16 - "La otra navidad"

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng


Mi madre no dejaba de ser como un loro parlanchín;  por fortuna Lucero se liberaba de a poco de la incómoda situación de cenar con dos completos desconocidos y con su jefe. Nada más ni nada menos. La observé hablar con cautela pero enérgicamente, reía con suavidad y su voz era armoniosa y calma.

Intercalaba español y francés, en un esfuerzo enorme por complacer a mi padre; agradecí en silencio. Papá odiaba hablar en castellano.

Se congraciaba con ellos sin habérselo propuesto siquiera.

Las anécdotas sobre mi vida infantil no se harían esperar, mi madre parecía entusiasmada con dejarme en ridículo constantemente; como si aquellos relatos hubieran estado guardados en algun lugar de su mente desde mis 18 años ahora que tenía la oportunidad de liberarse de ellos, la aprovechaba sin tabúes.

— ¡Estuvo todo un verano junto a Enrique despintando la bicicleta rosa de Sofía!

— ¡Era de Elizabeth mamá! —asentí a desgano, esa anécdota se reeditaba en todos lo eventos familiares y siempre causaba el mismo efecto: la risa contagiosa como la que emitía Lucero.

¡Cuán bella era con su rostro de ángel y su cabello almendrado alisado como un mar calmo!

¡Dios! ¿Cómo haría para esquivar lo que sentía por ella?

No existía modo de que tanta belleza se acumulara en una persona...sin embargo Lucero resumía todo aquello que yo deseaba en una mujer.

Fue extraño reconocer que a pesar de no haber tenido sexo, ella me importaba y mucho; a mí, que siempre cambiaba de mujer, que saltaba de cama en cama, que jamás habría invitado a nadie a mi espacio, a mi lugar y me encontraba cenando una víspera de navidad con mis padres y ella en mi apartamento.

— ¿Tus padres viven?—le preguntó mamá.

- Vivo con mi madre y mi padrastro. Mi padre...mi padre nos dejó cuando yo era una beba. Ricardo es como mi papá, de hecho me ha puesto su apellido — confesó. Parpadeé sin saber esa cruda realidad.

— Oh...lo siento mucho — mamá limpio su boca y papá cambió de pregunta.

— ¿Tienes hermanos?

— Soy hija única...no como Felipe por cierto —sonrió con una frescura cautivante.

— Siempre quisimos tener muchos niños correteando por el parque. Dios nos ha dado siete hijos maravillosos. Y por ahora tenemos 10 nietos. Ojalá agranden pronto la familia — sin ser para nada disimulada mamá clavó su vista en mí, en tanto que Lucero parecía hundirse en el plato.

— Aún tengo tres hermanos mayores que yo, los cuales bien podrían ser padres— repliqué quitando dramatismo.

— Sofía no quiere saber nada con críos, y Enrique...¡ Ni Dios sabe en qué cama se encontrará esta noche festejando las navidades!

La risa fue compartida, la fama de mi hermano ya había sido tema de conversación con Lucero.

— ¿Por cuánto tiempo te quedarás en París?—curioseó papá y en mi invitada de honor se dibujó la sombra de la incertidumbre.

— En principio hasta mediados de marzo, momento en que finaliza mi contrato con Studio Rondeau. Todo dependerá si consideran que estoy calificada para seguir por un tiempo más.

— Si tu jefe sabe valorarte, estáte segura que París será tu casa un tiempo más — mamá guiñó su ojo a modo de advertencia. Como siempre lo hacía.

Preguntas más, preguntas menos, la conversación marchaba sobre carriles normales y seguros hasta que una puntada terrible golpeó en mi cráneo. Era un nuevo aniversario. Y mi puta cabeza no dejaba de recordármelo. 

De la nada me puse de pie, queriendo ocultar mi malestar. Pero Lucero lo notó, porque enseguida persiguió mis pasos hacia la cocina donde abrí la ventana y el frío del clima invernal golpeó mi rostro con furia.

— ¿Dije algo malo? —sus ojos vidriosos buscaban explicaciones.

— No muñeca...es que...— no supe explicar, las palabras se trababan en mi lengua, impidiéndome hablar con cordura.

— ¡Chicos, son las doce menos diez! Ya tendríamos que preparar las cosas para el brindis — mamá me salvaba de la confesión, no era momento, y Lucero comprendió que debíamos postergar aquella conversación.

— Las copas están en el armario — señalé el mueble sobre la encimera de granito y con ayuda de Lucero, llevarían las copas de vidrio y la botella de champagne rosado bien frío.

Refresqué mi rostro con el agua del grifo con una gran culpa pujando por salir de mi pecho. Lucero lo daba todo de ella y yo no hacía más que cerrarme en mí mismo y desaprovechar las oportunidades que me brindaba. Era un maldito egoísta y cobarde.

A punto de tocar las doce, con las copas en la mano y expectantes, papá contaba los segundos del 10 hacia abajo, mientras que mamá corría como una posesa las cortinas para apreciar, desde dentro, el espectáculo de fuegos de artificio que solía darse en las cercanías de la Torre Eiffel. 

Desde nuestra ubicación, tendríamos vistas privilegiadas.

— ¡Feliz Navidad!— papá era el primero en alzar la copa y chocarla contra nosotros tres; giró y dio un casto beso en la boca de mamá, que se acurrucó en su pecho con la copa de champagne intacta.

— ¡Feliz Navidad!— miré fijamente a Lucero, quien lucía un poco triste.

— Feliz navidad—respondió llevándose la copa a la boca.

Sus labios se humedecieron por el contacto de la bebida. Tragué un poco de alcohol. Las aletas de mi nariz se abrieron al posar mis ojos en su lengua pasando sobre su boca, relamiéndose.

Dejando mi copa sobre la mesa, pasé mis manos por su barbilla, sosteniéndola por debajo de la línea de la mandíbula, acariciando con mis pulgares el filo de sus pómulos ligeramente sonrojados por polvo de maquillaje.

Sus pestañas aleteaban como un colibrí en verano, su respiración se paralizaba, su boca se entreabrió y mi voluntad se derrumbó. Suavemente, posé un cálido beso en ella, degustando la dulzura de su propio sabor conjuntamente con la sequedad del frío champagne.

Chocando mis labios con los suyos, construí mis ilusiones, mi presente y mi futuro en ese instante, sin importarme que mis padres divagaran por mi casa. Solo quería sentirla a ella bajo mis pulgares; sus besos, su lengua escurridiza a merced de la mía. Un relámpago unió nuestras bocas y nuestros pensamientos: como por arte de magia, bebí de su sufrimiento, de su padecer. Ella, a cambio, se nutriría de mi dolor y mi soledad, del hueco sabor de la decepción. Éramos dos almas unidas por una terrible sensación de culpa. Ambos, teníamos miedo de desilusionar al otro con sus propias oscuridades.

Capté ese instante extraño, luminoso y sincero, sin dejar de perpetrar en mi mente cada uno de los rincones de su boca suave y perfecta. Mordisqueé su labio inferior con delicadeza; aun estaba consciente de mi entorno. Ante esa jugada, Lucero movió la cabeza hacia atrás, entregándose al contacto de mis dientes.

Abrimos los ojos al unísono, conté cada una de las chispas que se diseminaban en sus ojos particularmente claros esta noche; no supe si el maquillaje, la excitación o el desconcierto era el protagonista de aquel efecto, pero festejaba por ello.

— Tus padres...   — susurró una Lucero avergonzada, enterrando su frente sobre mi pecho. La abracé fuerte, muy fuerte, con la seguridad de haberme metido en su mente por un instante.

— No te preocupes, están mudos porque no pueden creer que no sea gay — elevó su barbilla como un resorte y lanzó una carcajada a la que me uní de golpe.

Mis padres no nos observaban de frente, pero supe que por más que fingieran que no me veían, lo hacían indirectamente a través de nuestro reflejo en el vidrio de la ventana.

— Voy al baño un segundo — mi hada se apartó de mí ralentizadamente —. Me hago pis, Felipe— susurró con gracia y no tuve otra opción más que liberarla.

Instantáneamente, crucé mis brazos sobre el pecho.

— No se hagan los distraídos, solo les hacen falta las palomitas de maíz.

Mamá giró como un trompo dedicándome la sonrisa más amplia y llena de dientes del mundo. Vino salticando hacia mí como si tuviese 15 años y no casi 70.

— ¡Me en -can - ta! — dijo aplaudiendo como lo hacía Lucero, golpeando imaginariamente sus palmas—  Es bonita, inteligente...y ¡habla español!—papá revoleó sus ojos por detrás implorando al cielo por el comentario de mi madre— . ¡Bueno y también habla francés! — papá subió sus pulgares en señal de aceptación. Parecían dos niños de 6 años.

___

Dispersando nuestras miradas en el horizonte,  las luces de la Torre Eiffel se desvanecían entre las densas nubes de nieve. La noche lucía cerrada y el espectáculo de fuegos artificiales no sería observado en su plenitud.

— Hijo, debemos irnos ya, son más de las dos— mamá palmeó mi hombro en dirección a mi dormitorio, donde guardé sus abrigos y su bolso.

Con el abrigo de papá colgando de sus brazos, la ayudé para que no se le cayese todo al piso.

— Lucero, el pudin ha estado exquisito.

— Gracias, Amparo, sinceramente es lo único que cocino más o menos bien —sonrió elevando los hombros.

— Espero verte pronto. ¿Con quién pasarás año nuevo? — preguntó, tomándola por sorpresa — . ¿Sabes? ¡Puedes venir a Barcelona!

Los ojos de Lucero se abrieron como platos, quedándose sin respuesta.

— Madre, todavía no termina de pasar la navidad contigo y ya le preguntas qué hará en una semana...—resumí algo descolocado.

— Bueno, hijo, no la atosigo más —elevó las palmas y saludó con sus tradicionales dos besos a la pequeña— .Ha sido un gusto conocerte, y la invitación a nuestra casa está hecha— susurró a escondidas, pero de igual modo, la escuché.

— Lo pensaré Amparo. Alexander — dijo saludando a mi papá con otra dupla de besos— , un placer conocerlo.

Lucero prefiriría quedarse limpiando la vajilla para cuando yo acompañé a mis padres hasta la puerta, donde el taxi ya los estaba esperando.

— Felipe, me agrada verte tan feliz. Hace mucho tiempo que no te veo reír con tanta fuerza—mamá estaba emocionada, me abrazó muy fuerte en plena calle, con la nieve cayéndonos encima.

— Está bien mamá, pero te he dicho que es una amiga.

— Hijo, por favor, no nos trates de tontos— intercedió mi papá — . ¡Le has dado un beso de novela allí arriba! Si yo le diera un beso así a una amiga, tu madre me cuelga de los huevos en pleno Champs Elysee.

El viejo tenía razón; tanto él como yo reimos en tanto que mamá se burlaba de nosotros con un "si si, ríanse de mi" .

Una vez en el automóvil, se evaporaron en la densa niebla y las calles alfaltadas de blanco.

Yo entré corriendo al hall, subí al elevador tan rápido como pude y apenas se abrieron las puertas salí eyectado como un torpedo para abrir la puerta de casa, agitado por el frío y por la ansiedad.

— ¿Qué haces? — me detuve en seco al ver que Lucero se abrochaba su abrigo.

— Todo está lavado y ya es muy tarde, debo irme.

— ¿Por qué?

Lucero me observó intrigada. Bajó su manos y curvó sus labios de lado.

— ¿Por qué? Porque como te he dicho, ya es tarde, tienes que descansar y porque...sí — hizo una mueca graciosa con su rostro.

Avancé a pasos agigantados poniéndome por delante de ella.

— Por favor, no te vayas — acunándolas, me nutrí del calor de sus manos.

— Decime por qué no debería irme—pidió respuestas, acallando temores.

— Porque no quiero estar solo esta noche. Porque no quiero estar con nadie que no que seas tú, mi Isolda.

Cabizbaja, mirando al piso, meditaba mi propuesta. Yo no estaba dándole absolutamente nada a cambio; sólo pedía. Y era injusto. Si decidía irse, estaba en todo su derecho.

— Por favor, esta angustia me está matando —confesé con un nudo en la garganta que se cerraba con cada segundo que pasaba sin respuesta.

— Felipe...yo — se encogió de hombros entregando una pesada exhalación—  Creéme que quiero ayudarte...pero no sé como...y tengo miedo...yo...yo también tengo mis...asuntos...— agitó sus manos en torno a su cabeza.

Con el corazón en un puño acaricié su rostro. Adoraba sentir la piel suave de sus mejillas bajo mis dedos; sus ojos vagando en la oscuridad de los míos.

— Descubrámoslo juntos, mi querida fee. Pero no me dejes, no en esta noche— imploré como un desahuciado; si me rogaba que me arrodillase, lo haría. Si deseaba que caminase descalzo sobre brasas calientes, lo haría.

Ella era mi salvación. La única capaz de elegirme y curarme de mis invisibles heridas.

Detuvo la marcha de mi mano sobre su rostro para besar mi palma, inspirar mi aroma y retenerla en la suya. Dirigiéndola como si fuese una títere, separó mis dedos para tomar el pulgar y posarlo sobre sus labios.

— Quiero saberlo todo de vos Felipe, quiero decir tu nombre y saber qué gusto tiene el pronunciarlo, quiero mirarte a los ojos y saber qué pensás, quiero que te abras, que confíes en mí —su tono era desgarrador y su pedido me surcaba el pecho en dos— . Dejáme entrar en vos— ella delineaba su boca con mis dedos, rozaba su quijada, sus pómulos; me conducía la mano como quería.

— Dame algo de tiempo...por favor — no supe si estaba preparado para desnudar mi alma en ese instante, siendo siempre más fácil exponer mi cuerpo, sin compromisos y sin ataduras mediante.

Era injusto. Ella confiaba en mí o al menos había intentado hacerlo.

Bajó mi mano, liberándola. El abandono de su piel me causó un desconocido remolino en mi cabeza; la deseaba más que a nada en la vida. Lentamente, ante mi vista implorante, desabrochó su tapado, el cual caería como un pesado manto a sus pies sobre la superficie brillosa del piso. Con algo de dificultad, inclinó su torso para quitarse las botas, restándose un par de centímetros. Paradójicamente, aun siendo más pequeña, era más grande que yo.

Su pecho subía y bajaba; en tanto que yo, agitado, con miedo, tragando compulsivamente, avancé disolviendo los escasos milímetros que nos separaban, quedando con mi tórax encima del suyo.

Su saco tejido cruzado se deslizó por su piel, quedando expuesta con una ligera sudadera de tirantes. Con la punta de los dedos, jugueteé con los breteles de raso sintiendo cómo la piel se le sensibilizaba ante mi contacto. Tironeé de las tiras de su sostén, mientras ella miraba por sobre sus pestañas impregnadas en rimel, mordiéndose el labio.

Inesperadamente, sus manos rozaron mi pecho, tocando uno por uno los broches de mi camisa y desprendiéndolos con extraña habilidad. Abriendo ambas partes como un cortinado, apoyó sus palmas en mi torso desnudo, rozando el vello que surcaba mis músculos medios.

Sentí un tirón desde el ombligo hasta la base del cráneo cuando delineó el filo de mi clavícula con un dedo. Alejé mis brazos de mi cuerpo para que ella pudiese abrirse paso de mi camisa, dejándome desnudo de la cintura para arriba. La miré con lujuria, con el hambre instalado en cada uno de mis nervios ópticos.

Posando ligeramente sus manos calientes, moldeaba mi torso en llamas.

Rodeó mis hombros poniéndose en puntas de pie, salvando la diferencia de mas de 20 centímetros entre nosotros. Su aroma a rosas me volvía loco, su cabello sobre sus pechos sin desnudarse, era el regalo de navidad más deseado de toda mi vida.

Sin poder contenerme, tomé sus muñecas abruptamente cuando presionaban la parte superior de mi cuerpo, dí un suave beso sobre sus venas azuladas pulsantes bajo su fina piel de porcelana, y las bajé, poniéndoselas al lado de sus caderas.

— Quiero recorrer cada poro de tu cuerpo — confirmé saboreando la vena que recorría la base de su cuello hasta la oreja. Poniendo la cabeza de lado, me entregaba franco acceso a ella— . Quiero que grites mi nombre hasta quedar disfónica —mordí el lóbulo de su oreja, justo por debajo de la perla que lo adornaba.

Contorneé su mandíbula, mientras ella rotaba su cuello y me entregaba su otro lateral.

— Tómame del cuello —susurré y acatando mi orden, pasó sus manos por detrás de él, sobre la nuca; en tanto que las mías se posaron por debajo de sus muslos elevándola, para colgarla en mis caderas.

Rozando nuestras narices y desplazándola como si cargase una pluma, fuimos a mi dormitorio. Subiéndome al colchón de rodillas, la deje caer pesadamente sobre la cama, cuando tomé la parte baja de su camiseta y con su ayuda, nos despojamos de ella.

Sus pechos permanecían presos del encaje blanco de su sostén.. Esa imagen estaba volando mi cabeza en mil pedazos. No estábamos ni más ni menos que en el mismo punto que aquella noche en su habitación de Montreal.

Sus dedos rápidos jalaron de las presillas de mis vaqueros, intentando volcar mi torso hacia adelante, pero mi peso era el suficiente como para seguir firmemente con las rodillas clavadas en el colchón, albergando sus dos piernas por debajo de mi pelvis.

Estaba duro, demasiado. El roce en mis vaqueros me molestaba, hería mi piel ardiente.

El tac del botón superior de mis pantalones reverberó a lo largo y ancho del dormitorio cuando Lucero no se dio por vencida. La cremallera del pantalón bajó, trabándose levemente con mi erección que luchaba por huir de esa prisión de algodón llamada bóxer.

— Cuidado, fee — advertí con un susurro, temiendo por un posible accidente doméstico.

Lucero se recostaba sobre sus codos, exhibiendo sus pechos turgentes atrapados contra su voluntad. Inclinándome hacia ella, en una veloz maniobra, me quité los vaqueros, enrollándolos sobre la alfombra, desapareciendo de mi vista junto a mis rodillas, que se deslizaban hasta caer en el piso.

Aguardó en la cama, mientras yo sujetaba sus caderas con mis manos.

Delineé con mi lengua la zona de su ombligo, provocando un arqueo deliberado de su cintura y generando un espasmo voluntario de su espina dorsal ante mi contacto. Con mis dedos, fui yo el que la liberó de sus duros pantalones. Suavemente, los descendí dejando un reguero de besos sobre su tersa piel.

Me empalé como nunca al ver su breve tela blanca con transparencias tapando su parte más femenina e íntima.

Descendí por sus piernas, como si cada centímetro fuese un escalon directo al infierno. Hasta que una marca, profunda y cruel, profanaba su cuerpo celestial. Pude escuchar un gemido contrariado de su parte cuando la rocé. Pero lejos de detenerme en una herida, de hacer carne su doloroso recuerdo, proseguí en mi exhaustivo descubrimiento.

— ¡Me matarás de un infarto! — mascullé entre dientes y una sonrisa ardiente se oyó salir de su garganta.

Estaba tan caliente, tan duro, tan necesitado de beberla que apelé a mi lado animal y salvaje; quizás del único del que estaba seguro. Desde el confort de lo conocido abordaría este nuevo mundo de sensaciones que me quemaba como una brasa caliente.

Pasé la punta de los dedos apor los laterales de sus bragas, estirándola, causando un gemido discordante al salir de boca. Luego, perseguí el contorno superior de su tanguita relamiéndome al notar su vientre contraerse.

Abandoné un beso en los escasos centímetros que separaban su ombligo de la línea de su ropa íntima y a medida que la despojé de ese trozo de cielo, saboreé su pálida piel con devoción absoluta. Fui su victimario.

Desechando entonces cualquier rastro de intimidad que me separase de la parte baja de su cuerpo, la tomé por los tobillos plegando sus rodillas, abriéndola totalmente ante mi.

Rosada, húmeda, suave, me ofrecía el paraíso; y yo, me vi dispuesto a vender mi alma al mismísimo Satanás con tal de alcanzarlo.

Empujé con mis manos sus piernas; dándome espacio suficiente para besar con mi lengua la parte interna de sus temblorosos muslos. La besé allí, capturando cada poro en mi sistema nervioso. Pase de una pierna a la otra, lento pero con prisa.

Antes de sumergirme en su carne trémula la observé con ojos ávidos, lujuriosos cuando elevó una ceja, pidiéndome por favor que acabase con esa tortura.

— Sus deseos son órdenes — con la punta de mi lengua surqué su hendidura suavemente; el jadeo de su garganta comenzó a destrozarme por dentro. Esto sólo era el comienzo. Primero lento, pausado, en movimientos compactos, dejando la marca de mi paso, me fundí en ella. Sabía exquisito. Salado y dulce al mismo tiempo. Ahondé mi rostro en su sexo descaradamente, deseando más, queriendo comerla como nunca nadie lo habría hecho: lamiendo intensamente con las llamaradas de mi lengua.

Con esfuerzo abdominal, se inclinó para tomar mi cabeza; súbitamente estaba semi sentada, con las piernas inclinadas y mi boca penetrándola con fuerza, con gula.

Sus ojos escaparon por sobre sus pestañas, desconectados del mundo y sus labios emulando palabras impronunciables; clavó sus uñas en mi cuero cabelludo, revolvió mi pelo llevándolo de un lado al otro imitando el andar lujurioso de mi lengua en ella.

Los temblores se hacían más intensos, los palpitaba. Anhelaba con todas mis fuerzas que se corriera (o acabara como recitaba su diccionario) en mi rostro. Quería oler el perfume de su orgasmo, saborear la victoria de su plenitud sexual.

— ¡Sí, sí, sí! — sus gemidos intensos, compulsivos, me endurecían todavía más; excitándome mientras que mi pene rozando mis boxers se torturaban con extrema crueldad.

Empujando mi nuca hacia atrás inspiré algo de oxígeno, y le di duro, la follé con mi lengua de lleno, explorando hasta el último rincón de su sexo, cuando el embate final, acabó con cualquier atisbo de realidad.

Exhalando mi nombre, estallando en un latigazo, liberó mi cabeza, desplomándose sobre la cama, enredando entre sus dedos el edredón. Agazapado, me incorporé poniéndome de pie con las rodillas algo doloridas por la posición, pero sin dejar de apresar sus muslos abiertos bajo mis palmas.

Lucero parpadeaba dificultosamente, sin registrar tiempo y espacio; mi ataque no había dicho basta. Volví a lamerla, poderosamente, yo tenía ganas de más y deseaba aprisionarla al rincón de un segundo instante de paraíso.

— ¡No puedo!¡No puedo...más! —gritaba, con la desesperación depositada en sus pómulos rojos, con sus hombros redondeados inquietos.

— Sí, tú puedes darme más— amenazante, continué con mi recorrido una, dos, tres veces más, de arriba hacia abajo, para luego, introducir dos dedos con delicadeza.

Sí, eso era...mis dedos enjugados entraban y salían; con mi lengua como acompañante de lujo. Resultaba grandioso sentir su calidez desparramada en mí. Jamás pensé que su orgasmo anterior causaría semejante adicción.

— ¡No, no!— decía, pero no era más que un constante sí.

Sin perderme detalle de su rostro, los músculos contraídos de su mandibula y el rechinar de sus dientes, indicaban que estábamos próximos a una segunda batalla perdida o ganada, según como se quisiera mirar.

— Lucero, córrete para mí, en mis dedos.

— Sí...sí...—gimiendo, transpirada, con lo nudillos blancos y la circulación al borde del colapso, extendía las piernas en un único movimiento.

Las yemas de mis dedos se lubricaron, absorbiendo sus jugos. Festejé internamente mi punto ganado en buena ley. Respiraba agitada, presionaba su cabeza colocando su brazo por delante. estaba desarmada, y yo había logrado aquello.

Cuando recuperó algo de conciencia, la tomé de la nuca, posesivo, obligándola a que me mirase.

— No he mentido cuando dije que quería saborearte— metí mis dedos uno por uno en mi boca, disfrutando el sabor agridulce de su sexo.

— Pervertido— rió ronca, quitándome a la fuerza mis dedos de mi boca, para saborearse ella misma.

Si algo necesitaba para sentir que me pisaba un tren, era verla chupar su gusto de mis dedos.

— Quiero tenerte en mí, hundirme en tu cuerpo —susurré con desesperación en su oído.

Velozmente apoyó sus palmas en mi pecho, adueñándose de cada músculo de mi torso, para voltearme, dejándome de espaldas al colchón. Sentándose a horcajadas en mi cadera, posó su dedo sobre mi protuberancia, tensa, hambrienta.

— Ya tendremos tiempo de jugar. Ahora, por favor, libérala y móntame— rogué.

— Lo que usted diga, jefe— más repuesta, con un tono firme y seductor, quitó del medio aquella contención de algodón que me apresaba, para rozar su humedad contra la mía. Sin encajarse sobre mí, tomaría con ambas manos mi miembro, subió sus cejas al verlo; encendiéndome aun mas con aquel gesto inocente y repentino.

— ¿Te sientes a gusto?

— ¡Demasiado! — largó sin dudar, enmarcando mi sexo girando su muñeca de un lado hacia el otro.

— Por favor, ponte en mí — pedí con un nudo en la garganta, manoteando el cajón de mi mesa de noche— . Aquí dentro. Condón—malhablé  con la pizca de cordura cerebral que aun recalaba en mi.

Lucero extendió su brazo arrojándose parcialmente sobre mí, aplastando mi pene duro en su estómago.

— ¡Cuidado! — exhalé y se rió, pidiendo perdón por su arrebato.

Escuché el rasgado del sobre plateado.

— Pónmelo— exigí entre dientes.

— ¿Sigue dándome ordenes jefe? ¡Usted es muy autoritario!

— Y todavía puedo serlo más — gruñí con animosidad.

Desenrolló el preservativo sobre mi pene duro, necesitado.

— Vamos fee, fóllame de una vez que no puedo esperar más.

Con un movimiento ducho, experto, se ubicó sobre mí pene lentamente; sintiéndome de a poco. Mordía su labio a punto de arráncarselo.

Posé mis manos en el punto de inflexión entre su pequeña cintura y sus caderas en tanto que ella, se acomodaba plácidamente para comenzar con la danza de nuestros cuerpos. De adelante hacia atrás, colocando sus manos en mis rodillas, levemente inclinada, absorbía mi dureza plena

La oía gritar de placer, gemir como una posesa; sus respiraciones cortas se adueñaban de mis tímpanos. Quería follarla fuerte, hacerla mía, dejar mi marca en ella para siempre. Lucero se movía compulsivamente, hundiéndose más y más en mi; aun así yo necesitaba mayor contacto, mayor fricción.

Reptando hacia atrás, sin dejar de sostenerla, recliné mi espalda sobre el respaldo de la cama; la senté ejerciendo una mayor penetración; de este modo, ella se sujetaba al cabezal de la cama, ascendía y descendía, chocando con mis piernas semidobladas, que me ayudaban al momento de elevar las caderas para penetrarla salvajemente.

Sus pechos subían y bajaban aún cubiertos; con una mano, los despojé de ataduras para que se abandonasen a la suerte de sus brazos.

Colando mis manos entre él y su piel, acuné sus hermosas tetas, amasándolas, pellizcando sus pezones, mordiéndolos suavemente con los dientes, provocándole un gritito ahogado.

— ¡Así, fee...así...!—más y más duro

"¡Mierda! ¡Cómo la deseaba!"

— Felipe, voy a acabar en poco tiempo —dijo con tono culposo y angustioso.

— Mejor así, porque yo también — asumí.

Gimió en mi oído, aplastando su pecho contra el mío; mis manos presionando sus caderas hacia abajo, siendo todo una maraña de movimientos, palabras y sentidos.

— ¡Dale,dale! —apelando a su argentinismo, me pedía más, y se lo di. Frenéticamente, despiadado, como un animal salvaje librado a su suerte, me consumí en las llamas de un orgasmo pleno y candente. Mi pene palpitaba contra las paredes internas de su cuerpo—¡Siii! — clavando sus filosos dientes en mi hombro, se entregaría al placer de otro orgasmo.

Lucero cayó exhausta, con el cabello mojado de la transpiración. Estábamos resbaladizos, sonriendo agitados y con nuestros corazones a punto de salirse por la boca.

— Creo que me acalambré las piernas— dijo y su estruendosa risa se apoderó de cada pulgada del cuarto.

— Entonces tendrás que quedarte sobre mí hasta que vuelvas a sentirlas —bromeé, corriendo la maraña de cabello húmedo que surcaba su rostro complacido y ardiente.

— Nunca...antes...¡uffff!- se abanicó con la mano—  Debo salir —besó la punta de mi nariz, y con cautela, sosteniendo la base del condón en mi pene  menos erecto, se desplazó hacia un lateral.

Casi cayendo, cumplió con su cometido y bajó de la cama.

Tenía un culo precioso, unos pechos grandiosos y una fortaleza de hierro. Todo lo que necesitaba, precisamente, en ese momento de mi vida.


___

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro