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El tick tack del reloj era insoportable.

—Muy bien. —Carraspeó, cerrando el cuaderno sobre su regazo—.

La manecilla se movía irritablemente lenta, tick tack, tick tack.

—Cuéntame, Ava. —La doctora Lee se cruzó de piernas en su sillón, reteniendo la pluma entre sus manos—. ¿Qué te ha traído hasta aquí?

Ava cerró los ojos. Llevaba sus gafas de montura marrón, y sus arquetípicas bolsas oscuras bajo los ojos.

—¿Te molesta el ruido del reloj?

—No.

La doctora ladeó la cabeza, sin abandonar esa expresión neutral.

—No podemos empezar si me mientes, Ava.

—He ido a terapia toda mi vida. Y no. No voy a confiar en usted. Nunca voy a ver estas dos horas como un lugar de descanso, y sé que todo esto va a terminar con un medicamento nuevo.

La doctora Lee solo la miró, asediada en su silencio. Sus ojos rasgados la miraron, leyéndola con tranquilidad.

—¿Sabes lo que es la taquipsiquia? —Volvió a hablar, después de un silencio esperanzador donde pensó que Ava interrumpiría—.

—No. ¿Es otro trastorno relacionado con el estrés postraumático? Porque tengo una buena lista de esos.

—No. Es un síntoma que define lo que estás haciendo ahora mismo.

—¿Estar enfadada porque mi tía me ha obligado a acudir a terapia?

—Ava no existía. —Continuó con voz solemne. Eso la calló, o al menos hizo que no la interrumpiese—. Pero ahora sí. La taquipsiquia es un síntoma genérico de muchos trastornos, como la esquizofrenia. Donde la persona sufre un aceleramiento del pensamiento. Pero también hablamos del sesgo cognitivo: una distorsión que tenemos a veces del paso del tiempo.

—No lo entiendo. —Negó Ava, meciendo su coleta alta—.

—En otras palabras; querrías ser otra persona. —Volvió a explicarle, aún sin apuntar nada en su cuaderno—. Pero estás demasiado arrelada a esta realidad y tu propia consciencia sabe que Ava no existe, es solo un nombre. Sin embargo, te gustaría ser 'esa otra persona', porque el rechazo que ejerces sobre Vianne, sobre la base de tu propia existencia, te repugna. Te odias a tí misma.

—No me odio. —Respondió, con una expresión dura, seria—. Nadie podría reemplazarme. Soy mucho mejor que la media de mi universidad. He llegado hasta aquí, puedo ponerme un traje de baño sin vergüenza. Acepto mis cicatrices. Las miro. Las amo.

—Finges que no te odias. Por eso existe Ava. Para enfocarte en quién serás, y no en quién has sido.

—Podría ahorrarse el psicoanálisis. —La cortó—. No he venido hasta aquí porque quiera un perfil de mis traumas.

—¿Y para qué has venido? —La doctora frunció el ceño, como si no lo supiera—.

Ava suspiró, gruñendo algo en voz baja, y miró el techo un momento. Masticando sus propias palabras.

—Porque mi tía me ha obligado.

—No me creo que haya podido obligarte.

—No la conoce.

—Pero te estoy conociendo a tí.

Ava la miró, con los ojos cansados, y un lenguaje corporal cerrado.

—¿Qué quiere que le cuente?

—No lo sé. —La doctora se encogió de hombros, como si estuviesen jugando a pasarse la pelota—.

—No creo que sea diferente a todos los psiquiatras que he tenido que ir.

—Mira. —Suspiró, dejándose caer hacia atrás, y apoyó la espalda en el sillón—. Desde que has entrado puedo decirte que eres una persona con ansiedad. Llevas el mismo abrigo que en la foto de tu carné pero más gastado, por ende encuentras confort en la rutina y lo conocido. No has parado de mirar el reloj detrás de mí, te molesta su ruido, tienes las uñas en carne viva e insomnio. Quizá terrores nocturnos. Así que mi diagnóstico inicial serían rasgos neurodivergentes, tendencias suicidas, quizá algún indicio de esquizofrenia, narcisismo prolongado y depresión somatizada.

—¿Necesita que me sorprenda?

—No. —Respondió, cediendo un silencio—. Eso es muy fácil de leer, cualquier otro especialista te habrá repetido lo mismo. Quiero saber porqué estás aquí.

Ava tomó una respiración profunda. Tenía la piel de gallina. No habló en un buen rato.

—Porque estoy enferma. —Dispuso al final en un suspiro—.

—¿Hace cuánto que lo sabes? —Empezó la sesión, apuntando el nombre de Ava en la página de su cuaderno—.

—¿Saberlo o aceptarlo?

—¿Cuál es la diferencia? —Respondió la doctora Lee, levantando la mirada de su regazo—.

Ava se quedó con los labios entreabiertos, sin saber cómo continuar.

—No lo sé.

La doctora se inclinó hacia delante, apoyando un brazo en la rodilla de su pierna cruzada.

—¿Entonces te avergüenzas? ¿Porque siempre lo supiste pero decidiste no aceptar que tenías un problema?

Ava la miró con sus ojos miel, rodeados por pestañas oscuras y densas.

—No quiero ser así. —Contestó, susurrando, y negó con la cabeza—. No quiero sentir eso. Quítemelo.

Se escuchó la pluma de la doctora danzar sobre el papel.

—Aún no me has contado porqué estás aquí. 

Ava tragó saliva. Incluso pudo sentir sus manos tibias condensándose en un sudor frío.

—Porque...

—No te avergüences conmigo. —La animó, negando con la cabeza con su expresión neutral—. He tratado a muchas personas como tú. Incluso la mayoría viven pensando que es algo normal. No te voy a criticar por aceptar que tienes un problema y te vas a esforzar por arreglarlo.

Ava miró al suelo en un pestañeo, repentinamente cohibida. Volvió a tragar saliva por su garganta seca, y se inclinó hacia adelante, cubriéndose la cara con ambas manos.

—Porque —Volvió a empezar con una voz diferente, más aguda—, me siento atraída por mi padre.

—Tu padre no biológico. —Le preguntó, apuntando su respuesta cuando asintió—. ¿Sabes que es una etapa que todo infante pasa? De niños nos enamoramos de nuestro padre o madre, porque no conocemos otro tipo de amor.

Ava volvió a asentir. Sin quitarse las manos de la cara.

—Lo sé. Lo peor es que lo sé. —Contestó, con voz dócil, triste—. Y no es justo. Es mi error. Es mi culpa, estoy enferma. No quiero sentir esto, quiero ser normal.

—Eres normal. —Respondió la doctora, viendo que no se apartaba las manos de la cara—. Como he dicho, todos en nuestra infancia nos enamoramos de nuestros padres. Continuar con ese vínculo, no es algo que tú controles, sinó un problema de hipersexualización de uno mismo y cualquier afecto que obtienes. ¿Cuántos años viviste con tu madre?

—Ocho.

—Veías en ella un aspecto sexualizado de la mujer. —Respondió la terapeuta—. Tu niña interior tomó su ejemplo de cosificación, y lo imitaste inconscientemente. Solo seguiste su ejemplo, porque eso hacen los niños con sus madres. Y teniendo en cuenta de que no tuviste una figura paterna, con Pedro pensaste que le debías algo por ese afecto que te brindaba. O sentías que debías afianzar la relación con sexo.

—No sé cómo pararlo. Mi pensamiento racional dice que no. Pero no puedo parar ese sentimiento. No sé cómo cortarlo, no puedo.

—Puedes arreglarlo. Yo te ayudaré.

—Me siento tan mal cuando pasa... —Dijo Ava con una voz tensa—. No puedo mirarme en el espejo después. Me... Me repugna esa parte de mí.

—¿Hiciste algo al respecto? —Le preguntó, girando la página del cuaderno negro—. Créeme, Ava. No te voy a juzgar. Tú me pagas, eres mi jefa. Solo estoy aquí para ayudarte, y para eso necesito que quieras ser ayudada. Así que siéntete libre de contármelo, ¿te acercaste a él de manera sexual? ¿Te excitaba algún acercamiento inocente?

—Creo que voy a vomitar. —Se quitó las manos de la cara, presionándose ahora el estómago, y mientras esquivaba el contacto visual—.

—No te estoy culpando.  Solo necesito las respuestas, porque sin el principio del problema no podemos empezar.

La respuesta.

La verdad.

Yo no lo besé. No lo besé. No lo besé. No lo hice. Eso nunca pasó.

Lo besé. Una vez. —Susurró, haciendo un puchero con la mirada perdida—. Lo siento. Lo siento mucho. Yo no quería.

Negó con la cabeza, sin mirar a la doctora, y lágrimas densas bajaron por sus mejillas. Ava cerró los ojos, sollozando cuando se cubrió la cara con las manos otra vez.

—Bien, Ava. Gracias por hablar conmigo. Tú no tuviste culpa de nada. —La premió con la voz suave, apuntando su respuesta—. Suéltalo todo, aquí es un lugar seguro. Dame tu carga un rato, y sentirás ese descanso.

Ava se sorbió la nariz, intentando dejar de llorar, pero su voz ya no sonaba firme ni segura. Estaba arrepentida, asqueada por ella misma.


─── 𝐌𝐀𝐃𝐑𝐔𝐆𝐀𝐃𝐀 𝐃𝐄 𝟐𝟎𝟏𝟓 ───

Vianne tenía trece años. 

Era la más alta de su clase con ese metro setenta, pero su cuerpo no significaba nada cuando seguía teniendo terrores nocturnos. 

A la una de esa madrugada, Vianne ya estaba durmiendo en la cama de Dhelia, mientras ella repasaba los apuntes de farmacología y ginecología en su despacho. La dejó dormir ahí, porque igualmente sabía que Pedro la dejaría entrar en la cama si se despertaba por una pesadilla.

—Oh, Dios. No puedo más. —Se quejó él, quitándose los zapatos al llegar a casa—.

En ese entonces, trabajaba de repartidor en Amazon y lo combinaba con otro trabajo de mudanzas a media jornada. Habían abandonado la buena vida que les daba el narcotráfico, y querían volver a empezar lejos de ese mundo. Fue como extirpar un tumor, pero aún sentían recelo de esos malos años.

Pedro solo le dio un beso a Dhelia, y subió las escaleras para irse a dormir directamente. Vio a Vianne dormida en su lado de la cama, y lo único que hizo fue dejarse caer sobre el colchón, sin despertarla.

Cuando Dhelia llegó a la cama, los dos estaban profundamente dormidos. Les sacó una foto. Cubrió a Vi con la manta, y luego se acostó al lado de Pedro, por fin yéndose a dormir, y la casa quedó en silencio.

Quedó él en medio, y en la pesadez de su sueño se giró hacia el otro lado, abrazando a Vianne.
Ella se despertó al al notar el peso de su brazo sobre la cintura, y sentir su calor corporal abrazándola. 

Pestañeó para acostumbrarse a la oscuridad, y vio que esa mano que la abrazaba bajo la manta no era Dhelia. Un ronquido suave aterrizó en su nuca, asegurándole que la persona que tenía detrás era Pedro. Agotado, y profundamente dormido.

Quedó algo desubicada, teniendo que respirar por la boca al notar su pecho pegado a la espalda. Empezó a palpitarle el corazón con fuerza al darse cuenta. La gente en el instituto murmuraba sobre lo alta que era, porque las chicas apenas le llegaban a los hombros y era tan alta como los chicos. Pero él era más grande que ella, solo parecía una muñequita tierna a su lado.

Podría haberlo apartado. O al menos haberlo intentado, pero no lo hizo.

Solo se empujó hacia él, y cerró los ojos al sentir la presión de su pecho contra su espalda, y el confort de su cuerpo pegado al suyo. Pedro soltó un suspiro ronco, sumido en su sueño. Vi cerró los ojos, sintiendo su aliento en la nuca, y se mordió el labio inferior sin pretenderlo. Se sentía tan a gusto en esa posición, mientras él la abrazaba, que supo que no podría dormirse. 

A cambio, dominada por ese instinto que siempre intentaba ocultar, tomó un par de respiraciones profundas, bajando una mano hasta llegar entre sus piernas. Colándose bajo los pantalones cortos que llevaba para dormir.

Y empezó a masturbarse por el calor y la necesidad que estaba sintiendo, y aún no entendía. Pero entendía que se sentía bien haciendo eso, y supuso que Dhelia también lo haría.

Si pensabas que ella también lo hacía, y hacer eso te daba placer, ¿por qué lo ocultabas tanto y te sentías mal después? —Le preguntó la terapeuta, en una de sus otras sesiones, cuando Ava fue capaz de contarle aquello—.

—Porque... No lo sé.

—Mucha gente suele tener remordimiento, o sentirse mal, después de masturbarse viendo porno, por ejemplo. Normalmente, por el tabú social que representa. ¿Dhelia te habló de sexo? ¿O intentó explicártelo?

—No. Ni siquiera se abrazaba con Pedro, ni se besaban cuando yo estaba delante.

¿Sabes? —La doctora dejó la pluma, levantando la mirada hacia Ava—. Vamos a invitar a Dhelia a nuestra próxima sesión.

───

Dhelia cogió aire por la nariz, apretando su escote al hinchar el pecho, y miró a la doctora a los ojos.

—¿Vamos a tener que hablar? —Fue lo primero que dijo, asqueada—.

La doctora, en esa sesión, estaba tras su escritorio. Y ellas dos, estaban en las sillas, una al lado de la otra.

—Eso haremos. —Asintió la doctora Lee—.

—¿Cree que yo necesito terapia? —Inquirió, arqueando una ceja bien perfilada. Ladeó la cabeza—.

Ava no interrumpió en su conversación, fingía prestar interés en el calendario que tenía la doctora al lado del monitor. Porque le daba mucha vergüenza compartir ese espacio de terapia con ella.

—Creo que todas las familias deberían acudir a terapia para mejorar su comunicación. —Argumentó tranquila, entrelazando las manos sobre el escritorio—.

—¿Quiere ver cómo la hago llorar yo a usted en una hora cobrándole ciento veinte libras? Seguro que la ayuda. —Insinuó, volviendo a su seriedad impecable—.

—No dudo que sea capaz de ello. —La recibió, devolviéndole la pelota en ese juego absurdo al que jugaban muchos de sus pacientes—. ¿Por qué está tan a la defensiva?

La doctora Lee frunció el ceño, enfatizando sus ojos rasgados.

—¿Cree que necesita intimidarme?

—Creo, verdaderamente, que la terapia de comunicación no sirve para nada.

—¿Ha acudido anteriormente?

—La que está acudiendo es mi sobrina. No yo. —La cortó, entrelazando las manos bajo el pecho—.

—Cuénteme su relación con su madre. —Empezó, abriendo el cuaderno negro—.

—Oh, no. —Sonrió, burlándose—. Yo no formo parte de su juego. Creí que quería hablar conmigo, no de mí.

—¿Su madre estuvo presente en su adolescencia?

—Si no tiene nada que decirme sobre el progreso de Ava, no debería haberme llamado.

—Ava, ¿cómo fue la relación con tu abuela? 

—N-.

—No hubo abuela. —La interrumpió Dhelia, mirando ahora con aborrecimiento a la terapeuta—. No hubo madre. La maté al nacer.

La doctora Lee solo levantó la mirada hacia ella, en un pestañeo que no demostraba ninguna emoción. Ninguna desvió los ojos.

—¿Eso era lo que le decía su padre? —Le preguntó ahora, cerrando con tranquilidad el cuaderno—.

—Mi padre dice que fuimos un tumor maligno que se llevó a su esposa. Yo creo que debería haberme comido a mi hermana en el útero.

—Es verdad. —Suspiró Ava. Luego miró a Dhelia, aunque ella no la miró, y carraspeó—.

La doctora tragó saliva, pasando página en otro cuaderno. Porque después de esa corta conversación, Dhelia se levantó y se fue.

En otra sesión, decidió conocer a Pedro. Sin que Ava estuviese presente.

—Hola, buenos días. —La saludó con una sonrisa, dándole la mano—.

—Buenos días. Soy la doctora Lee.

—Lo sé. —Pedro asintió con la cabeza, volviéndose a sentarse frente al escritorio—. Mi ex mujer prefirió combinar las sesiones de psiquiatría con la terapia, y Ava dice que se siente muy a gusto con usted.

Sonrió a boca cerrada, entonando con su pelo castaño distorsionado por las canas, y las arrugas de expresión en sus ojos oscuros.

—Ah. ¿Reconoce el motivo de nuestra terapia?

—No suelo preguntar por lo que no quiere contarme. —Negó con la cabeza, y entonces el bebé empezó a llorar en su carro—. Lo siento, nuestra canguro se ha puesto enferma y no tenemos a nadie más para cuidar de ella.

Se disculpó para coger a Lydia en brazos, que iba vestida con un body negro, y un jersey gris que le iba como vestido. Pedro le acomodó el lazo rosa de la cabeza, y ella rápidamente encontró el latido de su corazón para volver a dormirse. Aferrándose al chupete.

—Veo que se le dan bien los niños. —Comentó la doctora, sonriendo al ver al bebé de seis meses—.

—Gracias. —Le sonrió, meciendo a Lydia—. Yo la tuve primero en brazos, ¿sabe? Mi mujer no... No pasó un buen embarazo, y no la quiso tocar durante muchas semanas.

—¿Depresión?

—Sí. —Asintió Pedro débilmente—. Sí. Perdimos a un niño antes... Así que.

Suspiró, volviendo a sonreír cuando agachó la cabeza para mirar al bebé en sus brazos.

—Lydia es mi arcoíris. —Sonrió en silencio mientras la miraba, volviendo a acomodar el lazo rosa para que no le cubriese los ojos, y la acercó para darle un beso en la frente—.

Sociable. Cariñoso. Romántico. Amable. Extrovertido. Sobreprotector. ¿Celoso?

Estoy segura de que Dhelia tuvo su apoyo. —Sonrió la doctora a boca cerrada, tomando una respiración profunda antes de pensar en voz alta:—. ¿De verdad estuvo casado con esa mujer?

—Durante veintitrés años. —Resumió él—. ¿Por qué mucha gente se sorprende cuando lo digo?

—¿Se sorprenden?

—Sí. Quiero decir, no soy uno de esos actores de Hollywood, y nunca voy a ganar el premio al mejor padre del mundo, pero Dhelia quiso estar conmigo. ¿Tan difícil es creer que una mujer como ella se haya casado conmigo?

Infravaloración propia. Responsabilidad afectiva.

No. En lo absoluto. ¿Y cómo es la relación entre Ava y su hija?

—Las dos lo son.

—Lo siento. ¿Cómo es la relación entre ellas?

—La primera vez que la vio no quiso cogerla por si se rompía. —Se rio, relamiéndose los labios—. Solo la miró mientras dormía en la cuna, y cuando despertó también se la quedó mirando. Es raro, pero con ella nunca llora. A veces la cambia o le da de comer y Lydia solo la mira con los ojos bien abiertos, como si ya se conociesen de otra vida.

Soltó una risa, bromeando.

—Ya veo.

—¿A usted le gustan los niños? —Le preguntó él, con una sonrisa a boca cerrada—.

—Sí. —Se limitó a responder—. Claro, pero los bebés son más difíciles.

—No se crea.

—¿A qué edad conoció a Ava? —Terminó de escribir una frase, haciendo bailar la pluma sobre el papel—.

Pedro se mordió el labio con fuerza, bajando su atención en un pestañeo a las manos venosas de la terapeuta.

—A los veintinueve. —Respondió, volviendo a sus ojos, pero ella ya lo estaba mirando—. ¿Pasa algo?

Arqueó una ceja al ver la seriedad que le estaba dedicando.

—No haga eso. —Lo advirtió, negando en corto con la cabeza—.

—¿Hacer el qué?

Su lenguaje corporal, al verlo con el bebé, había difuminado la percepción de la terapeuta.

—Estamos aquí para hablar de Ava. —Le recordó, retomando esa máscara de neutralidad que se le había olvidado—.

—Eso estamos haciendo.

—Quizá se ha confundido. —La doctora Lee frunció el ceño—. He llevado mi alianza a arreglar.

—¿La estoy poniendo nerviosa?

—Estoy casada. —Le dijo, por si acaso—.

Él se acomodó en la silla, con la niña dormida en sus brazos.

—¿Felizmente? —Le preguntó ahora él, arqueando una ceja—.

───

La terapeuta aconsejó a Ava reforzar el vínculo con su familia, porque, inconscientemente se aislaba de los demás en su obsesión por la universidad. Así que el viernes, a finales de semana, cenó en casa. Añadiendo a su madre y a Eddie.

Ava debió admitir que, después de dos horas diarias de terapia, esa semana le resultó distinta. En las sesiones salía llorando, entraba mordiéndose las uñas de los nervios, sentía que cada cosa que contaba la desintegraba un poquito más, y al final se sentía desnuda frente la terapeuta.

Pero admitía, que le sentaba bien. Dormía mejor, no sobrepensaba tanto antes de tomarse la medicación, y quería creer, que llegaría alguna sesión en la que no se culparía por todo lo que pasó.

Porque no era su culpa que su padre biológico nunca la hubiese querido.

No era su culpa que Dhelia estuviese rota.

No era su culpa haberse sexualizado desde niña para reclamar atención.

Ni era su culpa sentir que iba a romperse cuando alguien reconocía sus logros y admitían que estaban orgullosos de ella.

Poco a poco, sentía que iba sanando. O al menos, se esforzaba por intentarlo.

Después de cenar, Lauren se despidió y volvió al hotel. Eddie se quedaba a dormir, como muchas veces cuando él y Ava eran pequeños. Así que Dhelia limpió la cocina, recogió la mesa, y el reloj debía marcar las doce de la noche cuando subió al dormitorio.

Estaba descalza, pero el parquet de madera estaba caliente bajo sus pies desnudos, y su bata azul de satén se mecía a la altura de sus tobillos.

—Pedro. —Lo llamó en voz baja, abriendo la puerta del dormitorio que ya no compartían—. Ha llegado una carta.

Se puso los zapatos de estar por casa, y al mirar la cama se encontró con él dormido. Tenía los labios entreabiertos de una manera no muy atractiva, roncando suavemente, y las gafas exiliadas sobre su cabeza. Lydia estaba encogida sobre su pecho, y Ava a su lado, abrazándose a su brazo también dormida.

La invadió una nostalgia extraña al ver a los tres juntos. Y lo único que hizo fue abrir la cómoda, sacando la cámara de fotos para que ese recuerdo no se escapase de su mente. Como siempre. Ella no salía en los álbumes, ella hacía las fotos. Luego se acercó a la cama entre la penumbra de la noche, zarandeando el hombro de Pedro para despertarlo.

—¿Qué pasa? —Susurró con voz ronca, frunciendo mucho el ceño—.

—Ha llegado una carta esta tarde. 

Salió del dormitorio, y Pedro cogió al bebé con cuidado para dejarla en la cama, sobre la almohada.

Salió del cuarto, dejando abierto por si Lydia lloraba, y bajó las escaleras con cansancio, bostezando. La madera del suelo crujió bajo su peso.

Llegó a la cocina, la única luz que estaba prendida, y vio a Dhelia apoyada en la encimera. Miraba la carta que estaba sobre la mesa. Pedro se sentó, y suspiró cansado mientras abría el sobre. Desdobló la carta para leerla lentamente.

—¿Qué? —Le exigió Dhelia mientras lo miraba, acercándose a la mesa para quitarle el papel de un movimiento poco elegante—.

Él se pasó una mano por el pelo, apoyando el codo en la mesa. Ahora era el turno de ella para leerlo. Pero mientras lo hacía, negaba con la cabeza, respirando cada vez más rápido.

—No. —Negó, dejando otra vez el papel sobre la mesa, y se cruzó de brazos en su bata de satén azul—. No. No puede ser.

Pedro se levantó, arrastrando la silla.

—Está equivocado. No puede ser. —Repitió, negando con la cabeza mientras miraba por la pequeña ventana que daba al patio trasero. Le temblaban las manos—. No. Está equivocado. Tiene que estar equivocado.

—Dhelia. —La llamó en un susurro, yendo hacia ella—.

—No. —Se apartó—. No. Esto no puede ser. Dime que es mentira.

Lo señaló con furia, negando con la cabeza.

—No lo es.

—Dime que es mentira, Pedro, por favor. —Le suplicó en un susurro, su labio inferior tembló—.

—Está bien.

—No. No está bien. Nada está bien. —Gritó ella, golpeando su mano cuando intentó abrazarla, y lo empujó. Porque cualquier emoción que sintiera, siempre desbocaba en violencia—.

Pero él no hizo nada, esperó a que ella lo sacara todo.

—Yo me encargo. —Le dijo, quieto en su sitio—.

—No, no. No te encargas. —Dhelia cogió su pecho en dos puños, sollozando mientras lo miraba a la cara, teniendo que levantar la cabeza—. No puedes. No... No puedes arreglar nada, ¡joder! ¡Todo esto es tu culpa!

Su pecho se hundió en un sollozo, y Pedro la contuvo, encorvandose para abrazarla. Ella intentó apartarse con brusquedad, pero no la soltó. Sentía que su corazón se oprimía, dejándola débil, con el alma besándole los pies.

—Tú no te preocupes por nada. —Susurró él—. Ya lo tengo todo pensado.

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