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«Bienvenido a Rumania», fue el escueto saludo del hombre que llevaba el cartel con mi nombre, Glenn O'Connor, escrito en elegante letra corrida y cursiva sobre una pequeña pizarra acrílica. Sin dirigirme ninguna otra palabra me guio hasta un automóvil negro aparcado en el estacionamiento del aeropuerto, abrió una de las puertas traseras, y esperó hasta que yo estuviera acomodado dentro del vehículo para cerrarla y dirigirse a su asiento frente al volante.

El recorrido por las calles de edificios grises de cemento de Bucarest fue silencioso. Agradecido de estar en tierra nuevamente, me quedé dormido (sólo una cabeceada). Cuando desperté estábamos frente a una imponente mansión de estilo Victoriano, con torretas y bastiones, y un gran escudo de armas que representaba una luna menguante acompañada por una estrella tallado sobre la puerta principal.

—Aquí es, señor O'Connor —dijo el chofer con ausencia en la voz—. La casa Trilădeșcu.

Un anciano enfundado en un impecable traje marrón salió por la puerta de entrada y caminó con soltura hasta donde yo me encontraba. Cuando estuvo cerca extendió una de sus manos en mi dirección. Era blanca, con manchas pardas típicas de un hombre de edad avanzada, y estaba más fría de lo que habría esperado encontrarla.

—Usted debe de ser O'Connor, el historiador del Aquelarre —dijo—. Yo soy Andreu Stoica. Estoy aquí por orden de mi señora en representación de la familia Trilădeșcu. También soy historiador —añadió con una amable sonrisa.

—Un placer conocerlo, señor Stoica —le devolví la sonrisa—. Extiéndale mi gratitud a su señoría y a toda la ilustre casa Trilădeșcu. Para mí es un verdadero honor estar acá, aunque debo admitir que, por un momento, llegué a pensar que nuestro encuentro sería en el Castillo de Bran.

Mis intenciones de romper el hielo cayeron rápidamente en saco roto. Su cara regresó a su seriedad inicial, con sus fuertes facciones rumanas acentuando aún más aquella seriedad.

Cuando cruzamos el umbral de la puerta de entrada unas sirvientas estaban esperando para tomar mis pertenencias. «No, esta no», le dije con cortesía a una de ellas cuando intentó tomar el maletín de mis manos. Ella se limitó a inclinar la cabeza mientras se alejaba en dirección a la segunda planta por una imponente escalera de dos secciones.

—Las criadas se encargarán de llevar sus cosas a su habitación. Se hospedará aquí mientras dure su estancia en Rumania como invitado especial de la familia Trilădeșcu. Ahora, si me lo permite, sígame por favor.

Caminamos por una serie de pasillos de madera, exquisitamente adornados con pinturas al óleo de hombres y mujeres de distintas épocas, pero sin dudas, todos parientes. Eso se notaba en varios rasgos recurrentes en aquellas pinturas, de los cuales, sin duda alguna, el más hermoso y atemorizante de todos eran aquellos ojos y cabellos tan negros como el carbón sobre una piel casi tan blanca como la nieve. Finalmente el hombre abrió una gran puerta doble a través de la cual mi asombro y admiración crecieron hasta las nubes.

El estudio era enorme. Había grandes estanterías en todas las paredes y una gran chimenea de piedra sobre la que descansaba el cuadro más grande que había visto hasta aquel momento. En él se veía la figura de cuerpo entero de un hombre de aspecto fuerte, rasgos cuadrados, barba y cabellos negros. Al pie del retrato yacía el nombre del dueño de dicha imagen, pero no hizo falta que yo lo leyera gracias a la intervención del señor Stoica.

Vlad Drăculea —dijo—. Príncipe de Valaquia, líder militar, cruzado de los Balcanes, e ilustre padre fundador de la casa Trilădeșcu, de cuyo diario personal usted posee tres páginas que están ansiosas de reunirse con el resto del cuaderno. Cuaderno que, resulta ser, está en este despacho, así que si no le molesta... ¿le parece si comenzamos?


PRIMERA PÁGINA

«Visegrád, mazmorras de Corvino, 1465:

Poder es una palabra enajenada, marchita, simple de decir pero difícil de interpretar.

Matías la ejerce con elegancia pero no con fuerza. Su poder radica en la insignificancia de la sutileza, el poder suave; ése que domina sin subyugar y que se vale de la intriga más que del valor: es decir, un poder de cobardes.

Es por esa fragilidad que mis posibilidades de escapar ahora son reales, y es gracias a esa debilidad, la misma que lo hace consorte de hombres, que he sabido descifrar el idioma de su poder.

Cuando regrese a Târgoviște, donde mis leales súbditos me esperan, volveré aquí como capitán de mi ejército, y entonces, una vez más, nos veremos a solas. Hablaremos de poder tanto en su lenguaje como en el mío.

Pronto Matías aprenderá sobre lo que es ser realmente un hombre de poder».


Después de tres años en cautiverio el príncipe logró escapar de su captor, Matías Corvino, quien para entonces era Rey de Hungría. Los húngaros eran por la época una de las pocas potencias regionales de los Balcanes, cuyo poder indiscutible era claramente superior al de los valacos, los moldavos, los serbios, los búlgaros y los bosnios, si bien eran en realidad las gentes de Valaquia quienes estaban al frente de la encarnizada y cruenta batalla para impedir el ascenso de los otomanos hacia Europa.

El príncipe, devastado por la reciente muerte de su familia, tomó ventaja de su reputación de líder despiadado, y cuando se hubo reunido con sus oficiales y guerreros de confianza, se encargó de avivar aún más los rumores que ya corrían sobre él. Durante esos años posteriores a su escape —del cual, ya sabe, queda muy poca información—, se escucharon anécdotas horripilantes, mórbidas, grotescas como muy pocas antes lo habían sido.

Corría el mes de septiembre del mismo año que apunta la página del diario. Vlad cabalgaba sobre las montañas de Vălcan, por los Cárpatos, bajo un cielo oscuro y sin luna. Iba en silencio, meditando. Así explicaría él mismo posteriormente: «aunque mis ojos estaban fijos en el camino, mi visión estaba ya puesta en lo que el futuro le deparaba a Valaquia...».

Fue recibido en el destacamento fronterizo por Vlašic Vâlcea, capitán de la guardia del noroeste. Los hombres no daban crédito a lo que estaban viendo sus ojos. Se dice que algunos incluso cayeron de rodillas ante su príncipe, al que ya tenían tres años sin ver, con rostros enteramente bañados en lágrimas. «¿Es usted realmente nuestro señor?», eran sus incrédulas palabras.

De allí fue trasladado hasta la comunidad de Vișina, al sur, donde fue puesto bajo el resguardo apropiado para finalmente ser trasladado hasta Târgoviște, la capital de la nación.

Para entonces el príncipe Vlad había regresado triunfalmente, y lo había hecho con la determinación de conquistar el futuro para el pueblo de Valaquia. Fue entonces cuando las campañas expansionistas de Vlad comenzaron; los rumores sobre sus supuestos vínculos con el satanismo se propagaron como el fuego salvaje de los incendios forestales, y, especialmente, cuando Vlad encrudeció sus métodos de tortura y de masacre.

Al año siguiente, en 1466, Hungría y Valaquia tenían una alianza jurada que demostró ser inquebrantable con los años. Muy pocos saben cómo hizo Vlad para conseguir aquello...


La orgía de sangre comienza con fuego,

a coste del pacto que reina del miedo;

mi cruz es doble y no castiga; libera,

ya rota la Muerte no hay suerte ni tregua.


SEGUNDA PÁGINA

«Campamento militar en las afluencias del río Vístula, lado Sur, 1472:

No contento con negarse a pagar lo que debía, Casimiro nuevamente me enerva la sangre al negarse a firmar la paz. El avance del turco al sur invade la tranquilidad de mis pensamientos, especialmente por la noche, y me hace querer ir más de prisa.

Pero Casimiro, una vez más, ha demostrado ser una piedra en mis zapatos. Cómo puede negarse a firmar la paz de una guerra que él mismo originó. Por más que lo pienso, no logro dar con una posible explicación más allá de que es un estúpido.

Un estúpido que me ha hecho perder el tiempo, y el tiempo...

El tiempo es algo que detesto perder».


La alianza que Vlad consiguió con los húngaros demostró ser clave para el crecimiento político y desarrollo comercial del Principado. Para entonces, Valaquia ya había convertido a Serbia en su vasallo como resultado de una invasión orquestada con el apoyo de Hungría en 1466. Según dicen las crónicas originales recuperadas desde la Gran Quema de 1491, los húngaros acordaron como precio para ofrecer su apoyo —básicamente la no-intervención—, las dos terceras partes del botín obtenido como producto de los saqueos.

Vlad, quien ya prestaba más atención a su ambición de consolidar un Estado fuerte antes que a los anhelos de gloria y de riqueza frágil y perecedera, aceptó sin miramientos. Su verdadero objetivo era fortalecer la posición de Valaquia. Los tributos, sumados a la bonanza que produjeron las nuevas cosechas y la prosperidad que trajo el comercio, habían incrementado considerablemente la riqueza del Principado, lo que no fue nada bueno para los polacos.

Era el invierno del año que marca esta página del diario. Tras una negativa por parte de Casimiro IV de Polonia a pagar sus entonces enormes deudas con Valaquia, estalló la guerra entre las dos naciones, pero a diferencia de Valaquia, la nación del norte estaba muy afligida por el descontento civil. Casimiro se enfrentaba a la presión de la nobleza lituana, la cual exigía mayor control en la unión de las familias reales de ambos reinos, así como a las rebeliones de casi todo el campesinado que protestaba en contra de los altos impuestos que el Rey había exigido para cubrir sus deudas.

Valaquia, confiada, estaba ganando la guerra cómodamente. Era común escuchar entre los polacos de aquellos días que Vlad Drăculea era un hijo del Diablo, porque a pesar de estar rondando los cuarenta y cinco años, el Príncipe no aparentaba tener más de treinta; además de los terribles castigos que hacía ejecutar sobre todo aquel que caía prisionero de sus ejércitos. Así, la conquista de Cracovia —capital medieval de Polonia—, era prácticamente inevitable, pero entonces los otomanos decidieron intervenir para aplacar el creciente poder de quién era su archienemigo de larga data.

Vlad, a sabiendas de que no podría mantener una lucha en ambos frentes, intentó llegar a acuerdos con los polacos, pero el Rey de Polonia se negó a dar por terminada la disputa. Hoy muchos dicen que por honor, otros dicen que por negligencia. Como fuera, aquella negativa desembocó en una de las acciones más crueles y aterradoras llevadas a cabo por el Príncipe de Valaquia, al menos en territorio polaco.

Indignado por el atrevimiento del Rey de Polonia, el príncipe Vlad atacó y masacró sin piedad varias villas cercanas a la capital, asesinando a más de dos mil polacos sin discriminación de su edad o su sexo. Tanto hombres, como mujeres, ancianos y niños de una docena de villas próximas al rio Vístula, fueron exterminados sin misericordia alguna y sus cuerpos fueron decapitados y empalados.

Luego de esto, el Príncipe envió a un emisario de paz con dos caravanas a Casimiro IV. La primera estaba cargada de joyas, utensilios de plata y oro, además de muchas monedas y piedras preciosas, así como cruces ornamentales y reliquias sagradas. En la segunda, en cambio, estaban las más de dos mil cabezas cercenadas de los polacos a los que el Príncipe había matado, junto con la de un buen número de cabezas de caballos, cabras, cerdos, pollos, vacas, y hasta sabuesos de caza. El mensaje de su emisario para Casimiro había sido muy claro: «¿escogerá Su Majestad la buena fortuna que trae la paz, o su señoría osará escoger el triste destino final de la guerra?».

Casimiro aceptó la paz sin demora alguna.


Crepitan las hogueras ardientes,

los huesos, la madera que alimenta su clamor;

la sangre derramada sigue tibia;

Valaquia, aún sedienta, disfruta sin pudor.


TERCERA PÁGINA

«Casa real de la familia Drăculești, Bucarest, 1486:

Impotencia es la palabra que me define en este estadio de mi vida. Piden mi abdicación no sólo los demás miembros de la corte, sino incluso mis propios hijos, abogando al sentido común que demarca en mi rostro mi incapacidad para seguir gobernando.

Cómo voy a estar viejo si acabo de hacer mía una parte del mundo.

Pero ellos no entienden que mi enemiga no es la vejez, sino la desidia.

El pueblo se hundirá, y entonces, cuando me necesiten una vez más, yo ya no estaré disponible. Pero esa será su condena, no la mía, pues yo fui capaz de conquistar un futuro no sólo para mí, sino también para mi pueblo.

Allá aquellos que harán de su tiempo, su era, su futuro, una pérdida total que ni pese ni resuene con el paso de los años...»


Verá, la historia suele ser poco indulgente con aquellos héroes que, por fuerza del destino, se ven inevitablemente cubiertos por un halo de mística y secretos, por lo general, construidos en torno a la persona que evocan en el imaginario colectivo de los pueblos. El príncipe Vlad fue uno de esos desafortunados.

Su historia es muy larga y no es fácil resumirla en estudio superficial, en una síntesis de corte reducido y estrecho, ni tampoco en una trayectoria evocada al año que marca la fecha de ésta página de su diario. Podría decirse que, para estos tiempos —si quiere los de la actualidad, o incluso los de la fecha que estamos tratando—, su gloria ha sido magnánima y suprema, pero al final, inevitablemente, sepultada bajo los esfuerzos inagotables de sus incontables enemigos.

A pesar de su reputación de sanguinario, para el año de 1486 el príncipe Vlad se había convertido al catolicismo. Su lucha contra los otomanos lo había llevado a desarrollar lazos con las naciones más influyentes de Europa, especialmente las del Sacro Imperio, al punto en que logró afianzar una alianza con la poderosa Austria. Pero el tiempo no estaba de su lado, y muy a pesar de su vigor y aparente juventud, el príncipe pasó de ser un héroe, un mal necesario para la batalla contra los barbaros y los paganos, y se convirtió en un lastre peligroso y terrible para los católicos, quienes se volvieron en su contra y lo traicionaron.

Aquel quien llegó a desterrar nuevamente a los otomanos al otro lado del Bósforo para el año de 1476, y quien ese mismo año fue incluso nombrado Draco Dominus —título ideado exclusivamente para su portador por la mismísima Orden del Dragón—, nombrado «Cruzado de los Balcanes», y que luego sería recompensado por el Papa Sixto IV con un título de legitimidad sobre las tierras de Transilvania; el mismo que había sembrado en el pueblo la semilla de la unificación de la futura nación rumana, y quien incluso llegó a circundar las costas del Mar Negro en su campaña de conquista sobre las tierras de Crimea, sería posteriormente vilipendiado y odiado por el costo de su polémica reputación.

Vlad se concentró en crear grandes ejércitos, desarrollar lazos con los reinos católicos, atacar ferozmente a los infieles, aumentar la influencia del gobierno valaco en los territorios recién conquistados, construir fortalezas y campamentos militares a lo largo de todo su reino, y mantener buenas relaciones diplomáticas con Hungría, uniendo a las familias reales de ambos reinos, pero aun así, a pesar de haber sido el gran líder que sentó las bases de un imperio naciente, cayó finalmente presa de un enemigo común que tenemos todos los mortales al final de nuestras efímeras vidas: el miedo... o el tiempo; llámelo como quiera.

Donde antes había admiradores, ahora había detractores asustados; donde antes había gloria, ahora había matanza injustificada. Quien antaño había sido un mesías salvador, ahora se había convertido en un mostró de pesadillas salido de las mismísimas llamas del infierno. «El Empalador», lo llamaron, y el hombre que parecía no ser capaz de envejecer o morir desapareció. Esa es la verdad que la Historia se encargó de destruir. Fue así cómo, de un plumazo, la antigua reputación del gran conquistador de Valaquia se hizo cenizas, para ser finalmente mal convertido en un cuento de terror para los niños de nuestros tiempos.


Los años reclaman aun a lo perpetuo,

tomando en secreto hasta el brillo del Sol;

para lo Inmortal, la muerte son las sombras,

castrado de la gloria, sin nombre, sin honor.


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Todavía no me puedo creer que ya hayan pasado cinco días desde mi llegada a Bucarest. Sin darme cuenta los minutos se convirtieron en horas, y las horas en días. Siento que llevo conmigo el conocimiento de años. Luego de restaurar el diario del Príncipe Vlad, la señora Isabela Trilădeșcu me permitió estudiar todo su diario como un acto de buena fe para con las familias americanas del Aquelarre. Ni siquiera puso peros a mi petición de tomar nota de las secciones que me parecieran más interesantes o importantes.

Para ser honestos, ella era una mujer preciosa. Su piel blanca, sus cabellos y ojos negros, y sus labios rojos como los pétalos de las rosas, la convertían en una personificación perfecta de lo que seguramente tenían en mente los hermanos Grimm cuando escribieron su Blancanieves. Sólo la vi una vez en estos cinco días, y ahora que la recuerdo, a minutos de montarme en otro endemoniado avión para regresar a Alaska, casi me parece el recuerdo de un fantasma...

Isabela Trilădeșcu, al igual que toda su familia de sombras, es un misterio inquietante dentro de un mundo que guarda más secretos de los que nadie se podría imaginar. Pero... «quién mejor que una sombra para pelear contra otras sombras», pienso sin poder contenerme. Cuando el avión despega y mi mirada se consigue con el reflejo en el vidrio reforzado, mis ojos buscan a Venus en el firmamento, y la luna... me recuerda a los Trilădeșcu.

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