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Cecilia probó su té sin prisa, esperando en vano que su hermano o su hija rompieran el silencio. Al fin alzó la vista hacia ellos. Al otro lado de la mesa, Marina parecía hundida en su silla, pálida y abatida, los ojos bajos. En la cabecera, Wan Claup actuaba como si desayunara solo, la mirada fija en la ventana al otro lado del comedor.

—¿Tendríais a bien explicarme qué ocurre? —preguntó Cecilia con suavidad.

Wan Claup se volvió hacia ella como si acabara de percatarse que estaba allí. Su mentón señaló a Marina. —Lo que ocurre es que tu hija se escabulle a encontrarse con muchachos en el granero en medio de la noche. Y se disfraza de hombre.

—Ya veo —asintió Cecilia, tan seria como él, y enfrentó a su hija—. Me alegra que no hayas arruinado tu vestido nuevo; los pantalones son mejores para practicar esgrima. Pero no sabía que había alguien más con Morris y contigo.

Los otros dos no ocultaron su sorpresa al escucharla.

—¿Lo sabías? —la acusó Wan Claup, incrédulo y ofendido por igual.

Cecilia le sonrió, sin dejarse amilanar por su ceño adusto. —Ésta es mi casa y Marina es mi hija. Por supuesto que lo sabía.

— ¡Y lo permitiste! ¿Cómo pudiste hacer algo así?

Cecilia sostuvo su mirada con un destello de rebeldía en sus ojos claros. Sus labios se separaron como si fuera a hablar, mas se contuvo. Wan Claup miró brevemente a Marina.

—Déjanos —ordenó, en un tono que no admitía réplicas.

La niña hubiera dado cualquier cosa por quedarse, pero conocía sus límites. Asintió y dejó el comedor sin una palabra. Wan Claup aguardó a escuchar el pestillo de la puerta para volver a enfrentar a su hermana. Cecilia demoró un momento en hablar, procurando que su tono fuera gentil y sereno.

—Tú pasas poco tiempo con nosotras, hermano, y comprendo que aún no puedas verlo. O tal vez no quieres hacerlo, porque no es sencillo lidiar con los cambios del fin de la infancia. Pero Marina no es una niña común. Tiene nuestra sangre y la de Manuel. Semejante mezcla jamás podría concebir una criatura simple y dócil. Ella tiene fuego en el corazón y una imaginación inquisitiva. Necesita mucho más que sus tareas de punto y de cocina. Y puedes estar seguro que no sueña precisamente con desposar a un hombre quince años mayor y pasar el resto de su vida dándole hijos y fregando sus camisas.

Wan Claup la escuchó sin interrumpirla. Cuando calló, alzó una sola ceja, como si de pronto hubiera descubierto que su hermana había perdido la razón y no estuviera seguro si convenía provocarla. Cecilia esbozó una sonrisa fugaz.

—Vi sus cardenales y remendé su vestido desgarrado después de lo que pasó con esos muchachitos, por eso le procuré los pantalones y las botas. No sabía a quién acudiría, aunque imaginé que sería Morris o Laventry. —Suspiró con una mueca apenada—. Creí que las lecciones de Fray Bernard serían distracción suficiente. Estaba equivocada.

—¿Lecciones...? —repitió Wan Claup, sospechando lo peor.

Cecilia volvió a sonreír, previendo su reacción. —Fray Bernard le enseñó a leer y escribir el año pasado.

Wan Claup se envaró. —¿Marina sabe leer? —susurró, como si se tratara de un secreto vergonzoso.

—Sí, y desde entonces aprende español e inglés. Imagino que pronto comenzarán también con alemán.

Wan Claup movió los labios, incapaz de articular palabra, y Cecilia se permitió reír por lo bajo.

—Por favor, hermano. Esto es Tortuga. Cualquier mujer del puerto habla cinco idiomas. ¿Por qué no tu sobrina?

—¡Porque jamás será una mujerzuela! —logró responder Wan Claup.

Cecilia alzó las cejas con una expresión que lo redujo a un silencio ultrajado.

—Hablas como si fueras el hijo perdido de una duquesa —terció ella, sin molestarse por suavizar su sarcasmo.

—¡Madre no era una prostituta!

—Por supuesto que no. Pero no actúes como si hubiera huido de Nantes contigo en brazos para terminar aquí, vendida como esposa del viejo Wan Claup y su compañero Fabrice, porque su vida era feliz y acomodada.

—¿Ahora me darás una lección de historia familiar? —preguntó Wan Claup en un gruñido rabioso.

—Cada vez que necesites recordarla, hermano. Recordar que llevamos el apellido de un hombre que ignoramos si fue mi padre, y que sabemos no era el tuyo, pero nos crió como si lo fuera. Y que mi destino habría sido una taberna del puerto si Manuel no hubiera pedido mi mano antes de que me reclutaran.

—¿Y allí es donde quieres que vaya a dar tu hija?

Cecilia suavizó su tono y le palmeó la mano, intentando calmarlo. —No, pero así como el viejo Wan Claup nos enseñó a leer y escribir, y Fabrice siempre se las componía para traernos libros, quiero darle la misma oportunidad a Marina. Porque mantener su inteligencia en la oscuridad es un verdadero pecado. El problema es que el estudio es demasiado pasivo para su sangre inquieta. Estoy pensando en contratar un tutor que le enseñe esgrima, y también a montar. Tú podrías recomendarme a alguien de confianza.

—¡Es una niña, Cécile! —exclamó Wan Claup, sin dar crédito a sus oídos—. ¿Caballos? ¿Esgrima? ¡Aún si te permito que sigas echándola a perder, nadie se rebajaría a enseñarle cosas de hombres a una niña!

Fue el turno de Cecilia de envararse, ofendida.

¿Echarla a perder? —exclamó, luchando por controlar su enojo.

—¡Sí! ¡Echarla a perder! ¿Qué será de ella si sigues consintiéndola? ¿Quién querrá casarse con una mujer que lee, escribe, habla otros idiomas?

—A Manuel nunca le importó que yo supiera leer. Por algo me pidió que le enseñara, y quiso que yo aprendiera español. Y si en verdad consintiera a Marina como dices, la ayudaría a hacerse pasar por muchacho y enrolarse en cualquier tripulación que la acepte.

—¡Suficiente!

La mano de Wan Claup aterrizó en la mesa con tanta brusquedad que hizo temblar la vajilla. Se puso de pie y salió del comedor a largos trancos.

Cecilia lo vio marcharse meneando la cabeza apenada.    

Marina ayudaba a Colette y Tomasa en la cocina cuando vio pasar a Wan Claup hacia las cuadras, gruñendo y mascullando. Un momento más tarde lo vio salir a caballo, sus facciones aún contraídas de disgusto. La niña dejó lo que estaba haciendo y corrió en busca de su madre.

—¡Vi salir a mi tío, y se veía tan enfadado! —exclamó angustiada—. ¿Es por lo que hice anoche?

Cecilia le sonrió con dulzura. —No, hija, no te preocupes. A los hombres les cuesta recordar que nuestras vidas continúan mientras ellos recorren el mar.

La respuesta no tranquilizó a la niña, y Cecilia la llevó a la biblioteca.

—Ten —le dijo, dándole un libro—. Fray Bernard quería leerlo. Ahora ve a cambiarte, o llegarás tarde a tus lecciones.

—¿Ir a la iglesia? ¿Ahora? ¿No puedo ir por mi tío? Estoy segura de que lo encontraría en el astillero. Y podría disculparme con él.

—¿No te disculpaste ya?

—Sí, por supuesto que sí. Anoche. Pero...

—Entonces déjalo correr, Marina. —Cecilia le acarició la cabeza, conmovida por su agitación—. Insistir con el tema sólo alimentaría su enfado. Dale oportunidad de serenarse.

La niña suspiró con una mueca.

—Vamos, hija. Fray Bernard espera.

Wan Claup no se dejó ver en todo el día, y regresó a la casa sólo al anochecer. Dijo que ya había cenado y se encerró en la biblioteca. Cecilia decidió que ella y Marina comerían en la cocina, con Colette y Tomasa, como hacían cuando Wan Claup estaba en el mar. La niña apenas probó bocado, y no prestó atención a la conversación de las mujeres, más apesadumbrada aún que por la mañana. Pidió permiso para retirarse apenas pudo. Cecilia la siguió cuando salió de la cocina, y la vio detenerse ante la puerta cerrada de la biblioteca, vacilar y alejarse por el corredor con la cabeza gacha. Apenas la niña entró en su recámara, Cecilia se dirigió a la biblioteca con paso decidido. Golpeó la puerta, aunque no aguardó respuesta para entrar.

Wan Claup bajó su libro al verla, sin el menor rastro de una sonrisa en su rostro. Cecilia encajó la mandíbula y cruzó la habitación para detenerse a sólo dos pasos de él.

—¿Puedo saber qué te ha picado? —preguntó, en el mismo tono que solía utilizar para reprender a su hija.

Wan Claup se mostró sorprendido. —¿A qué te refieres?

—¿Has visto a tu sobrina desde el desayuno? —Él meneó la cabeza—. A eso me refiero.

—Pues ya la veré mañana, ¿verdad?

—Y espero que dejes de actuar como si hubiera cometido un pecado mortal. Buenas noches.

—Estuve con el capitán Feraud esta tarde —dijo Wan Claup antes de que Cecilia alcanzara la puerta—. Hará la última travesía de la temporada en dos semanas. Te recomiendo que comiences los preparativos cuanto antes.

Cecilia giró hacia él. —¿Preparativos? ¿De qué hablas?

—Marina viajará a Francia este mismo año. Ya os he reservado un camarote con Feraud. —Wan Claup bajó la vista para reanudar su lectura, pero la sombra de su hermana se proyectó sobre el libro y se vio forzado a volver a enfrentarla.

—¿Estás corriéndome de mi propia casa? ¡Cómo te atreves! —preguntó Cecilia en un susurro enfadado.

—Por supuesto que no. Puedes estar de regreso en el verano, apenas la pequeña perla esté acomodada.

—¿Acomodada en un convento o con un marido? —Cecilia se irguió con el ceño fruncido—. Mi hija y yo no iremos a ningún lado, Wan. Tú, en cambio, podrías visitar a tu amiga la viuda de Mercier. Tal vez ella logre aclarar esa cabeza tuya, llena de tonterías.

Él suspiró. —Lo hago por su bien, Cécile. Confía en mí.

Ella soltó una risa amarga. —¿El bien de quién, hermano? Tú ya no sabes quién es tu sobrina. O quién soy yo, si vamos al caso. No es tu culpa, lo comprendo. Pero a ti te toca comprender que unas pocas semanas al año con nosotras no son suficientes para percibir todos los cambios a tu alrededor. Fíjate que aún me llamas por mi nombre de doncella. Hace quince años que dejé de ser Cécile Wan Claup, hermano. Soy Cecilia de Velázquez, y lo seré hasta el día de mi muerte. Y te digo que no enviaré a Marina a Europa para condenarla a una vida de infelicidad. —Volvió a darle la espalda y a encaminarse hacia la puerta—. Dale mis saludos a Madame Mercier. Tal vez sea mejor que te alojes con ella hasta que vuelvas a zarpar.

Cecilia dejó a Wan Claup digiriendo sus palabras y se dirigió a su habitación.

Tomasa, con su discreción habitual, le llevó un té de hierbas. Mientras el ama de llaves la ayudaba a desvestirse, Cecilia oyó a su hermano salir a caballo de nuevo y permitió que un hondo suspiro escapara de sus labios.

Wan Claup regresó entrada la noche. Llegaba de ver a Laventry, no a la viuda de Mercier, y la risa burlona de su amigo parecía resonar en su cabeza. Para su sorpresa, Laventry le había dado la razón a Cecilia y lo había llamado necio y obcecado.

—Por supuesto que la pequeña perla me pidió que le enseñe a usar una hoja. Más de una vez. También quiere que la acepte de grumete en el Águila. ¿Qué esperabas? Es la hija del Fantasma, hermano. ¿Qué más podría desear? Confía en Cecilia. Es su madre y sabe mejor que nadie lo que nuestra niña necesita.

El mozo de cuadra lo aguardaba dormitando, y se hizo cargo de su caballo apenas se detuvo frente a las cuadras.

—Gracias, Claude. Buenas noches —dijo Wan Claup en voz baja, y entró de puntillas en la casa, procurando no despertar a nadie.

Para encontrar luz en la cocina, en el corredor y en los dormitorios de su hermana y su sobrina. Estuvo a punto de chocar con Tomasa, que salía de la cocina con una jarra de agua fresca y paños.

—¿Qué sucede?

—Es la niña, señor —respondió la negra apenada—. Está que vuela de fiebre. Es lo mismo que esa noche. Quiera Dios que no haya ocurrido otra desgracia.

Esa noche. Tomasa se refería a la noche en que el Fantasma enfrentara por última vez a Diego Castillano. Cecilia le había referido que la niña había despertado afiebrada en medio de la noche, llorando y llamando a gritos a su padre. Comparando relatos, los hermanos habían llegado a la conclusión de que eso había ocurrido a la misma hora que Manuel Velázquez caía herido de muerte.

Se apresuró por el corredor, despojándose de su capa y su chambergo por el camino, un mal presentimiento agriando su boca.

Cecilia reconoció sus pasos y salió a recibirlo.

—¡Al fin llegas! Estaba por enviar a Claude a buscarte.

—¿Qué ocurre?

Cecilia le indicó a Tomasa que entrara al dormitorio de Marina con las cosas que traía y apoyó una mano en el pecho de su hermano, deteniéndolo.

—Marina te necesita, hermano. Es la primera vez que me despierta su llanto desde la muerte de Manuel. Ve con ella e intenta reconfortarla. Pero por lo que más quieras, no menciones Francia. No le he dicho nada al respecto. De lo contrario se habría fugado, y en lugar de encontrarla llorando por la madrugada, en la mañana habríamos hallado su cama vacía.

Sus palabras parecieron empujar a Wan Claup hacia la puerta entornada. Halló a su sobrina echa un ovillo en la cama, llorando y temblando con la cara aplastada contra su almohada empapada. Tomasa llenaba la jofaina sobre la mesa de noche y ponía en remojo los paños para refrescarla.

—¡Marina! —exclamó Wan Claup, apresurándose a su lado.

La niña alzó la cabeza, lo vio y le tendió los brazos sollozando. Él la estrechó contra su pecho y besó la frente ardiente.

—¡Perdóname, tío! ¡Por favor, perdóname! —gimió Marina, empapando su chaleco en lágrimas—. ¡Prometo portarme bien! ¡Haré lo que quieras! ¡Pero por favor, perdóname!

—Ya, mi perla. No llores —susurró Wan Claup, conmovido—. No hay nada qué perdonar, mi niña. Serénate. No necesitas pedir perdón. Eres mi pequeña perla y te amo, ahora y siempre.

La niña se estremeció entre sus brazos, incapaz de contener su llanto desconsolado.

Desde la puerta, Cecilia le indicó a Tomasa que se retirara y salió tras ella, dejándolos solos.     

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