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Marina cambió sus ropas y rehízo su trenza, mas no dejó su cabina hasta que su oído le indicó que los preparativos para un posible enfrentamiento habían finalizado. Entonces salió con paso firme y subió sin prisa al puente de mando, donde Morris la aguardaba.

Todos los piratas se volvieron hacia ella una vez más y un silencio significativo acalló hasta el último murmullo. Había algo especial en ver esa figura vestida de negro en el puente de aquella nave. Recordándoles que era la hija de un hombre legendario, que capitaneaba un barco legendario, con la espada de otro hombre legendario ceñida a su costado. Provocaba una sugestión de la que ninguno de ellos era capaz de sustraerse.

En esta ocasión, Marina no les dirigió ninguna sonrisa. Sabía que lo que ocurriera a partir de ese momento definiría si tenía alguna posibilidad de seguir navegando. Era su única oportunidad para ganarse el respeto de aquellos hombres fieros y con pocos escrúpulos.

—¿Cómo vamos? —preguntó, a nadie en particular.

—Los tendremos a tiro en menos de una hora, perla —respondió Maxó desde el timón, listo para asistir a De Neill.

—Seguid guardando un resto. Cuando estemos a tiro, haremos un disparo de advertencia y luego soltaremos todo el paño, para que no tengan oportunidad de escapar. —Los ojos negros de la muchacha se movieron por los rostros curtidos que se alzaban hacia ella—. Si el mercante se rinde, iremos al abordaje en los botes. Y cuando nos hayamos cerciorado de que no hay peligro, llevaremos el Espectro hasta su flanco. Nos abstendremos de toda violencia evitable. Nadie maltratará a un solo miembro de esa tripulación ni del pasaje. —Hizo una pausa para darles oportunidad de asentir—. Los encerraremos en la bodega y tomaremos todos los objetos de valor que hallemos abordo, al igual que cualquier arma y munición que encontremos, y tomaremos el largo. Recordad estas instrucciones, para no perder tiempo luego preguntando qué os toca hacer.

—Sí, perla —respondieron todos.

Marina frunció el ceño, ladeando un poco la cara como si no los hubiera escuchado.

—¡Sí, perla! —gritó Briand, y todos lo corearon.

—Una sola advertencia he de haceros, caballeros —añadió ella, y todos percibieron un filo en su voz—. No toleraré desobediencias. De modo que si alguno de vosotros planea pasarse de listo y guardarse una joya, tocar una mujer o golpear sin motivo a un hombre, que no se moleste en regresar a bordo, porque lo azotaré yo misma hasta que me ruegue que lo arroje al mar. ¿Habéis comprendido?

—¡Sí, perla! —gritó Maxó con el puño en alto, y los demás lo imitaron de inmediato.

Marina se permitió una sonrisa tensa y retrocedió hasta donde Morris la recibió con sonrisa satisfecha.

—Bien dicho, perla.

—Ahora debo sostenerlo —replicó ella—. Me han hecho un voto de confianza al enrolarse conmigo. Hoy debo ganarme también su respeto.

—Pues comienza confiando tú en ellos —terció Morris con un guiño. 

Tal como Marina predijera, apenas el Espectro saludó al mercante con un cañonazo de la batería de proa y mostró la bandera negra junto a la francesa, el mercante se rindió. El Espectro desplegó todo el velamen y pareció saltar sobre el barco indefenso, alcanzándolo en cuestión de minutos.

Marina dejó a Briand a cargo y encabezó con Morris la partida de abordaje en tres botes cargados de piratas armados hasta los dientes. Abordaron el mercante sin hallar resistencia. La tripulación se había reunido en torno al palo mayor, y todos alzaron las manos para mostrar que estaban desarmados.

Marina ordenó realizar un disparo de mosquete para que Briand supiera que era seguro traer el Espectro. Entonces se acercó a la tripulación, que aguardaba rodeada por piratas armados con mosquetes, liderados por Maxó. Los marinos contemplaban asombrados la eficiencia y rapidez con que los filibusteros se desplegaron por todo el barco, sin violencia, sin gritos, y sin vacilar tampoco. Maxó permitió que el capitán se adelantara dos pasos hacia Marina, que no había desenvainado su espada y se detuvo ante él con las manos cruzadas tras la espalda.

Su corazón latía como un tambor en su pecho, consciente de que todas las miradas de ambas tripulaciones estaban en ella, observando cómo se conducía. No tenía dudas sobre lo que haría. Sólo rezaba para que a sus hombres no les pareciera una tontería y renunciaran a su puesto en el Espectro tan pronto como regresaran a Tortuga.

El capitán español se disponía a hablar cuando su cerebro terminó de procesar lo que sus ojos le indicaban a gritos: estaba ante una mujer. Una mujer pirata. Y esa mujer estaba al mando.

—Se-señora... —murmuró, inclinando la cabeza para tocarse el sombrero. Intentó un torpe chapurreo en francés—. Somos sólo veinte de tripulación y diez pasajeros, y... Sólo quería rogaros... Apelar a vuestra bondad... Pediros que no dañéis...

Marina le dirigió una sonrisa benévola, como si estuviera frente a un niño un poco lento, y le habló en español.

—Vuestro barco y vuestras vidas os pertenecen, capitán. Y mientras no pequéis de temerarios, no tenéis nada qué temer. Tan pronto como hayamos trasbordado vuestras pertenencias de valor, sois libres de proseguir vuestro rumbo.

El capitán no disimuló su sorpresa, y alzó la vista hacia Morris en busca de confirmación. Marina lo hubiera abofeteado. El imbécil necesitaba que otro varón le dijera que la palabra de la mujer tenía algún valor. Al parecer, la expresión de Morris surtió el mismo efecto que la bofetada que ella había contenido.

—Lo siento —murmuró el hombre, bajando la vista avergonzado.

Marina optó por dejar pasar su falta de respeto. —Decidme, capitán, ¿hay mujeres entre el pasaje?

El hombre frunció el ceño con repentino temor. —S-sí... Dos.

Marina cruzó una mirada fugaz con Morris, que le hizo una seña a Maxó. El pirata se apresuró bajo cubierta sin una palabra.

—¿Cubrís regularmente la ruta entre Honduras y Cuba? —inquirió.

—Sí, señora.

—Os haré un encargo, entonces. Si cruzarais caminos con vuestra Armada de Barlovento, por favor hacedle saber al capitán del León que el Espectro lo busca.

El hombre retrocedió un paso involuntariamente. —¡El barco del Fantasma! —susurró atemorizado.

Marina le obsequió otra sonrisa benévola. —Me alegra que recordéis a mi padre. Ahora permitid que mis hombres os lleven bajo cubierta con vuestra tripulación.

El hombre sólo pudo asentir antes de que Morris lo hiciera retroceder a reunirse con los suyos. Los piratas los condujeron hacia las escotillas.

Marina permaneció en el mercante, cerciorándose de que todo se hacía como ella dispusiera, y tuvo que reconocer que su tripulación superaba ampliamente sus expectativas. Tanto los que navegaran en el Soberano como los que llegaran de otros barcos se comportaban de tal manera que no precisaban recurrir a la violencia para lograr su cometido.

Cuando la última pistola y el último anillo con un rastro de oro fueron trasladados al Espectro, Marina ordenó la retirada y cruzó última por la plancha que hiciera tender Briand entre ambos barcos, ordenando cortar los cabos que los unían al mercante.

Esa noche permitió que los piratas tuvieran ración doble de ron y luego de cenar salió de la cabina con Morris y Briand para unirse a los que se divertían sobre cubierta. Oliver la vio venir y acometió una tonada rápida y alegre con la flauta. Charlie Bones lo siguió con el violín. Maxó le hizo una cómica reverencia y le tendió una mano.

—¿Me concederías esta pieza, perla?

Marina había cambiado su ominoso atuendo negro por un pantalón pardo, una de sus casacas sin mangas y sus sandalias de cuero. Aceptó riendo y bailó con Maxó en medio de la ronda que formaron los piratas, que batían las palmas y reían con ella.

Cuando Oliver se quedó sin aliento y a Bones le dolían los dedos, no tuvieron más alternativa que dar por terminada la danza. Marina y Maxó se detuvieron al fin, jadeantes y mareados de tanto girar.

—¡Viva la capitana! —gritó De Neill, alzando su vaso— ¡Viva la perla!

—¡Viva la perla! —corearon todos sin vacilar.

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