Leviatán se veía como un ser maligno, chupa almas y quita sueño, es decir, se veía como un niño.

 Parecía tener doce años. Su cabello era negro y encrespado, su piel pálida y sus ojos pardos, fácilmente pudo haber pasado por mi hermanito.

 Se encontraba parado al lado de una barca, recostando la cadera sobre la proa, cruzado de brazos y frunciendo el ceño. Estaba vestido con bermudas de playa, chanclas con medias y una remera que decía «La belleza ofende ¡Les debo mil disculpas!» en un fondo de arcoíris. Debo admitir que me aterró, ese ser sin decencia sudaba maldad.

 El sindicalista me había guiado hasta un rincón de la cueva que nunca había visto. Era una caverna enorme, el techo suspendía sobre mi cabeza a más cien metros de altura, había estalagmitas y estalactitas largas y puntiagudas, todas de un rojo oscuro. La orilla del río tenía marea. Sus aguas eran negras y el sonido que provocaban al chocar contra la costa era similar al llanto y a las peores canciones de comerciales que había escuchado en mi vida.

 El río discurría en ambas direcciones, no podía atisbar su final, tampoco me interesaba. Avancé hacia él buscando una roca afilada para cortarme la lengua.

 Me detuve cuando lo vi que al lado del niño había un pentagrama de fuego. Las lenguas de las llamas bailoteaban alrededor de sus talones, iluminaba su piel con el color de las brasas y creaba sombras densas en su rostro. Para los que creen que un pentagrama son las líneas donde ubicas las notas musicales es cierto, pero también significan otras cosas. Les explicaré, cortos de materia gris, un pentagrama también puede ser una estrella de cinco puntas, rodeada de un círculo. O eso dice Wikipedia. Es el típico símbolo que encontrarías en un ritual o en una película de terror de poca monta.

 —Está bien —me tranquilizó el anciano reparando en que veía como tonto el pentagrama—. A veces aparecen. Son portales. Invocaciones.

 —¿Portales a dónde?

 —Al mundo de los vivos, por supuesto.