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 Todos en la vida recibimos grandes noticias. Existen grandes noticias que son agradables y nos cambian la vida para bien, como «Ganaste» «El empleo es tuyo» «Serás padre» «Nos gusta tu proyecto y apostamos a él»

Pero después están las noticias de mierda y no necesita ejemplos porque son las que me tocan básicamente a mí.

Sabía que a mi sobrino lo condenarían para la eternidad, pero no podía hacer nada para cambiarlo, menudo, menudísimo dilema.

Me senté en el pasillo de la caverna para evitar las disculpas de Leviatán, escuché cómo levantaba los muebles, los colocaba en su lugar o juntaba las esquirlas de la vajilla y el televisor. A él le gustaba más ese departamento que a mí, esa era una cárcel no mi casa.

Miré la fotografía de mi sobrino.

Quería golpear algo o mejor a alguien; aunque estaba tan derrotado que no hubiera servido de nada, apenas podía pararme, me acosté en el suelo con los brazos estirados y abiertos alrededor de mi cabeza maldiciendo a Leviatán. Tan abstraído estaba en mis pensamientos que no noté la mujer que tenía plantada a mi lado. Estaba vestida de saco y camisa, sostenía en sus manos un papel y lo estrujaba entre sus dedos.

Me miró un rato. Seguramente era una condenada del Nivel de los Ladrones que se había perdido. No era buena idea pedir indicaciones en el infierno, tenías más probabilidades de que te mintieran o te dijeran «Vete a la mierda ¿Sabes cómo llegar ahí?» a que te echaran una mano.

Ella se sentó a mi lado. Vaya maravilla. Primero Leviatán y ahora esa mujer ¿acaso era un imán de fracasados?

Recostó su espalda sobre el suelo como si pensara que era buena idea hacerme compañía.

Giré la cabeza para examinarla, tenía arrugas amontonadas en los contornos de los ojos, eran como raíces hundidas en su piel, pero aun así se veía joven. No había muerto con más de cincuenta, tal vez tenía cuarenta y tantos.

Tragó saliva y clavó sus ojos en el techo.

—Me llamo Edhit.

—No te pregunté, Edhit.

Traté de ser grosero para que se fuera, ojalá nadie me viera acostado en el corredor con ella, sería muy patético ¿Cómo le decía que ese pasadizo era mi lugar para sufrir y no lo compartía con nadie?

Titubeó antes de contestar.

—Vine aquí porque me metí en un grupo de autoayuda que dirige Mahatma Gandhi.

—¿Qué? ¿El pacifista? —no pude evitar el interés.

Edith se humedeció los labios nerviosa.

—Bueno sí, fue al Nivel de los Hipócritas. Digo, dejó morir a su esposa de pulmonía porque no quería que consumiera penicilina porque era un medicamento extranjero, pero cuando llegó su turno y se enfermó de malaria se medicó con tantas cosas que de haberle ofrecido una aspirina de Marte también la hubiera aceptado. Además, creía que los hombres no podían controlar sus instintos básicos y que era culpa de las mujeres el ser abusadas ¡Y dormía con su nieta!

—¡Hijo de perra! —comenté sin sorpresa, ese lugar estaba lleno de cretinos como Gandhi.

—Lo sé —admitió chasqueando la lengua—. Pero da unos consejos que te cambian, te vuelan la cabeza. Yo... este... soy del Nivel Inusual también, pero toda mi vida, digo toda mi muerte, la pasé en el Nivel del Pico.

—Igual que yo.

Eso era raro, tanto que por un momento me quitó de la cabeza a mi sobrino con un destino desafortunado.

—Sí, este... mira, cuando estaba viva no era una persona muy normal.

Diablos, iba a contarme su vida. No quería escucharla, traté de pensar una excusa, pero no se me ocurrió ninguna lo suficientemente rápido.

—Mi padre era un hombre soltero. Mi mamá se había casado con otro tipo, uno más rico y nunca más la volví a ver. Y mi papá... se enfermó de cáncer y como no había nadie para cuidarme, cuando él estaba muriendo, me mandaron a un orfanato.

Puse los ojos en blanco, otra historia triste. Si el infierno estaba repleto de cretinos entonces Nivel Inusual era una mina de drama, había más tragedia ahí que en toda Grecia o en cualquier episodio de La rosa de Guadalupe.

—Supongo que mi madre se cambió el nombre porque los trabajadores sociales no la encontraron; de otro modo me hubieran dejado con ella. Pero no pudieron así que terminé encerrada en un orfanato. Estaba mucho tiempo en ese edificio y yo hubiera preferido estar en el hospital, pero necesitaba una cuidadora o una trabajadora social que me escoltara y no siempre estaban disponibles. Sentía que los dos éramos prisioneros, pero en edificios diferentes. Cuando tenía ocasión de ver a papá, él se la pasaba hablando de las cosas que haríamos cuando saliera del hospital, no fue escritor porque no se le dio la gana conquistar el mercado editorial. Él era un creador de fantasías nato, nunca hicimos todas las cosas que prometimos hacer, pero en cierta manera las imaginamos y eso no es la realidad, pero es mejor que nada. Papá me hacía sentir que todo se resolvería.

Y no se resolvió porque, de otro modo no estaría jodiendo mi existencia, pensé.

—Entonces mi papá... No pude acompañarlo cuando falleció. Murió solo en un hospital. Y...

Juntó su dedo índice y medio y los depositó sobre la yema del pulgar, era como si estuviera agarrando un poco de sal o un detalle que se le escapaba de las manos.

—Y... siempre pensé en cómo murió él.

—Qué pensamiento más entusiasta.

—¿Sabías que los gatos sienten que van a morir?

—Siento que voy a morirme ahora y no soy gato, te lo aseguro.

Tenía su discursito preparado y no iba a detenerse.

—Lo saben, tal vez en el fondo reconocen que todas sus siete vidas se agotaron, tal vez es producto de la naturaleza o es que son seres espirituales y místicos. O solo son simples gatos. No lo sé. Pero cuando llega la hora se alejan de su hogar y fallecen solos. Me gustaría que los humanos fuéramos así, que no nos entre una sensación de desesperanza, ni soledad, ni angustia. Todo sería mucho más fácil si viajáramos para morir, si lo supiéramos, nos fuéramos de casa sin que nos tiemble el pulso y falleciéramos. Pudimos haber evolucionado como los gatos y ser unos tipos rudos y valientes, indiferentes a la muerte, pero en lugar de eso nos aterra el final. El humano tiene una suerte tan injusta.

Estaba más que claro, quería que habláramos de su muerte. Me pregunté dónde vergas estaba Gandhi cuando se lo necesitaba, yo no era él, no dirigía ningún grupo de ayuda, no podía repararla. Si quería que se fuera debía hacer la segunda pregunta más famosa del averno, la primera era ¿Te cruzaste alguna vez con Freddie Mercury?

—¿Cómo moriste? —pregunté suspirando.

—¿Yo? —fingió sorpresa como si no supiera por qué le había preguntado eso.

—No, tu madre ¡Por supuesto que tú!

—Me tiré de un puente. Bueno —rio—. Resbalé, de hecho. Pero estaba colgada del puente porque me quería tirar. Un policía me convenció de no hacerlo y cuando quise regresar me resbalé y caí. Espero no haberlo traumado porque quedé hecha papilla. Por suerte no contó como suicidio o hubiera ido a otro Nivel, de todos modos, no hubiera importado que contara o no porque estaba destinada a terminar en el infierno por otras razones.

—¿Por qué fuiste al puente?

Ella se tocó el pecho.

—Por esas razones. Tenía un vacío que no hacía más que crecer, era como un agujero negro o una fogata, todo lo que entraba en su interior se consumía y desaparecía para siempre. No quedaba nada. Yo... tenía sueños. Soñaba con mi padre calvo en su cama de hospital, sin cejas, despertando de una siesta, abriendo sus cansados párpados. Él miraba el blanco de la habitación, la ausencia de color.

Aunque ella, desde que se había recostado a mi lado no había girado a observarme, noté que sus ojos recorrían el techo de la caverna como si fuera la habitación de hospital de su papá, aquella en donde solo habitaba el blanco y un hombre enfermo.

—No había sonidos, ni colores, era como una película muda. Pero no se oían sonidos no porque fuera una película clásica, era porque no había nadie ahí para provocarlos y cuando mi papá se daba cuenta de que no tenía a nadie, de que yo no estaba ahí ni lo estaría porque ese era su final y estaba destinado a irse solo; cuando notaba que su única compañía era la muerte, parado al lado de él con su parca... se va con la única cosa que lo estaba acompañando... —Su voz se quebró, santa mierda, ella necesitaba un grupo de ayuda mejor que el de Gandhi—. Muere de soledad.

—Lo siento —Le di palmaditas en el hombro.

Todavía tenía la fotografía de mi sobrino entre los dedos y ella un papel arrugado en los suyos.

—Cuando—Tragó saliva y su voz recuperó la firmeza de antes, metió un mechón de cabello detrás de la oreja—. Cuando yo crecí y salí del orfanato no busqué trabajo ni inicié mis estudios ni formé una vida.

—Eres una ganadora nata ¿Eh, Edith?

—Me cambié el nombre millones de veces y lo único que hice fue ir a hospitales donde hubiera personas moribundas o en coma, me sentaba a su lado e inventaba una historia para ellos y para mí. Creía que de ese modo estarían acompañados y amados hasta el final, al menos en una farsa.

—Vaya eso es muy bueno —parpadeé asombrado—. Deberías estar en el cielo.

—A veces, cuando morían, me llevaba sus cosas de valor.

—Y regresaste al infierno, debería estar asombrado, pero no.

—Las vendía en casas de empeño, obtenía dinero, compraba pasajes para diferentes países, estados, provincias —Arrugó el labio y se encogió de hombros—. Y volvía a empezar. Era mi trabajo, consolar y robar.

Me incorporé y la miré a los ojos. No estaba diciendo lo que estaba diciendo. Esa puta historia ya la conocía. Ella todavía continuaba recostada, con las manos juntas sobre el vientre. Entre sus dedos escondía un papel arrugado, lo enrollaba como si fuera un porro.

—Le jodí la vida a mucha gente. Para pasar página se supone que debo disculparme con ellos —comentó tímida—. Gandhi le pidió a los demonios una lista de todas las personas a las que había hecho daño en mi vida, con mi alma lastimada. Era una lista enorme —Lanzó una risa forzada y breve, se aclaró la garganta—. Y tú eras la primera persona de la lista.

Me miró a los ojos y me dio la lista. La agarré y comprobé que yo era el primero después había una chica llamada Elba Z. Urita.

—Lo siento Asher Colm. Supongo que te di un nombre de mierda.

 Sí, era ella, Consuelo Cornamonta, la fatalista y religiosa que le metió a mi madre la fobia por el infierno.

Me estaba pidiendo perdón. Ja, como si fuera así de fácil. El perdón no es un regalo, es una recompensa.

Había una historia bíblica que siempre había odiado.

Era la del rey David. Él se cogía a Betsabé, la esposa del hitita Urías. Urías además de tener el nombre de una infección urinaria era un guerrero que luchaba valientemente en la guerra de David, sin embargo, a David le importaban una mierda los excombatientes y embarazó a Betsabé. No tuvo mejor idea que decirle a Betsabé que se acueste con su esposo, lo más antes posible, así el bisonte de Urías creía que el bebé era de él. Hacen los preparativos para que ambos se vean, pero Urías no quiso estar con su esposa mientras había guerra porque su lógica era: yo no voy a pasarla bien en una noche apasionada mientras otros la pasaban mal y luchan por su vida. David piensa que, bueno, le llegó la hora al soldado. Es decir, al rey no le bastó arruinar un matrimonio, sino que quiso quedarse a la chica para él y se deshizo de Urías ubicándolo a las primeras filas de una batalla sangrienta para que muriera. Obvio murió.

¿Saben cómo termina la historia? A pesar de que David mató, engañó y traicionó y cometió un montón de pecados, Dios lo perdona. El bebé bastardo de ellos muere a los pocos días y David sigue cogiéndose a Betsabé y a tantas mujeres que tuvo más de cuarenta hijos... pero la biblia solo menciona a diecinueve.

 Dios tenía una noción rarísima de lo que era perdonable y lo que no. Yo no era Dios y Consuelo Cornamonta no tendría mi perdón así de fácil.

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