calor al sol, como solía ocurrir en pleno enero.

—No creo que puedas sacarle más brillo —espetó Mateo con falso tono de impaciencia, provocando que el joven chofer diera un respingo.

—Lo siento, señor... lo siento... —balbuceó antes de girarse hacia el recién llegado y ver a Mateo con una sonrisa traviesa en la boca—. Me asustó, joven Mateo.

—¿Eso que detecto es alivio?

Baltazar torció un poco la cabeza, al tiempo que alzaba las cejas de una forma que dejaba claro que sí, era un alivio haber sido interrumpido por Mateo y no por algunos de los señores o por el mayordomo. Este último no escatimaría tiempo en regañarlo por cualquier cosa, el hecho de que no hiciera esa parte de su trabajo con todo el uniforme, por ejemplo. Si se había atrevido a quitarse la chaqueta azul oscuro, el sombrero y a subirse las mangas de la camisa casi hasta el codo era porque el señor Salvatierra había salido y porque la señora nunca se paseaba por las cocheras. El antipático de Adrián era otro asunto.

—Estaba dejando todo a punto para nuestra salida, señor —dijo mientras comenzaba a adecentarse.

—Espera... ¿iremos en eso? —Mateo señaló el automóvil con su mano de dedos largos y manchados de tinta a pesar de lo temprano que era.

—Sí. No me diga que le tiene miedo...

—No —respondió el joven, con quizás demasiada rapidez—. Es que pensé que era para uso exclusivo de mi padre.

—No, lo que pasa es que es él quien más lo usa. Pero dio su permiso para que el resto de la familia también lo ocupara.

—¿Y por qué no lo usó hoy?

Baltazar se rascó el nacimiento del pelo castaño oscuro antes de ocultar este bajo el sombrero de visera que constituía parte de su uniforme. Eso y la manera en que desvió la mirada a un costado le dejaron claro a Mateo que ocultaba un secreto.

—Pues... Puede que yo me confabulara con Bustos para hacerle creer a su padre que el vehículo necesitaba un poco de mantención. Se supone que debo llevarlo a un hombre que sabe arreglarlos en el Puerto. Así nadie sospechará cuando me lo lleve unas horas. Y si lo ven a usted subirse conmigo, puede decir que me pidió que lo acercara a alguna parte.

Mateo lo contempló con la boca ligeramente abierta. Eso sí era un plan, no como los que hacía él.

—Pensaste en todo.

—He tenido que escaparme de mi hermana muchas veces —dijo el joven, encogiéndose de hombros—. Y usted ya sabe cómo es Carmen. —Sí, Mateo lo sabía muy bien. La única persona casi igual de difícil de evadir que sus padres en esa casa era precisamente ella—. ¿Listo para partir, señor?

Para acompañar la pregunta, Baltazar se acercó a una de las puertas traseras del vehículo y la abrió. Mateo, sin embargo, se quedó donde estaba. Su mirada estaba perdida, algo para nada extraño en él, pero que el chofer relacionó en ese momento con las dudas. No sabía por qué su patrón quería ir a Valparaíso, pero seguramente no fuera por algo que aprobaran sus padres.

Mateo salió de sus cavilaciones con un pestañeó y lo miró.

—Sí, vamos. Pero con una condición.

—Dígame, señor.

—Nada de "señor", esa es la condición. Llámame por mi nombre. —Baltazar arrugó el ceño al escucharlo, pero Mateo desechó su negativa con un gesto de la mano—. Entiendo que acá en la casa no puedas hacerlo, pero al menos en este viaje no nos comportemos como patrón y empleado. Así que dime Mateo, ¿está bien?

Baltazar tardó un par de segundos, pero finalmente asintió. Con un asomo de sonrisa, volvió a señalar el auto para que el joven frente a él por fin se subiera. Pero este siguió en su puesto.

—¿Puedo ir de copiloto?

Sin poder evitarlo, Baltazar soltó una carcajada.

—Le diré Mateo, pero no se olvide que usted sigue siendo el jefe y que este auto es suyo.

El aludido sonrió con vergüenza, mientras Baltazar cerraba la puerta trasera y abría la del copiloto. Mateo se subió mientras el chofer rodeaba el vehículo y hacía lo mismo por la puerta del piloto. Cuando ambos estuvieron listos, se miraron.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —dijo en voz baja Baltazar.

—Claro.

—¿A qué va a Valparaíso?

El cuestionamiento no le tomó por sorpresa. Después de todo, los choferes solían recibir ese tipo de información mínima sobre sus patrones, a veces de manera indirecta, a veces hasta el punto de guardar secretos íntimos. Teniendo en cuenta que Baltazar había sido su amigo de niño y que acababa de pedirle que lo llamara por su nombre, no era extraño que se atreviera a preguntarle eso.

—Voy a buscar a alguien. Solo espero poder encontrarlo.

—¿Un amigo?

—Un conocido.

—Ah... Entonces, ¿necesita ir a algún lugar particular?

—Al puerto. Después ya veremos.

Baltazar asintió de forma seca, gesto que había construido con los años de servicio como respuesta a las órdenes directas. Encendió el motor, que emitió un sonido capaz de alertar a la gente varios metros a la redonda, pero Mateo no se preocupó por ello. Ya tenía algunas excusas que dar por si su madre le preguntaba algo.

Decidió, simplemente, disfrutar del viaje.



***************************************



Tardaron más de una hora en llegar a su destino, con tantos problemas y baches en el camino que Mateo no tuvo otro remedio que reconocer que la idea de Baltazar había sido la mejor: en carruaje el viaje hubiera sido al menos el doble de largo y de desagradable. Los automóviles eran una adición más o menos reciente a las calles y en muchos generaba una mezcla extraña de fascinación y miedo, tal como había ocurrido en su momento con los ascensores de Valparaíso y con cualquier avance tecnológico que afectara la vida diaria en mayor o en menor medida. Mateo mismo no se acostumbraba a esos coches con motor, aunque a Armando le encantaban. Según su amigo, uno de sus sueños era tener uno algún día.

Cuando llegaron al Puerto, Baltazar decidió que lo mejor era estacionar frente a un edificio del gobierno, ya que estaban mejor protegidos. No lo dijo en voz alta, pero cuando detuvo el motor Mateo pudo notar que estaba nervioso.

—¿Con qué sobornaste a Francisco para que te apoyara en la mentira? —le preguntó con el fin de calmarlo.

—Cigarros. Ese hombre fuma demasiado.

—Supongo que es porque fumar es uno de los pocos vicios que mi padre no critica cada vez que puede. A diferencia de las apuestas, el alcoholismo y el libertinaje.

—Eso es cierto.

Se quedaron sentados unos segundos más en el interior del vehículo: Baltazar esperando que Mateo diera la siguiente orden, Mateo sin saber qué hacer a continuación. Este hizo bailar los dedos sobre sus rodillas antes de carraspear.

—¿Conoces Valparaíso? Más allá del puerto, quiero decir.

—No mucho. Pero siempre podemos preguntar.

—¿A quién?

Baltazar lo miró con una sonrisa de burla.

—A cualquier persona, Mateo.

—Ah. —El silencio duró esa vez casi un minuto. Mateo se irguió un poco más en el asiento, aspirando a que ese simple movimiento le diera más valor. Pero falló estrepitosamente—. No es necesario que me acompañes, Baltazar.

—¿De verdad? Por lo inquieto que está temo que esté a punto de encontrarse con un prestamista o algo así...

—No, no... A quien busco es un pintor.

—¿Un pintor?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué está tan nervioso?

Mateo soltó un suspiro hondo.

—No lo sé... ¿Has sentido alguna vez que lo que estás a punto de hacer puede cambiarte la vida por completo?

—Cada vez que bebo agua ardiente en la cantina.

—¿Qué? —espetó Mateo, sorprendido con esa respuesta.

—Es que a veces quema como si tratara de lava. Y otras veces no. Me pregunto qué le echaran las veces que sí o si en realidad estoy bebiendo agua ardiente y no otra cosa. Lejía por ejemplo.

—La lejía podría matarte —afirmó con seguridad Mateo, quien en una ocasión había tenido que investigar los efectos de tal líquido en caso de ser ingerido para un cuento.

—Por eso, cada vez que estoy a punto de beber un trago de esa agua ardiente, pienso que podría sobrevivir y solo emborracharme... o morir... Pero lo bebo igual, porque así es la vida. Un riesgo constante.

Mateo miró al frente de nuevo. A través del parabrisas del automóvil, a unos quince metros de distancia, podía visualizar sin problemas el comienzo del marcado. Al otro lado de este, estaba el lugar donde había charlado con Joaquín S. casi un año antes. Al menos eso recordaba. A pesar de que al contarle a Baltazar lo que le hacía sentir ese viaje se refería a cosas más profundas y metafísicas, su respuesta le había ayudado. Debía arriesgarse si quería vivir de verdad.

—Muy bien, iré.

—Voy con usted.

—Ya te lo dije, no es necesario.

—Prefiero evitar que le pase algo, así no tendré que ser yo quien le de la noticia a sus padres.

El joven sonrió y Mateo se esforzó en corresponder su gesto. Baltazar se bajó del vehículo y lo rodeó para abrirle la puerta a su patrón, pero para cuando llegó este ya lo había hecho por sí mismo. Habían hecho el viaje con las ventanillas abiertas debido al calor y aún así, al salir al exterior, Mateo sintió que respiraba por primera vez el aire de Valparaíso. Era un aire con sabor a sal, cargado de sonidos, muchos de esos nuevos o a los que sus oídos no estaban acostumbrados. Aún así, una parte de su ser se sintió en casa.

Se adelantó unos pasos, mientras Baltazar comprobaba que el auto estuviera bien cerrado y en un lugar que le inspirara confianza. Luego lo siguió, manteniendo un poco de distancia, como si lo escoltara. Mateo quiso decirle que no debía hacer eso, ya que no era su guardaespaldas, pero la ansiedad ya estaba haciendo mella en él. Procuró centrar todas sus energías en esquivar a la gente variopinta que se atravesaba en su camino y, ya llegados al mercado, que le ofrecía cosas. Se había puesto uno de sus trajes más viejos y simples, de color negro. Algo que no llamara la atención. Aún así, sintió que muchos lo miraban con una atención que no le prodigarían a otros habitantes del puerto. Quizás era la presencia de Baltazar a su espalda o quizás algo más, un aura viñamarina que por mucho que quisiera no podía quitarse.

Para calmarse un poco, metió sus manos en los bolsillos, como siempre veía hacer a Armando. Con esa pose, su amigo siempre lucía calmado, dueño de sí mismo. No creía tener la presencia del único hijo de los Sotomayor, así que no tendría el mismo efecto en él, pero al menos ayudó en algo.

Atravesaron el mercado sin contratiempos y llegaron al lugar que Mateo recordaba. Su punto de referencia era un pilar de piedra resquebrajada, cubierta de excrementos de gaviotas y que aquel lejano día Joaquín tenía a un par de metros a su izquierda. Era tanta su esperanza de ver al joven pintor en el mismo lugar, como si en vez de diez meses hubieran pasado un par de minutos, que cuando vio ese punto de la baranda vacío, se detuvo de golpe.

—¿Pasa algo? —le preguntó Baltazar al llegar a su lado y ver la expresión de pasmo en su rostro.

—No está aquí.

—Si tenían una cita, quizás venga tarde.

—Es que... no tenemos una cita. —Mateo desvió la mirada ante el mudo análisis del joven a su lado—. Fue aquí donde hablamos una vez y creí que...

Baltazar se rascó la cabeza bajo su sombrero, confundido. Mateo no necesitaba leer su mente para saber lo que estaba pensando. Todos los habitantes de la mansión Salvatierra pensaban lo mismo, desde sus padres hasta el último de los empleados.

—Es raro, lo sé. Como todo lo que hago, ¿verdad?

—No, no creo eso. Diferente y un poco confuso, pero no raro. Al menos no de la mala manera. —Se metió las manos en los bolsillos del pantalón y sacó del derecho una cigarrera vieja, herencia de su padre, y de la izquierda un encendedor mucho más nuevo, regalo de su hermana en su cumpleaños número dieciocho—. ¿Sabe el nombre de ese pintor?

—Sí.

—Dígamelo. Le preguntaré a alguien que tenga cara de poder ayudarnos.

—Eh... Joaquín... —Baltazar alzó las cejas, a la espera de algo más—. Joaquín S., pintor.

El chofer encendió el cigarro antes de alejarse de Mateo rumbo a uno de los puestos de comida más cercanos. Al parecer tuvo suerte, porque volvió menos de dos minutos después, con un cigarrillo menos en los bolsillos, pero una sonrisa de victoria en la boca.

—Con lo que me dijo bastó: el hombre me dijo, luego de que le diera uno de mis pitillos, que el tal Joaquín no apareció por aquí hoy, pero que vive en una pensión cerca de acá, en el Cerro Barón. Me dijo que preguntáramos por la casa de doña Filomena, que todos saben donde queda.

—Baltazar, te debo una.

—Primero veamos si sobrevivimos a esta aventura. —Le hizo un gesto con la cabeza en dirección al mercado—. Vamos, que el Cerro Barón sí sé dónde está.



****************************************



Mateo sintió que la iglesia de San Francisco los observaba en cada paso, espiándolos y escoltándolos al mismo tiempo. Su campanario era una presencia constante, no importaban los recovecos y los atajos que Baltazar, para sorpresa de Mateo, conocía bastante bien. Tan imponente era, que muchos marinos llamaban Pancho a Valparaíso porque la torre era una de las primeras cosas que veían desde el mar.

Pero no fue lo único que capturó su atención durante el viaje. De hecho, todo capturó su atención durante el recorrido: las casas pegadas las unas a las otras, los niños corriendo tras pelotas de trapo, la gente charlando en los portales, la ropa colgada con cordeles de las ventanas y ondeando con el viento. Su mirada iba de izquierda a derecha, temerosa de perderse algo. Algunos viandantes lo observaban a su vez, tal como en el mercado, detectando que venía de otro lugar. Pero eso no lo amedrentó, hasta el punto en que fue él mismo quien se acercó a una mujer que paseaba con su hijo pequeño por la casa de doña Filomena.

—A la siguiente vuelta está —le dijo la mujer luego de mirarlo de arriba abajo con curiosidad—. ¿Para qué la busca?

Baltazar se removió algo inquieto, pero a Mateo no le importaba responder algunas preguntas si así llegaba a su destino.

—En realidad no la busco a ella, sino a uno de sus huéspedes. Se llama Joaquín y es pintor.

En los ojos de la mujer apareció una luz de reconocimiento nada más escuchar esos dos simples datos.

—Ah, sí. Joaquincito. ¿Es amigo suyo usted? —Mateo dudó un instante. Luego asintió. La mujer le sonrió esta vez sin reparos—. Doble en esta esquina de acá —continuó, acompañando a sus palabras algunos gestos con las manos—, luego una más a la derecha. Es la casa más grande de esa calle. La va a ver sin problemas.

—Muchas gracias.

—Qué agradece. Y dele saludos a Joaquincito.

La mujer se despidió de Baltazar con un gesto de cabeza antes de alejarse junto a su hijo cerro abajo. Los jóvenes, sin perder más tiempo, siguieron sus indicaciones, gracias a las cuales llegaron a su destino unos cinco minutos después.

La casa a la que se dirigían era una estructura de madera pintada de amarillo, color que se estaba descascarando por el paso del tiempo y la lluvia. Eran tres pisos alargados hacia el cielo, con un techo puntiagudo rematado con puntas de metal, un tipo de arquitectura que a Mateo le hizo pensar en murciélagos y tormentas eléctricas. Pero fue solo un chispazo, ya que el lugar irradiaba un halo de alegría que dependía solo de las líneas y el deterioro de la casa. Esto se debía sobre todo a la música que se escapaba por las ventanas y a unas risas femeninas y estridentes.

Mateo observó la casa durante casi un minuto, antes de girarse hacia Baltazar.

—Debe ser aquí... ¿no?

—Eso creo, señor... Perdón, Mateo.

El joven, distraído, en vez de responderle despegó la mirada de la casa y la paseó por la calle donde se encontraban. Tenía una expresión de miedo, como si temiera que alguien llegara de un momento a otro para sacarlos de allí.

—¿Va a golpear? —preguntó Baltazar en voz baja.

—Sí, sí... claro...

Pero no hizo ningún movimiento en dirección a la puerta. Baltazar contuvo un suspiro y se adelantó un par de pasos.

—Si quiere lo hago yo.

—¡No! —Al darse cuenta del volumen que había alcanzado su voz, Mateo se sonrojó—. Yo lo hago... Gracias.

—Está bien.

En esa ocasión, Mateo avanzó hasta quedar frente a la puerta, alzó la mano y golpeó tres veces. Esperó a que alguien abriera con las manos en los bolsillos y un bamboleo de pies producto del nerviosismo. Los segundos se convirtieron en un minuto y luego en dos y tres. El joven se giró hacia su acompañante en busca de ayuda.

—Golpee de nuevo y más fuerte. Es probable que no lo escucharan por la música.

Es cierto, pensó Mateo. Así que volvió a golpear, imprimiendo más fuerza en cada golpe. No había terminado cuando el volumen de la música bajó y las carcajadas femeninas se convirtieron en pasos que se acercaban. Antes de que el joven tuviera tiempo para alejarse un par de pasos de la puerta, esta se abrió para dar paso a una mujer alta y nervuda que clavó los ojos en él.

—¿Quién golpea con tanta fuerza mi puerta?

—Y... yo... Lo si... siento... —Mateo carraspeó—. Buenos tardes... Mi nombre es Mateo Salv... Mateo S.

Los ojos de la mujer se convirtieron en rendijas.

—¿Usted es la señora Filomena?

—Filomena Sarmiento, un gusto. ¿Cómo me dijo que se llamaba?

—Mateo S... Mateo. —El joven estiró una mano a modo de saludo que Filomena Sarmiento estrechó. Luego, su atención se desvió hacia Baltazar. Mateo se dio cuenta de esto y lo señaló—. Él es Baltazar Aldunate, un amigo.

—Ah, el sí tiene apellido.

Mateo se tensó en el puesto, al tiempo que dejaba escapar una risita nerviosa. Su mano derecha paseó por su pelo, el que alborotó aún más.

—Busco a...

—A Joaquín, ¿a quién más? A él no más se le ocurre eso de quitarse el apellido. A él y a sus amigos. —A pesar del tono algo brusco de sus palabras, la mujer sonreía. Como si eso no fuera suficiente, abrió la puerta y les señaló con un gesto de la mano que podían entrar—. Su habitación está en el ático. Si golpean y no les abre es porque está durmiendo. Abran, porque nunca le pone llave a la puerta.

Mateo dudó en el umbral, pero con un pequeño empujón Baltazar lo hizo entrar. Más allá de la puerta comenzaba un pasillo largo al final del cual había un recibidor del que partían varias puertas y una escalera de madera que lucía bastante endeble. La mujer los iba escoltando y cuando tuvieron más espacio se les adelantó, pero en vez de decirles algo o volver a darles las indicaciones, los dejó solos. Se fue hacia una de las puertas abiertas y segundos después el volumen de la música volvió a subir.

Consciente de que había perdido ya demasiado tiempo, Mateo se fue hacia la escalera, pero Baltazar lo detuvo casi de inmediato.

—¿Necesita que lo acompañe? Porque me parece que esta visita es entre amigos y no quiero molestar.

—No molestas, Baltazar.

El joven sonrió de costado.

—Pero apuesto que preferiría hablar con ese tal Joaquín a solas, ¿no?

Mateo no supo qué decir y Baltazar tomó su duda como una afirmación. Sacó la cajetilla de cigarros del bolsillo de su pantalón con ademán relajado.

—Lo esperaré allá fuera. Si está en peligro, grite.

—No me pasará nada.

—Lo sé, pero lo digo porque uno nunca puede estar seguro de nada.

—Gracias, Baltazar.

—De nada, Mateo.

Se tocó la visera de su gorra a modo de despedida y volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta. Mateo, a su vez, se fue hacia la escalera y comenzó a subirla rumbo al ático. En el camino, vio muchas más puertas, la gran mayoría cerradas y de las que no escapaba ningún sonido. Un par, en cambio, dejaban claro que al otro lado habían personas, ya fuera trabajando (escuchó el tecleo sin pausa de una máquina de escribir, lo que activó su curiosidad) o charlando. También vio un par de puertas entornadas y otra completamente abierta, lo que le permitió visualizar brevemente una escena compuesta por una anciana que tejía sentada en una mecedora. La mujer alzó la cabeza al escuchar sus pasos y lo estudió.

—Buenas tardes —dijo él con cortesía, a lo que ella respondió solo con una inclinación de cabeza antes de volver a su tejido.

Por fin, se topó con el último tramo de escalones, más estrechos que los anteriores y que dirigían a una sola puerta inclinada, casi como una trampilla. Subió hasta donde le permitía su altura y, tras respirar hondo, golpeó. Bastó con los tres golpes iniciales para que Joaquín S. abriera la puerta. El joven llevaba solo unos pantalones manchados y una camisa blanca más manchada aún. Sin corbata y con las mangas dobladas casi hasta el codo, lo que más le llamó la atención a Mateo fue que estaba descalzo. Sin poder evitarlo, clavó la mirada en los pies desnudos del pintor.

—Espera... yo te conozco... —dijo Joaquín con la misma voz calmada y profunda que Mateo recordaba. Cuando los ojos de ambos volvieron a encontrarse, el joven sonrió—. Mateo S., escritor. 



***************************************



Estreché la mano que me ofrecían, que estaban igual de manchada que la mía, pero con pintura. Al hacerlo, sentí que por fin lo que había ido a hacer a ese lugar tenía algún sentido, que no me había imaginado esa charla al borde del mar.

—Joaquín S., pintor —dije en respuesta a lo que él me había dicho. Al escucharme, su sonrisa de curiosidad se transformó en una de orgullo o algo similar.

—También me recuerdas.

—Tengo buena memoria... —mentí. O más bien omití el hecho de que tenía buena memoria solo para aquello que me interesaba—. Siento haber venido a tu casa de esta forma. Fui al puerto, donde nos conocimos, pero no estabas allí y alguien me dijo dónde encontrarte.

—Sí, lamentablemente soy algo conocido por aquí, así que no es tan difícil dar conmigo.

—¿Te molesta que haya dado contigo? —pregunté con el temor de que su respuesta fuera afirmativa.

Él dejó escapar un bufido de diversión.

—No, no... Al contrario. Pero es que a veces las visitas no son tan agradables. Pero pasa... No tengo mucho que ofrecerte pero creo que aún no me he bebido todo el alcohol.

Me dio la espalda y se adentró en su guarida, dándome paso libre para seguirlo. Penetré en ese ático como suele entrar la gente religiosa a las iglesias recién construidas: con una especie de temor y expectativa. Pero lo que encontré en su interior fue a la vez simple y llamativo. Era, claro está, la mezcla entre un dormitorio y un taller. La cama ocupaba el rincón más alejado, sin hacer o con la apariencia de ser usada en cualquier momento del día, sin horarios definidos. La precedían tres caballetes con lienzos en diferentes fases de progreso, además de muchos otros apilados contra las paredes. Fuera de eso, toda superficie estaba cubierta de pinturas, pinceles, libros y platos o tazas vacíos. Todo estaba desparramado, pero aunque no conocía lo suficiente al propietario para afirmarlo, deduje que para Joaquín cada cosa estaba en su lugar.

—Tengo oporto y un poco de vino. ¿Qué prefieres?

El vino me recordó al último encuentro con mi padre, así que me decidí por el licor.

—Buena elección.

Mientras yo seguía observando todo a mi alrededor, Joaquín escanció el oporto en una copa y una taza. Al terminar, me entregó la primera con una sonrisa. Para ese momento, yo había centrado mi atención en uno de los cuadros, el mismo que él había estado pintando en nuestro primer encuentro o eso creí.

—¿Este es el cuadro de ese día?

—No. Es otro... pintar el mar es lo que me da de comer, así que lo hago más seguido incluso de lo que me gustaría. Ya me sé los trazos de memoria.

Lo observé para determinar qué tanto le dolía aquello, pero en vez de frustración lo que vi en su rostro fue interés.

—¿Desde hace cuánto vives aquí? —pregunté antes de que él dejara caer sus cuestionamientos sobre mí.

—A ver... Unos cuatro años, creo. Más o menos desde que llegué a Valparaíso.

—¿No eres oriundo de acá?

—No, soy de Santiago.

—¿De Santiago? Nunca me lo hubiera imaginado...

—¿Por qué? ¿No tengo pinta de capitalino?

Sonreí para paliar en algo mi prejuicio al parecer infundado.

—Es solo que se te ve muy cómodo en Valparaíso para llevar aquí solo cuatro años.

—Algunos lugares se sienten como el hogar muy rápido —dijo al tiempo que se dejaba caer en una vieja silla. Señaló un sofá remendado en algunas partes para que yo hiciera lo mismo—. Ahora me toca preguntar a mí... Y disculpa lo directo de mi pregunta, pero, ¿por qué viniste a verme?

En vez de sentarme en el sofá me quedé de pie tras él, para así usar el respaldo a modo de apoyo para mis nerviosas manos. Las entrelacé, fijo mis ojos en ellas, intentando ordenar mis ideas.

—Quizás esto no tengo mucho sentido para ti, pero lo que me dijiste la vez que nos conocimos... No he podido dejar de pensar en eso.

Me observó por encima del vaso de oporto, del que él había bebido mucho más que yo del mío. Sus ojos castaños me estudiaban con curiosidad.

—¿Cuál de todas las cosas que te dije?

—Me preguntaste sobre qué es lo que más amo hacer. Me dijiste que eso era más importante que cualquier cosa, que nos definía mucho más que un apellido.

—Lo recuerdo.

—Pero lo más importante... —continué—, fue que cuando me preguntas qué era lo que más amaba hacer, no tardé mucho en decirte la verdad.

—Escribir historias —dijo él con seriedad.

—Nunca se lo había dicho a nadie, ¿sabes? —Escuché mi propia respiración antes de negar con la cabeza—. En realidad, solo se lo conté a una sola persona en toda mi vida.

—¿A quién?

Lo miré, cosa que no hacía desde hace más minutos de los que había logrado contar. Las palabras, tal como en esa mañana de mayo, salieron con demasiada facilidad de entre mis labios.

—A mi mejor amigo. Se llamaba Felipe Olavarría.

—¿Se llamaba?

—Murió hace muchos años. Cuando aún éramos estudiantes.

Se removió en su asiento, olvidada ya la taza entre sus dedos.

—Lo siento mucho, Mateo.

—Él me dijo una vez que... que le hacía muy feliz ser mi primer lector. No dijo el único, sino el primero, como si supiera que vendrían más. Pero yo, aunque seguí escribiendo, nunca he hecho nada para que eso se convierta en...

—En tu vida.

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque me han criado para que mi vida sea muy diferente.

—¿Y estás conforme con eso?

Negué con la cabeza.

—Me lo imaginé —dijo Joaquín al tiempo que se ponía de pie. Se acercó a uno de sus cuadros, el único de los tres en el que había pintado personas. La mayor parte eran solo siluetas lejanas que caminaban por la calle de un cerro, quizás el mismo donde nos encontrábamos ahora, pero había un par cuyos rostros ya había comenzado a definir con sus trazos. Era hábil, casi tanto como lo era cuando se trataba de retratar el mar—. Cuando se es pintor, uno aprende a estudiar muy bien a la gente. Me imagino que los escritores hacen lo mismo. Y todo lo que aprendes, debes saber llevarlo a la imagen, tal como ustedes hacen con las palabras. Así que he tenido que estudiar muchos rostros, muchas poses. Cómo la felicidad o la pena o el amor o el odio se traslucen en los rostros... o cuál es el movimiento exacto que hace un hombre para encender un cigarrillo mientras camina... o la forma en que una mujer acepta un beso sin decir nada... Observo, mucho, a todos. Y ese día te observé a ti. No te conocía de nada, eras solo otra persona que se detenía a contemplar el mar. No sé por qué te hablé... pero cuando lo hice, lo supe.

—¿Qué cosa? —murmuré.

—Que ocultabas un secreto y que ese secreto te estaba quemando por dentro. —Sonrió—. Si soy sincero, creí que sería un amor prohibido o algún problema de deudas. Me sorprendió que fuera el mismo que yo guardé durante muchos años antes de irme de mi casa y fugarme a Valparaíso.

Sentí que mi corazón dejaba de latir en espero de lo que él estaba a punto de decir.

—Tu secreto no es que escribes. Tu secreto es que estás dispuesto a todo para cumplir tu sueño... Solo que aún no lo reconoces ante ti mismo.



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Mateo salió de la casa con aire incluso más distraído de lo normal. Baltazar, al verlo, se levantó de la banca donde se había fumado casi todos su cigarrillos y se le acercó, temiendo que algo malo le hubiera ocurrido. Al sentir su proximidad, el joven levantó la cabeza y lo miró con intensidad, como si no lo reconociera. Pero no fue eso lo que sorprendió al chofer, sino el hecho de que su patrón no estaba triste ni preocupado, todo lo contrario. Una euforia extraña brillaba en su mirada verdosa.

—¿Todo bien, señor?

—Sí... Es hora de volver a casa, Baltazar.

—Como usted diga.

Iba a ponerse en marcha cuando la mano de Mateo se posó en su antebrazo.

—Baltazar, este viernes necesito que me lleves a un lugar.

—Claro... —sin poder evitarlo, Baltazar dejó salir la duda que había aparecido en su mente—. ¿A dónde?

La respuesta se la dio Mateo con la vista fija en el horizonte. 

—A una cantina llamada El Bardo.



Por fin puedo subir un capítulo de esta historia. Ha pasado bastante desde la última publicación, más que nada porque tenía mucho trabajo. Ahora he cumplido con gran parte de mis responsabilidades y puedo volver a publicar con con cierta regularidad esta novela y Santiago del Nuevo Extremo. 

Cuídense y tomen Pepsi.

Y GRACIAS POR LEER :) 

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