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Cuando llegué Leviatán estaba sentado en la hamaca de red, tenía el pecho pegado a los muslos, la cara escondida en las rodillas flexionadas y las manos reposando en los oídos. Se lo veía muy pequeñito, lo que, en cierta medida, me hizo sentir peor.

Como nuestra cueva era un monoambiente podía verlo desde la puerta del departamento que era la cocina también. Suspiré y traté de avanzar hacia él, sorteé patos, salté al sillón que enfrentaba el televisor el cual emitía la cerdita que hablaba en marroquí, di un brinco hacia una mesa con revistas de artículos para el baño y de una zancada llegué a él.

Le levanté la cabeza y lo miré.

No parecía un demonio torturador, se veía como un niño asustado, de ojos acuosos y mejillas empapadas. Estaba llorando. Mierda ¿Qué se supone que debía hacer para animarlo? ¿Romperme un pie? ¿Decir que perdí las llaves de mi casa o que me convertí en antivacunas? ¿Cómo alegrar a un demonio?

—Oye...

—No sé qué me pasa, Asher —dijo con la voz quebrada por la pena y se abrazó las piernas con más energía—. Me duele mucho la garganta, siento algo pesado ahí como si nada pudiera atravesarla, ni siquiera aire, como...

—Parece que probaste los postres de mi tía.

—No, es peor... siento como...

—Un nudo —deduje—. Es que estás reteniendo el llanto. El llanto sale por los ojos, pero para mí se origina en la garganta y cuando lo retienes sientes un nudo. Las cosas malas no deben tenerse mucho tiempo. Mi amigo Gorgo decía que eran donde se escondían las palabras, y como los pensamientos nos ponen tristes y las palabras son pensamientos... en fin, no importa lo que decía Gorgo.

—No sé qué hacer —lloriqueó—. Nunca me pasó esto. No soy un llorica.

—No, claro que no —musité—. Eres un puto estorbo.

—¿Qué?

—Nada —contesté agudo.

Se le humedecieron los ojos. Iba a venir la avalancha de lágrimas y mocos, estaba seguro de que al ser un demonio incluso me torturaría su llanto. Todo lo que venía de él era fastidioso de una manera demencial.

—Oye ¿No hay nadie a quién pueda llamar? Tal vez a un padre súper diabólico ¿A Lucifer?

—No, a nadie... yo puedo arreglarme solo. Es que me gustaría saber qué me pasa.

—Tú eres el ser inmortal, tú dime.

Para mi alivio no me dijo.

Me senté sobre una mesa de luz que veía por primera vez, siempre había estado repleta de animales plumosos. Suspiré resignado. Mierda. Eso no estaba funcionando, que él se sintiera miserable no iba a hacer que mi charla de mañana se cancelara.

¿Alguna vez pensaste que todos tus esfuerzos terminaban en nada? Como si tu voluntad solamente fuera comida para un monstruo que no se sacia nunca y que no hace más que tragar tu energía mientras por el otro extremo defeca realidad.

Bueno, si no lo sentiste, permíteme decirte que la sensación no es agradable.

—Asher.

—Dime, mejor amigo, alma gemela, mi compinche, mi hermano —respondí con un poco de rabia retenida.

Entonces recordé que esa mesa de noche donde estaba sentado sí la había visto antes, fue como hace trescientos años. No, setecientos. Diablos. Cómo me había olvidado de eso.

—Siento que me desvanezco, Asher.

Puse los ojos en blanco mientras abría los cajones de la mesa de noche y buscaba un paquete de cigarrillos entre revistas de guía de cable y basura del infierno como auriculares con nudos imposibles de desatar. Encontré un paquete vacío. Lo estrujé en mis dedos.

—¿Qué tiene de malo desvanecerse?

—Que dejaré de ser yo, siento que... soy humo —estiró sus dedos como si un hilo de humo bailara sobre ellos—, soy intenso pero efímero, un parpadeo en la existencia.

—Deja de hablar estupideces. Eres inmortal, no eres un parpadeo en la existencia, tú eres un ojo sin párpados que siempre mira, una cámara de seguridad, o no sé, un niño con la pierna rota, pegado a su ventana y fisgoneando a los vecinos. Solo yo fui un jodido parpadeo.

—Me siento triste ¿Por qué existe la tristeza?

—Para que hagas esa estúpida pregunta.

—No, me refiero... a de verdad. Es decir, cualquier cosa viva ya sea humana o no, trata de evitar la muerte o el dolor. Se llama instinto. Pero luego está la tristeza ¿Por qué no podemos evitar sentirla? No es productiva. El humano cree hacer tantas maravillas, puede llevar cohetes a la luna, puede curar enfermedades, puede anular el sentido de los nervios con anestesia, pero no puede eliminar la tristeza. Si sabemos el daño que nos causa ¿No sería mejor olvidarla? Es como regresar siempre a un mal recuerdo.

Ya, otra vez con el cuervo. No le presté mucha atención. Abrí el segundo cajón y encontré una caja de cigarrillos.

—¡Amén!

—A veces siento que no soy nada, siento que el mundo es mi canción favorita, pero la escuché tantas veces que terminé odiándola.

Reí. Me coloqué un porro en los labios y luego deposité otro en la boca de Leviatán. Los encendí mientras lo escuchaba. Si iba a hablar de existencialismo tenía que tener un asesino entre los dientes. Era una ley irrompible como que en los musicales tenía que haber música, en las fiestas de cumpleaños infantiles siempre hay payasos y en el gobierno también.

Inhalé una cantidad de humo que me hubiera matado de estar vivo.

—Nadie viene al mundo a ser feliz —dije agitando una mano para disipar la humareda—. Nacemos llorando ¿Y después se supone que tiene que ser todo color de rosa? —Meneé la cabeza.

Menudo chiste, yo había nacido riéndome y al fin y al cabo fue la última risa despreocupada que pude tener. Pero ese día no podía pensar en mí, debía pensar en Leviatán, en su miseria.

—A veces creemos que somos felices, pero son puras mentiras —dije—, todo el tiempo estamos tristes, simplemente que a veces nos sentimos menos miserables y los confundimos con felicidad. No vas a poder liberarte de ella así que siéntela y supérala, carga con la miseria como si fuera una cabeza extra o no sé una verruga horrible en el centro de la frente. Pero no permitas que eso te detenga de hacer cosas que no te dejen plantado en la puta cueva todo el día.

Ya sonaba como Jenell. Él parpadeó, se le cayó cenizas de su cigarrillo, reaccionó, bajó los ojos y notó que lo tenía colgando los labios. Lo agarró con la punta de los dedos y lo sacudió. Finalmente lo inhaló y tosió.

—¿Cómo es que logras vivir en el infierno? —preguntó él—. Este lugar apesta.

—Técnicamente no estoy vivo, así que no "vivo en el infierno" —dije emulando las comillas con mis dedos—. Y es fácil —me encogí de hombros—, el Sindicato tenía razón, la eternidad te enloquece o te vuelve indiferente. Es irónico pero la eternidad te mata. No me importan muchas cosas, solo una.

Y es llevarme a la tumba lo que tío Jordán me había hecho. Bueno, técnicamente no a la tumba, llevarme más allá ¿a la eternidad? No importa, el punto se entendió igual.

Los muertos no piensan en mucho.

A Jenell solo le importaba continuar odiando, a Ruslan desintoxicarse, en la mente de Larry solo estaba decir su frase y Alan también pensaba solo en una cosa y era continuar destacándose en todo.

Ya me estaba aburriendo, tenía que intentar faltar mañana a la charla. Era ahora o nunca.

—Será mejor que cancelemos la charla de mañana.

Leviatán me observó aturdido y aplastó el cigarrillo con la pared de roca pelada.

—No, no, tienes que ir y animar a los demás.

—Es que no puedo ver cómo mi muerte pueda animar a los demás —traté de contenerme para no gritar y abrí las manos como si le ofreciera más opciones además de comportarse como un imbécil.

—Son historias, Asher —contestó irritado—. ¿A quién no le gustan?

—A mí, no iré a la charla de mañana.

Me observó, dejó quietas sus pupilas en mi cara, pude ver en sus ojos cómo la pena y la desesperación se sustituía lentamente por la ira.

—No está en discusión Asher, irás.

Discutimos. 

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