Epílogo

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Una de las pruebas de memoria era una voz que empezaba a decir números a distinta velocidad y distinto tono. Podía decirte diez, o cuarenta, tú no sabías cuándo iba a parar. Y cuando lo hacía, tenías que repetir todos los números a la inversa. 

—Wow.. ¿Y cómo te viste tú?

Exhaló un suspiro cansado al dejar el bolso, quitándose la americana. 

...había pruebas de memoria, pruebas de concentración, pruebas de orientación espacial... Pruebas de simulación de vuelo, también. Fue un día muy duro, creo que fue la fase más más complicada.

Giró la cabeza hacia la televisión, buscando el mando a distancia. 

—¿Aún estás viendo esto? —Sonrió—.

¿Qué campo tienes pensado estudiar, en la Estación Espacial Internacional?

—Mhm... A día de hoy se están estudiando muchísimos proyectos. A mí me tocará lo que me asignen en la misión, pero si fuese algo relacionado con la investigación contra el cáncer, que es a lo que me dedico, sería lo ideal.

—¿Te has visto discriminada, alguna vez, en el proceso de elección? La tasa de mujeres en-.

Apagó el televisor, dejando el ruido del hospital de fondo. Rodeó la cama para acercarse hacia él, sosteniendo esa sonrisa cansada. 

—¿Cómo estás hoy?

Eran once años después.

Pedro se esforzó para dejar ir un suspiro, con un brazo sobre la frente. 

—Como siempre. 

—No sé porqué te empeñas en seguir viendo mis entrevistas. —Dijo, sentada en su camilla para quitarse los tacones—. Es todo prensa amarillista, ya lo sabes. 

Se echó a su lado, ocupando el pequeño espacio que dejaba la cama. Pedro intentó deslizarse hacia un lado, pasando un brazo sobre sus hombros para tocarle la cabeza. 

—Hoy ha sido un día horrible. —Suspiró ella, con los ojos cerrados al apoyarse en su pecho, acercando la nariz a la curva de su cuello para anidar en su olor. Para no olvidarlo nunca—. ¿Sabes que Lydia se ha metido en una pelea otra vez? No puede quedarse quieta ni un momento... Le cuesta concentrarse, y la han visto copiando en un examen.

—Todos la comparan contigo. —La consoló, con una voz ronca que se fue apagando con el tiempo—. Esperan que sea brillante como tú.

—Yo no soy brillante. Solo me he esforzado. —Le acarició la mandíbula, levantando la cabeza para darle un beso en la mejilla—. Me duelen los pies.

—Sé que Saint Laurent te invitó a una pasarela, ¿pero tenía que ser en ropa interior?

Ella le sonrió mirándolo a los ojos, esos dos orbes del color de la tierra, que estaban vacíos y muertos. Pedro intentó sonreírle de vuelta, con los tubos de oxígeno bajo su nariz. El tratamiento experimental había logrado salvarle la vida, prolongar su existencia lo suficiente, o matándolo en pequeñas dosis para que no se diese cuenta.

—Vianne. —La llamó—.

—Dime. 

Le contestó sonriente, con una pena que se inmiscuía por cada poro de su piel maquillada. Lo más impactante para ella no fue verlo por primera vez sin pelo, ni cuando dejó de poder caminar, ni siquiera cuando estuvo en coma. Lo que más la extrañaba era verlo sin su bigote, y sin esa barba dispersa que solía dejarse. Ni escucharlo ligar con las enfermeras.

Le dolía tanto verlo de esa manera, porque era un recordatorio constante de que ese hombre ya no era Pedro.

—Estoy muy orgulloso. —Narró, con una sonrisa apagada, y una lágrima audaz escurriéndose hacia su sien—. Y de poder verte una última vez. Gracias por cuidarme, cuando se suponía que debía cuidarte yo a ti.

—Mañana es la entrega de los Nobel. —Susurró ella, girándole la cara—. 

Se sorbió la nariz, secándose los ojos. 

—Mañana...

—No puedo seguir haciendo esto, Vianne. 

—Mañana voy a ganar el Nobel. —Le contestó con la voz entrecortada, y los ojos llenos de lágrimas—. Te necesito ahí. Eres todo lo que tengo.

—No. No digas eso. —Giró la mano sobre la cama, para que ella se la cogiera—. Tienes a Lydia, y tienes a Will. Nunca te dejaría si supiera que te quedas sola.

—Por favor. —Le suplicó, con un hilo de voz. Apretó su mano—. No me hagas esto. 

—Vianne...

—El dinero no es un problema. —Rogó, desesperada—. No me molestas, no lo pienses por un puto segundo porque te quito el oxígeno.

Sonrió entre lágrimas, intentando evacuar esa tensión asfixiante, y él la imitó cándidamente.

Puedes quedarte aquí. —Murmuró con voz suave, secándose los ojos—. Por favor, quédate conmigo.

—No puedo... —Negó sobre la almohada. Con un aspecto demacrado—. Hoy es mi último día, cariño.

Ella intentó no llorar, apretando los dientes mientras sus ojos la traicionaban, y terminó apretándose los labios para no soltar un sollozo.

—Lo sé. —Hipó un par de veces—. Creí que podría hacerte cambiar de opinión...

—Quiero verte recogiendo el Nobel. —Le sonrió él, mientras ella lloraba. Intentó apretarle la mano—. Y estaré ahí. Aunque tú no me veas.

—Por favor. —Sollozó, con un ardor en la garganta—. 

—No quiero despedidas dramáticas. —Negó con la cabeza, acariciándole el pelo cuando ella volvió a esconderse en su pecho—. Y no quiero continuar. Ojalá nunca me hubieses visto así, mi amor, pero ha pasado. Te he hecho sufrir para intentar verte vivir una parte de tu vida en la que yo no debía estar.

—Mentira. No digas eso. —Cogió su rostro entre sus manos, sollozando, y una lágrima resbaló hasta mojarle los labios—. Me haces sufrir pidiendo que te deje morir. Que me quede mirando mientras te rindes.

—No te estoy pidiendo eso. —Negó con la cabeza—. Estoy pidiendo tener paz. Otra vez. 

—No. —Su labio inferior tembló—.

—Vianne, no recuerdo lo que es vivir sin dolor. —Le contestó, alejándola sutilmente—. No recuerdo... Qué se siente al andar descalzo por casa. Casa... No me acuerdo del color de los ojos de Dhelia. 

—No digas su nombre.

Pedro negó, llorando. Pidiéndoselo con la mirada.

—No soy nadie. —Gesticuló para intentar hablar, con los ojos empañados—. La medicación no ha dejado ni mis recuerdos, ya no estoy vivo, Vianne. Esto no es vida. 

—¡No puedo matarte! 

Su voz reverberó por toda la habitación de paredes blancas, desgarrándole la garganta. 

—No lo harías. —Susurró Pedro—. Porque ya estoy muerto.

Vianne apretó los labios, intentando contenerse, intentando dejar de llorar. Se quedaron sin palabras.

—Hola, papá. —Lydia abrió la puerta, con la mochila colgada de un hombro—. 

Ella se secó las lágrimas, sorbiéndose la nariz, y rodeó la camilla para que no la viese. 

—Hola, preciosa. —Estiró el brazo desde la camilla para tomar su mano, el único gesto que podía ofrecerle—. 

William se acercó para rodear la espalda de Vianne en un abrazo cálido, mientras ella estaba de cara a la pared, mordiéndose la uña del pulgar. Como ese día de otoño en el concurso Atlas, mirándola a ella mientras ella miraba a alguien entre el público.

—¿Cómo estás? —Suspiró sobre su hombro, pero lo apartó tan pronto como notó su presencia—. 

—Lydia, sal un momento. —Se giró, carraspeando para aclararse la voz—. 

Ella la miró con pesadez, con unos ojos marrones llenos de vida, de inquietud, y una piel morena besada por el sol. 

—Pero si acabo de llegar. 

—No me repliques y vete. 

Lydia resopló. Salió de la habitación, y Vianne la siguió, descalza en su traje de Armani. Volvía a tener el pelo largo, volvía a maquillarse, y a tener la manicura hecha. Dejó de temer la feminidad, para abrazarla como el reencuentro entre una adolescente furiosa y una madre herida.

—¿Qué? —Lydia se cruzó de brazos—.

En el pasillo, Vianne carraspeó, pasándose una mano por los labios. 

—¿Vas a soltarme un puto discurso sobre mi futuro?

—Lydia...

—Porque no habría tenido que copiar si me hubieses ayudado. —Se encogió de hombros, enrabiada—. Pero siempre estás muy ocupada trabajando, o haciéndote fotos para una revista muy cara que nadie va a leer. Nunca tienes tiempo para escucharme a mi.

—Lydia, papá ha escogido que este sea su último día.

La niña calló. Con la boca abierta, confusa.

—¿Su último día de qué?

—Ha pedido la eutanasia. —Dijo, pidiendo que lo digiriese sin tiempo—.

La niña no respondió de primeras. Sostuvo un silencio en su mirada, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué? —Susurró, pálida—. ¿Y tú lo vas a hacer? ¿¡Vas a permitir que maten a papá!?

—Tú no lo conociste antes. —Negó Vianne, soltando una lágrima fría—. Obligarlo a vivir así no es justo.

—¡No, no es justo! —Gritó la niña, llevada por la tristeza deformada en rabia—. ¡No es justo! ¡Él estuvo en todos tus premios, y ni siquiera va a verme graduarme! ¡¿No va a estar?! ¡Eso no es justo, joder!

—Lo sé, cariño. —Se arrodilló, abrazándola para apretarla contra su pecho—. Lo sé.

Ella gritó, tirándole del pelo, intentando hacerle daño para apartarla, y Vianne la contuvo. Abrazó su rabia, su ira y su violencia, para filtrar su dolor en puras lágrimas de una niña sin madre que nunca tuvo la presencia de un padre. 

—Está bien. —Le susurró Vianne, frotándole la espalda—. 

Un médico y dos enfermeras entraron en la habitación, pasando por su lado.

—Se va a morir... —Apretó las palabras contra su hombro, mojando el traje con sus lágrimas—. 

—Va a volver a tener paz. 

—Lo vas a dejar morir. 

—No. —La cogió de los brazos para que la mirase a la cara—. No, Lydia. Ni tu ni yo lo hubiésemos cambiado, ni siquiera todo el dinero del mundo. ¿Por qué crees que siempre estoy en la tele, o en revistas, o en pasarelas? Porque soy una historia que genera dinero.

Apretó los labios, con los ojos brillantes por las lágrimas. 

—Si dejo de aparecer en todos lados, no hubiese tenido dinero para mantener a papá con vida. —Le contó, intentando sonar firme—. La muerte no es el final, Lydia. Solo es un punto de partida, con la separación entre el alma y el cuerpo.

—¡No me hables de tu Dios!

—Lydia...

—Después de todo ahora vas a dejar que se muera. —Lloró ella, ahogada en su propio dolor. El dolor de una niña—. Yo lo necesito tanto como tú. No me das tiempo con él... Papá no me quiere. Solo te quiere a ti.

—No digas eso. —Negó firmemente con la cabeza, abriendo mucho sus ojos miel. Avisándola—. No digas eso.

—¿¡Por qué!? ¿¡Porque es la verdad?! —La empujó, gritándole llena de lágrimas—. ¡Papá no me conoce! ¡Y tú tampoco! ¡Soy un puto estorbo para tu vida de científica! ¿¡Verdad!?

—No, no lo eres, Lydia. Te quiero. —Le escocieron los ojos, negando levemente con la cabeza—. Te quiero tanto como mamá hubiese hecho.

—¡Mentira! ¡Mentira...! —Sollozó ella, con lágrimas resbalando por sus mejillas—. ¡Mamá me abandonó! ¡Por eso no me hablas de ella!

—Lydia, tenemos que entrar.

—¡No voy a entrar para ver cómo se muere! —Se sorbió la nariz, pasándose una mano por los ojos—. Los médicos ya están dentro, y tú lo has permitido. ¡Te odio, joder! ¡Hipócrita de mierda!

Una mano le cruzó la cara, impía y dolorosa. Vianne la miró desde arriba, y ella se acarició la mejilla, sollozando contra la pared para darle la espalda.

—Si no entras ahora, te arrepentirás toda la vida. —Le dijo, suavizando su tono tenso—. Papá no merece que lo hagas sufrir más.

Lydia se sostuvo el pecho, cerrando los ojos, y soltó un sollozo mudo, que le arrancó el aire de los pulmones. Cediendo a arrastrarse hasta la habitación del hospital.

Pedro abrió los ojos cuando entraron, y el médico esperó al lado de la máquina, luciendo como su enfermedad: terminal. Lydia se acercó miedosa, con la cara húmeda y los ojos hinchados. Se acercó para cogerle la mano muy fuerte.

—Por favor, papá no te mueras.

Él cerró los ojos para respirar, concentrándose para poder tomar aire sin los tubos de oxígeno. Vianne lo miró desde detrás de la niña, sosteniendo sus lágrimas apretando los dientes con pena. William frotó su brazo, en un intento de darle fuerza.

—¿Sabes, cariño? —Le rozó la mejilla con los nudillos. La miró devotamente a los ojos, admirando sus rasgos, cada lunar de su piel y cada ángulo de su cara—. No te pareces en nada a tu madre. 

Le sonrió tristemente, sin poder sostener sus lágrimas. Ya no. Lydia sollozó, apoyando la cabeza en su mano. 

—Eso le hubiese gustado. —Suspiró—. 

—Papá... —Lloró ella, mirándolo a los ojos—. 

—Lo siento.

—Está bien. —Vianne le sonrió—. Estaremos bien, Pedro.

Él lloró al escuchar su nombre, por todo lo que dejaba atrás. Como si ella volviese a ser una niña pequeña en vez de una mujer de treinta años, y él un desconocido.

—Gracias. —Le susurró—. 


✁✃✁✃✁✃✁

—Yo tuve un sueño. 

Cuando los aplausos se disiparon, su voz solemne llenó el Palacio de Conciertos de Estocolmo. Apretó los puños, bailando la mirada entre las cientos de personas delante de ella. 

—Antes de conocer las estrellas, conocí la incertidumbre. —Empezó, sin ánimos ni emoción. Siendo eclipsada por un vacío en la boca del estómago—. De pequeña me dijeron que no llegaría a ser alguien, porque nací siendo un error. Y me lo creí. Durante mucho tiempo. Pero mi padre no. 

Se tocó el collar en las clavículas, del que colgaba un pequeño cilindro de oro.

—Conocí a mi padre cuando tenía ocho años. —Le habló al público, con sus ojos miel encendidos—. Él vio en mí algo que los demás no, vio mi miedo. Y lo convirtió en valor. Alguien me dijo una vez que todos somos arte ante los ojos de un artista.

Apretó el colgante.

—Y yo creo que él fue mi artista. —Se esforzó para que no le temblara la voz, con los ojos vidriosos—. Me convirtió en lo que soy. Sé que está aquí ahora, en algún asiento entre el público, mirándome con esa sonrisa para que no tenga miedo.

Sonrió. Y siguió hablando colmada de una esperanza falsa, una actuación que debía ser interpretada de esa manera. Sosteniendo el pequeño recuerdo todas esas horas, en el colgante de oro donde descansaban sus cenizas.

—Muchas gracias por darme la oportunidad de hablar frente la comunidad científica, y ser la voz de muchas niñas que quieren ser astronautas.

Todos rompieron en aplausos ante la Nobel de Física. Ese día fue tan irreal, que a Vianne le temblaron las manos al salir de esa sala, de ese edificio perfectamente galardonado y elegante. Entró en un pequeño ataque de pánico, tomando bocanadas de aire que no terminaban en sus pulmones. ¿Acababa de ganar el Nobel? No. Esa no era ella, no era real.

Movió las manos frenéticamente, deambulando sin sentido en ese pasillo vacío mientras intentaba respirar. No podía ser verdad. ¿Acababa de ganar el Nobel de Física por su estudio? ¿El año que viene trabajaría en la NASA? No. Nada de eso era verdad. Lo veía todo a través de sus ojos, pero se sentía otra persona, se miraba las manos y no reconocía su propio cuerpo.

—Vianne. —Escuchó la voz de Pedro—. Vianne, ¿estás bien?

Se giró hacia él, ahogada en lágrimas, y el cuerpo le tembló cuando William la sostuvo. Fuera de sí, arrancada de la realidad y mareada, la sentó en el suelo con cuidado. Cuidando de ella. 

—Estoy aquí. —Intentó consolarla, asustado—. Con la pastilla que te has tomado pronto pasará la angustia, ¿de acuerdo? Eh...

Le susurró, abrazándola sentado a su lado.

—Todo saldrá bien. —No supo qué decir—. 

Muchos medios de comunicación criticaron su relación. Pues la idea de que un hombre negro saliera con la chica blanca y prodigio de la astronomía seguía sin gustarle a todo el mundo. Y menos sabiendo que él vivía en la sombra de ella. 

Vianne se quitó los tacones, los minutos pasaron densos como una cortina de humo, y el diazepam hizo su efecto.

—Una vez... —Empezó a hablar, sin mirarlo. Una lágrima cayó por su mejilla—. Cuando era pequeña, Pedro me llevó al parque después de clases. 

William giró la cabeza al sentir que le hablaba. Tenía los labios cortados, la mirada ausente, y un camino húmedo en sus mejillas.

—Cuando aún... Lo odiaba. Porque era un latino inmigrante que no hablaba bien el inglés. Y sentía que yo era mejor que él por alguna razón.

—Cómo cambiamos las personas, ¿no? 

—Le dije que no quería que me llevase al parque porque me daba vergüenza. —Susurró sin voz—. Y él no me dijo nada. Me dejó jugar un rato, vigilándome desde lejos para que los demás padres no lo viesen. 

Frunció los labios, empezando a llorar en silencio. Notando como se rompía algo dentro de ella, al saber que hablaba de alguien que ya no existía. Hablaba de un recuerdo.

—Antes de irnos tuve que ir al baño, y crucé todo el parque. No había nadie, pero mientras me lavaba las manos entró un hombre con una mirada muy oscura. Seguramente estuvo todo el rato mirando a los niños jugar, y me siguió porque estaba sola. 

—Vianne... 

—Quiso que me bajara la falda. Y me tocó el pecho. Literalmente no tenía nada, solo tenía ocho años, pero lo hizo igualmente. —Se encogió en sí misma—. Empecé a llorar, y Pedro entró tarde porque le pedí que estuviera lejos de mi. 

Se secó las lágrimas con tormento.

—¿Sabes? En esa época aún se drogaba, y lo vi con episodios de ira muy violentos. —Tragó saliva—. Pero solo me miró, y empezó a golpear a ese hombre contra el espejo una y otra vez. Recuerdo cómo gritaba... Hasta que dejó de hacerlo, con pedazos de cristal clavados sus ojos. En toda su cara. Yo pensé que Pedro me haría daño, que también me pediría que me quitase la ropa, pero vino hacia mi manchado de sangre, y me puso la falda otra vez. Pidiéndome perdón por haberme dejado sola.

Se le escapó un sollozo, gimiendo de dolor. 

—No debería haber sentido tanta tranquilidad cuando me abrazó, pero sentí que me curaba. Que todo estaba bien. —Se compadeció, sorbiéndose la nariz—. Así que no me digas que todo estará bien, William. Porque no eres mi padre. Y no me lo creo.

Se puso en pie, cogiendo sus tacones.

Bajó a la fiesta. Quizá por mera modalidad, quizá para beber hasta olvidar ese día que ganó el Nobel, pero se sentó en esa barra bajo la luz oscura del bar, y tomó otro ansiolítico sin que nadie la viese. Se acabó la copa de vino tinto de un trago largo.

—¿Puedes ponerme otra? —Le pidió al camarero, mirando el móvil—.

Tenía catorce llamadas perdidas de Eddie, pero no le había respondido. Él y Blake estaban en California, trabajaba para la cyber-seguridad de Google gracias a una beca, y en uno de esos cientos de mensajes le decía que había tomado el primer vuelo hacia Estocolmo para darle un abrazo y una bofetada por no contestarle.

—Perdona... —Una voz miedosa se dirigió a ella—. Siento interrumpirle. ¿Pero podría pedirle un autógrafo?

Vianne giró la cabeza, sin bajar del taburete, y una adolescente de sonrisa perfecta la estaba mirando con un cuaderno en la mano. 

—Nena... Soy astrónoma, no cantante. —Le cogió el bolígrafo con cansancio—. 

—Gracias, gracias. —Ella sonrió entusiasmada, notándose en su voz cómo se contenía para no gritar—. 

Vianne firmó con una 'v' cursiva.

—He leído todos sus artículos, doctora James. —Reprimió un chillido de emoción—. Y las entrevistas, y he visto la pasarela de Saint Laurent solo para verla.

La miró a los ojos, con un brillo de encanto.

—De mayor quiero ser como usted. 

Vianne le devolvió la mirada, sin saber qué decir. O demasiado amarga, para afrontar el azúcar que destilaba esa chica a través de sus palabras. Volvió a agachar la cabeza.

—¿Quieres que escriba algo, o...?

—¡Sí! Sí, por favor. 

—¿Cómo te llamas?

—Iris. —Apretó la sonrisa entre sus mejillas—. Iris Estrada.

Vianne dejó de escribir. Levantó la cabeza indecisa, para volver a mirar a esa rubia de ojos oscuros. Ya debía tener catorce años, o quince. Esa niña pequeña que nunca conoció. Sintió su corazón latiendo de nuevo bajo su pecho.

—¿No te acuerdas de mi? —Le susurró—.

Iris frunció el ceño.

—¿A qué se refiere?

Vianne tragó saliva, impidiéndose soltar esa atadura que ligaba sus sentimientos. Muertos a los pies de su alma.

—A nada. —Escribió su nombre en el autógrafo—. Perdóname, con la edad se me van las cosas de la cabeza. 

Se esforzó por sonreírle, y ella se lo agradeció con una risita nerviosa, aceptando de nuevo el cuaderno. 

—¿No ibas a pedirle una foto, cariño?

Esa voz de hombre sonó a sus espaldas, y Vianne mantuvo el aliento al escucharlo, asustada. Se quedó petrificada en el tiempo, como si todo su sistema central nervioso se hubiera apagado.

—Papá. —Dijo Iris entre dientes, abriendo mucho los ojos—. No lo estropees.

—Vale, vale. Perdón. —Lo escuchó reír—. 

Lo escuchó reír.

—Muchas gracias, doctora James. —Le cogió la mano, sonriéndole con ganas. Ella solo pestañeó al notar el contacto—. Ha sido todo un honor conocerla en persona. 

Vianne apenas asintió.

—No soy nadie especial, cariño. —Dijo sin voz. Sentía que desaparecía—. Solo me he esforzado mucho. 

Iris le sonrió, y pasó por su lado ahogando un jadeo, aún con las emociones a flor de piel. Se fue, pero esa presencia a su espalda seguía ahí. Latente, como una amenaza. 

Vianne no se giró, pero empezó a respirar con dificultad, asustada. 

—¿Qué? —Volvió a hablarle. ¿Esa voz era real, o solo sonaba en su cabeza?—. ¿Te daba vergüenza explicarle que tuviste un profesor de filosofía?

No quiso girarse. Sabía que no era real. Y a él le costó volver a hablar.

—Me habrías hecho un favor. —Suspiró a su espalda, apoyándose en la barra—. No sé porqué todo se ha complicado con ella. 

Repicó los dedos en la madera de la barra, en las entrañas de una presentación que parecía más una despedida.

—No intenté salvarla cuando le regalé tu libro, y empezó a devorarlo. —La miró de espaldas. Cómo su pelo castaño caía en suaves ondas encrespadas hasta su cintura—. Dejó de pintar y ahora es la mejor de su curso.

No respondió.

—Te admira. 

Ella giró la cabeza, intentando mirar por encima del hombro, pero unos mechones le impidieron verlo. Tuvo que levantarse, sosteniéndose de la barra, y al girarse lo vio delante de ella como un espejismo. Un recuerdo borroso. Sus facciones se habían endurecido con los años, pero no había desaparecido su mirada amable, y mucho menos su barba canosa, donde le mostraba una sonrisa suave que intentaba abrazarla. Acariciarla. 

Sus ojos cansados al principio no lo reconocieron, pero él vio como en un espejo, el sufrimiento que llevaba esa mujer escrito en su piel. Con bolsas oscuras tras no dormir una noche entera, los ojos hinchados por llorar y sin maquillar su agotamiento. Esa era la chica que él recordaba. 

Cada arruga que enmarcó el tiempo, y esa cana prolija que decoraba las ondas de su pelo moreno, no causó en él más que un suspiro. 

Los años no habían pasado para ella. 

—Siento mucho tu pérdida. —Conjuró esas palabras mágicas, que intentaban mitigar el dolor de una herida abierta—. 

Dio un paso hacia ella, soportando el peso de la tristeza y esa aura de densidad que acompañaba su silencio. 

—Lo siento mucho... —Susurró, también cansado y abatido—. No deberías estar aquí, cariño. Tendrías que estar en casa buscando una manera de dejar de llorar. 

A ella se le llenaron los ojos de lágrimas. 

Él intentó decir algo más, esforzarse por quitarle algo de carga a la niña que acababa de perder al padre.

—Está bien no estar bien, Ava. No lo olvides. —Susurró, relajando los hombros—.

Estuvo dispuesto a darse la vuelta y volver si ella no quería responderle, pero algo pareció quebrantarse dentro de Ava al escuchar su nombre otra vez. Sus labios ahogaron un sollozo, cubriéndose la boca con una mano, y se precipitó hacia él como la lluvia cayendo del cielo. 

Lo abrazó muy fuerte.

—No te vayas. —Apretó ese sollozo contra su hombro—. 

Sus brazos la acogieron suavemente, dándole calor, dándole un "lo siento" que pareció besarle el alma y romperla en mil pedazos al mismo tiempo. Para ella, fue un vestigio de su pasado, una cuchilla de acero ardiente removiendo sus entrañas. Su olor, su voz, su acento.

Fue como volver a ver a Pedro en pie, sosteniéndola una última vez antes de tener que decirle adiós.

—No me voy. —Le susurró él al oído, acariciándole el pelo—.

Diez minutos después, ambos estaban sentados en la barra, con una copa delante que intentaba ser una excusa para quedarse en la compañía del otro.

Ava removió el hielo de su bebida, mirando con los ojos cansados el líquido ámbar. 

—No debería beber. —Susurró, preguntándose si la escuchaba. O si seguía a su lado—.

—Y estamos en Sabbat, ¿no?

Soltó una risa en voz baja, casi burlándose. 

—¿Qué te hizo a ti aferrarte a la religión? —Le preguntó sin mirarlo, con la voz hastiada y ronca de llorar—.

Oscar cogió aire, antes de soltarlo como un suspiro.

—La esperanza. Poder saber que mi existencia tenía un propósito, y le importaba a Dios. A alguien tan grande que me salvaría después de la muerte, a pesar de mis pecados. ¿Quieres la respuesta corta, Ava? Quise formar parte de algo, y en la fé encontré una coartada para sentirme a salvo.

—¿Eso significa que ya no eres creyente?

—Creo que no te acuerdas, que eras tú la que se burlaba de la gente que cree en algo que no puede demostrar.

—Supongo que un poco de ciencia te aleja de Dios. Mucha nos devuelve a Él.

—Pasteur no era un filósofo. —Ladeó la cabeza—. Pero me gusta tu cita igualmente.

Ava giró la cabeza lentamente para mirarlo, queriendo grabarse en cada rincón de su memoria las facciones de ese hombre. Cada palabra amable, cada atisbo de tristeza que transmitía su sonrisa, cada mariposa que despertaba en su estómago tenerlo cerca.

—¿Te habías quitado las gafas por si te pegaba?

Él también pareció quedarse ausente mirándola. 

—Sí.

Ava apretó los labios, asintiendo. Volvió a su bebida, admirando el hielo sumergido el whiskey. 

—Pues no lo he hecho. Quítatelas.

Oscar dejó las gafas sobre la barra. Tuvo que volver a mirarlo.

—No lo decía en serio. —Negó con la cabeza—. 

—Yo sí. 

Tenía la mirada perdida, ahogada en el resentimiento, pero arrastró los ojos hasta ella.

—No voy a pedir que me perdones. —Negó él suavemente, atormentado—. 

—No puedes.

—No, no puedo.

—Me abandonaste cuando más te necesitaba. —Le recordó, con los ojos cansados de soportar su tristeza—. Me dejaste. Me tiraste como si fuese un envoltorio, y yo no merezco esto.

Se mordió el labio, negando con la cabeza. Una lágrima rodó por su mejilla.

—Me costó muchos años hacerme a la idea de que no merecía eso. Que no lo hiciste porque fui demasiado inmadura, o una carga, o porque te mostré que era una chica fácil. —Apretó los puños sobre la barra—. Lo hiciste porque eres un hijo puta que no puede superar a su ex mujer. Aunque se esté follando a otro delante de ti. 

—Estoy muy cansado de esto, Ava...

—¿Necesitabas encontrar en ella el amor que no ha querido darte Dios? ¿Por eso te aferras tanto? ¿Porque sientes que nadie más puede amarte? Yo podía. ¡YO PODÍA!

—Pégame, Ava. —Le pidió suavemente—. Haz que lo que sientas que debes hacer. Enfádate tanto conmigo como no pudiste hacer ese día.

—Han pasado once años. —Se derrumbó, llorando esas palabras ásperas—. Once años. 

—Lo sé. 

—Hubiésemos podido estar juntos todo este tiempo. —Cerró los ojos con sufrimiento, negando con la cabeza—. Hubiésemos podido ser algo más que esto. 

—¿Contigo avergonzándote al presentar a tu marido filósofo? 

A Ava se le escapó una risa de mala gana, secándose los ojos.

—Vamos, decir eso y decir que no tengo trabajo es lo mismo.

—Cállate.

Oscar se inclinó hacia ella delicadamente, mirándola con decadencia llorar. Le secó una lágrima de la mejilla con el pulgar. Ava levantó la cabeza, con los labios entreabiertos. Sin entender porqué continuaba ahí.

—Ava, ese día te mentí. —Susurró, falto de aire y perdido en su mirada. Le acarició el mentón sutilmente—. Yo no te engañé con otra persona. Nunca he hecho eso. Sé lo que se siente al enterarse... Pedro me pidió que me alejase de ti. 

—No digas su nombre.

—Y tenía razón. Pero, por favor, no pienses que nunca fuiste suficiente. El que no te llegaba era yo.

Ella lo miró sin entender, buscando leer una respuesta en sus ojos, mientras él le sostenía el rostro entre las manos.

Tuve que dejarte...

—Te fuiste porque quisiste. —Susurró Ava—.

Se apartó de sus manos. 

—Me abandonaste cuando pedía a gritos morir. —Su voz falló—. Me condenaste.

—Lo hice. —Lloró él, derrumbado—. Joder, lo hice.

Se apretó el puente de la nariz, secándose el dolor que emanaban sus orbes marrones.

—Me volqué en ti para olvidarme de Julie, desesperadamente... Y a ella la dejé, porque no pudo hacer que me olvidara de ti. No pude dejar de pensar en nosotros, en todo lo que podríamos haber sido, y al mismo tiempo me arrepiento, porque no puedo pensar ni un segundo en arrastrarte a una media vida conmigo.

—¿Por qué? 

—Ava. Cuando tú tengas mi edad, yo quizá ya no estoy.

La miró a los ojos.

—Nunca me preguntaste qué quería. 

—¿Y qué querías, Ava?

—A tí. —Un susurro endeble se dibujó en sus labios—. A nosotros.

Volvió a secarse las mejillas, y las lágrimas que se escurrían por su mandíbula.

—Mira en lo que se ha convertido mi vida sin tí. 

Se sorbió la nariz, volviendo a girarse hacia su copa. Floreció un silencio, que ninguno se atrevió a cortar. Hasta que digirieron las palabras, los sentimientos y recuerdos. Diluyéndose como el hielo entre el whiskey.

—He leído todos tus artículos sobre Nietzsche y Lou. —Nombró ella, mirando el vaso. Arqueó una ceja—. Todos.

—Es que tuve una alumna a la que le gustaba mucho esa historia.

Se volvió hacia él, mirándolo a su lado. Perdiendo la noción entre las canas de sus rizos grises, cada arruga en su expresión, y cada maravilloso atisbo de tranquilidad en su presencia. Oscar se acercó para borrarle una lágrima.

Ava se giró de nuevo hacia su copa, repicando los dedos contra el vidrio. Observó el color del whiskey con esos pedacitos de hielo, dudando. Y al final se bebió la copa de un trago, dejándola con un golpe, antes de tomar el rostro de ese hombre entre sus manos, y besarlo con toda la tristeza de su alma.

Desbocó en él cada sinsentido de su juicio, cualquier vestigio de perdón que podía brindarse, declarando sus labios el puerto donde terminaba el viaje. Lo besó, reencontrándose con el tacto de su barba, el sabor a vino de su boca, y la cálida sensación de sus manos alrededor de la cintura. Sosteniéndola, abrazándola solo como un poeta haría: narrando prosa contra sus labios y dibujando constelaciones en sus cicatrices.

Se separó de él embriagada, escondiendo un gemido tras un sollozo, y se sostuvo de sus hombros unos segundos más. Lo miró devotamente a los ojos, perdida y encontrada a la vez. 

—¿Aún ahora? —Le preguntó él, tristemente—.

—Aún veinte años después. —Desbordó una lágrima fría, acariciándole la cara, para mirarlo directamente a los ojos—.

Contuvo un sollozo involuntario, girando la cabeza hacia el camarero. 

—No has visto nada. —Le dijo, dándole su tarjeta de crédito—. 

El hombre primero observó lo que le tendía, y aceptó su oferta silenciosa. Ava lo cogió de la muñeca, queriendo irse, pero él no la siguió. 

—No te merezco. 

—No. —Negó ella—. 

Esa vez, cuando se encaminó hacia la salida, Oscar la siguió.

—El verde te queda fenomenal, ¿te lo han dicho hoy? —Rompió a sonreír entre lágrimas, mirándola de arriba a abajo—.

Ella lo miró después de tocar el botón del ascensor, imitando la curva de sus labios.

—No. 

—Si tan solo pudieses verte a través de mis ojos... Eres tan irreal. Estás preciosa, y hueles a cielo, ¿pero por qué...? ¿Por qué yo? Ava, tengo casi cincuenta y dos años.

—¿Vamos a tener esta conversación otra vez? —Lo arrinconó en una de las paredes del ascensor, mirándolo vagamente a los ojos, a los labios—.  ¿Mhm?

Dudó en si hacerlo. Tragó saliva mirándolo.

—No me enamoré de tu cuerpo, Oscar. Quiero decir, eso también, viene contigo. Pero me enseñaste a amar tu alma, me mostraste un lenguaje secreto que no he podido hablar con nadie más. —Le acarició la cara, tomándola entre sus manos gráciles—. Yo no me enamoro de cuerpos, no es suficiente. Quiero poder sentirme abrazada en tu inteligencia, en cada verso que puedas dedicarme, en cualquier... Filósofo privilegiado y misógino que te recuerde a mi. 

Sonrió con él, llorando de emoción.

"Yo también estuve loco por un hombre, hace unos años. Se llamaba Oscar. Me pareció ver en él mi cerebro gemelo, mi alma gemela". —Citó, soltando una risita contra sus labios—. 

Él besó su sonrisa, sosteniendo su rostro dibujado por Botticelli. Sus grandes manos trazaron su cuerpo como si quisiera esculpir a Afrodita, anhelándola, buscando en ella la redención. El amor perdido y marchito por la maldición del tiempo.

—Pero yo no soy como antes. —Sonrió Ava para romper ese beso, mostrando una hilera de dientes blancos—. No tengo... Los pechos tan arriba, ni la piel tan tersa.

—No me importa.

—Y me duele la espalda, no puedo aguantar tanto.

—Yo tampoco.

—Tengo celulitis en los muslos, estrías nuevas, y estoy cansada todo el rato. —Sonrió con lágrimas en sus pupilas—.

—¿Te he dicho que estás preciosa y hueles a cielo?

—Sigo siendo VIH positivo. —Negó con la cabeza. Sus pendientes se mecieron—. 

—Yo aún tengo asma. —Le sonrió él suavemente—.

—¿Y fumas?

Él asintió.

—Y fumo.

—Entonces no han cambiado tanto las cosas, profesor. —Susurró con pesadez, acariciándole los hombros—.

Ladeó la cabeza lentamente, casi pidiéndole ese beso. Y se ahogaron en la esencia del otro, como si quisieran beber de un recuerdo borroso. Recuperar quiénes fueron, poder escribir un nuevo destino. Pero según Heraclito, ningún hombre podía cruzar el mismo río dos veces. Porque ni el hombre ni el agua serían los mismos.

Ava empujó la puerta de su habitación con la espalda, aferrada aún a sus labios, bebiendo de sus besos. Oscar ciñó las manos alrededor de su cintura, pegándola a él, chupando sus labios con impaciencia. Embriagado de su olor, de su cuerpo de mujer, del gloss que ahora también manchaba sus labios.

Cerraron la puerta distraídos, y Ava lo miró con ojos perezosos antes de volver a besarlo, resbalando por la saliva y el deseo. Le tocó el pecho, el abdomen, los brazos... Sin saber dónde tocar. Queriéndolo todo a la vez.

Se quitó los tacones, y él la tomó de la cintura sin esperar.

—Mucho mejor. —Gruñó sobre sus labios, volviendo a ser más alto que ella—.

Enredó una mano en su nuca, besándola con pasión en una búsqueda de consumirla. Subió la mano por su vientre, tomando su pecho sobre la ropa, provocando que gimiese sobre su boca. Se agachó para besarle el cuello, las clavículas, bajando por su piel hasta ahogarse en su escote, con hambre. La empujó contra la pared. Ella volvió a gemir en voz baja, permitiendo a su cuerpo tenso descansar, y sus piernas flaquearon cuando la pegó a él, atrapando la piel blanda de sus pechos entre los dientes. 

Ava quiso quitarse el vestido, llegando apenas a la cremallera, y Oscar se separó con un jadeo ronco, dándole la vuelta para ayudarla. Bajó la cremallera, descubriendo su espalda desnuda, y volvió a acercarse para besar cada lunar desperdigado, uniéndolos como constelaciones bajo sus besos. Se arrodilló, bajando hasta que ese vestido caro no fue más que un jirón de tela a sus pies. Ella quiso girarse, pero apretó una mano en su columna para mantenerla de cara a la pared.

Oscar subió los labios por sus piernas, su espalda, ni un resquicio quedó intacto. Lamió una franja entre sus muslos, rastrillando el tacto duro de su barba, notando su calor sobre los labios. Sin paciencia coló un dedo bajo sus bragas, haciéndolas a un lado para hundirse en ella. Trazó un camino desde su clítoris hasta su coño con la lengua, sorbiendo y chupando sus pliegues desesperadamente calmado. Disfrutándolo. Ava apoyó las manos en la pared, reteniendo un jadeo en sus pulmones hasta que le escoció el pecho. 

Todos sabían que Vianne era VIH positivo. Era una figura pública, muy pública. Y todos sabían que su relación con la enfermedad se había reducido hasta ser indetectable.

Se sumergió en ella como un hombre enamorado. Para servir y entregar, follándola con su lengua, sus labios y dientes. Proclamando unos ruidos lascivos entre sus piernas.

—Oh, Dios... —Gimió ella en voz baja, poniendo los ojos en blanco—. 

—¿Vuelvo a ser Dios?

—No. No, no, no. Oscar, no hagas esto. —Pidió, en un gemido delicioso que se enredó en su súplica—.

—Por favor —Susurrando aplastó la lengua contra su clítoris y la probó otra vez, haciéndola estremecer—. ¿Qué pasa? ¿No estás acostumbrada?

—M-Me da vergüenza... —Apoyó la frente en la pared, con los colores subidos a sus mejillas—.

Él se quitó un pelo de la lengua. 

—¿Por qué?

—Por favor, Oscar, déjalo... —Se giró—.

—Siéntate en mi cara. —La miró de rodillas. Rogando—. Ahora. Quiero que abras las piernas y me dejes comerte el coño hasta que no pueda respirar.

Ava no supo qué contestar.

—¿Qué? —Murmuró—. 

—Te necesito... —Conjuró a su amor, tomándola de las caderas para besarle el vientre, justo bajo el ombligo—. Mucho... 

¿Por qué siempre la sorprendía escucharlo hablar de sexo, si era ella la mujer que quería acostarse con él?

—Per-... Peso quince kilos más que antes.

—¿Y eso le importa al gilipollas con el que sales? He dicho que te sientes. No que te quedes sobre mi cara o te frotes, quiero que te sientes, cariño. Sin miedo.

No le respondió. Y él volvió a besar su vientre, dejando marcas de saliva bajo sus labios. Dirigió dos dedos a su coño, acariciando con las yemas la humedad viscosa que la recubría, mientras besaba su monte de Venus.

—¿Sabes... Cuántas veces he gemido tu nombre? —Ella enterró los dedos en su pelo—. ¿Pensando que eran tus dedos en vez de los míos?

Lo empujó entre sus piernas, permitiendo que él volviese a probar lo mojada que estaba. Cerró los labios alrededor de su clítoris, chupándolo, sin dejar de frotarla con los dedos. 

—Pero no he sabido tocarme como tú lo hacías... —Gimió, débil, tomando sus rizos canosos en un puño—. Joder, ¿cómo haces esto?

—No. No, no puedo. —Se puso en pie, con la mirada nublada y los labios mojados, pidiéndole a suplicas inverosímiles—. Déjame follarte... Por favor, Ava. Esto va a terminar sin que te haya tocado. Déjame recordar lo que es estar dentro de ti...

Ella gimió algo sinsentido, mordiéndose el labio al asentir varias veces. Intentó quitarle el cinturón lanzándose a sus labios, notando su propio sabor en su lengua. Para distraer las lágrimas que empezaban a rebosar en sus ojos, metió las manos entre sus cuerpos pegados, abriendo las palmas de sus manos en el abdomen de Oscar. Sintió cómo se tensaba bajo su frío tacto, y empezó a subir las manos, quitándole la camiseta. Terminó el trabajo una vez que se atascó bajo sus brazos, e inclinó la cabeza para besarle el pecho, picoteando la piel caliente de sus músculos tensos. 

Él se quitó la ropa, y la visión de Oscar en pie al final de la cama le pareció deliciosa. A pesar de su edad, de las estrías blanquecinas en sus brazos fuertes y su pelo canoso, todo en el lucía como un dios. El mero hecho de poder verlo otra vez le provocó un pulso inestable. Tomó aire entrecortadamente mientras descendía su mirada por la piel canela de Oscar, bajando por sus pectorales, resiguiendo la fina línea difusa de su abdomen, y siguió bajando. Estaba tan dura, con la punta roja y mojada por la necesidad, que golpeaba su bajo vientre, bajo su ombligo. El collar que siempre llevaba, su estrella de David, se encontraba entre sus clavículas. Pero a parte de eso, estaba completamente desnudo frente a ella.

—Pensaba que ya no eras creyente. —Jadeó, con la voz entrecortada—. 

—Mi fe siempre vacila cuando se trata de ti.

—Ven. 

Él se acercó, arrodillándose sobre la cama. Se colocó encima de ella sin paciencia, con su collar colgando sobre la cara de Ava mientras se alineaba con su entrada. La llenó de besos antes de empujar lentamente la gorda cabeza de su polla en el bonito coño de Ava, que goteaba por más, instalándose dentro de ella. Estiró sus pliegues empapados, llenándola con un gemido ronco que salió de su pecho. Puso los ojos en blanco al sentirla apretándose a su alrededor, haciéndolo suyo.

—Oh, joder... Avisa, avisa, avisa. —Se quejó ella con un hilo de voz, aferrándose a los bíceps de Oscar mientras echaba la cabeza hacia atrás—. 

—Perdón. Perdón, ¿te he hecho daño? —Jadeó, retirándose—.

Ella gimió algo por su ausencia, buscándolo a tientas. Deslizó una mano por su pecho, volviendo a atraerlo hacia ella. Sumergida en la calidez de su cuerpo, y el olor de su piel. 

—Hazlo. —Susurró sobre su boca, envolviendo su cuello entre los brazos—. Solo tengo que acostumbrarme.

—Me voy a correr ya si me pides que lo haga tan lento. —Gimió él, empujando sus gruesas caderas hacia atrás—. 

El pecho de Oscar se agitó un poco cuando sintió sus manos suaves, y pequeñas, agarrándolo. Arrastrando la punta rosa brillante contra su coño mojado, deslizándolo dentro de su agujero empapado con más facilidad ahora.

—Eso es. Toma lo que necesites. —Descansó una mano guía sobre su cadera, hasta que se alineó contra él, tomándolo hasta la empuñadura—. Tan buena chica...

Ava sonrió tímidamente, con las mejillas rojas. Y él la cogió de la mandíbula para besarla, tragándose sus sonrisas y reclamándolo todo a la vez. Los labios de Ava eran sorprendentemente suaves, un fuerte contraste con la forma en que él estaba agarrándola de las caderas, deslizando una mano por su muslo para que abriera más las piernas. 

A ella no se le escapó que mucha gente la estaría buscando, pero no quedaba ni un solo pensamiento dentro de su cabeza, solo Oscar, y cómo se sentía y sonaba tan complacido por ella. 

—Te quiero. —Gimió él, hablando sobre sus labios húmedos—. Te quiero, Ava.

—He echado de menos esto. —Sonrió ella entre lágrimas, tomando su rostro entre las manos—. Te he echado tanto de menos...

Oscar se separó unos centímetros de ella y entró de manera lenta, tan lento que Ava pudo palpar cada milímetro. Sin saberlo se aferró a su espalda en un gemido desesperado, acariciando sus cicatrices blanquecinas, leyéndolas como si fueran braille. Hasta que lo escuchó gruñir, y recordó que no podía soportar que las tocasen. A cambio, deslizó las uñas por sus brazos, clavando los dedos en sus bíceps.

Él se inclinó para hundir la cabeza en el hueco de su cuello, oliéndola, dándole todo lo que podía darle. Descendió la boca por su esternón, creando un camino pegajoso por el ligero manto de sudor y saliva, dirigiéndose a uno de sus pechos para morderlo y besarlo, metiéndose un pezón en la boca. Gimió sin poder controlarlo sobre su piel moteada por lunares, embriagado de ella, de su coño y la manera que se apretaba a su alrededor. Nunca nada se sentiría tan bien. Oscar frotó su clítoris con el pulgar y siguió empujando dentro de ella. Fue tan profundo que Ava casi no pudo respirar, sus gruñidos profundos y sus gemidos agudos casi inaudibles flotaban en el dormitorio. 

—Eres preciosa. —Jadeó en su oído, sin aire. Envuelto por cómo se retorcía su cuerpo bajo él—. Tan preciosa... Y te sientes tan bien mientras estoy dentro de ti. Eres el cielo, cariño.

—Por favor, Oscar. —Gimió ella en un susurro, pidiéndolo atormentada—. 

La cama crujía levemente bajo sus embestidas, creyéndose despojado de todo valor cuando ella empezó a tensarse y gritar de placer, precipitándose al orgasmo. Se inclinó sobre Ava, eclipsándola bajo su cuerpo. Admiró de cerca su expresión de placer.

Su cuerpo se tensó y su coño se contrajo alrededor de él. Cerró los ojos con fuerza, palmeando un par de veces el ancho hombro de Oscar antes de clavarle las uñas.

—Oh, joder... A-Ah, joder, joder, ¡joder! —Gritó, casi sin pensar, las palabras salieron de su boca como un canto—.

No tardó en fallar, dejando los ojos en blanco por la sensación, corriéndose sobre él, alcanzando su anhelado orgasmo mientras Oscar seguía penetrándola sin miramientos. 

Él disfrutó de sus gemidos convertidos en balbuceos. Tuvo que cerrar los ojos ante la intensidad, aletargando el clímax para hacerla disfrutar.

—¿Puedo...? 

—Córrete dentro de mi, Oscar. —Jadeó ella, asintiendo varias veces—. Hazlo. 

Soltó un profundo gemido cuando se lo permitió, apoyando la cabeza en su pecho. Con unos cuantos empujones hasta el fondo, Oscar terminó de follarla, y se corrió en lo más profundo de su coño. Notó cómo se descargaba, con los ojos entreabiertos por el placer, y salió de ella con un sonido pegajoso, deslizando unas gotas blancas entre sus pliegues. Cuando ambos bajaron de la nube, con la respiración pesada y una fina capa de sudor sobre sus cuerpos, se dejaron caer sobre la cama.

Un hilo de humo decoró la habitación. Ambos estuvieron sentados, con la espalda apoyada en el cabecero, y una sábana oscura para cubrirse. Se habían follado con tanta necesidad, que ahora se sentían vacíos, extrañamente en paz con el ruido de sus mentes. 

Oscar acercó el cigarro a su boca, sosteniéndolo con dos dedos húmedos y venosos. Y Ava tenía la mirada perdida en la pared frente a ellos, despeinada y ausente.

No se dijeron nada durante un buen rato. Encontraron paz en su silencio. Ellos solían ser mucho de silencios.

—Me voy a casar. —Dijo ella—.

Oscar asintió, acariciándose los labios con la boquilla del cigarro.

—Creo que he notado el anillo cuando me clavabas las uñas en la espalda.

Ava sonrió tristemente. 

—¿Y cómo es él? —Giró la cabeza hacia ella, exhalando una bruma de humo—. 

—Pues inteligente. Prometedor, amable. Más alto que yo, con buen futuro... Ya sabes, alguien que papá quería para mí. Aunque incluso enfermo nunca se llevó bien con William. Por eso supe que le gustaba.

—A tu padre no le gustaba nadie. Nadie era digno de ti. 

—William es... —Se encogió de hombros—. Bueno. 

—¿Bueno?

—Es virgen. —Soltó, girando la cabeza hacia él—. 

Oscar apretó los labios, riéndose, y soltó una carcajada grave antes de dar otra calada. Ava pensó en lo bien que sentaba tener una conversación sincera con otro adulto.

—¿De qué coño te ríes? Tú hiciste lo mismo.

—Yo era muy religioso, tengo excusa. —Se cruzó de brazos—. ¿Cómo puede quedarse impasible durmiendo a tu lado? ¿Viéndote vestirte cada mañana?

—No ha caído porque yo no he intentado que lo hiciera. —Dijo con voz pesada, robándole el cigarro de los dedos—. Papá era feliz viéndome feliz con un hombre con el que podía tener un futuro. Y eso era más que suficiente. Pero si hubiese podido darle un nieto lo habría hecho sin dudarlo.

Ella le dio una calada, tragando saliva antes de echar el humo por la nariz. 

—Esto no lo hago con la niña delante. —Le explicó—.

El hilo de humo danzó en su mano. Oscar la miró encantado.

—Yo tampoco. 

—No sé qué me pasa. —Susurró ella, con la mirada cansada, perdida—. Estos años he descubierto que beber me hace feliz un rato, y que fumar me calma. ¿Cómo se supone que funciona esto?

Él tomó la pausa de un suspiro.

—¿Vuelves a tomar pastillas?

Ava no le respondió. Siguió asediada en su silencio. 

—William no sabe mi nombre. —Murmuró, solo para que él la escuchase—. Nadie sabe cómo me llamo. ¿Sabes lo difícil que ha sido? Hablar de cada cicatriz, entrenarme para no ponerme a llorar frente el público cuando me preguntan qué sentía cuando me violaron por primera vez. 

Su voz se apagó, manchando sus labios por dos lágrimas densas. Y Oscar se quedó para escuchar su dolor.

—No soporto ver mi cuerpo todo el día, y debo llevar vestidos y modelar en ropa interior porque soy "un icono del feminismo". —Se secó las lágrimas—. Es como si no fuese yo. Lo veo todo a través de mis ojos pero no soy yo, es otra persona. Es Ava. Vianne está muerta y se están follando su cadáver, joder. 

Sollozó con un hilo de voz, rota. Oscar pasó un brazo sobre sus hombros, empujándola hacia su pecho. Consolándola con el calor de su cuerpo, con la sensación de protección que le brindaron sus brazos cuando la sostuvo con firmeza.

—No quiero ser ella, quiero volver a no ser nadie, quiero volver a nacer... Quiero a papá, Oscar. Quiero que vuelva. —Declaro llorando, desesperada—. No puedo vivir sin él.

—Sí que puedes. —Susurró, besando la parte superior de su cabeza—. 

—¿Cómo? Dime cómo. Dime cómo aprendo a vivir sin volver a escuchar su voz, sin volver a abrazarlo, sin tenerlo a mi lado. —Gimió con dolor, empapada en lágrimas—. Me quiero morir, Oscar. 

—Él decidió que ya era hora de irse. —Siguió susurrándole para tranquilizarla, meciéndola suavemente—. 

—Lo he matado. —Suplicó con un hilo de voz, aferrándose a sus brazos—. 

—No, cariño. Tú no has hecho nada mal. 

—Todo lo que me queda de él es Lydia. —Levantó la cabeza para mirarlo, con la visión borrosa por la tristeza. Buscando en él un consuelo—. 

Oscar la miró a los ojos, borrando sus lágrimas con el pulgar.

—Pues yo lo veo cada vez que te miro a ti. —Le contó, con voz suave—. En cada sonrisa que sale de tu boca, aunque sea falsa. En la manera que tienes de abrazarme, o hablarme. Me da rabia lo mucho que me recuerdas a él.

—Papá te quiso. Muchísimo. —Susurró sin fuerza, cerrando los ojos al apoyar la frente en la suya—. Cuando escogió irse, ya no estaba enfadado contigo.

Él suspiró pesadamente, impactando su aliento sobre los labios de Ava.

—No te vayas, Oscar. —Le pidió de nuevo, acariciándole la cara. Tan cerca, que él volvió a besarla, saboreando el dolor de sus palabras—. 

—No me voy, cariño. A ningún sitio.

Ella lo miró perdidamente a los ojos, de un marrón oscuro tan profundo.

—Tengo que estar con William. —Le susurró—. No puedo permitir que la prensa me persiga más y hacer que acosen a Lydia... Tengo que casarme con él. 

Oscar la miró a los ojos, siendo consciente de qué le pedía. Repasando su moral, su ética, cada recoveco de su alma que se convertiría en remordimiento. Y pensó en el dolor que lo fragmentó cuando descubrió que Julie lo había engañado con otro hombre.

—No me importa.

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