La Estufa

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Hermosa portada por Bianca_Jones1

Se había descompuesto.

Su estufa se había descompuesto.

¡Ya no iba a poder volverla a usar!

Ni siquiera se molestó en tratar de contener las lágrimas que amenazaban con aparecer, sabía que sería inútil. En cambio, las dejó reunirse en sus ojos, rebalsar y fluir libremente por su rostro, trazando dos surcos. Ella se agachó en frente del electrodoméstico que había sido y era tan importante en su vida entera. Sollozando, se tapó con sus manos su cara. Un desconcertado mecánico le observaba en silencio, incómodo, él había sido el que había dicho que au preciada posesión ya no tenía arreglo, que la estufa ya no iba a servir. Nunca. Jamás. Jamás de los jamases, nunca de los nunca; nunca de los jamases, jamás de los nuncas.

Nunca, nunca, nunca, nunca.

Jamás, jamás, jamás, jamás.

Ambas palabras se mezclaban y repetían en su mente, enredadas.

-¿Estás s-seguro? -preguntó con la voz rota por las lágrimas saladas y amargas que manchaban y mojaban su ovalado rostro. El mecánico se rascó el cuello moreno, cada vez más incómodo, pero sus palabras fueron las mismas.

-No tiene arreglo, lo siento, señorita. Sabe que otras veces la hemos podido arreglar, pero ésta vez lo único que podemos hacer es cambiar todas las piezas, ya no tendría ninguna original y sería lo mismo a que si comprara otra. Si quiere, puedo... -su voz fue lentamente disminuyendo, una voz interna le advirtió que mejor no continuara lo que le iba a decir "puedo vender las piezas y con ese dinero, (y un poco más) compra otra. O puedo recomendarle alguna que no son tan caras y sí salen siendo buenas." Se dio cuenta de que probablemente sería mejor callarse, ella quizá querría primero llorar y en ese momento, tal vez no quisiese saber sobre vender las piezas. Era demasiado pronto.

Esperó a ver si decía ella algo más y cuando no contestó, cambió logeramente de posición, nerviosamente jugueteando una tuerca oxidada, tratando de quitarle unas manchas de aceite con un trapo también lleno de aceite. No tuvo éxito, sólo consiguió llenarla aún más de ese líquido color ámbar. Acarició su pequeña barba, no le había dado tiempo en la mañana de rasurarla, así que cuando pasó su mano por ella, los pequeños vellos le hicieron cosquillas en los dedos. No sabía porqué lloraba por una simple estufa. "Con permiso" fue lo único que añadió en un murmullo bajo, casi inaudible, tras pasar casi cinco minutos con ella llorando desconsolada frente al aparato. Procedió a retirarse a la parte de atrás del taller, lleno de licuadoras, lavadoras, secadoras y decenas de aparatos más esperando a que alguien los arreglara o al menos diagnosticara. Ella se sentó en el suelo, ignorando las baldosas grasosas y resbaladizas. Le dio la espalda al dispositivo para cocinar que ella tanto amaba y  recargó su peso en la vieja, gris y confiable. Atrajo sus rodillas a su pecho, las abrazó con fuerza y volvió a sollozar incontrolablemente, hundiendo la cara entre ellas. ¡No! Su estufa...

N-no podía estar rota, era demasiado importante, era algo que ella nunca consideró que le podrían quitar. ¿Por qué la estufa? ¿P-por q-qué no se echó a perder a-algo más? -era todo en lo que su mente llena de tristeza, desesperación y anhelo podía pensar. Sentía que le desgarraban el corazón, le faltaba el aire, y el zumbido era casi ensordecedor. Soltó un chillido frustrado, alzando su mano y casi arrancándose el aparato auditivo, cuando recordó que lo podía apagar. Apagó ambos, recibiendo el silencio con un poco de calma, aunque el zumbido no hizo más que intensificarse hasta que un martillo empezó a chcoar con las paredes de su cráneo una y otra vez. Pam, pan, pam.

La estufa estaba mal.

La estufa no se podía arreglar.

La estufa, la estufa, ¡La estufa! -coreaba su mente sin cesar, entrando en pánico.

La estufa.

Respira.

¡La estufa!,

Respira.

Chilló de nuevo, ignorando a los mecánicos que la observaron como si ella fuera rara o un fenómeno. Ya estaba acostumbrada a ese tipo de miradas. Se llevó las manos al pelo y trató de hacerse una trenza con su rebelde y ondulada cabellera, ya que el cabello se pegaba con las lágrimas a su cara y se le metía en la boca. No era una sensación agradable. Sus dedos se enredaron y chocaron y frustrada, bajó las manos, arrancando en el proceso unos cuantos cabellos. No sabía trenzar, nunca le había salido bien. Su padre era quién usualmente hacía sus trenzas.

Su padre... estaba muerto.

La estufa... estaba rota.

¿Su madre? Ni siquiera la recordaba, había muerto desde incluso antes de que ella aprendiera como se hablaba.

Volvió a abrazar sus rodillas y siguió llorando, su mente aún no procesaba lo que había pasado. Era incapaz. Un mechón de cabello le entró en la boca, molesta, lo apartó antes de resignarse y hacerse una simple cola de caballo con su cabello negro. Por lo menos, eso sí sabía hacer.

Si hubiera sido cualquier otro electrodoméstico, no habría llorado ni una sola lágrima, ni siquiera hubiera sentido una pizca de tristeza. Tal vez sólo un poco de flojera, ya que tendría que buscar a alguien que le comprara el electrodoméstico como piezas para refacción e ir a comprar otro nuevo a alguna tienda. Sin embargo, la estufa... Soltó otro sollozo. Era especial.  No parecía mucha cosa, en realidad: era un aparato antiguo, en sus momentos de gloria fue un brillante plateado, con las hornillas resplandecientes y el cristal tan limpio que era prácticamente un espejo y reflejaba a quien lo viera. Después de dos décadas, el plateado había ido tornándose un gris opaco y el vidrio estaba roto, lo único que reflejaba era compasión y tristeza; tenía algunas hornillas grises, otras negras y otras rojas, algunas no servían desde hace mucho tiempo, otras desde hace poco, pero aún había habido una que funcionaba... que ahora también se había roto y ya no podía repararse, según el mecánico. La parte del horno no servía desde hace varios años tampoco, ahora era un lugar para guardar sartenes y tablas de picar, así como servilletas y cosas desechables como tenedores, cucharas, vasos y platos. La habían reparado incontables veces e incluso cambiádole múltiples piezas, aún así, ésta vez ya no podía solucionarse. ¡Ya no podía solucionarse! Daba lo mismo cambiarle todas las piezas a comprar una nueva, en esencia, ya no sería su estufa.

Golpeó el grasiento suelo con los puños, ira creciendo en su interior como una burbuja, cortándole la respiración aunque murió casi al instante. ¿Con quién se iba a enojar? No era la culpa de nadie, las cosas llegaban un punto del que ya no podían continuar y la estufa había llegado al suyo.

Amaba esa estufa más que a muchas personas. Sonaba raro, patético incluso, sin embargo, así eran las cosas porque esa estufa era distinta. No era un simple electrodoméstico. Era un pozo lleno de recuerdos, sueños y esperanzas que la muchacha había depositado en ella a lo largo de sus dos décadas de habitar en ese mundo.

Aunque... cada historia siempre empieza por el principio y eso se debe a algo; para ir al principio de ésta, tenemos que retroceder más o menos veinte años y dos muertes, así como su vida entera:

-Amor, voy a comprar la estufa, ¿Te quedas con la niña? -preguntó la señora a su esposo, el último cargaba a una bebé, su hija. Él arrullaba a su niña, viendo como dormía tranquilamente, sin ninguna preocupación, confiada en que sus padres la protegerían de cualquier posible daño. Así sería, ellos la amaban profundamente.

-Sí, -respondió el padre, meciendo suavemente a la pequeña criatura entre sus brazos, de cachetes inflados y sumida en un muy profundo sueño. Casi tanto como el de la princesa Aurora, sólo que sin lo de que no podía despertar sin un beso de amor verdadero y la maldición y prácticamente toda la historia. Lo único en común era que para ellos, ella era una princesa y la clase de sueño en la que ella estaba sumergida. Ahora se daba cuenta de que la comparación era un poco ridícula, así que la apartó y desechó de su mente. Su hija dormía como un bebé, punto.

La esposa abandonó la casa, yendo en búsqueda de la nueva estufa, ya que habían vendido la antigua para comprar una mejor. Vio entre cientos de estufas, leyó decenas de revistas sobre ellas y escuchó a un trabajador de la tienda describirle las características principales de cada una. Por fin, hizo su elección. La mujer regresó tras unas pocas horas, emocionada, le informó a su esposo que la estufa llegaría a más tardar en dos meses porque la había pedido del modelo más moderno que había en ese entonces y sólo las vendían físicamente en otro continente. De ahí la iban a mandar en barco al país en el cual los esposos tenían su morada. El pecio no fue de gran importancia ni conflicto en sus mentes, pues sabían que era de calidad y que les podría durar bastantes años y salía, al final, más barato que comprar una económica que se echaría a perder pronto y les obligaría a comprar una nueva. Estaban ansiosos, querían que llegara pronto la máquina, ya que era el primer electrodoméstico que habrían comprado ellos, juntos. Los otros electrodomésticos se los habían regalado, invitados y familiares, hace un par de años atrás en su boda, cuando sus corazones y vidas decidieron unirse lo más posible.

Una semana antes de que por fin terminara su interminable espera y recibieran con gusto el dispositivo, lo inimaginable e impensable sucedió. Regresando de ir a trabajar, la mujer había ido caminando por la calle (su trabajo estaba a poca distancia del hogar de ella y de su amado compañero de por vida), llevaba a su pequeña estrella en los brazos y una pañalera en el codo. Usualmente, su marido se quedaba con la bebé, ésto se debía a que, siendo escritor, él trabajaba desde la comodidad de su hogar; pero en esa ocasión había tenido que encontrarse con su agente y, dado que la sesión tardaría horas, la esposa había sugerido que ella se podría llevar a la niña. De pronto, un conductor en estado de ebriedad había perdido el control de su automóvil y atropellado a la madre y a la hija, matándose a sí mismo en el proceso. Una persona llamó a la policía y pronto los tres fueron llevados al hospital en una ambulancia con las luces encendidas y la sirena a todo volumen.

Media hora después, el esposo fue informado y llegó con tanta rapidez como pudo al lugar en donde atendían, sanaban y curaban a los heridos. Una hora más tarde, declararon muerto al conductor. Dos horas más pasaron, la bebé fue dicha fuera de peligro y la madre aún en estado crítico. Destrozado, al padre le tuvieron que informar posteriormente que oficialmente, había adquirido el título que casi nadie esperaba tener: "viudo", su esposa había muerte. Aunque aún era padre, su hija se recuperaría casi perfectamente, sólo que no escucharía de un oído a menos que se le consiguiera un aparato auditivo y, aún así, escucharía un zumbido por (probablemente) el resto de su vida.

Desolado, lloró en el hueco en donde la estufa debería estar en unos cuantos días más mientras abrazaba una foto de él, su amada ahora muerta y de su pequeña hija. Los tres felices, sonriendo, le habían hecho cosquillas a la pequeña para que riera y tomaron la foto cuando lo hizo. Por un fugaz momento, la idea de cancelar el pedido del aparato electrodoméstico cruzó por su mente, sin embargo, no vio ninguna ventaja en ello, (ya estaba pagada, además de que no se podían hacer cambios ni devoluciones una vez pasado el primer mes de espera) y, en cambio, decidió que la iba a conservar, al fin y al cabo, ella la había elegido. Lo único que habían tenido la oportunidad de comprar entre ellos dos.

Y pasaron los segundos, minutos, días, semanas, meses y años. La estufa fue un gran centro de atención, siempre horneando en su estómago o cocinando algo en su cabeza para complacer a sus dueños. La niña desde siempre  sentía una extraña conexión con ese electrodoméstico, era raro, pero a veces creía que era un especie de enlace con su madre. Otras veces podía casi jurar que, mientras recargada en su cristal, cuando hacía tarea, sentía la presencia de su madre junto a ella. Le gustaba peinarse frente a ella, usando el vidrio como espejo y le encantaba limpiarla por las tardes dr la única forma que sabía: pasando un paño húmedo por su vasta superficie.

El recuerdo más antiguo que tenía ella, era de su padre sacando galletas recién horneadas del aparato, tratando de consolarla. Recordaba ese día: la maestra les había pedido que explicaran en qué consistía el trabajo que sus padres y madres hacían y lo expusiesen frente al grupo entero. Cuando los niños descubrieron que ella había perdido a su madre cuando era apenas una pequeña, inocente e indefensa bebé, no mostraron la reacción lógica, con empatía y humana; al contrario, se burlaron de ella y la insultaron. Las palabras de ellos le dolieron como mil puñaladas, (o al menos eso creía, ya su  nunca había sido apuñalada pero suponía que debía sentirse como un corte con papel o algo tal vez un poco peor) aún así, ahí estaba su padre y la estufa, siempre dispuestos a levantarle el ánimo con algún rico postre.

Recordaba la vez en que se había lastimado un codo porque un niño la había empujado y su padre había cocinado su comida favorita para alegrarla. Siempre vio a la estufa como algo amado, algo querido. Otros niños tenían perros, ella tenía una maravillosa estufa que parecía nunca quemar la comida, los pasteles, las galletas, los pays, o lo que su padre cocinase en ella para su hija. Para la niña, era mágica.

Venía el cumpleaños de su padre y ella no sabía que darle, por lo que trató de hornear un pastel. En ese momento, descubrió que la magia del electrodoméstico era exclusivamente con su padre, o bien, que con ella definitivamente no funcionaba o justo ese día dejó de funcionar (la magia, no la estufa). Porque en ese momento, el pastel se prendió en llamas. De alguna forma, ella casi incendia la cocina. Su padre, siempre tan paciente, llamó a los bomberos, ayudó a apagar el fuego y, sin gritar (nunca le gritaba), le preguntó los motivos por los que había tratado de hacer un pastel y por qué no le había pedido ayuda para hacerlo. La niña le explicó que quiso hacerle un pastel de cumpleaños y su padre sólo le dijo que tuviera más cuidado y que a la próxima, mejor le pidiera ayuda. Esa tarde, él le enseñó como hornear un pastel, como mezclar la masa y todo eso. Ambos lo decoraron, se sirvieron y comieron unas rebanadas y guardaron el resto en el refrigerador.

Esa estufa representaba las tardes en las que las otras niñas se la pasaban buscando en revistas ropa bonita mientras que ella buscaba recetas de cocina para hacerlas con su padre. Esa estufa también la representaba a ella de doce años, cuando dio su primer beso a un chico que siempre le había gustado y que le partió en trozos el corazón cuando, burlándose de ella, le dijo que había sido sólo un reto y que en realidad él la consideraba muy fea; que si hubiera sido por voluntad propia, nunca la habría besado. Corrió a su padre en cuanto la campana que indicaba que la escuela había terminado sonó y en cuanto abrieron las puertas, durante la ida a su hogar, lloró, lloró y sollozó, le contó todo lo que había sucedido. Su padre escuchó atento y luego, con un poco de malicia y odio hacia quien había hecho sufrir a su pobre hija, sugirió una idea traviesa para vengarse y que ella se sintiera mejor. Propuso que hornearan galletas para que ella se las entregara al niño al día siguiente, se asegurarían de que tuvieran un gran y delicioso sabor pero que luego le causarían problemas en el estómago, nada serio, sólo le aflojaría el estómago y se recuperaría pronto. Ella aceptó sin dudarlo. El niño faltó dos días a clases por "problemas estomacales" y aunque se sintieron culpables, no se arrepintieron y rieron por mucho tiempo. Desde el punto de vista del padre y de la hija, él niño lo merecía por grosero, por decirle fea.

Nunca había pensado en que llegaría un día en que su estufa no estuviera allí para ella. El aparato era prácticamente su mejor amigo, siempre dispuesto a ayudarla y consolarla en lo que lo necesitara.

Cuando ella cumplió su segunda década de existir como persona, su padre tuvo un ataque cardíaco. Estaban preparando los adornos para el cumpleaños de ella y su padre se ofreció a colgar los que iban afuera de la casa. Mientras estaba en una escalera portátil, colgando las decoraciones, sufrió un ataque cardíaco, lo que resultó en él cayendo; se golpeó la cabeza y desmayó. Rápidamente, ella llamó a una ambulancia, así como un buen samaritano había llamado una cuando ella y su madre habían sido atropelladas. La estufa no se había percatado de la tragedia, y continuó horneando en su estómago un rico pastel que ellos después deberían haber decorado. Desconcertada, vio a su dueña apagarla, ¡Antes de que el pastel estuviera listo! Pareció que trató de protestar, pues se encendió de nuevo, pero su dueña la volvió a apagar y entonces fue que notó las lágrimas en sus ojos.

¿Qué pasó? Se hubiera preguntado si hubiera tenido una conciencia. Si hubiera tenido oídos, habría escuchado la ambulancia y si hubiera tenido sentimientos, habría notado el dolor y pesar en la muchacha.

Los paramédicos gritaban órdenes por encima del ensordecedor sonido que la sirena emitía a través de grandes bocinas y la estufa se quedó esperando. Y esperó. Ese día, nadie llegó a sacar el pastel. Ni al día siguiente. Ni al segundo, ni al tercero, menos al cuarto y aún menos al cinco. Para ese punto, las hormigas tenían un gran festín en el horno de la estufa, igual las cucharachas y algún ratón que se logró meter. El aparato hubiese estado triste, desolado si corazón hubiera tenido aparte de tuercas y tornillos. La habían abandonado por casi una semana. Nunca había pasado tanto tiempo sin que en su cabeza se hicieran deliciosos desayunos o ricos postres en su estómago.

Mientras tanto, el padre se debatía entre la vida y la muerte, ya que estaba sumido en un coma que duró exactamente dos semanas, tres días y siete horas. Después de eso, despertó, para el alivio de su preocupada hija. Sin embargo, no pasó ni un sólo día despierto antes de que su cuerpo en una bata menta empezara a convulsionarse en la blanca camilla y quedara flácido de pronto, el corazón ya no latiendo, el cerebro dejando de pensar y los órganos parando el trabajo que nunca habían parado en más de cuatro décadas. Sus ojos lentamente se desenfocaron antes de perder el brillo de la muerte.

La estufa volvió a ver (si tuviera ojos, claro está) a la hija una semana después, cuando ella limpió toda la casa y especialmente el desastre que había en el estómago del electrodoméstico. Dos días pasó el aparato con su interior lleno de un fuerte desinfectante antes de que su ahora única dueña decidiera que estaba lo suficientemente limpio para poder volver a usarlo. Tardó semanas en dejar de oler a antiséptico. Por horas, lloró frente a la estufa, el vínculo con su madre muerta y los miles de recuerdos junto a su padre, ahora también muerto. Que tragedia. Pobre estufa. Había llegado a la familia más llena de dolor que pudo haberla comprado, aún así, también estaba llena de amor, llena de recuerdos hermosos y de miles de tardes de repostería, mañanas de desayunos apresurados (o la niña llegaría tarde a la escuela) y de noches con cenas ligeras.

Vieja, oxidada y cansada, la estufa estaba frente a su dueña, como mil veces ya habían estado, excepto que ahora la muchacha no se estaba peinando antes de ir al preescolar, no estaba recargada en ella haciendo tarea, no estaba observando un pastel hornearse lentamente en sus entrañas, no estaba cocinando en su parte superior, no la estaba limpiando y tampoco estaba sacando sartenes u ollas de donde había servido antes el horno. No, no hacía ninguna de las cosas mencionadas anteriormente; en realidad, solamente la observaba con tristeza, pues ya no estaba recargando su espalda en ella. La observaba con tristeza, sí, aunque las lágrimas que brotaron de sus ojos eran silenciosas, estaban con alegría mezcladas, también con melancolía. Lloraba de tristeza porque todos los momentos que ya no tendría con su estufa y de alegría porque, día tras día, lloviera, granizara, nevara, o estuviera soleado, siempre ella estuvo para la muchacha, siempre la acompañó en los momentos difíciles. Alegría; alegría, por todos los momentos que sí habían tenido, por todos esos momentos llenos de alegría, aquellos que hicieron que ella y su padre se unieran por un vínculo inquebrantable, tanto que ni la muerte de él logró que se separaran. No podía, no cuando ella aún tenía un pasaje que la llevaba a él, a través de aquel electrodoméstico y que desde siempre a su madre también la llevaba.

Sin embargo, ya era el final de la historia de la estufa, ya había llegado el fin de aquella historia llena de amor y alegría que la tristeza trató, en vano, de empañar y opacar. Así que la muchacha limpió sus lágrimas, logró trenzar su rebelde cabellera, inspiró y exhaló unas cuantas veces para senerarse y se acercó al mecánico que la había atendido y a su preciada estufa durante muchos años. Él le regaló una sonrisa forzada, tratando de ser amable y mostrar compasión. Al fin y al cabo, se conocían desde hace muchos años, desde la primera vez que su padre llevó a la estufa a reparar y la niña le preguntó al mecánico "¿Estufi estará bien?". Estufi, le decía a la estufa.

-¿Qué decidió, señorita? -le preguntó, su voz suave como para calmar a un animal alterado, temiendo que empezara a llorar de nuevo.

-Venderé las partes. Sólo que... ¿Me puede hacer un favor? -pidió con la voz rasposa y rota por los sollozos. Se limpió de nuevo los ojos, usando el dorso de su mano.

Esperando que no pidiera algo ridículo, o que no pudiera hacer, el mecánico asintió.

-Si está en mis manos, claro que sí, dígame.

-Las tuercas y tornillos que aún tenga que sean originales, esos, ¿Me los podría dar?

-S-sí, -dijo tras titubear, ya que sería más sencillo venderla entera. Sin embargo, por lo destrozada que estaba ella y porque él tenía un corazón blando, decidió aceptar el trabajo extra de desarmarla, checar cuáles eran originales y dárselas.

-¿Para... -comenzó de nuevo cuando la voz se le quebró- para como cuándo cree que pueda venir por el dinero y las tuercas y tornillos?

Él se rascó el cuello, calculando el tiempo que le llevaría, así como el resto de trabajos que aún estaban pendientes. Consideró un par más  de cosas antes de dar su respuesta:

-Una semana, -se terminó de decidir él.- Unos siete u ocho días, -añadió, agregando un día a su original respuera por cualquier situación inesperada que se le pudiera presentar.

-Okay. -Respiró varias veces más.- Okay, -repitió con ma voz más firme- gracias, don Marcelo. -Ella le regaló una sonrisa triste.

-De nada, señorita María. Ojalá y su día mejore, cuídese mucho.

-Claro que sí, usted también. -Con esas palabras, Maria le dio la espalda a su estufa, a ese aparato tan amado, a don Marcelo y a la tienda de reparaciones y salió, tratando de contener las lágrimas.

Nuestra historia ahora se salta muchos años, el corazón de María siendo roto varias veces, una boda, dos hijos y tres lindas nietas.

María se arrullaba suavemente en la silla mecedora, su cabello blanco, su piel arrugada y ojos nublados pero sabios. En sus brazos, había un pequeño bulto con cara, brazos y corazón que dormía sin problemas. Frente a ella, en una silla gemela a la suya, con la excepción de que era diminuta, una niña de ojos grandes y redondos la observaba atentamente, escuchando la historia que estaba contando. Su mirada vagó y bajó a la caja de cristal que sus pequeñas manos sostenían con sumo cuidado, sabiendo que lo que contenía era de gran importancia para su abuela.

-P-pero, ¿Ya no tenía arreglo? -preguntó inocentemente, empezando a llorar. María le dio una sonrisa cansada y limpió las lágrimas de su nieta.

-¿Por qué lloras?

-P-porque la estufa se descompuso, -lloró la niña. La abuela dejó a la bebé en su cuna, junto a ella y cargó a a la pequeña nieta, sentándola en sus piernas. Tomó la caja de cristal y dejándola en una mesita cercana, haciendo una mueca cuando todo su cuerpo crujió y protestó.

-No llores por eso, todas las cosas llegan a un punto en el que ya no pueden seguir sirviendo.

-¡P-pero era importante para la muchacha! -siguió llorando. La abuela acarició el cabello de la pequeña, exactamente igual al suyo y un reflejo de la cabellera del padre de María. Su corazón dio una punzada de dolor.

-Sí, era importante para ella, era el objeto que más amaba, -respondió, soltando un pequeño suspiro de tristeza.- Pero no hay que llorar porque se echó a perder, sino sonreír por todos los días que sí sirvió.

-Termina la historia, -pidió ella con la voz temblorosa. La voz baja y tranquilizante de la abuela llegó de nuevo a los oídos de la vida joven.

-La estufa en realidad tal vez aún sirviera, por lo que la muchacha la llevó al mecánico. Desafortunadamente, él mecánico le dijo que ya no iba a servir, que lo mejor era vender las piezas y comprar otra.

-Pero... -empezó a llorar de nuevo.- ¡Comprar otra no sería lo mismo! -protestó.

-No, no sería igual, -concordó María.- Por eso, ella lloró y lloró, aún así, sabía que la debía dejar ir, que lo mejor era vender las piezas como el mecánico le había sugerido.

-¿Por qué no se la quedó? Aunque no sirviera, se la pudo haber quedado.

-Sólo estorbaría en la casa y en su corazón, pues ella no debía aferrarse al pasado y olvidarse del futuro.

-Pero... -trató de protestar de nuevo, mas la abuela la interrumpió con delicadeza.

-Anda, sonríe y te hornearé unas galletas, -prometió la viejita. El dolor en el pecho aumentó peligrosamente.- La historia así terminó, no hay forma de cambiarla.

La niña apretó los labios, lo pensó y sonrió. Bajó de las piernas de su abuela y salió del cuarto de la bebé, corriendo para decirle a su mamá lo que la abuela le había prometido. María frotó su mano contra su pecho, tratando de aliviar el dolor. Miró por la ventana al día calmado, carros silenciosos pasando por la calle y un bello jardín frente a la ventana.

Suspiró de nuevo, el dolor en el pecho imposible de soportar. Sabiendo lo que venía, lo aceptó y se quejó un poco cuando agarró de nuevo la caja y la apretó contra su pecho. Cansada tras vivir una larga vida, cerró los ojos y su corazón dejó de latir. La encontraron una hora después, con una expresión de calma y serenidad, la caja de vidrio aferrada contra su pecho, brillando pálidamente con la luz del sol.

Y ahí, en la caja, suspendidos por varios hilos metálicos de oro que hacían que no se movieran aunque cambiaras de lado la caja y la ladearas, estaban un par de tuercas y dos pares de tornillos, oxidados y viejos, tanto como la dueña que nunca se olvidó de la estufa que la hizo feliz toda su vida. Los únicos seis trozos de la estufa que había conservado, los que representaban toda su infancia y parte de su adultez.

Ella aún se aferraba a la caja de cristal con bordes de oro cuando la pusieron en un ataúd y cuando bajaron su cuerpo a la tierra, para que la estufa la acompañara en muerte, como lo había hecho en vida.

Fiel en vida y fiel en muerte.


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