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Morris guió su caballo ladera abajo tan lejos como pudo. Marina lo seguía de cerca. Desmontaron y ataron los caballos a un árbol enjuto, que creciera inclinado por el viento constante que soplaba desde el océano. Desde allí continuaron a pie. El sendero serpenteaba entre las rocas hacia la cala diminuta que se abría en medio de la escollera oriental. Morris ayudó a la muchacha a saltar a la estrecha franja de arena que bajaba hasta el agua.

Marina se adelantó hacia la orilla, admirando aquél recóndito paraje de la isla. Las rocas cercaban la cala por ambos lados, como brazos que se desprendían de la colina, con altura suficiente para ocultar lo que había al otro lado. Se adentraban varios centenares de metros en el mar, cuyo azul oscuro delataba su profundidad, aun tan cerca de la costa. Entonces descubrió el enorme bulto oscuro que parecía recostado contra la escollera a su derecha. Sus ojos se abrieron de asombro al darse cuenta de que se trataba del casco de un barco encallado.

Morris se detuvo a su lado y lo señaló. —Es increíble que aún siga allí después de diez años.

—¿Sabes qué le ocurrió? ¿Quién intentaría tocar tierra aquí?

—Nadie, perla. Nosotros mismos lo trajimos, y lo encallamos allí a propósito, para evitar que se hundiera tan pronto.

Ella lo enfrentó interrogante. La sonrisa de Morris se hizo melancólica, sus ojos claros recorriendo las líneas esbeltas del barco.

—Es el Espectro, Marina —dijo, bajando la voz—. El barco de tu padre.

Los ojos de la muchacha regresaron a los restos del casco, al tiempo que una súbita ansiedad parecía presionar su pecho, agitándola.

—¿El Espectro? —resolló—. ¿Qué hace aquí?

—Sepultamos a tu padre en el mar, de modo que el Espectro era el único recuerdo de él que le quedaba a tu madre. Mas ella no quería que volviera a navegar, ni que quedara pudriéndose en el puerto, a la vista de todos. A lo que sé, tus padres solían encontrarse en esta playa. Por eso tu madre nos pidió que trajéramos al Espectro aquí. Lo encallamos de tal forma que las rocas lo mantuvieran a flote y desmontamos la arboladura. —Morris suspiró—. Tu madre decía que tu padre había pasado tanto tiempo a bordo, que conservarlo era mejor que visitar una tumba, porque su espíritu estaba en cada tabla del barco.

La brisa hizo que Marina advirtiera el trazo húmedo de las lágrimas que resbalaban por sus mejillas. No se había dado cuenta que lloraba.

—¿Hay alguna manera de abordarlo?

—Con la bajamar se puede ir andando por la escollera.

Marina bajó la vista y comprobó que las olas recedían poco a poco. Morris le indicó que retrocedieran y se sentó en la arena. Miró hacia atrás, al sol que resbalaba hacia el oeste.

—Todavía falta al menos una hora —sonrió, invitándola a sentarse a su lado.

Permanecieron largo rato en silencio, perdidos en sus propios pensamientos.

—¿Crees que alguna vez podré navegar? —inquirió Marina, su vista cautiva del barco abandonado.

Morris la miró de soslayo, sonriendo. —¿Quieres decir como tripulante en vez de pasajera? No, perla, no lo creo. Nadie aceptaría a una mujer abordo. Es de mal agüero.

—Imagino que eso no incluye a las muchachas del puerto —terció ella, burlona.

—Ellas no navegan con nosotros —señaló él, muy serio.

—Yo subo a bordo del Soberano cada vez que entráis a puerto.

—Tú tampoco navegas con nosotros. Y eres la sobrina del dueño del barco.

Marina suspiró pensativa, moviendo los dedos sobre la arena aún tibia.

—¿Y si yo fuera la dueña del barco? —preguntó de pronto.

Morris rió suavemente. —¿Qué dices, perla? Veamos. Digamos por un momento que el capitán perdiera la razón y te permitiera comprar y armar un barco. Y que tu madre estuviera de acuerdo. ¿Quién se enrolaría contigo, fuera de viejos borrachos, lisiados y holgazanes inútiles que no son aceptados en ninguna otra tripulación? —Volvió a reír, divertido—. Vamos, Marina. Los verdaderos marinos no están dispuestos a darle órdenes a una mujer, ¿y tú crees que aceptarían recibirlas de una?

Marina frunció el ceño un momento. —¿Y si me disfrazara de varón? Podría hacerme pasar por un jovencito de fortuna que acaba de llegar del Viejo Mundo.

Ahora Morris rió con ganas. —¿Y quién no te reconocería? Y aun si fueran tan ciegos para no descubrir el engaño, nadie se pondría a las órdenes de un desconocido inexperto. Todos nuestros capitanes importantes han navegado desde que eran chavales, Marina. Se hicieron hombres fregando cubiertas y atendiendo el velamen, avanzaron de a una promoción por vez. Y los que se enrolan a navegar con ellos saben si son recatados o audaces, si van a la presa segura o buscan la batalla porque les gusta el peligro, si conocen sus estrellas y sus vientos para enfrentar una tormenta y volver con los calzones secos.

—Ya veo —murmuró la muchacha, desanimada.

Morris señaló el barco para distraerla. —Ven. Si no te importa mojarte los pies, ya podemos llegar.

La guió por el filo de la escollera, saltando de piedra en piedra. Cuando llegaron frente al casco, se quitaron las botas y se hundieron en el agua. Apenas les cubría los tobillos, aunque les lamía las rodillas al alcanzar la obra muerta, descascarada y carcomida. Los escalones empotrados en el casco estaban medio podridos, y Morris trepó primero para cerciorarse de que soportarían el peso. Marina fue tras él con agilidad y se le unió junto a la borda.

Poco quedaba de la cubierta, y desde donde estaban, podían ver el agua que llenaba la bodega, meciéndose al mismo ritmo que el oleaje manso de la cala. Entonces alzaron la vista juntos hacia las ruinas de lo que fuera el puente de mando. Y retrocedieron al mismo tiempo. Tras ellos, el sol tocaba ya las colinas, y una extraña fluctuación de la luz que llegaba oblicua pareció proyectar una sombra ahí arriba. Fue sólo un instante, pero los dos hubieran jurado que habían visto la silueta de un hombre de ropajes oscuros, de pie junto a la rueda rota del timón.

—¡Diantre! —gruñó Morris, dominando su miedo instintivo.

Marina permaneció inmóvil, sobrecogida. Sus ojos volvían a llenarse de lágrimas. Y esa ansiedad desconocida parecía ahogarla otra vez. Era un anhelo lleno de nostalgia, como si echara desesperadamente en falta algo que amaba y necesitaba. Pero no habría podido decir qué aunque su vida dependiera de eso.

Morris la observó enfrentar la salida de la cala, los ojos brillantes fijos en el mar tras el puente de mando. Entonces fue la mano de la muchacha sobre la borda lo que capturó su atención. Se deslizó un poco hacia adelante y de nuevo hacia atrás, como acariciando la madera. Y un escalofrío corrió por la espalda del joven al ver a Marina palmear la borda suavemente, con gesto distraído. Dos veces.

Una oleada de recuerdos lo asaltó, de cuando era apenas mayor que Marina, un marinero entre cien más a bordo de ese mismo barco. Y en lo que su corazón tardó en latir tres veces, su memoria desenterró todas y cada una de las ocasiones en que viera ese mismísimo gesto. Hecho por Manuel Velázquez, el Fantasma.

Un vago temor supersticioso lo inundó. Era imposible que Marina recordara ese gesto de su padre. Morris sabía que nunca lo había visto hacerlo en tierra. Sólo a bordo del Espectro, cuando se tomaba un momento para decidir algo que podría afectar a su barco. Como si lo acariciara para consultarlo, y lo palmeara luego de escuchar su opinión.

Lanzó una mirada de soslayo al puente, donde vieran esa extraña sombra.

¿Era posible que el alma de Manuel Velázquez no descansara en paz en las profundidades del Mar Caribe, como todos creían? ¿Era posible que su alma en pena habitara los despojos de lo que fuera su barco? ¿Era posible que al llevar allí a Marina, la hubiera expuesto a que el fantasma de su padre se prendiera de su espíritu inquieto y dinámico?

Sin embargo, ésta no era la primera muestra de una conexión inexplicable entre padre e hija. Porque se decía que Marina, apenas una niña y en su cama, había sentido morir a su padre en Nueva España, al otro lado del Mar Caribe.

En ese momento el sol desapareció tras la colina y ellos quedaron sumidos en la sombra. Morris volvió a estremecerse.

—Regresemos, perla —dijo, procurando que su voz sonara firme

Marina pareció despertar al escucharlo. Paseó su vista por el barco desierto una última vez y asintió. Encontró los ojos de Morris y esbozó una sonrisa breve.

—Gracias por traerme —dijo con una seriedad inusual en ella, presionándole el hombro con gesto afectuoso.    

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