Capítulo 31: El dulce sabor de la esperanza

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Los chicos fueron conducidos hasta el interior de la Fortaleza Elartor. La luz de Amubah y Emunir iluminó la marcha, además de las antorchas que yacían colocadas en fila a ambos lados del camino de adoquines. 

 Ainelen examinó el lugar con ojos cansados. 

 La muralla parecía formar un hexágono, con una torre en cada ángulo. Seis en total, de las cuales hasta ahora había creído eran solo cuatro. 

 El grupo avanzaba en medio de un gran pelotón de soldados que soltaban palabras en tono discreto. Aparentemente, los chicos eran el centro de la atracción. Caminando delante de todos iba Zei Roders, el comandante y máxima autoridad de la fortaleza, como alguien por ahí lo había señalado. 

 Era imposible que ignoraran lo particular que era encontrar a un equipo conformado exclusivamente por jóvenes, llegando a altas horas de la noche y en medio del caos. Ainelen rezaba porque no les trajera problemas, ya tenía suficiente con todo lo sucedido. 

 —Iralu —dijo con voz profunda el comandante, sin mirar atrás— Llévalos al comedor. 

 —De acuerdo —respondió la mujer señalada. Ella les hizo un gesto con una mano, para que la siguieran. 

 Los cinco muchachos más Iralu se desprendieron del resto e ingresaron a un pasillo de escasa luz, luego doblaron a la izquierda y tomaron la primera puerta. Dentro, había una amplia sala donde estaban colocados mesones de madera y asientos, similares a como era en el edificio de Alcardia. En un rincón, destellaba la tímida luz de una lámpara de aceite, la cual proyectaba la sombra de una figura blanquecina que trabajaba con diligencia. Una mujer se irguió con asombro, clavando sus ojos en el grupo. El sonido de la loza cesó. 

 —¿Subcapitana?, ¿Y estos quiénes son? 

 —Son legionarios, un poco más jóvenes de lo que acostumbramos —Iralu torció la cabeza hacia los chicos, sonriendo. Incluso cubierta mayormente por la negrura, Ainelen dilucidó una expresión compasiva y cálida en ella. 

 —Pues sí que lo son. Si yo los hubiera visto pensaría que son un grupo de niños que se escaparon de sus padres. 

 Ainelen sofocó una tos. 

 —Piria, ¿queda algo de la cena de hoy? Por favor, te estaré muy agradecida. 

 La cocinera, de aspecto un tanto similar al de Danika, por ese cabello rizado que cubría con un gorro y que llevaba tomado, se agachó buscando algo en el mueble. 

 —Claro —dijo Piria. Al levantarse puso sobre el mesón un gran perol y lo destapó—. Siempre terminamos dándole las sobras a los gatos. Miky y Fufu están que revientan. ¡Oh!, ¿viste a Tati? A sus gatitos ya les cambió el color de los ojos. 

 —¡¿De verdad?! —exclamó Iralu, su voz llena de felicidad—. No me he dado el tiempo. Mañana los iré a ver, los extraño. 

 ¿Cuál era la relación entre ambas?, ¿eran amigas? Claro, era probable. Pero no era fácil de asimilar que una cocinera le hablara de esa manera a una subcapitana. Demasiado informal, creyó Ainelen. 

 Piria colocó el perol sobre el fuego, cuyas flamas crepitaban bajo el arco con forma de chimenea. El aroma de la comida fluyó a través del aire: lentejas. Eso gatilló más de un gruñido en las panzas de los muchachos. 

 «Todo este tiempo hemos estado aguantando. Por fin comeré otra cosa aparte de carne de ciervo y bayas. Qué emoción», pensó Ainelen, extasiada. 

Pareció bastante tiempo lo que demoró en estar lista la comida. La cocinera sujetó con paños las orejas del recipiente y lo dejó a un lado. Luego tomó cinco platos y los fue rellenando cuidadosamente con el cucharón de madera. El vapor que desprendían las lentejas fue regocijante para los ojos. 

 Los chicos pasaron a retirar sus bandejas, las que aparte de la porción de sopa, también incluían pan. Nadie esperó: se echaron rápidas cucharadas a la boca, como si no hacerlo implicara que les quitarían su comida. 

 —¿Siempre habían sido tan buenas las lentejas? —dijo Amatori, masticando. 

 —Está riquísimo. Muchas gracias —Vartor puso dos puños en su pecho como seña de gratitud.

 ¡Cierto! Ainelen no había dado ni las gracias de lo tan hambrienta que estaba. Qué descortés.

 Piria bufó. 

 —Solo son las sobras de lo de hoy. 

 —No quiero imaginar el lujo de tus platillos recién hechos —añadió Danika, luego de tragar y dar una mordida a su pan. 

 Mientras comían, Iralu hizo amago de ir hacia la puerta, sin embargo, se frenó. Dijo algo en voz demasiado baja para que alguien más que ella lo entendiera y, luego de sonreír, fue hacia un rincón. Se quedó de pie, recostada contra la pared de roca viendo con ojos curiosos al grupo. 

 Su cabello debía ser plateado, era liso y le llegaba hasta las caderas, aproximadamente. Si ella combatía, era increíble que lo hiciera con esa cabellera suelta. 

 Tras finalizar la cena, dieron las gracias a Piria por la comida e Iralu los condujo hasta el segundo piso de la fortaleza, donde estaban los dormitorios. 

Los chicos fueron ubicados en la habitación de huéspedes, mientras que las chicas lo hicieron en la destinada para las mujeres. La subcapitana le reveló a Ainelen y Danika que ella y Piria eran las únicas de todo el lugar, por lo que el cuarto permanecía desolado. 

 —Muchas gracias por lo de hoy —dijo ella antes de marcharse—. Seguramente el comandante mañana los llamará para hablar con más calma. Esta noche ha sido un poco caótica y hemos perdido a algunos camaradas. 

 —No hay de qué —respondió Ainelen. «No fuimos de mucha ayuda. Al contrario, nosotros deberíamos agradecerte por lo que has hecho por nosotros». 

 —Entonces, buenas noches. No creo que estén despiertas para cuando regrese —Iralu se dio media vuelta, marchando por el amplio pasillo mientras sostenía una lámpara en una mano.

******

El día siguiente comenzó cuando la subcapitana despertó amablemente a las dos jóvenes, invitándolas al desayuno que estaba próximo. Ainelen y Danika se reunieron con los chicos en el primer nivel, siendo estos los últimos en llegar. 

 El comedor estaba ocupado por una treintena de hombres de respetable edad. Las barbas y líneas de calvicie abundaban en todas partes, así como también las miradas juiciosas hacia el grupo. De todas las personas, solo unos tres soldados aparentaban estar alrededor de los veinte. Rayos, sí que eran especiales. 

 Luego del desayuno, tal como se les había advertido, llegó Iralu para informarles que el comandante Roders los requería en su despacho. La sala del máximo regente de la Fortaleza Elartor se emplazaba allí mismo, en el primer piso. Estaba a la derecha, desde la perspectiva de la entrada, al fondo del pasillo principal. 

 La subcapitana empujó la puerta de madera barnizada, adelantándose. Los chicos ingresaron con evidente timidez, estudiando la habitación por si les caía del cielo un no-muerto o una trampa se activaba. 

 Zei Roders ordenaba unos frascos de vidrio que contenían líquido verdusco en su interior, sobre un mueble. 

 —Espero hayan pasado una grata noche. Ordené a Iralu que se encargara de orientarlos y brindarles un buen servicio. ¿Fue así? 

 Pareció que a los chicos les comieron la lengua, porque nadie se atrevió a responder. Ainelen, por su parte, en su mente se veía siendo aplastada por la abrumadora presencia que tenía ese hombre. 

 Roders, quien hasta ese momento no les había dirigido la mirada, interrumpió sus actividades e hizo una mueca de sorpresa. Se aclaró la garganta, relajando su expresión. 

 —No tienen que temer. Si ella los trató mal, sean sinceros. Como castigo la degradaré. 

 Iralu rio para sí misma y enarcó una ceja hacia el grupo. El comandante también sonrió. 

 Bueno, tal vez él no era una persona tan severa. 

 —No —respondió Amatori—. Fuimos atendidos muy bien. Eh, muchas gracias, comandante. 

 —Me alegro. Yendo directo al grano, quisiera saber el estado de vuestro grupo. No es necesario que muestren sus placas, lo que quiero saber es el asunto que los trajo hasta aquí. Me sorprende que sean un equipo tan joven en integridad. 

 El corazón de Ainelen latió un poco más rápido. ¿Y ahora qué? 

 —Lo que sucede es... —empezó a decir Amatori, jugando nerviosamente con una mecha de su cabello ondulado. 

 ¿Lo que sucede es...? Él debía poner mucho cuidado en lo que diría. Estaba en juego el futuro de todos los chicos. Si esto salía mal, no era imposible que los condujera a una ejecución. 

 —Pasa que nos perdimos durante una expedición. Somos recién ingresados. 

 Holam, quien se mantenía tan callado como era usual, deslizó una mirada hacia Ainelen. Ella le devolvió el gesto, viéndolo con rostro preocupado. 

 —Es poco común que se hagan excursiones de introducción cerca de estos lugares —comentó Iralu, con voz suave. 

 —Totalmente —estuvo de acuerdo el comandante. 

 Amatori tenía la mirada en el suelo. No estaba claro si su semblante era el de un derrotado o el de quien maquinaba con ajetreo. 

 —Fue cerca de la Mina Suroccidental. Fuimos atacados por goblins, así que hui junto a mis amigos y luego de eso nos perdimos. De alguna manera llegamos hasta acá, cuando pillamos el sendero. 

 Y no era mentira. Fuera como fuese, todavía faltaba justificar por qué el destino terminó siendo la fortaleza, aun cuando era mucho más probable regresar a Alcardia, e incluso a la misma Stroos. 

 El comandante se pasó una mano por su cabellera, cuya coronilla brillaba a causa de lo despoblada que estaba. Su cara denotaba seriedad, pero no extrema. Se veía más bien pensativo. 

 —Entonces buscan regresar a Alcardia. 

 «¡No!», gritó una voz dentro de la conciencia de Ainelen. O sea, quería ver a sus familiares, a Erica, a Ailin, pero volver ahora significaba una condena segura. 

 Iralu estaba mirando atentamente a Ainelen. Debió leer la angustia en sus gestos, porque cuando ambas conectaron miradas, ella le sonrió con dulzura, como intentando consolarla. 

 —Yo y ella somos usuarios de diamantinas —dijo de pronto Amatori, levantando la cabeza. Su expresión se había tornado intensa, frunciendo el ceño con determinación—. Podemos ser de ayuda aquí, incluso si somos unos novatos. Ainelen es una curandera. 

 Zei Roiders y Zei Iralu abrieron los ojos al tiempo que cruzaron miradas. La subcapitana sacó las manos de sus bolsillos y se separó de la pared en la que se había estado recostando. 

 La expresión de Holam se volvió sombría, con cierta ira. Danika tampoco se veía contenta con la última afirmación de Amatori. 

 Ainelen reflexionó: era de anticipar que ya se sabía que ambos poseían diamantinas, también de que ella era una curandera. Si se habían sorprendido, quería decir que era porque la propuesta del muchacho no les había caído nada bien. 

 Estaban en la ruina. 

 Tras un largo momento (y tortuoso), Roders emitió una respuesta. 

 —Somos cincuenta y nueve personas aquí —hizo una pausa—. O más bien, lo éramos. Durante la última pelea, cayeron dos camaradas. Hemos perdido a catorce en este último tiempo. 

 El silencio inundó la habitación. 

 —Cada vez que contactamos con La Legión, se nos ponen trabas para enviarnos personal. Solían hacerlo dos veces al año, pero a este ya le quedan dos meses para que termine y no han enviado ni siquiera a uno. 

 —¡¿Entonces...?! —exclamó Amatori. 

 —Que sirva como una compensación. Voy a aceptar tu oferta, muchacho. 

La respuesta del comandante hizo a todos quedar perplejos. ¿Esto era una luz entre tanta penumbra? 

 Zei Roders endureció su expresión. 

 —Pero que conste, para unos novatos como ustedes será duro. Tendrán que esforzarse para ser verdaderos soldados. Aquí la vida no es fácil. 

 Ainelen sintió como si un peso enorme se liberara de su espalda. ¿Sería duro?, ¿no sería una vida fácil? ¡Qué importaba! Ella estaba satisfecha.

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