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 Suni bajó las escaleras del sótano con la velocidad de una bala, encendió la escasa luz, apartó la cortina de plástico que protegía su jardín de invierno. La fragancia, de las exuberantes plantas que se derraman de las macetas, la invadió. Sorteó la barra de madera inflada donde descansaban las flores aromáticas y las macetas y llegó al rincón donde había cajas, muebles viejos y basura diferente a la que Suni protegía.

¿Dónde había dejado la tabla ouija? No lo recordaba.

Cuando abrió con torpeza la cuarta caja, derribó una lámpara de pie polvorosa que se estrelló contra el suelo provocando un estruendo. Suni se quedó rígida del susto, pero luego suspiró con una sonrisa porque no se había desplomado sobre sus macetas.

Se inclinó a recogerla cuando escuchó que Hanuel y Kwan bajaban la escalera rápidamente.

—Suni ¿Estás bien? —preguntaba él aferrándose de la barandilla.

Tan típico de Kwan, tan amable, tan carismático y altruista, tan esto, tan aquello.

Suni se tocó las mejillas ¿Continuaban firmes o se habían convertido en líquido? Es que ella sentía que se derretía cada vez que él le hablaba. Se convertía en una sustancia boba y pegajosa que no era digna de él.

Madre mía, agradecía morirme sin haberme enamorado.

Siempre había pensado que, para enamorarse, primero hay que odiarse un poco.

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