Capítulo I. La estatua de los amantes

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Sur de Italia, Nápoles – Campinia

Parco Archeologico Di Pompei


Agosto, verano de 2025.

La brisa fresca y el cálido sol abrazaban la ciudad de Nápoles, dónde una joven pareja de recién casados que acababa de llegar desde Grecia pasaba su luna de miel. Habían optado por visitar las ruinas del Parco Archeologico di Pompei en aquella tarde. A medida que avanzaban, examinaban con curiosidad cada ruina a su paso, poniendo especial atención en los moldes de las víctimas, los cuáles sin duda eran conmovedores. Cada uno expresaba ese deseo de aferrarse a quién más amaron hasta el último momento.

—Esto es hermoso, Felix—susurró la joven, conmovida.

—Lo es, mi vida, pero no se supone que llores en nuestra luna de miel —expresó su esposo, viéndola y ofreciéndole una tierna sonrisa mientras limpiaba las lágrimas de su rostro.

—Lo sé, mi amor. Es sólo que al ver cómo estas personas intentaban aferrarse a quien estaba a su lado, me hizo pensar en cómo se sintieron— dijo, a lo que su esposo respondió con un cálido abrazo en modo de consuelo.

—¿Te sientes mejor? —los ojos del castaño lucían preocupados—. Podríamos irnos si quieres y...

Intentó hablar, pero fue interrumpido por su esposa.

—Estoy bien, cariño. Sigamos —respondió, viéndolo con una sonrisa.

Y así, la joven pareja siguió su camino, maravillándose con cada rincón del lugar que descubrían. El rico contexto histórico de la antigua Pompeya era sin duda arrollador. De pronto una estatua llamó su atención. Esta era diferente a los moldes que habían visto antes; parecía ser una pareja fundida en un eterno abrazo. Los ojos de ambos brillaban viendo aquella figura con curiosidad. En ese momento, una voz cerca de ellos los sacó de su ensoñación, provocando que la joven pareja de recién casados girara en su dirección. Aquel era un hombre de mediana edad, con un porte elegante y sin duda una presencia que no pasaría desapercibida.

—Una disculpa por mi intromisión —se acercó—. Yo soy Marco, y tendré el honor de ser su guía el día de hoy —dijo con una flamante sonrisa.

—Descuide, es un gusto conocerlo. Yo soy Félix y ella es mi esposa, Clara —se presentó el más joven, dándole la mano en señal de saludo. Marco, el guía, hizo una particular reverencia, lo cual extrañó a la pareja, pero aún así les pareció un gesto simpático y cordial.

—Es muy bella, ¿no lo creen? —preguntó viendo hacia la figura que estaba frente a ellos.

—Así es, ¿sabe quiénes fueron ellos?— preguntó la joven, con curiosidad... El hombre asintió y sus ojos negros como la noche brillaron con intensa emoción.

—Sí quieren, podría hablarles sobre su historia.

Los recién casados asintieron encantados con la idea, y aquel hombre, cuyos rizos castaños caían ligeramente por su rostro, se acercó a la particular estatua antigua y desgastada, tocándola con una expresión nostálgica en sus ojos.

—Cuenta la leyenda que hace mucho tiempo atrás, existió una hermosa joven gladiadora llamada Atenea, cuya valentía quedó plasmada en los cimientos del imperio romano—empezó a narrar el hombre; cada palabra denotaba un sentimiento de profunda admiración—. Pero para que comprendan mejor la historia que les contaré, es preciso que nos remontemos a la época antes de que Vulcano mostrase su furia.

Macedonia, 30 de julio

Año 78 D.C

En el cielo, los dioses protegían a su pueblo, la hermosa región de Macedonia, cuyos inigualables paisajes rodeados de magestuosas montañas y valles lograban hipnotizar a quiénes la visitaban. El aire estaba impregnado con el aroma a los olivos y viñedos del pueblo. En primavera, los campos de trigo y cebada se extendían al igual que un mar dorado. Las colinas cercanas estaban rodeadas de ovejas y cabras, protegidas bajo el cuidado de los pastores que conocían cada rincón de esas tierras.

En las cercanías del cristalino río Axios vivía la familia Nikephoros, la cuál destacaba en la nobleza por su valor y valentía, así como por su misericordia, siempre ayudando al pueblo en sus momentos de necesidad. Atenea, la menor de cinco hermanos, caminaba por los jardines recogiendo pequeñas hierbas aromáticas. De fondo se podían observar con claridad las enredaderas de hiedra abrazando las paredes, y añadiéndoles vida... Aquella casa era enorme, su patio central se rodeaba de columnas de mármol, los jardines estaban llenos de rosas y jazmines, y una fuente de agua fresca proporcionaba un lugar de descanso y contemplación.

Dentro de la casa, las paredes estaban decoradas con frascos coloridos que narraban historias de héroes y dioses. La joven Atenea creció en el idílico entrono, dedicando sus días a leer y escribir, practicando en ocasiones con armas bajo la tutela de su padre, volviéndose una experta en los métodos de defensa.

—¡Mi señora! —gritaba a lo lejos la doncella, pero la joven de largo cabello castaño y rizado se encontraba demasiado concentrada en sus hierbas—. M-Mi señora —volvió a decir Cressa, su doncella, con su respiración ligeramente entrecortada por correr detrás de Atenea.

—Cressa, ¿qué sucede? ¿Por qué te encuentras tan agitada?

—Intentaba llamarle, mi señora, pero no me escuchaba —respondió, tratando de recomponer su postura. Atenea soltó una melodiosa risa ante tal acto y empezó a caminar por los jardines hacia el balcón.

—Lo siento, Cressa. Pero dime, ¿por qué me buscabas con tanta prisa? —preguntó, intrigada.

—Su padre indicó que debía estar presente esta noche para la celebración de Panathenaia.

—Sigue insistiendo en buscarme un esposo, ¿no es así?— preguntó, con cierta tristeza en sus ojos...

—No esté triste, mi señora. Su padre sólo busca su bienestar. Cressa intentaba consolarla. Ambas se habían criado prácticamente juntas en los rincones de aquella casa, y cualquiera pensaría que eran hermanas por su gran parecido, si no fuera porque pertenecían a distintas clases sociales. Atenea asintió, reposándose en el balcón de piedra cubierto por la hiedra, observando la gran Macedonia bajo sus pies, hermosa e intacta. Un suspiro se escapó de sus labios.

—¿En qué piensa mi señora? —preguntó con curiosidad

—En que tal vez no quiera casarme jamás —insinuó Atenea. La decisión en su voz era palpable.

—¿Lo dice en verdad, mi señora?

La joven de castaños cabellos giró para ver a la doncella y asintió, provocando que aquellos grandes ojos tan verdes como la aceituna la vieran con asombro.

—Sabe que sus padres no lo permitirían.

Atenea soltó otro suspiro; Cressa tenía razón en lo que decía. Sus padres, por más generosos y misericordiosos que fueran con el pueblo, no dejaban de ser nobles y ella pertenecía a dicha nobleza, por lo cuál su futuro estaba destinado desde el momento en que nació.

—Lo sé, Cressa —suspiró pesadamente sentándose sobre las finas sábanas de seda—. ¡Pero me niego a aceptar tal destino! —exclamó—. Y si osaran obligarme a tal acto, ¡huiré! ¡Juro por los mismísimos dioses que lo haré!

La doncella la vió con asombro, pero conocía bien a la joven, tanto como para creer en sus palabras. El atardecer se escondía tras los verdes valles, anunciando a su paso la noche que estaba por llegar, para iluminar con sus estrellas toda la ciudad. Pero Atenea desconocía que sus problemas empezarían aquella noche, en la celebración de Panathenaia, e iban más allá de un matrimonio arreglado.

Panathenaia: festividad en honor a la diosa del olimpo, Atenea. Dicho festival contaba con competiciones deportivas, musicales y sacrificios.



Queridos lectores:


¿Cómo se encuentran el día de hoy? Esperó que muy bien.

Este camino ya ha empezado, y espero sinceramente que lo disfruten.

¿Qué creen que Atenea deba enfrentar en la noche de la celebración?

¡Los leo en los comentarios!

Con cariño,
Valerie Vento.

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