Tengo un nuevo apodo.

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—Sé que es difícil. Por eso lo haremos juntos. A la cuenta de tres. Uno.Dos Tres —dirigió Natalia Candfiel, alzó las manos y realizó florituras como un director de orquesta.

El grupo al que se dirigía era una gran multitud de tres personas, apelotonadas alrededor de una sosa mesa cuadrada de aluminio en donde el único sentado era yo. Estaban sonrientes en la medida de lo posible y lucían sus mejores uniformes de internos. Aceptaron la indicación de Natalia, inflaron su pecho de aire y canturrearon con poco ritmo y precisión:

Feliz cumpleaños a ti

Feliz cumpleaños, querido Jonás

Feliz cumpleaños a ti

Todos estallaron en vítores, uno de ellos chifló y elevó sus puños al aire, el otro presente aplaudió. Una niña incluso lanzó papel picado, blanco y de oficina como cada cosa que nos rodeaba en esa maldita y aburrida cafetería. No soplé la vela, el fuego continuó agitándose, como una larva que es arrancada de la tierra. Aunque los únicos gusanos eran mis compañeros de celda tratando de bailar.

Natalia apoyó su muslo derecho en la mesa que reflejaba las alargadas luces del techo, con sus manos aferró el canto y trató de sonreír. Ella era genial en tres cosas: lanzar fuegos artificiales, utilizar cualquier objeto como una silla e irritarme con menos de una palabra.

—Ahora pide un deseo —Empujó el panecillo, que se ubicaba en el centro de la mesa, hasta dejarlo bajo mi mentón.

—Deseo que me desaten —pedí y agité las muñecas que tenía amarradas por grilletes a la silla metálica.

Ella sonrió de lado, recogió el panecillo de canela y glasé de limón, le quitó con parsimonia la envoltura y le dio un mordisco. Había perdido hace una semana su capacidad de empatía, pero todavía conservaba un residuo de abnegación así que había tratado de crearme una fiesta sorpresa, pero le importaba poco si no la pasaba bien.

De sorpresa no había tenido nada y de fiesta tampoco.

Aunque debía admitir que cuatro invitados en mi cumpleaños era romper un récord. Mi mamá se hubiera puesto orgullosa como cuando gané el noveno lugar en el concurso de química de nueve competidores.

Muy probablemente en la semana siguiente Natalia solo preservaría su tristeza. Hasta que también se la quitaran. Quedaría vacía y apática para convertirte en agente honorable de La Sociedad. Masticó lento el panecillo y masculló que estaba delicioso, para tentarme a dar un bocado. Llevaba su cabello dorado, sedoso y ondulado suelto por los hombros, como el de una princesa. Su piel era de color crema y sus ojos azul eléctrico, como los míos. Prácticamente pudimos haber sido hermanos. Pero no lo éramos y últimamente ni siquiera éramos amigos.

Ella volvió a sonreírme de forma mecánica, ladeé la cabeza para ver algo más confortante, el suelo, por ejemplo. Cerré los puños, apreté los labios en una fina línea y me sacudí en la silla. A pesar de que parecía un exorcizado, seguía atado. Se dio cuenta que no pediría un bocado y tragó molesta. Sin quitarme los ojos de encima pasó de forma despectiva, el resto del postre, a la niña que había aventado el confeti con aire festivo como si fuéramos juerguistas en un carnaval y no prisioneros.

La niña se llamaba Kreila, tenía doce años, cabello cobrizo y corto como el de un duende. Ella había nacido en otro mundo, pero tuvo la mala suerte de pisar este para tomar un atajo con sus padres trotadores. El atajo lo tomaron, pero a la morgue. Kreila aferró el panecillo con ambas manos, lo analizó y le dio una mordida cohibida, no hablaba ningún idioma que se conociera en el pasaje central así que era bastante retraída. Cuando ella abría la boca hacía ruidos de alienígena.

El resto de los presentes era una mujer de veintinueve años, Rebeca Díaz, de tez trigueña y musculatura tan fornida que haría titubear a un guerrero bárbaro. Rebeca estaba a una semana de convertirse en agente oficial, lo que significaba que ya le quedaba poco de su personalidad... por suerte, había escuchado que a Rebeca era una republicana de extrema derecha con cierta fascinación por la sala, la salsa como baile, alcohólica y taxidermista.

El último invitado era Fiodor Pávlov un joven de dieciocho, ruso, alto como una puerta, delgado, caucásico, de rutilantes ojos esmeralda y cabello castaño y corto al ras del cráneo. Él plantaba más resistencia de la que los agentes esperaban. Sin embargo, también había comenzado a desvanecerse, desde hace mucho tiempo notaba que fingía sus sonrisas o sus asombros. Dicen que la felicidad es lo primero que se pierde, la esperanza y la tristeza lo último, porque es imposible esperar contento a que las cosas mejoren. Lo vi la semana pasada en la cena, ensayando una mueca alegre en el reflejo de la cuchara y por las noches soltaba carcajadas escalofriantes para practicar y reír de cualquier cosa que dijéramos en el desayuno, como si fuera normal y amigable.

Observé a Natalia con aversión, ella agarró el collar de su novia Lauren... ex novia, a no ser que se pudiera salir con muertos, pero eso solo le pasaba a la caricatura Víctor Van Dort.

Lauren sostuvo la joya, como un náufrago se aferra a su balsa, hasta que murió. Yo había estado junto a ella mientras se desangraba en las entrañas amazónicas del Triángulo, una semana antes de que me capturara La Sociedad. Ellas habían emprendido una riesgosa expedición para reunir información de la guerra, trataron de regresar a la isla, nuestro hogar, para advertirnos, pero les costó la vida. Conservé el collar porque pensaba dárselo a Natalia. Por suerte, cuando me capturó La Sociedad, me habían permitido conservar algunas cosas, entre ellas la cadena y mis objetos de valor, tales como la fotografía de mi familia, mi cuaderno de dibujos, la pulsera de tela gris que me había hecho Petra cuando teníamos catorce y... bueno, nada más, yo no era precisamente un millonario.

Natalia tenía la cadena de plata con el dije colgando del cuello, solía oprimir la fotografía del colgante entre los dedos, estirar el collar hasta dejarlo tenso y mecerlo a los lados. Estaba haciéndolo en ese momento, mientras me analizaba con una sonrisa afable y críptica, ella me veía, pero no entendía mis sentimientos. Ya no era capaz de leer mi expresión incisiva y atormentada, de advertir que día tras día éramos menos amigos.

Lauren y Natalia me habían defendido cuando todos me acusaron de traidor. Antes la había pasado bomba con ella en las fiestas del Triángulo, explotando fuegos artificiales u organizando fiestas. Pero ahora, lo único bomba que había en nuestra amistad era mi temperamento. Me habían apodado Jojoloco, porque según mis compañeros de pabellón, tenía una mirada demente y fiera plantada en la cara e incluso cuando sonreía perturbaba a los demás. No significaba un problema, porque en ese momento estaba lejos de sonreír.

Los agentes habían agarrado a los reclusos con el cerebro más lavado para que me montaran una fiesta de cumpleaños. Querían que dejara de resistirme, pensaban que si me relacionaba con su lado noble y humanitario, me vería más comprometido a colaborar. Pero llevarme a la cafetería en contra de mi voluntad y amarrarme a una silla para que no escapara de la celebración no era la mejor manera de convencerme. Además, eran la organización secreta con más presupuesto y ni siquiera me habían comprado un pastel.

Llevaba tres meses encerrado. El lunes tendría mi primera introverción, comenzarían a quitarme los sentimientos. No esperaba la hora de que ocurriera.

Cumplía diecisiete, por cierto, y en parte debería estar feliz, esa sería la última fiesta que tendría. Mi cumpleaños catorce lo había celebrado con mis padres y hermanos, los quince solo con mis abuelos y mi madre, mis dulces dieciséis los pasé con mis amigos en el Triángulo, los diecisiete aquí y no quedaría nadie para los dieciocho.

Traté de liberarme de las esposas otra vez, pero estaban bien fijadas y la piel de mis muñecas comenzaba a enrojecer como si le hubieran dicho un cumplido. En la cafetería reverberaron mis quejidos y Natalia habló por encima de ellos, para que nadie los escuchara. Se puso de pie deslizando sus muslos lejos de la mesa, la rodeó, se posicionó tras mi espalda y comenzó a acariciarme el cabello.

—Sabes que te haría un espectáculo de fuegos artificiales, como solía organizar con James River y Verónica Montes en el Triángulo ¿Recuerdas que hace un año lo hice? Fue divertido, te la pasaste genial, incluso hasta te olvidaste de tu familia por un momento —añadió Natalia, soñadora.

—Mmm —gemí, detuve mi sacudida y torcí la cabeza para que ella dejara de tocarme, que actuara como si me tuviera cariño era escalofriante.

Había dejado de querer hace cinco días, ni siquiera lloraba a su novia ¡Ex! Su amor era tan inútil como la bocina de un avión.

—Bueno, no hay fuegos articules —continuó y chasqueó la lengua, alejando sus dedos—. Pero esto es lo mejor que conseguí.

—¿Un panecillo rancio? —pregunté arqueando una ceja.

—Eh, no está rancio. Lo hornearon esta mañana. Improvisé ¿Sí? Además, estás a dieta estricta. Agradece que conseguí un panecillo.

—JA,JA,JA,JA,JA —se desternilló Fiodor Pávlov de forma mecánica, sosteniéndose el estómago.

—¡Que no es gracioso, Pávlov! —insistí, cerrando los puños sobre el apoyabrazos—. Te dije que cuando pasara algo gracioso te guiñaría el ojo.

—Tardaste mucho y me aburrí —contestó lacónico, le quitó los restos del panecillo a Kreila, le dio un bocado y lo masticó pensativo— ¡Quién demonios...! —estrujó mi patética torta de cumpleaños en su puño, el glasé y la masa germinaron de sus dedos como retoños de crema—. ¡Quién demonios mezcla masa de canela con glasé de limón! —rugió iracundo, arrojó los restos al suelo y los pisoteó.

Estiré el cuello para presenciar la escena con lánguida curiosidad. Mi anterior pasatiempo favorito era dibujar o leer diccionarios, ahora era destruir cosas.

Éramos más personas en aquella base llamada la Sede. Nos manejaban por secciones y no podía adivinar de cuánta gente se trataba, pero había cinco pabellones y en cada pabellón vivían unas cinco personas. Así que supuse que había alrededor de treinta prisioneros... reclutas.

No sabía dónde nos ubicábamos, pero Dante, hace unas semanas, identificó la constelación cruz del sur. La encontró en el cielo estrellado, brillaba como una moneda de plata en el fondo de un estanque. Me explicó que la cruz del sur ocupa una zona de solo sesenta...

—... sesenta y ocho grados cuadrados, es una de las constelaciones más pequeñas. Por lo tanto, es posible verla únicamente en el sur del planeta, así que yacemos en Australia... o Madagascar, Suráfrica, Namibia o Botsuana... o Malasia, Indonesia, Argentina, Chile... la lista es amplia.

—¿Cómo mi paciencia?

—Ya no te queda de eso, Jo.

Me confesó sus conclusiones cuando tomábamos sol en el jardín de la Sede, él quería broncearse porque Walton siempre le había dicho que le gustaba la piel morena en la gente y Dan quería llevar al máximo su tez. Para tener una oportunidad. Me gustaba que pensara que algún día volveríamos a ver a Walton.

Nos permitían salir al exterior, para lo único que te amarraban era para fiesta de cumpleaños. Cada pabellón conectaba con un pequeño patio en el que creían hiervas entre la grava. No había mucho para mirar, únicamente sillas de jardín en un reducido rincón con césped, una valla electrificada de dos metros que rodeaba el jardín, luego otra valla electrificada y más allá, una estepa tan inalcanzable como interminable, repleta de hierbas salvajes, opacas y ralas. Gozábamos de reducida libertad en nuestro pabellón porque escapar no era una opción. Teníamos una tobillera de monitoreo en cada pie, si decidíamos atravesar el perímetro las dos reventaban, era muy difícil correr sin pies, así que preferíamos asolearnos y hablar de estrellas ¡Además había una máquina expendedora de jugos, revistas y una cancha de tenis!

Sin embargo, Dante salió de noche a identificar el lugar donde nos encontrábamos. Las celdas podían abrirse apretando un botón junto a la puerta y pidiendo permiso en vigilancia, sin importar la hora. Porque, otra vez lo digo, no había posibilidades de escapar. Así que algunos solían dormir bajo las estrellas, aspirar la fresca brisa nocturna o ser bufet cinco estrellas para los mosquitos.

Yo no salía mucho porque todavía tenía enemigos.

Una vez, mientras jugaba al dominó con Fiodor, bajo la sombra de una sombrilla, apareció un destello dorado ante mis ojos y escuché un zumbido fragoroso. Era el batir de alas de una Buscavispa, unos insectos metálicos que cazaban personas. La avispa revoloteó frente a mis ojos y preparó su aguijón, si no fuera porque Dante la aplastó con uno de sus libros de aritmética avanzada, me hubiera picado. La avispa no sobrevivió. De todos modos, quién podría bajo un libro como ese, hubiera sido menos pesado que la aplastara un tractor.

Me sorprendió la rapidez con la que actuó, Dante había sido entrenado en el Triángulo y era bueno combatiendo, no tanto como el resto, pero tenía lo suyo. Generalmente el miedo lo paralizaba y demoraba unos segundos en defender. Pero esa vez saltó a protegerme como una mamá osa.

Un mercenario, llamado Cornelius Litwin, había soltado esos insectos por mi mundo para que me cazaran. Pero había llegado tarde porque yo era más demandado que un ascensor en el piso cien. Ya me había reclutado La Sociedad.

En el edificio estaba a salvo porque ninguna pizca de artes extrañas podía atravesar los muros. No sabía con qué estaban fabricadas las paredes, pero dudaba que fueran solo de yeso y concreto. Era para que nadie empleara magia en quitarse las tobilleras o huir. De todos modos, si descubrían que eras un maestro de las artes extrañas te sedaban como para veinte citas en dentistas. En parte por eso no recibí mensajes de Petra... si es que seguía viva. Fiodor decía que ninguna chica, en su sano juicio, contactaría conmigo y cuando vio una foto de Petra más convencido estuvo.

En fin, Dante era muy listo y averiguó dónde nos encontrábamos, aunque no sirvió de mucho. El hemisferio sur era un perímetro amplio. A Dan y a mí nos habían capturado en Japón y a Natalia en el Ártico, así que teníamos difícil trazar una ruta de viaje. No sabíamos por dónde empezar, pudieron trasladarnos sin problemas por aviones privados y eso obstaculizaba un poco investigar nuestra locación. Al estar involucrados casi todos los países del mundo, La Sociedad no era una organización de la que pudieras escapar fácilmente. Ellos se movían con completa libertad y nosotros ya no.

Dante dijo que había una calle frente a la Sede, como nuestro pabellón se ubicaba en el lado sur del edificio él tuvo que escalar un árbol del patio, encaramarse hasta la copa, entornar los ojos y espiar la fachada. Me contó que vio una calle de tierra acompasada, estrecha, de solo un carril, por allí venían los agentes, los trabajadores y la comida semanal que usaban los cocineros. Por cierto, los cocineros o el personal de vigilancia y limpieza eran antiguos militares. La crème de la crème. Me alagaba que los mejores francotiradores del mundo me prepararan la cena.

Dan apostó a que esa calle camuflada conduciría a una carretera popular, que llevara a una ciudad de humanos y, con suerte, a un portal. Bien podría llevarnos a Disneylandia o al pantano de Sherek; por más que fuera la salida más fiable no íbamos a llegar a ningún santuario caminando con nuestros tobillos cercenados. Además, como Cerras que éramos no podíamos saltar a un portal.

Natalia nos apoyó los primeros días, quiso escaparse, armar un plan y todo ese rollo revolucionario. Yo fui el que insistió en analizar los turnos de vigilancia, una manera de liberarnos de las tobilleras y demás. Pero ella comenzó las sesiones de introverción y perdió esperanzas, empezó a entender a los agentes a la fuerza.

¡Es que tenían una máquina expendedora de jugos, quien no cedería a eso!

Por mi parte, también había perdido esperanzas. Estaba cansado, qué va, agotadísimo. Me perseguían Buscavispas porque Cornelius Litwin tenía el plan de cazarme y limpiar su nombre, Gartet a su vez trataba de atraparme con Catástrofes y sin contar a cientos de oportunistas como Morbock el soldado serpiente, los hijacks e Izaro. Estaba hasta la coronilla.

Mis amigos se encontraban más seguros sin mí, los había arrastrado a esa guerra para tratar de salvar a mis hermanos. Todo para nada. Mis hermanos fueron los que me salvaron a mí y habían pagado el precio con su mente. No recordaban que yo los amaba, ni que ellos me amaban o que teníamos una familia. Lo peor de todo es que Dracma, cuando lo encontré en Japón, me dijo que mis hermanos eran soldados en la tropa de Gartet, fieles seguidores. Lo más probable es que fueran felices luchando en sus filas, saqueando portales y asesinando por aquí y por allá.

A veces me preguntaba si me salvaron o solo me dejaron solo.

Con mucho esfuerzo mi madre había construido una nueva vida en África y mis amigos podrían quedarse en el Triángulo de una buena vez, sin salir en busca de información sobre tropas o ataques.

Todos salían ganando.

Aunque de ganar no supiera mucho, ni siquiera le ganaba a Fiodor en el dominó. Lo único que ganaba todos los días era rabia, una ira tan pero tan poderosa que ahuyentaría a todos, incluso, a mí mismo.

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